Se cumplen cien años de la publicación de “En busca del tiempo perdido”, editada en 1913, financiada por el propio escritor, luego de haber sido rechazada por la Nouvelle Revue Française, por orden de André Gide, quien admitiría que la declaró sin valor alguno sobre la base de la imagen social que tenía del autor y de un pasaje que leyó al azar y le desagradó. Me pregunto en este momento cuantas personas leerían los siete tomos de esta obra, con las dificultades iniciales que el texto implica. No son tiempos de novelas extensas, menos sí le exigen un esfuerzo al lector.
Álvaro
Mutis, el escritor Colombiano recientemente fallecido le rindió culto a esta
obra de manera especial. Nunca se cansó de leerla y la incorporó de manera
sutil en sus relatos. Gracias a su insistencia, muy joven, empecé su lectura,
con mucha prevención, pero consciente que estaba frente a un icono de la
literatura. Por ese tiempo leía mucho psicoanálisis, lo que me brindaba
herramientas para entender el texto del escritor Francés. Son tres mil páginas.
Estas “ constituyen una reflexión sobre
el tiempo, la memoria, el arte, las pasiones y las relaciones humanas
atravesada por un sentimiento del fracaso y el vacío de la existencia, animada
por más de doscientos personajes –que Proust incorporó cuidadosamente
amalgamando en cada uno trazos de tal o de cuál de las personas que había
conocido a lo largo de su vida– y fundamentalmente por el narrador, a quien
seguimos en su largo y minucioso recordar desde el día en que una magdalena
remojada en té reabrió inesperadamente a su memoria las puertas de un pasado
lejano y olvidado ya, que poco a poco comienza a ser exhumado mediante toda
clase de recursos imaginables puestos en práctica a lo largo del relato:
descripciones poéticas, comparaciones y metáforas, reflexiones filosóficas y
exposiciones literarias de teorías metafísicas, anécdotas, discusiones y
conversaciones que entrecruzan los más variados personajes en los más diversos
lugares. Varios ejes estructuran la obra, entre los cuales destacan: el amor y
los celos, ilustrados especialmente en la relación entre Swann y Odette, así
como en la que el narrador tiene con Albertina; el arte en todas sus formas:
pintura, música, literatura, teatro, arquitectura, escultura; la condición
existencial y la subjetividad esencial que la constituye; las relaciones entre
tiempo y memoria; los distintos ámbitos y esferas sociales que contrastan entre
sí, como la familia y los amigos, la ciudad y el pueblo, los salones burgueses
y los aristocráticos; la homosexualidad, tema tratado en los personajes de
Roberto de Saint-Loup, el Barón de Charlus y Carlos More”[1] entre otros.
Es
una novela con un ritmo especial. Mi experiencia, al contrario de la mayoría de
lectores, fue entrar en una complicidad absoluta con el narrador desde el
primer renglón, me fui compenetrando con el texto, como si fuera llevado de la
mano de una cámara, en primer plano, a través de la voz del narrador, que me va mostrando
el entramado de sus interpretaciones y juicios, recurriendo a una infinidad de
herramientas estéticas y apoyado en su formidable memoria desde donde trata de
descifrar el profundo vacío que le producen las relaciones humanas, rompiendo
con el tiempo lineal y teniendo solo en cuenta su valor relativo desde la
subjetividad más profunda.
En
un blog en la red encontré esta afirmación que me parece importante transcribir:
Sin temor a exagerar creo que es posible afirmar que tanto las obras de Borges
como las de Proust esencialmente —no únicamente— son el resultado tortuoso de
dos hombres que infatigablemente esperaron durante toda su vida, el momento
prodigioso donde encontrarían a alguien que los pudiese amar. La espera fue tan
desoladora que para sobrevivir se dedicaron a escribir.
Proust,
fue hombre privilegiado por el destino, de padres adinerados, bien educado,
enfermizo, homosexual, quien después de una vida libertina, se encierra a
escribir su obra monumental, con una idea prefijada de la sociedad. Se asilo en
el 102 del Boulevard Haussmann en París, donde hizo cubrir las paredes de
corcho para aislarse de ruidos y dedicarse sin ser molestado a escribir, À
la recherche du temps perdu. Vivía
exclusivamente de noche, tomando café en grandes cantidades y casi sin comer
–según cuenta Celeste Albaret, su criada en esos años, en un libro de memorias–,
sin cesar nunca de escribir y de practicar sobre su texto interminables
correcciones, supresiones y añadidos de papeles que Celeste se encargaba de
pegar en las páginas correspondientes, que podían alcanzar, en consecuencia,
considerables extensiones. Fue una labor titánica, para plasmar una obra que
venía forjando en su mente a lo largo de toda su vida, labor creativa muy
particular, que se concretó en un periodo emblemático de su vida, que bien
puede denominarse en busca del tiempo perdido.
En
un excelente ensayo, que está a disposición en la red, Edgar Vite hace un apunte
que me parece pertinente traer a Colasión:
“La voz del narrador no debe confundirse con la del autor”. Esta afirmación nos
puede ayuda escindir los tiempos, a entender el efecto que producen sus evocaciones
que se cruzan con el momento presente del narrador. Deleuze, trabaja muy bien este efecto: “Sin
embargo, desde mi perspectiva, más que tratarse de una relación cognoscitiva
con el mundo, establece una conexión vital con él, pues no pretende alcanzar
una verdad objetiva, sino descubrir el modo en que la subjetividad permea todo
lo que nos rodea. Por esta razón, no se trata de una búsqueda exterior de la
verdad, sino más bien de descubrir el modo en que el sujeto se refleja en el
mundo”. Este recurso le permite realizar una mirada estética absolutamente
lúcida y juicios muy certeros sobre el arte, la escritura, la sociedad, por
ello Adolfo Vásquez Rocca, tajantemente afirma: Para Proust la literatura es la
vida esclarecida; es esa realidad lejos de la cual vivimos. El verdadero arte
es pues ese complejo instrumento por el cual podemos desvelar un misterio que
no puede descubrirse por medios conscientes y directos como pretende la
literatura realista. Así como para Proust la verdadera vida no es la realidad
sino la literatura, análogamente, podemos considerar que no son las cosas sino
sus nombres (entidades inmateriales, aparentemente formales, de una naturaleza
similar a la literatura, incapaces en apariencia de contener en su seno la
verdadera realidad de las cosas, como incapaz puede parecer la literatura de
ser más real que la realidad misma) el verdadero objeto de ésta, el depósito en
el que habrá que buscar incansablemente la verdad de los lugares y las
personas. Deleuze ya apuntó que la obra de Proust es un continuo aprendizaje
que consiste en "interrogar vivamente los signos”.
No
será una obra para estos tiempos tan convulsionados, pero su lectura resulta un
ejercicio sobrecogedor, una experiencia inigualable, nos permite entrar en un universo
único, literario por excelencia, que nos lleva a realizar nuestra propia búsqueda, nos incita a la reflexión en
medio del recorrido por lo más significativo de la burguesía decadente del siglo XIX y principios del XX en París.
·
[1]
George D. Painter, Marcel Proust, 1871-1903: les années de jeunesse et Marcel
Proust, 1904-1922: les années de maturité, Mercure de France, 1966.
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