jueves, 6 de marzo de 2014

GONZALO ARANGO


Sobre Gonzalo Arango, un poeta Colombiano que creó el movimiento NADAISTA, se ha escrito de sobremanera, prefiero entregar los textos de una página Colombiano excelente y apoyar su divulgación.

http://www.gonzaloarango.com/vida/escobar-eduardo-1.html

Por Eduardo Escobar

Desde cuando funda el nadaísmo hasta que conoce a Fernando González y se vuelve a firmar Gonzalo Arango y se hace misionero y los nadaístas lo acusan de haberse convertido en un humanista decadente.

Los nadaístas, filonadaístas, entrometidos, espías de la secreta, buscones, admiradores, droguistas y carteristas y curiosos se reúnen por las tardes frente a la librería horizonte de la calle Maracaibo, cuyo propietario, editor de parnasos criollos, cojo y solterón empedernido, era primo de gonzaloarango, una fábula de señor que debió hacer con excesiva frecuencia de paganini obligado, aunque no era rico a pesar de haber sido reconstruido con alambres de platino pues se había precipitado del cielo en avioneta. Gonzalo tenía lecturas abundantes y bien puestas, no como adornos de plumas para exhibir en el juego de salón de las vanidosas erudiciones de nemotécnicos, sino como experiencias vividas, vivenciadas como savias, más notables porque no se dejaban notar. Pueden rastrearse a través de su trabajo literario, sobre el cual chorrean y se ensamblan. Muy pocas veces hacía citas ni se refería a libros ni sustentaba sus obsesiones en autoridades vivas ni muertas. Las lecturas, la cultura, estaban hechas vida, la piel y la conducta. Amílcar era, según sigo creyendo, el más inteligente, y el más indolente también, con una ilustración refinada para el medio de la edad, que abarcaba Ronsard, Hölderlin y Proust, la nueva novela francesa; hacía parodias de Butor y Robbe Grillet; traduce a Nabokov; experimenta idiomas inventados, sonidos. Gonzalo es más instintivo. Ambos tienen el mismo aire salvaje y pueblerino y saludable, aunque Amílcar se peina como la Sagan y parece un carnero y a pesar de la pose de lejanía misteriosa de Gonzalo. Predican la enfermedad, el vómito y el vicio aunque no han pasado del humilde Pielroja, la cafeína y el ron de las tiendas de esquina. Gonzalo se desentiende definitivamente del derecho y la política. Amílcar deja quieta su carrera en el escalafón. Están felices. Van entendiendo lo que quieren mientras caminan, lo van perfilando. Y por gravedad, poco a poco se les van adhiriendo un montón de muchachos inteligentes, camajanes despistados, hijos de papi, sicópatas, poetas, pintores, unos en plan de cambiar la vida, o al menos cambiar la propia, los otros porque aspiran a divertirse o a saquear las carteras de sus admiradores. Pronto los nadaístas forman con todo y patos (y pathos) una cuadrilla escabrosa para la pacata norma parroquial.

Osorio se toma el nadaísmo con un refrigerio vespertino, como un pasatiempo sin mucha importancia, se burla amistosamente del desgaste que hace Gonzalo. Eso de la cultura y el delirio poético no consigue disolver en él la negra certeza de que debe morir y no tiene frente a ésta el consuelo de un postre de paraíso de inmortalidad en la memoria de los otros. Esta idea le cansa de antemano las otras, le amarga el brillo del presente. O éso dice. Gonzalo en cambio más ilusionado y anacrónico o inconsistente pone todo su empeño en el nadaísmo, se encarna en eso, se encarga de la criatura, lo convierte en el esqueleto del paraguas bajo la ceniza nuclear, en su nube, es su tabla de salvación para trascender por la puerta de atrás. Guillermo Trujillo hace panes. Humberto Navarro es visitador médico y tiene un maletín enorme lleno de muestras y una novia florista, Darío Lemos todavía va al colegio y tiene que llegar a las nueve a la casa, Isaza hace el papeleo para irse de franciscano, Malmgrem Restrepo se traslada a Nueva York con sus bolígrafos, Bernardo Fernández resuelve problemas de ajedrez, Fernando Jaramillo se emborracha. Solamente Gonzalo empuja el carro de la nada atascada; mientras los otros farolean, se exhiben y se barbiturizan, Gonzalo está constantemente entusiasmado con el florecimiento de la calle Maracaibo, debajo de la marquesina azul del teatro Opera que aumentaba la palidez de los nuevos comediantes, mientras Amílcar cierra con dignidad la librería Horizonte, recitando a Maiacovski. Era un acontecimiento en la ciudad, un brote saludable en la farsesca aldea de honrados mercaderes mientras no los cogieran. Pronto ofrecimos nuestro primer recital nadaísta, gonzaloarango, “Sonata metafísica para que bailen los muertos”, Eduardo Escobar, “Tardecita tísica”, “Señor, tú que no te afeitas con Gillete”, Alberto Escobar, “Los sinónimos de la angustia”, “Nicanor afina la dulzaina”, U, “Plegaria nuclear de un cocacolo”, Fabio Arango, “Poema cubista para Marta Traba”. El público de vagos adolescentes, secretarias de Pablo Neruda, algunos aficionados a los autógrafos. Todo muy bien. Hasta que subió al escenario Sergio Latorre y saboteó la velada antitodo con el antídoto de un encendido discurso de espíritu antifrentenacionalista de furor democrático.

