Hay puntos de encuentro que se van volviendo importantes en
nuestra existencia, tal vez porque entre los avatares de la vida, estos
terminan siendo bálsamo de las rutinas lacerantes. Allí, vamos reconociendo por habitualidad a los visitantes más
recurrentes, los encuentros casuales hacen que se conviertan en seres
familiares, pocas cosas sabemos de estas personas, aún así, son
referentes en nuestra vida, por el sólo
hecho de compartir algunas horas, de estar cercanos simplemente por efectos de la rutina, así
nunca hablemos con nadie. A pocos metros de mi casa hay una esquina, una tienda
básicamente, con una terraza agradable, mediterránea, siempre corre una brisa
fresca, pero inusual para esta ciudad, lo que lo hace más especial. En ella no sólo compro las cosas
necesarias del diario vivir, en ocasiones me siento en una de sus mesas, solo, a pensar, leer, degustar una cerveza, o en
últimas hablar con el primero que aparezca. Hay personajes de todo tipo, con un
factor común, la mayoría son padres de familia o amas de casa, esto para decir que
es un barrio tradicional, de pura clase media . No es un sitio de intelectuales
y más bien la visitan gente práctica, trabajadores y profesionales casuales
combatiendo a diario por la vida. Hay personas que llaman la atención más que
otras, eso suele pasar por razones de
afinidades o por esa memoria interna que llevamos producto de nuestra formación,
la misma que hace que busquemos pares. Hace meses mi hermano Edgar me visitó de
la capital donde vive. Él es un arquitecto inteligente, trashumante, cervecero
como el que más y con una capacidad de ganar amigos envidiable. Nunca le falta
tema y como ha sido itinerante consumado, no le faltan cualidades para sostener
una charla amigable y agradable para su interlocutor. En este sitio veía de vez
en cuando a dos personajes, de edad media, jóvenes que por alguna razón inexplicable me recordaron a los dos
protagonistas de la película novecento
de Bertolucci. Daban la impresión de tener una amistad entrañable. Pedían
siempre dos cervezas como si fueran las últimas, pero al final demoraban, departían
con un disfrute poco común, realmente después de la primera, duraban horas en
una charla sostenida en medio de cada sorbo. Uno es muy alto, de ropa siempre
informal, con una risa repentista y una alegría que le salta a voces. El otro,
más bajito, muy latino, serio en apariencia, deja ver un humor más sutil, alegórico diría, se le vía muy tenso a veces, de pronto soltaba una carcajada que lo dibujan en toda su esencia. Nunca dejamos de imaginar a las
personas antes de conocerlas. En el caso mío, La rutina va convirtiéndolos en personajes de ficción, literarios. Estos
dos personas me despertaban una curiosidad especial, pero nunca los abordé, hasta que mi hermano resultó teniendo una charla sostenida, como si llevara
años hablando con ellos. Un día cualquiera, me dijo son ingenieros de minas.
Siempre he tenido por esta profesión una aversión total, los asimilo con depredadores de la naturaleza,
veo esos socavones que dejan las minas a cielo abierto y me lleno de ira. En
Tabio Cundinamarca estrene hace muchos años el derecho de tutela, un mecanismo
procesal para proteger derechos fundamentales, en el caso concreto ambientales,
cerré dos gravilleras, por razones de este litigio me enfrente a los ingenieros de minas de estas
explotaciones insensibles, nunca tuve la oportunidad de hablar con ellos, la
comunicación fue a través de memoriales, al final me dieron la razón y llegamos
a un acuerdo forzado pero cordial, pese a que no me convenció del todo. Recordé el texto “Viaje al centro de la tierra”
de Julio Verne. Esta historia la leí muy joven, casi un niño, aún conservo intacto
y fresco el éxtasis que produjo en mi alma. Recuerdo el profesor Lidenbroc, a
la mineralogía en la descripción de Verne que es tan llena de misterio y
alucinante, miren este aparte que traigo a colación: “Hay en mineralogía muchas
denominaciones, semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar; nombres
rudos que desollarían los labios de un poeta. No quiero hablar oral de esta
ciencia; lejos de mí profanación semejante. Pero cuando se trata de las cristalizaciones
romboédricas, de las resinas retinasfálticas, de las selenitas, de las tungstitas,
de los molibdatos de plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los titanatos de
circonio, bien se puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y se
