jueves, 3 de junio de 2021

EL LUGAR QUE VIVO

 



El punto de referencia es una esquina en cualquier lugar de la comuna 12, entre la reverberación de habitantes que parecen nunca estar tranquilos, ciudadanos en agite como si estuviesen a las portas de una revolución, pero no son más que el producto de una rutina y marca que les hace agotar el tiempo como si fuera el último día de la vida, a la misma hora y lugar pasan los vecinos, repitiéndose entre los estertores de la costumbre anodina y sin sentido y a la que hay que meterle vicio, importaculismo y desdén para poderla soportar, sacarle el quite a  la atribulada vida que parece no tiene arreglo.

Llegue a este barrio de la comuna 12 hace un año con la certeza que cada lugar tiene su propio ADN, su huella indeleble, con la curiosidad por conocer la historia invisible detrás de los documentos oficiales, de andar sobre sus cicatrices y de ampliar los conceptos comunes que siempre son baladíes.

Los datos preliminares no me dicen nada. En 1675 se empezaron a construir las primeras casas de la zona en un caserío que para ese entonces era llamado “La Granja”, dicen que sus habitantes basaban su economía en la agricultura que se daba en pequeños sembrados y la reproducción y venta de pollos y cerdos, lo cual se fue dando aproximadamente hasta 1869, cuando cambia el nombre por el de La América. Fue un Corregimiento de Medellín hasta 1938, en el que sus primeras casas eran fincas de recreo construidas en tapia, cada una con su solar y un antejardín que llamaban la atención y admiración de los transeúntes y habitantes; sin embargo, con el tiempo y el crecimiento de la ciudad, sus moradores fueron vendiendo dichas parcelaciones a diferentes entidades, como el Municipio de Medellín, el Instituto de Crédito Territorial – ICT – y la Cooperativa de Habitaciones, de tal forma, que cada vez se iba poblando más el sector, a tal punto que en los años 50 y 60 el ICT urbanizó los barrios La Floresta, Calazans, Santa Mónica y Santa Lucía, siendo éstos de los primeros en habitarse.

lo nuevo siempre asusta, llegue a este barrio con muchas prevenciones, más cuando llegas a un barrio popular, que es el término despectivo que utiliza la gente para rebajarlos, como una especie de condición maledicente, para diferenciarlos de los barrios de clase alta, para eludir cierta marca elitista que los señala, que solo ven su desorden e historia trágica que incomoda pero de la que es imposible sustraerse.

En una sola cuadra existen muchas casas, unas sobre otras, apiñadas, buscando siempre la renta y la seguridad para tiempos malos, que son casi todos, en una ciudad carente de oportunidades.  Nos ubicamos en un tercer piso de la calle del porro, festival que hace todos los años la Alcaldía, el pan y el circo siguen siendo características distractoras corrientes y la gente sabe usufructuarlas, las migajas del poder son aleatorias a la condición humana de estos pueblos, que pocos les importan estas migajas y al igual que sus gobernantes han sabido aprovecharlas.

Empecé conociendo a mis vecinos más cercanos, vivo en un pequeño edificio de tan solo tres apartamentos, me acompañan como vecinos una pareja de jubilados por cada piso, palpé en la zona una clase trabajadora sin parangón alguno y sin amarguras, jubilados, mucha gente joven enfrentada a las vicisitudes de la vida, sobrevivir como sentencia, sin otra opción que la propia lúdica que se inventen, en una sociedad cargada de inequidades. Es muy particular que cada vecino lleva 20 y 30 años habitando el lugar, son arraigados y sedentarios por antonomasia. Las ciudades crecen de manera espontánea por muchas circunstancias, unas menos opresivas y otros frutos del desplazamiento y la violencia.

El barrio tiene una paz que oculta y disimula los micro poderes enquistados desde hace mucho tiempo, entre las agendas públicas y los señores de la esquina y varones, quienes administra la zona de la mejor forma. Cada casa y sitio tiene su historia que es la historia de la ciudad y del país. Estas casas, dicen los viejos del barrio, las regalo Rojas, el único dictador del siglo pasado, de aquí para arriba, fueron invasiones y nacieron fruto del desplazamiento y la violencia, esta cuadra nació de Belisario, las famosas casas sin cuota inicial, estas son de unas monjas, esta otra la construyo un hijueputa lava-perros, de manera que cada lugar tiene una huella.

He vivido entre libros e historias y de alguna manera busco afinidades. De tanto ir de tienda en tienda, de buscar amigos entre necesidades, me fui encontrando con gentes buenas y muy particulares. Primero donde Jorge y doña Adriana, donde el viejo Joaquín, después donde Beatriz y Elkin, todos con negocios, llenos de vida y secretos, conocedores absolutos del sitio y sus historias particulares.

Al final termine donde Beatriz, que es una especie de Úrsula Iguaran, alta, llena de vida y dedicada el día entero a su negocio y su familia, una tienda muy particular, un rectángulo dividido por un congelador con una legumbreria en estantes, arrinconadas solo con el propósito de exponer el producto atendida por Elkin, ser con una sabiduría nacida del trabajo y la firme convicción que la única manera de ser buen comerciante es ser amable, sin imposturas, escuchar como los psiquiatras, decirle a todo el mundo que lo entiende y fiar sin alguna medida con la particularidad de salir siempre avante.

En este lugar me encontré un día cualquiera a un historiador, Giovanni, alto, arraigado como todos los de esta zona, riguroso en sus conceptos y sobre todo buen amigo.  Siempre empezamos las conversaciones con mucha seriedad y como buenas aves rapaces terminamos hablando cosas cotidianas, sin algún valor o trascendencia, de culos, de lo inútil que son los esfuerzos para salir adelante en un país que se repite incansablemente. Es un lector juicioso, enamorado de su profesión, le encantan los historiadores ingleses y aquellos clásicos inevitables: Tucídides, Marco Polo, la edad media y los procesos de formación de los conceptos que estructuran el discurso y por lo tanto las incidencias del lenguaje y la representación en las narrativas sobre el pasado. Es amante y lector asiduo de Roland Barthes.   Cada tiempo nos sentamos afuera de la tienda de Beatriz a conversar, a molestar y ver pasar el tiempo sin otro placer entre carretazos interminables. Giovanni conoce a todo el mundo en este lugar por su nombre, se sabe las historias relevantes y va entrecruzando estas historias con las del país, en ese efecto mariposa que nos va consumiendo.

Entre estas conversaciones conocí a Sandra, trabajadora, madre, ejemplo para la infinidad de historias femeninas que nos asaltan a cada rato, entre machismos, opresión y el deseo de liberase y no depender de nadie, menos de un macho.  Sandra no sabe mentir, asume la vida con responsabilidad y sin engaños, a puro palo seco. Entre cervezas y sarcasmos con Giovanni y todo el que se nos arrime vamos pasando el día.

Estoy leyendo una novela sobre este lugar, se llama “La sombra de Orión” de Pablo Montoya, narra una toma militar hecha por el estado, acompañada de grupos paramilitares y grupos de limpieza, que dejó muchas cicatrices en el lugar.  Hay historias no visibles, varones que mandan y todo el mundo sabe, pero nadie señala, genealogías y alguien debe contar.