Todas las noches cuando llegábamos a las siete por Amílcar a la librería, éste tenía un nuevo descubrimiento, Moravia, Cernuda, Bertrand Russell, Abagnano, un poema de Baudelaire, un cuento de Saroyan, otra novela de Faulkner, César Vallejo, Mallea, Camus, Sartre, Saint Exupery, Lautreamont, Perse, Duras, Durrel. Y después de que cerraba nos íbamos por las tiendas a beber lo que había y a hablar de libros y cuando cerraban las tiendas o se acababa la plata o se dormía el anfitrión nos íbamos hasta que amanecía a leer más poemas en los parques, a inventar manifiestos, a hacer proyectos inspirados. Escribíamos cartas insulsas para justificar los textos arrevesados que enviábamos a los periódicos. Gonzalo dirige sutilmente, adjetiva, matiza, propone hacerle una pregunta capciosa a la sección de preguntas y respuestas del periódico, todo corrido hacia el nadaísmo, esa frase que retorciéndola... esa anécdota si fuera contada con determinada intención. Lo dejamos hacer. Es el mayor de todos, lo queremos, el hecho de ser el único que gasta todo el tiempo en la porfía le concede ascendiente. A veces consigue entusiasmarnos. Pero en general los otros nos permitíamos el goce de carecer de ambiciones remotas, nos ahorrábamos los premios con los apremios, estábamos más libres e indiferentes y desinteresados; disfrutábamos la inerte bohemia, la irresponsabilidad nos parecía satisfactoria como ejercicio del nadaísmo, quién sabe, su praxis, qué carajo; el nadaísmo era nuestra fiesta privada. Gonzalo se dosifica. Lee mucho, teatro, novela, filosofía. Experimenta con el cuento, escribe largos poemas, de día se encueva, solamente a la vespertina cae por la librería, feliz, consumido por sus sueños como le gustaba decir, magro y energizado con propuestas nuevas, signos brillantes, frases recién inventadas: “somos geniales, locos y peligrosos”. “El nadaísmo es una revolución al servicio de la barbarie”. El nadaísmo es su obra: los libros son apenas los indicios de la vida interna que ardía. Pone de moda palabras, una especie de jerga calculada que le da ambiente a su revolución de la nueva oscuridad. Monjecito, llama a sus amigos, la Monja es su mujer, un trago es brujo, un poema negrísimo, el nadaísmo el inventico, la tarde noble, la Tierra el planetica. Publica su primer libro, teatro, HK111, en la Imprenta Departamental de Antioquia dirigida por Manuel Mejía Vallejo. El primer ensayo serio de un teatro nuevo para Colombia que superara el folclórico sainete.

La falta de blanca nos obligaba muchas veces a tertuliar en antros de fama negra y de oscura asistencia pero de buenos precios, así cogimos ese prestigio fascineroso que nos fascinaba aunque no dejó de causarnos problemas. Pero no éramos esos desencantados profanadores de cementerios nocturnos como pensaban los gusanos y los señoritos.

Gastábamos las noches en agregarle barbaridades al manifiesto nuevo que había escrito Gonzalo por la tarde de encierro, o hablando de Heidegger, de los zapatos de Van Gogh, o de nada en especial, del perfume sombrío de la avenida, en el parque, o en la casa de algún amigo o en una tabernucha de albañiles. El resultado era el mismo: al amanecer las más de las veces regresábamos a casa perfectamente borrachos... Por las mismas calles por donde nuestros condiscípulos y vecinos se dirigían a sus obligaciones, recién afeitados, Amílcar imitaba gorgoritos de la Piaff sobre un montón de basura, Cachifo hacía tiros al aire con una pistola de juguete, Gonzalo anunciaba desastres encaramado sobre una estatua. Inocente todo. No tan inocente. La poesía era la gran subversión contra los valores podridos, produciríamos una revolución espiritual en Colombia. La poesía es pólvora perfumada. En eso confiábamos. En que destruiríamos el orden viejo con martillos de papel. Ya no sé.

