martes, 14 de junio de 2022

LA MIRADA QUIETA DE MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa ha escrito desde su juventud excelentes ensayos literarios, la condición de crítico lúcido está descontada. La mejor presentación de su último libro, se hace de mejor manera, publicando el primer capitulo, que deja ver de inmediato el rigor de este texto. Solo deseo que mis lectores lo aborden y compren un libro que verdaderamente es una joya. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


La mirada quieta (de Pérez Galdós) 

Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable. En la civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. «Entre gustos y colores, no han escrito los autores», decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recordaba y lo celebraba, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años avergonzado lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto. Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó el manuscrito de su primer volumen, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas. Pero algunos meses más tarde, en su columna semanal de El País (9 de enero de 2021), titulada «El mérito de Galdós», Cercas publicó una versión mucho más favorable y acertada, creo, sobre el autor de Fortunata y Jacinta. Dentro del gran vacío que dejó en España el Quijote, la revolucionaria novela de Cervantes, le reconocía a Pérez Galdós haberse embarcado «en un proyecto literario de una ambición y una amplitud inéditas con el fin de cimentar una tradición novelesca que brillaba por su ausencia en España». Y afirmaba que ni «las Memorias de un hombre de acción, de Baroja, ni La guerra carlista, de Valle-Inclán, eran concebibles sin los Episodios nacionales…», afirmaciones con las que no puedo estar más de acuerdo. Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor, como dijeron muchos en su tiempo. (Véase al respecto el libro reciente de Francisco Cánovas Sánchez, Benito Pérez Galdós: Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019). No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, el más ambicioso y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos, en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor (lo increíble es que muchos periodistas dejaban de recibir sueldos y escribían gratis sólo para «hacerse conocidos»). Pero Pérez Galdós tuvo una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo durante un buen tiempo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad. Sus novelas y ensayos los publicaba con editores diversos (y a veces él mismo hacía de editor) y bajo contratos que, creía él, sus editores no siempre respetaban. Y, sin duda, se hizo muy conocido y pasó a escribir, sin intermedios novelescos, los Episodios nacionales. Tenía muchas ganas de leer a Pérez Galdós de principio a fin —cuando era estudiante había leído de él Fortunata y Jacinta, por supuesto, pero desconocía el conjunto de su obra—, y pensé que la pandemia del coronavirus me facilitaría la tarea. Dieciocho meses después estaba terminando las obras de teatro y había leído ya sus novelas y los Episodios nacionales, y estaba impresionado con el mundo quieto y dolido que inventó. Pero me faltaban los artículos, que constituyen una inmensa tarea —voy avanzando en ella, poco a poco—, que, creo, sólo algunos críticos han culminado. Por una razón muy simple: Pérez Galdós no era un gran pensador, como Ortega y Gasset o Unamuno, y aunque escribió algunos ensayos interesantes, la mayoría de su obra periodística pasó sin pena ni gloria, como algo transitorio y superficial. No tenía mucho sentido dedicar tanto tiempo a esa literatura de escaso vuelo, con algunas excepciones, por supuesto. Pérez Galdós había nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Fue el menor de diez hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía veinte años a estudiar Derecho. Yolanda Arencibia, gran promotora de Pérez Galdós y que ha escrito, de lejos, la mejor (y la más abultada) biografía que se conoce de él (Galdós. Una biografía, Barcelona, Tusquets Editores, 2020), ha tratado de esclarecer si la salida de Las Palmas de Gran Canaria se debió a que Pérez Galdós estaba enamorado de Sisita, aquella prima, unos amores que su madre, la severa doña María de los Dolores, no aprobaba. Pero se encontró contra un muro, pues, en esta familia por lo menos, los secretos se guardaban estrictamente. En las primeras vacaciones que tiene en Madrid, Pérez Galdós regresa a su isla, donde todavía estaba Sisita. Pero ella, según Arencibia, parte pronto a Cuba, de donde era oriunda —y de la más bella ciudad colonial de la isla, Trinidad—, donde contrajo matrimonio con un hacendado, Eduardo Duque, con el cual tuvo un hijo, Sebastián, que vivió pocos años. Fallecido su primer esposo, Sisita volvió a casarse con un pariente, Pablo de Galdós, pero murió muy joven, a los veintiocho años, de fiebres puerperales. Si Pérez Galdós estuvo realmente enamorado de ella y permaneció soltero por el recuerdo de aquella muchacha, es algo que pertenece a la pura especulación de los críticos, porque ni él ni su familia