El punto de
referencia es una esquina en cualquier lugar de la comuna 12, entre la
reverberación de habitantes que parecen nunca estar tranquilos, ciudadanos en agite
como si estuviesen a las portas de una revolución, pero no son más que el producto
de una rutina y marca que les hace agotar el tiempo como si fuera el último día
de la vida, a la misma hora y lugar pasan los vecinos, repitiéndose entre los
estertores de la costumbre anodina y sin sentido y a la que hay que meterle vicio,
importaculismo y desdén para poderla soportar, sacarle el quite a la atribulada vida que parece no tiene arreglo.
Llegue a este
barrio de la comuna 12 hace un año con la certeza que cada lugar tiene su
propio ADN, su huella indeleble, con la curiosidad por conocer la
historia invisible detrás de los documentos oficiales, de andar sobre sus cicatrices y de ampliar los conceptos
comunes que siempre son baladíes.
Los datos
preliminares no me dicen nada. En 1675 se empezaron a construir las primeras
casas de la zona en un caserío que para ese entonces era llamado “La Granja”, dicen que sus habitantes basaban su economía en la agricultura que
se daba en pequeños sembrados y la reproducción y venta de pollos y cerdos, lo
cual se fue dando aproximadamente hasta 1869, cuando cambia el nombre por el de
La América. Fue un Corregimiento de Medellín hasta 1938, en el que sus primeras
casas eran fincas de recreo construidas en tapia, cada una con su solar y un
antejardín que llamaban la atención y admiración de los transeúntes y
habitantes; sin embargo, con el tiempo y el crecimiento de la ciudad, sus
moradores fueron vendiendo dichas parcelaciones a diferentes entidades, como el
Municipio de Medellín, el Instituto de Crédito Territorial – ICT – y la
Cooperativa de Habitaciones, de tal forma, que cada vez se iba poblando más el
sector, a tal punto que en los años 50 y 60 el ICT urbanizó los barrios La Floresta,
Calazans, Santa Mónica y Santa Lucía, siendo éstos de los primeros en
habitarse.
lo nuevo
siempre asusta, llegue a este barrio con muchas prevenciones, más cuando llegas a un barrio popular, que es el término despectivo que utiliza la gente para
rebajarlos, como una especie de condición maledicente, para diferenciarlos de los barrios
de clase alta, para eludir cierta marca elitista que los señala, que solo ven su desorden e historia trágica que incomoda pero de la que es imposible sustraerse.
En una sola cuadra
existen muchas casas, unas sobre otras, apiñadas, buscando siempre la renta y
la seguridad para tiempos malos, que son casi todos, en una ciudad carente de
oportunidades. Nos ubicamos en un tercer
piso de la calle del porro, festival que hace todos los años la Alcaldía, el
pan y el circo siguen siendo características distractoras corrientes y la gente
sabe usufructuarlas, las migajas del poder son aleatorias a la condición humana
de estos pueblos, que pocos les importan estas migajas y al igual que sus gobernantes han sabido aprovecharlas.
Empecé
conociendo a mis vecinos más cercanos, vivo en un pequeño edificio de tan solo
tres apartamentos, me acompañan como vecinos una pareja de jubilados por cada
piso, palpé en la zona una clase trabajadora sin parangón alguno y sin
amarguras, jubilados, mucha gente joven enfrentada a las vicisitudes de la vida,
sobrevivir como sentencia, sin otra opción que la propia lúdica que se inventen,
en una sociedad cargada de inequidades. Es muy particular que cada vecino lleva
20 y 30 años habitando el lugar, son arraigados y sedentarios por antonomasia.
Las ciudades crecen de manera espontánea por muchas circunstancias, unas menos
opresivas y otros frutos del desplazamiento y la violencia.
El barrio
tiene una paz que oculta y disimula los micro poderes enquistados desde hace mucho tiempo,
entre las agendas públicas y los señores de la esquina y varones, quienes administra
la zona de la mejor forma. Cada casa y sitio tiene su historia que es la
historia de la ciudad y del país. Estas casas, dicen los viejos del barrio, las
regalo Rojas, el único dictador del siglo pasado, de aquí para arriba, fueron
invasiones y nacieron fruto del desplazamiento y la violencia, esta cuadra nació
de Belisario, las famosas casas sin cuota inicial, estas son de unas monjas,
esta otra la construyo un hijueputa lava-perros, de manera que cada lugar tiene
una huella.
He vivido entre libros e historias y de alguna manera busco afinidades. De tanto ir de tienda en tienda, de buscar amigos entre necesidades, me fui encontrando con gentes buenas y muy particulares. Primero donde Jorge y doña Adriana, donde el viejo Joaquín, después donde Beatriz y Elkin, todos con negocios, llenos de vida y secretos, conocedores absolutos del sitio y sus historias particulares..
Al final termine
donde Beatriz, que es una especie de Úrsula Iguaran, alta, llena de vida y
dedicada el día entero a su negocio y su familia, una tienda muy particular, un rectángulo dividido por un congelador con una legumbreria en estantes, arrinconadas solo con el propósito de exponer el producto atendida por Elkin, ser con una sabiduría
nacida del trabajo y la firme convicción que la única manera de ser buen comerciante
es ser amable, sin imposturas, escuchar como los psiquiatras, decirle a todo el
mundo que lo entiende y fiar sin alguna medida con la particularidad de salir
siempre avante.
En este lugar
me encontré un día cualquiera a un historiador, Giovanni, alto, arraigado como
todos los de esta zona, riguroso en sus conceptos y sobre todo buen amigo. Siempre empezamos las conversaciones con mucha
seriedad y como buenas aves rapaces terminamos hablando cosas cotidianas, sin algún
valor o trascendencia, de culos, de lo inútil que son los esfuerzos para salir
adelante en un país que se repite incansablemente. Es un lector juicioso,
enamorado de su profesión, le encantan los historiadores ingleses y aquellos clásicos
inevitables: Tucídides, Marco Polo, la edad media y los procesos de formación
de los conceptos que estructuran el discurso y por lo tanto las incidencias del
lenguaje y la representación en las narrativas sobre el pasado. Es amante y
lector asiduo de Roland Barthes. Cada tiempo nos sentamos afuera de la tienda
de Beatriz a conversar, a molestar y ver pasar el tiempo sin otro placer entre
carretazos interminables. Giovanni conoce a todo el mundo en este lugar por su
nombre, se sabe las historias relevantes y va entrecruzando estas historias con
las del país, en ese efecto mariposa que nos va consumiendo.
Entre estas
conversaciones conocí a Sandra, trabajadora, madre, ejemplo para la infinidad
de historias femeninas que nos asaltan a cada rato, entre machismos, opresión y
el deseo de liberase y no depender de nadie, menos de un macho. Sandra no sabe mentir, asume la vida con
responsabilidad y sin engaños, a puro palo seco. Entre cervezas y sarcasmos con
Giovanni y todo el que se nos arrime vamos pasando el día.
Estoy leyendo
una novela sobre este lugar, se llama “La sombra de Orión” de Pablo Montoya,
narra una toma militar hecha por el estado, acompañada de grupos paramilitares
y grupos de limpieza, que dejó muchas cicatrices en el lugar. Hay historias no visibles, varones que mandan
y todo el mundo sabe, pero nadie señala, genealogías y alguien debe contar.