A pesar de poseer el estilo más virulento y castigado, de ser el más radical y el que mejor se formulaba el propósito, gonzaloarango es al mismo tiempo el más zanahorio y circunspecto. Predica el desarreglo, la procacidad, la anarquía, la violencia, pero cuida la imagen calculada del poeta malintencionadamente despeinado. Pasea altivamente con líricas flores de escobo en el ojal de la chaqueta de pana, pero cuando algunos de sus compañeros comienzan a usar marihuana y a probar el envilecimiento como experiencia poética de acceso a la santa locura y al puro despojamiento, Gonzalo es el más recalcitrante impugnador del método... Cuando Fernando González invitó a su casa en Envigado a Gonzalo Arango, éste se emocionó mucho con el interés que según le dijeron despertaban en el viejo de Otraparte su actitud nueva y su obra naciente. El maestro González contaría a su vez en una carta la impresión que le causó el flamante fundador del nadaísmo, cómo se había visto a sí mismo a esa edad, revolviéndolo todo. Una profunda simpatía los ligó para siempre en la admiración mutua, el afecto, el respeto. Hay una fotografía del maestro González en la Casamuseo que le dedica Envigado que justifica plenamente el sentimiento: eran idénticos misteriosamente como dos sombras en tiempos paralelos, por la irradiación de los rostros y en el propósito de descubrirse apasionadamente, en el ideal de autenticidad desvergonzada. Cuando desengañado del nadaísmo y los estoperoles de la vida cultural y la fe en el arte, convertido a la nueva del sacrificio y el servicio Gonzalo vende la pequeña biblioteca, repudia la retórica y los libros —los libros solamente me confunden más, me dijo—, reservará sin embargo tres autores: Nietzsche, Rimbaud y Fernando González... a cuyos libros regresa para zarandearse y ponerse a prueba. Su obra y su vida hay que pensarlas impregnadas en el pensamiento y el estilo del caminante envigadeño, por el aroma místico y el aire panfletario, la voluntad de hacer de la escritura un camino de introspección y transmutación y conocimiento de sí mismo, una meditación acerca del alma del mundo y enseñanza viva, no un parapeto de porcelana para exhibir la artesanía, ni solamente el púlpito del sufrimiento personal y de la propia contradicción, sino mensaje de vida para el futuro. Palabra de tierra, presente.

La obra de Gonzalo Arango pues, sería, primordialmente, él mismo. Y el nadaísmo, su espacio. Lo demás es literatura, como decíamos. No es poco: es ahora la única forma que tenemos de acceder al interior de esta persona.

La obra literaria de Gonzalo Arango solamente fue publicada en mínimas ediciones y el resto está regado en periódicos y revistas y plegables y comunicados mimeográficos. Inconseguibles. Obra Negra, ordenada por Jotamario para Carlos Lohlé de Buenos Aires, es una muestra significativa de su obra, recoge manifiestos, algunos pocos panfletos purificadores, cuentos, poemas. De sus cartas (era un adicto del mimeógrafo y del correo aéreo) las escritas a sus amigos y dedicadas exclusivamente al nadaísmo, forman un volumen enorme altamente recomendable. Su obra periodística, crónicas, columnas, reportajes, memorias, fueron publicados en La Nueva Prensa, Contrapunto, Cromos, Nadaísmo 70, El Tiempo, El Espectador, El Colombiano de Medellín, Diario del Caribe, el País, y en revistas internacionales como el Corno Emplumado de México y Zona Franca de Venezuela... Cuatro obras de teatro: Nada bajo el cielorraso, HK111, Los ratones van al infierno y La consagración de la nada. Autor diverso y disperso, irregular y copioso, pero de efectos irreversibles, últimamente me ha dado por pensar que quizás la mejor parte de la obra del fundador del nadaísmo está en su poesía , la primera de Medellín, sobre todo. Y que el vocerío del profeta, la intensa actividad pública la ensordeció. Si Gonzalo lo sabía no le importó. Sea como sea en los últimos años despojados, apartado de la literatura del consumismo cultural, solamente reclamó para sí mismo el magnífico título de poeta que dignificó con su hombría. Por lo demás, ya sabemos, era un hombre educado, sabía ser cortés cuando quería y en uno de sus breves textos póstumos dejó esta “Despedida”:

“Creo haber cumplido la vibración para la cual fui destinado en una determinada instancia del suceder histórico con la vida, mi destino personal, mi generación.”