tocaron nunca ese tema ni dejaron que trascendiera al público. Benito obedeció a su madre, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense pero se desencantó relativamente pronto de las leyes, que detestaba, aunque consiguió aprobar las materias del curso en los primeros dos años. Lo atrajeron más el periodismo, al que dedicó mucho tiempo, y la bohemia madrileña, la vida de los cafés, que él describió admirablemente, donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos, y se orientó más bien hacia la literatura, empezando por el teatro, su primera pasión. Escribió muchas comedias, en prosa y en verso, y, según su propia versión, sin que subiera a las tablas ninguna de ellas, un día las quemó todas. Volvería al teatro años después. Su amor a Madrid fue más constante. No lo ha tenido a ese extremo ningún otro escritor, ni antes ni después que este canario. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles y tugurios, comercios y pensiones, sus tertulias y chismes, sus tipos humanos, costumbres, oficios y negocios, hasta de las maneras defectuosas de hablar el español de algunos madrileños incultos, y, por supuesto, de su historia. Si se quiere un ejemplo del amor y la profundidad con que Pérez Galdós conoció y quiso a Madrid, basta leer los dos primeros capítulos de Prim, uno de los mejores Episodios nacionales; aquellas calles y pobladores parecen revivir como animados por una varita mágica —la prosa del autor —, mientras el personaje de Santiago Ibero, un chiquillo, gran admirador del general Prim, prepara su delirante fuga rumbo a México para acompañarlo. En esa misma novela, hay una descripción del Ateneo, donde Pérez Galdós estudió y leyó mucho, que es espléndida por la buena prosa en que está escrita y por la ajustada síntesis política que hace en ella de España en abril de 1862. Su visión es tranquila, muy serena, de ese mundo inmovilizado por la religión que describió y que tiene la virtud (¿o el defecto?) de aquietarlo en una inmovilidad que a veces da la impresión de una buena pintura. Y en otras aparece como su maldición y su tragedia. Hoy nos parece increíble la hostilidad que despertó Pérez Galdós en su propio país, en aquellos años en que escribía sus novelas, sus obras de teatro y los Episodios nacionales. Tenía sus partidarios, por supuesto, pero me temo que sus adversarios fueran más numerosos. Como revela Francisco Cánovas Sánchez en su ensayo, se decía de él que sus libros apestaban «a cocido», que escribía con vulgaridad, sin elegancia, y es famoso el insulto que le dedicó Valle-Inclán en Luces de Bohemia llamándolo «garbancero», un apodo que nunca se pudo quitar de encima. Se vio, sobre todo, cuando hubo un movimiento espontáneo de sus admiradores; unos quinientos escritores, periodistas y artistas pidieron para él el Premio Nobel de Literatura en 1912, cuando el autor tenía sesenta y nueve años. Al parecer, la Academia Sueca recibió listas de firmas de España combatiendo esa idea que superaban en número a las que respaldaban su candidatura, objeciones que procedían de círculos católicos ultras que lo consideraban un librepensador extremista. Nadie es profeta en su tierra y en la España de Pérez Galdós, todavía impregnada entonces de un catolicismo estrecho y sectario, se lo tenía injustamente por un «liberal» comecuras, aunque nunca lo fuera: su liberalismo y republicanismo fueron discretos y, sobre todo, tolerantes. Con razón y la claridad que lo caracteriza, el escritor y poeta Andrés Trapiello dijo de aquella operación sueca contra Galdós: «Fue el triunfo de la roña y la sarna españolas frente a los principios liberales». En su obra describió principalmente a la clase media —por lo menos eso se dijo—, con las limitaciones que veremos; pero no evitó referirse a la nobleza o a los más humildes personajes de la sociedad; a menudo subió y descendió en la escala social y, por ejemplo, uno de los Episodios nacionales de la última época, titulado Los duendes de la camarilla, comienza con una espléndida descripción del Madrid más miserable, «una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro», donde vive precisamente una mujer de pueblo, Lucila Ansúrez, que se ha refugiado allí con el capitán Bartolomé Gracián, al que ama y que está perseguido por el poder. Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños que acompañaron los restos de Pérez Galdós hasta el cementerio de la Almudena el día de su entierro, el 5 de enero de 1920; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje, según la prensa. Aunque no todos aquellos que siguieron su carroza funeraria lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales, sobre todo. Él hizo lo que Balzac, Dickens y Zola, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó a los dos primeros (pero sí, tal vez, en ciertas novelas, a Émile Zola, que había nacido sólo tres años antes que él), con sus Episodios estuvo en la línea de aquéllos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión quieta pero amena, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, del XIX, decisivo en la historia española porque en él ocurrieron