haga un lío”. Esta aventura extraordinaria, como todas las de Verne, me daban
otra mirada más noble de esta profesión. Se dice que ingeniero viene del inglés
engineer, (engine=maquina) es decir “el hombre máquina”. Este nombre se daba a
aquellos que operaban las primeras máquinas de vapor creadas por james Watt en
Inglaterra. Engine proviene del inglés de la Edad Media enginoury este del
latín ingenium, algo que se mueve por sí solo. Yo soy un humanista, hay cierta
prevención cuando me acerco a personas de este talante. Sobre todo en un
momento donde las luchas por lo ambiental son tan fuertes. Cualquier día, en
esta tienda, de súbito estaba hablando con los dos ingenieros: Yeison y
Rodrigo, dos mortales amables, humanos, bien informados, contrario a todo lo que
yo temía, no eran trogloditas de la naturaleza, son hombres de ciencia, con una
mirada pragmática de la vida sorprendente, pero poéticos en el fondo, ávidos de
conocimientos. De este encuentro nació una amistad poderosa. Volví a recordar
el libro de Verne que tantos buenos momentos me deparó. El primer día bogamos cerveza como locos, descubriéndonos
en miradas opuestas pero no enfrentadas del todo. Me dí cuenta que los
ingenieros tan bien tienen familia, aman a sus mujeres y tienen sentimientos. Se
preocupan por la naturaleza, por lo menos estos dos amigos y además tienen una
visión holística de su profesión. Con ellos traje a colación la técnica, el
ascenso del hombre en todas aquellas cosas que nos rodean, logros inimaginables,
producto de la ingeniería, cada cosa que tomamos, cualquier adminiculo tecnológico, de ese infinito universo, celulares, memorias, computadores, por donde andamos, caminos, carreteras, puentes, como
vivimos en gran parte se lo debemos a estos señores, los ingenieros, son logros de la ciencia, de la pragmática en sus concreciones más
visibles. Yeison, es un hombre de provincia, formado a plomo,
certero y leal. Rodrigo es urbano por naturaleza, amable, sincero, lo que
quiere decir que por contraposición, ama el campo, las salidas al aire libre. No se cómo estos dos
seres han podido lidiar con su profesión, que en todo caso no es la más noble. Pero
están ahí, me dan consuelo, por lo menos sé que tienen alma y que en el caso de
su ejercicio hay alguna garantía de que nuestra relación con la naturaleza no
será tan des-igual.
sábado, 11 de agosto de 2018
domingo, 5 de agosto de 2018
VOLVER AL OSCURO VALLE
Así titula la última novela Santiago Gamboa, excelente escritor Colombiano. La acabo de leer y de hecho,
como simple lector anodino, estoy encantado con el texto, la he leído
casi de un tirón, pese a sus 500 páginas, su extensión no incomoda para
nada, nunca aburre. La estructura de la narración está bien concebida: Es polifónica, hay un
entrecruzamiento de historias, todas de una
factura perfecta, expectantes, suma de intrigas bien hilvanadas, desde estas se narran las vicisitudes del hombre moderno, la suma de sus angustias más puntuales: La
globalización con las consecuencias buenas y malas para la existencia, la sobre-información, el terrorismo latente, los
miedos que produce, narradas entre capítulos
sobre el poeta Rimbaud que resultan un bocado de cardenal.
El drama del regreso constituye el eje desde donde gravitan
estas historias. El punto que agrupa a varios de sus personajes es la venganza.
Describe buena parte de los problemas contemporáneos, el exilio, sobre todo el exilio interior, el más emblemático de todos, desde que nacemos somos extranjeros eternos, como Ulises, estamos queriendo siempre volver a casa, es la reconstrucción eterna de un sueño que paradójicamente nunca logramos, también habla del sentido de la ubicuidad, la desesperanza, la inequidad, los escapismos del ser.
Cada historia pese a ser la suma de un todo textual desde lo narrativo, pues la trama está perfectamente construida, planeada alrededor de temas puntuales, la novela tiene capítulos que se pueden leer individualmente, tienen un encanto que no depende de la trama desde donde gravita toda la historia, podemos dejar a un lado si quisiéramos el texto. Contiene en medio de estas historias análisis, sobre la migración, la crisis Europea, la decadencia de la cultura occidental , el terrorismo y por su puesto el papel de los países emergentes y como padecen sus ciudadanos ciertos anacronismos propios del caos a que nos somete este mundo.