“Bien o mal, he cumplido; gracias”.

Fuente:


Gonzalo Arango. Eduardo Escobar, Bogotá, Procultura (Colección Clásicos Colombianos. Nº 7), 1989.



Al derecho y al revés
Gonzalo Arango, el conocido, el desconocido.
Un inolvidable

Por Juan José Hoyos

Dicen que cada cual tiene la cara que se merece. La de Gonzalo Arango no fue una: fueron dos, tres caras, tan contradictorias, tan escandalosas, tan atormentadas como su vida. La primera es la de un muchacho de pelo corto, ojos tristes y mirada dulce, de corbata y saco oscuros, con aire de seminarista recién salido del convento. La segunda es la de un hippie de los años sesenta, un beatnick de San Francisco con el pelo hasta los hombros. Los mismos ojos tristes ahora están hundidos y vidriosos a causa de los trasnochos y la marihuana. Diez años después, su cara es la de un hombre maduro, vestido de blanco, de aspecto apacible y con un halo místico: parece un rastafari melancólico, drogado con ácido; parece un Charles Manson rehabilitado y arrepentido del asesinato de Sharon Tate; parece un santo.

Son tres caras escogidas al azar entre fotos olvidadas de revistas ya amarillas. Las tres son difíciles de conciliar con la cara asustada del funcionario público, pulcramente vestido de saco de paño y corbata, que está escondido en un sanitario del último piso del edificio Antioquia, por miedo a las turbas que celebran la caída del gobierno dictatorial del general Gustavo Rojas Pinilla. “El era corresponsal y jefe de redacción, en Medellín, del diario oficial de la dictadura. En el rojismo hizo carrera política. Estando en el periódico le tocó el 10 de mayo de 1957, día de la revuelta popular que derrocó al General Rojas. Tuvo que esconderse en un inodoro”. Así lo recuerda su primo Federico Ospina, un viejo empleado de la Editorial Bedout y fundador de la Librería Aguirre. ¿Pero quién era ese poeta pobre y solitario que se convirtió en el profeta maldito de miles de adolescentes y que firmaba sus reportajes con el falso nombre de Aliosha, un joven monje ortodoxo, el único hombre bueno de los terribles hermanos Karamazov? Aliosha mismo lo describe así en las páginas de Cromos: “Antes de ser personaje era un joven cualquiera. Alguna vez se le ocurrió nacer en Andes, un pueblo de Antioquia, lo que para él constituye el recuerdo más feliz de su vida. Nadie tenía noticia de su existencia hasta que un día se le ocurrió la segunda idea genial, después de nacer, y fundo el nadaísmo”.

Su primo Federico Ospina lo recuerda como un estudiante modelo del Liceo Juan de Dios Uribe, de Andes, donde nació en 1931 en el seno de una familia paisa muy tradicional formada por Don Francisco Arango, un telegrafista, y Doña Magdalena Arias, una matrona que gastó su vida en criar a sus hijos y en embellecer las calles y los parques de su pueblo. Era el hijo número 13 en una familia de 15 hermanos. Todos ellos se vinieron a vivir a Medellín a fines de la década del cuarenta, cuando Gonzalo acababa de cursar el cuarto grado del bachillerato, porque su padre quería que sus hijos fueran doctores. “Terminó sus estudios en el Liceo Antioqueño en el mismo grupo del maestro Fernando Botero”, dice Federico. Al año siguiente, Gonzalo entró a la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia. En el segundo año, su inclinación de torcer siempre las cosas lo llevó a abandonar los estudios de derecho. La familia tenía una pequeña finca en el barrio El Corazón, una zona campestre situada en las afueras de Medellín. Allí se recluyó durante algún tiempo y se puso a cultivar tomates y a escribir una novela.

“Era una figurita endeble, frágil, delicada” cuenta su compañero de estudios, Alberto Aguirre, quien con el paso del tiempo pasó a convertirse en una especie de hermano mayor del poeta. En una bella crónica sobre el Gonzalo Arango de esa época, Aguirre dice que la novela la escribió en un libro de contabilidad que le regalaron él y otros amigos. Todos los sábados, el poeta bajaba de la finca con una jíquera llena de huevos o limones —cositas de allá— y buscaba a su amigo para leerle apartes del libro.