la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, la invasión de Marruecos, las guerras carlistas, la Primera República y su corto tránsito y, finalmente, la Restauración. Pero, a diferencia de otros países europeos, como Alemania, Francia e Inglaterra, de España se puede decir que no tuvo revolución industrial y perdió miserablemente el tiempo en estos años con anacrónicas guerras de religión, quedando fatalmente postergada después de haber sido durante siglos la primera potencia europea. El mérito de Pérez Galdós no es sólo haber documentado con novelas todo este período, sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, poniendo la moral por encima de la política, tratando de distinguir entre lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención al leer sus novelas, sus dramas y sus Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Su actitud da la impresión de congelar a la España de entonces en una mirada quieta y objetiva, que inmoviliza aquello que quiere narrar para dar una visión más fidedigna de lo narrado. Nada más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal que, en su vejez, militó con los republicanos; pero, antes que político, pese a que estuvo en las Cortes, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de uno y otro en ambos adversarios. Salvo, tal vez, en lo que se refiere a la frivolidad de las clases altas y medias, sobre todo en la época de la Restauración, contra la que solía ser implacable. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor. Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble. Pero esa equidad daba a lo narrado por él esa quietud que se confunde con la inmovilidad, como si lo que narrara fuesen fotografías. Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González —una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera universal)—, que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente —salvo cuando escribía novelas—, fueron bastante inflamados. «Te aplastaré», le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica y militante cultural feminista, era, por lo visto, en su vida privada, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y, no hay duda, no se portó nada bien con ella, que era, dicho sea de paso, pedigüeña y difícil. El rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue largo pero discreto. Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista, lo sepa o no, es el narrador, y que éste es siempre —personaje implicado o narrador omnisciente— una invención del autor que da independencia y autonomía a las historias. A pesar de escribir tantas novelas, esto no lo entendió nunca. Por eso sus narradores suelen ser personajes «omniscientes» a la manera clásica, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el «realismo» de sus novelas. Pérez Galdós, que a menudo se presentaba como «el narrador» de los Episodios y de sus novelas —por ejemplo, en Amadeo I, de la quinta serie, donde aparece transformado con el nombre de don Tito Liviano, caricatura de Tito Livio—, disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a supuestos «historiadores» y testigos, o, peor aún, saltando a lo fantástico en una vena realista, algo antinatural, que introducía la irrealidad en sus relatos. En los siguientes Episodios, La Primera República y De Cartago a Sagunto, en los que narra los desórdenes —el caos— en que transcurre la primera experiencia republicana de España, con crisis ministeriales constantes, la aventura cantonal de Cartagena, amenazas de golpe de Estado y la guerra civil con los carlistas, de pronto, el historiador don Tito Liviano, enano leguleyo e incansable fornicador, se enamora de una maestra, Floriana. Ésta, en realidad, es una ninfa, y arrastra al historiador en un paseo subterráneo, lleno de sorpresas mágicas, como toros monumentales y pacíficos que sirven de cabalgaduras a las delicadas figuras femeninas que pueblan el subsuelo madrileño. En realidad, se trata de una recreación imaginaria de la Grecia clásica, de un sueño. Todo esto interrumpe la acción de manera arbitraria, introduciendo en ella una fantasía fuera de lugar y nada persuasiva. Son detalles que suelen pasar, a la larga, desapercibidos dentro del conjunto de la narración, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices de la novela del pasado, después de que Flaubert, en las cartas casi diarias que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara clara esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración. En el penúltimo episodio, De Cartago a Sagunto, hay una inolvidable descripción de la toma de Cuenca por el Ejército carlista —nada menos que a las órdenes de una amazona, doña María de las Nieves, esposa de don Alfonso de Borbón— donde la realidad se llega a confundir con lo diabólico por la ferocidad de las matanzas, degollinas y saqueos, de una crueldad y salvajismo indescriptibles. Es una prueba de que, a veces, Pérez Galdós podía ser un narrador desatado y hasta un poco salvaje, pero se trata de excepciones; lo más frecuente es que sus relatos procedan serenamente, con sosiego y en una prosa de pasos tranquilos.