Cada historia pese a ser la suma de un todo textual desde lo narrativo, pues la trama está perfectamente construida, planeada alrededor de temas puntuales, la novela tiene capítulos que se pueden leer individualmente, tienen un encanto que no depende de la trama desde donde gravita toda la historia, podemos dejar a un lado si quisiéramos el texto. Contiene en medio de estas historias análisis, sobre la migración, la crisis Europea, la decadencia de la cultura occidental , el terrorismo y por su puesto el papel de los países emergentes y como padecen sus ciudadanos ciertos anacronismos propios del caos a que nos somete este mundo.
El escritor, siempre nos sorprende por la calidad narrativa, la factura y estructura de sus novelas, el contenido de sus historias, su preocupación por el lector, por el culto del idioma, oraciones bien armadas y bien puestas, de hecho los temas son afines a todo lo que estamos viviendo actualmente en el mundo.
“Santiago Gamboa lleva un año y medio en Cali, ciudad que
eligió como residencia tras su regreso a
Colombia, después de vivir en Madrid,
Roma, Delhi y París. “Me gustan las ciudades de dos sílabas, explicó con el sentido del humor que lo caracteriza, recién desempacaba maletas y, por supuesto,
cajas y cajas repletas de libros.”
Aquí les entrego un fragmento de la novela:
FRAGMENTO
Lloviznaba, hacía calor. Sentado en un taxi romano vi pasar
la vía Nomentana hacia la estación de Termini, luego la Merulana y, al final,
la Cristoforo Colombo. El camino más largo y tal vez el más bello al
aeropuerto.
Arrivederci Roma, pensé —recordando una vieja canción— al ver
la amada ciudad. Algo me decía que iba a pasar tiempo antes de volver, pues el
nombre de Juana, su increíble evocación, irrumpía de forma cada vez más nítida
y salvaje.
Habrán pasado… ¿siete años? Sí, siete desde que la conocí,
cuando era cónsul en India y debí ocuparme del caso de su hermano, detenido en
Bangkok. En todo este tiempo no volví a saber de ella ni de su hijo, a pesar de
haber enviado oficios a consulados de muchos países, los cuales pidieron
información a autoridades migratorias de aquí y de allá.
“Juana Manrique. Pas d’information liée a ce nom”.
Eso respondió desde París la Oficina de Migración del
Ministerio des Affaires Étrangères de Francia, último lugar desde el que Juana
se comunicó conmigo. Lo mismo respondieron de otra veintena de cancillerías.
Fue un misterio: una mujer y un niño dispersos en el aire
congestionado del mundo. Una enfermedad más de nuestro vertiginoso presente. No
pude comprenderla en los pocos días en que conviví con ella, en Delhi, y tal
vez por eso en todos estos años su imagen volvió con frecuencia, siempre en
forma de pregunta: ¿de qué extrañas cosas huía con tanta obstinación? Cuando
acabé la misión de cónsul regresé de Asia a mi vida anterior, la del que
escribe y lee y vigila. La misma que ahora estaba a punto de abandonar por un
escueto mensaje suyo.
El taxi se abrió paso en medio de los atascos de la zona del
EUR hasta la autopista a Fiumicino. Ahora yo también me iba, como esa multitud
acezante que tanto observé y siempre creí lejana a mi vida.
Roma luchaba con ánimo por seguir siendo una urbe enérgica y
activa, pero la batalla no era fácil. Un extraño indicador económico llamado
spread, que no debía sobrepasar la cifra de 300, andaba rondando los 500.
Grecia y España ya habían reventado ese límite y estaban cerca de la ruina. Los
noticieros italianos abrían sus ediciones con la cifra diaria del spread
resaltada en pantalla y se mencionaba con angustia su aumento: “¡470!”,
“¡478!”. La gente, aterrorizada, alzaba las manos y exclamaba: “¡Qué será de
nosotros!”, “¿Llegaremos a 500?”. Por los cafés corrían las hipótesis más
descabelladas. Se decía que la mafia quería quebrar al país para sacarlo de la
zona euro y seguir explotándolo lejos del control de Bruselas.
El diario La Repubblica registró el suicidio de cincuenta y
dos empresarios en menos de un año. Los bancos italianos, dando ejemplo de
solidaridad y humanismo, prefirieron capitalizar su dinero en fondos europeos a
plazo fijo en lugar de prestarlo a sus clientes de siempre, impidiéndoles
trabajar. Y la mediana empresa necesita del crédito como las plantas de la luz.
Pero la crisis mundial llegó primero de forma simbólica, con
un estrepitoso naufragio a sólo cien metros de la costa toscana, frente a la
isla del Giglio. Una representación de lo que estaba por sucederle a todo el
país, como el augurio de antiguos oráculos, cuya voz parecía decir:
“Algo grave se avecina. Corred a vuestras casas”.