“Siempre lo vi muy angustiado” dice Aguirre en su crónica. “Una angustia vital, existencial, como esa falta de acomodo del ser en el mundo... Tener conciencia de escritor es una fiebre, una angustia. Gonzalo tenía eso”.

La novela quedó terminada en 1952. Se llamaba Después del hombre. “El me la mostró” cuenta su primo Federico Ospina. ¿De qué se trataba? “De nada. En esa época él estaba aplastado de filosofía. La filosofía no es para hacer novelas”.

“No fue cierto que la quemó”, sostiene Alberto Aguirre. “Yo la conservo”. Lo que pasó, según él, es que Gonzalo Arango “se volvió un promotor de su propia imagen y empezó a decir mentiras” hasta abandonarse a lo que el maestro Fernando González llamaba, un poco disgustado con los excesos de algunos nadaístas, “la hoja del infierno de la publicidad”.

En 1953, la vida volvió a juntar a los dos condiscípulos de la Facultad de Derecho. Aguirre fue encargado de dirigir una oficina de la Agencia France Press en Medellín. Allí se recibía el material periodístico por vía telegráfica, redactado en francés. Aguirre llamó al poeta a formar parte de la redacción nocturna. “Fue una audacia porque él no sabía escribir a máquina, no sabía francés y no tenía idea de periodismo”.

Pasado el susto del 10 de mayo, Gonzalo se fue a vivir a La Pintada, a la finca de su amigo Adolfo Angel Restrepo. De ahí partió para Cali, desesperado, y trabajó durante algún tiempo en una agencia de publicidad. Cuando volvió a Medellín en 1958 ya traía redactado el manifiesto nadaísta que lo hizo famoso y que dio comienzo a su más importante aventura. En su ciudad, a la que odiaba y amaba al mismo tiempo, lanzó al país el manifiesto y junto con los primeros seguidores del movimiento nadaísta armó un escándalo de la madonna al empezar a quemar libros en algunas plazas públicas (uno de ellos, Don Quijote) y al atacar con nauseabundas cápsulas de Creosota a los miembros de un congreso de intelectuales católicos que se hallaban en las instalaciones venerables del Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Por este episodio fue a parar a la cárcel de La Ladera. Alberto Aguirre fue llamado a defenderlo y logró su libertad a los pocos días.

Por esa misma época, ocurrió el incidente de la profanación de las hostias en la basílica metropolitana. Para entonces ya había puesto en práctica con éxito su idea de que el mejor método de persuasión es el escándalo. Los nadaístas iban a comulgar y después cogían las hostias y las sacaban de la iglesia y se las llevaban a las noviecitas y todo eso. Un día, a Darío Lemos se le cayó la hostia y alguien lo vio y empezó a gritar, en medio de la misa: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! Y los curas de la catedral también gritaron y ellos corrieron y la gente a perseguirlos. Los salvaron las piernas. Pero después los excomulgaron. Pasado el susto del carcelazo, Gonzalo Arango viajó a Cali a divulgar su manifiesto. El mismo lo recuerda en el reportaje que hizo a su amigo J. Mario: “Uno de los momentos estelares de la literatura colombiana de este siglo es, sin duda, el encuentro de J. Mario y yo, en la Tertulia de Cali. Allá fue en 1960 a dictar tres conferencias y a organizar el desorden. Aquella noche La Tertulia era un infierno de calor y un cielo de libertad. El público desbordaba y deliraba frenético, escandalizado.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, me esperaban cincuenta jóvenes en La Tertulia en cumplimiento de una cita que les había dado para integrar la dirección del nadaísmo caleño. Para cerrar la discusión dije dictatorialmente: ‘En el nadaísmo nadie es jefe, ni siquiera Gonzaloarango. Cada uno de ustedes es el jefe del nadaísmo y nadie lo es. No esperen nada de mí, no se hagan ilusiones, el nadaísmo no les va a redimir. Pierdan la fe. El nadaísmo lo único que les promete es la locura. El nadaísmo no les propone soluciones, sino dudas; no les ofrece la felicidad, sino la desesperación. Esta no es una empresa, sino una aventura en la que todo está perdido, salvo la confusión maravillosa de la esperanza. Ustedes verán. Si se quieren salvar, es necesario primero que se pierdan. Esta revolución es en tres etapas: primero, vamos a morir, luego a resucitar, después a vivir’ “.

Después de un viaje por el océano Pacífico con Elmo Valencia y un montón de locos y de la fundación de Islanada en el primer tierrero que encontraron por el mar, luego de zarpar de Tumaco, J. Mario, contradiciendo la voluntad de sus padres, siguió al profeta a Bogotá.

En Bogotá, Gonzalo Arango vivía en una pieza alquilada de la que nunca dio la dirección y a la que llamaba con el nombre misterioso de El monasterio. “El poeta era muy receloso de su vida íntima” recuerda J. Mario. “Cuando alguien le preguntaba por su teléfono, daba un número del Cementerio Central. Allá lo llamaba mucha gente”.

Don Camilo Restrepo le ofreció trabajo en la revista Cromos. En esa época, la revista se leía casi siempre en las peluquerías. Las crónicas y los reportajes del poeta le sirvieron a él para acrecentar su fama y ganarse unos pesos y a la revista para aumentar sus lectores.

El trabajo de periodista llevó a Gonzalo Arango a muchos rincones olvidados de Colombia, como el Chocó, algunas costas solitarias del Mar Caribe y las islas de San Andrés y Providencia. Durante los viajes también conoció una que otra monja —como le decían a la novia—. La más perdurable se convirtió en la novia de la mitad de su vida. Era una gringa de 30 años, nacida en Nueva York, con cuatro hijos, actriz ocasional, ceramista, profesora de inglés y amiga del maestro Fernando González. Se llamaba Rosie Smith y luego compuso letras de canciones y publicó poemas con el nombre de Rosa Girasol. La conoció en Medellín a mediados de los sesenta.

El trabajo en Cromos lo realizó siempre como colaborador. Cuando no andaba trasnochando, emborrachándose o escribiendo, se lo veía siempre pensativo, con un cigarrillo entre los dedos, bebiendo uno tras otro incontables pocillos de café. Su estilo de hacer periodismo se basaba en la insolencia y en el uso de un lenguaje callejero, iconoclasta, inteligente hasta la médula, a veces lírico, pero siempre muy personal. Lo consiguió gracias a su viejo oficio de escritor bohemio e insomne que al contar sus historias, como al escribir sus cartas, prefería seguir nada más que los dictados del corazón. Sus reportajes y sus crónicas publicadas en Cromos lo convirtieron muy pronto, durante toda una época, en el mejor periodista colombiano de su generación.

Al final de la década, durante un viaje a la isla de Providencia, conoció a Angelita, el otro amor de su vida, y sufrió una metamorfosis espiritual que lo hizo abandonar no sólo el movimiento nadaísta sino también el periodismo.

Según J. Mario, Angelita lo cambió. Lo convenció de que había vivido bajo la influencia de Satanás y entre los dos quemaron toda su obra inédita. Eso ocurrió en 1971. Ahí quedaron Punta de cielo y un montón de poemas y diarios inéditos.

Sus últimos reportajes aparecieron en forma esporádica en la revista Nadaísmo 70 y en el diario El Tiempo. Se fue a vivir con Angelita a un apartamento situado en el Bosque Izquierdo, junto a las torres de Rogelio Salmona, en una plaza llamada La Raqueta. Ahí vivió con ella durante más de cinco años.

Cuando murió en un accidente de tránsito, en Tocancipá, en septiembre de 1976, había vendido todas sus cosas porque se iba a vivir a Londres con Angelita. Tenía solamente un colchón. A J. Mario le dejó la máquina de escribir, una Olivetti Studio 44 de letras cuadradas (la misma de todas sus cartas). Y a los demás amigos les regaló lo que le quedaba después de la subasta.

El 16 de octubre de 1993, Pablus Gallinazo, Jaime Espinel, Elmo Valencia y J. Mario fueron a Andes a llevar sus cenizas. El obispo los recibió en la iglesia principal, que estaba abarrotada de gente. El prelado celebró una misa y durante la plática recordó algunos de los escándalos del poeta que provocaron la excomunión pública. Al final del sermón dijo que ahora, después de muerto, la iglesia volvía a recibirlo en su seno. El poeta J. Mario Arbeláez no pudo contenerse y subió al presbiterio para hablar en nombre de sus hermanos. “Se los devolvemos —dijo, respondiendo a las palabras del obispo— pero con una condición: que lo canonicen. Porque Gonzalo fue un hombre bueno, un hombre justo. Un ser superior. Un hombre punzado por la divinidad. Gonzalo fue un santo”.

Fuente:

Revista La Hoja de Medellín. Número 17, febrero de 1994, pp.18 - 19.