¿Qué fue lo que pasó? El comandante de un crucero de lujo de
la compañía Costa Crociere, un pobre hombre llamado Francesco Schettino, pensó
en hacerle un saludo marinero a la isla del Giglio, algo que en Italia se llama
“l’inchino” —costumbre de capitanes que consiste en pasar muy cerca de un
puerto haciendo sonar la sirena—, pero se acercó demasiado y chocó contra un
arrecife. Era el barco más grande de la compañía, con mil quinientas cabinas
dobles, cinco piscinas, casino, discotecas y restaurantes, un teatro de tres
pisos y seis mil metros cuadrados de gimnasios y spa.
¡Como dirigir un hotel de cinco estrellas, a toda velocidad,
contra una montaña de piedras!
El barco, averiado y haciendo agua, se mantuvo a flote por
tres horas antes de reclinarse hacia un lado y quedar semihundido. Murieron
treinta y dos pasajeros, atrapados en los ascensores y en sus propios
camarotes. Tres de los cadáveres sólo pudieron ser rescatados un año después,
cuando sacaron del agua la carcasa oxidada de la nave. El comandante Schettino,
que según testigos estaba ebrio, fue el primero en abandonar el barco.
Los italianos siguieron el naufragio en directo, conteniendo
la respiración, y de nuevo la voz del oráculo resonó por los aires:
“¡Oh, Parca funesta en infortunios! ¡Oh, casa en desastres
fecunda!”.
Como un avión que incrusta el pico en un rascacielos, poco
después llegó la crisis. Una violenta tempestad económica golpeó la frágil
península y la dejó a la deriva, con medio cuerpo hundido en el agua. ¿Qué
hacer? Algunos se lanzaron al mar e intentaron nadar a otras costas, pero
¿adónde? Los jóvenes italianos, la mayoría sin empleo, no lo dudaron ni un
segundo. Empacaron sus bártulos y salieron hacia el norte a trabajar de
lavaplatos y meseros en Alemania, Noruega, Holanda o Suiza.
Escapar al norte, siempre al norte.
Allá los esperaban sistemas sociales de protección y el
Estado de bienestar con generosos subsidios, ¡al fin y al cabo eran
comunitarios!, ¡hijos de la misma Europa! Los contribuyentes de esos países
generosos, hiperactivos y responsables, se apretaron un poco la barbilla y
miraron con recelo esta inesperada migración blanca. Muy pronto, sin grandes
aspavientos, pidieron que se restringiera un poco la entrada a los primos
pobres del sur, o al menos que se mirara dentro de sus billeteras.
Pero si la juventud de Italia escapaba del naufragio yendo a
lavar platos a Berlín o Copenhague, ¿qué debía hacer esa otra servidumbre
humana que vino de más lejos a lavar los de ellos? Decenas de miles de
peruanos, filipinos, bangladesíes, colombianos o ecuatorianos, ¿a dónde ir?
Demasiadas manos queriendo agarrar un estropajo o una escoba y cada vez menos
horas de trabajo en las residencias romanas o las trattorias del Trastevere.
Algunos emprendieron el peregrinaje al norte, detrás de sus antiguos patrones,
pero llegaron allá sin subsidios ni ayudas. Eran la clase más baja de la
inmigración trabajadora. Algunos habían venido a Italia huyendo de la quiebra
de España, que fue primero. Los jóvenes tenían tiempo y ánimo, podían aguantar
un poco más, pero los que estaban ahí desde mediados de los noventa o antes ya
no tenían fuerzas.
—Es hora de volver —dijeron.
Y empezó el largo regreso: reencuentros, desilusión, retorno
sin gloria a sus patrias con las manos vacías.
Arrivederci Roma!
Mi taxi continuó en medio de la lluvia mientras yo
registraba, como si fuera la última vez, los campos que rodean la autopista,
inmensos galpones con supermercados de descuento y parques industriales. Noté
en la atmósfera una extraña sensación de despedida o derrota, pero yo sólo
estaba ansioso.
Al llegar al aeropuerto debí abrirme paso entre una ruidosa
multitud. ¡Cuánta gente se iba! Hasta el momento yo había preferido quedarme,
pues en mi caso emigrar a otro país no habría supuesto el menor cambio. No sé
si ya dije que soy escritor, y es bueno escribir en medio de la tormenta,
aunque no suene muy amable con el país en que vivo. Puede ser incluso inmoral y
canalla, pero es verdadero. La literatura se escribe también cuando la sangre
corre por las calles, cuando el último héroe está a punto de caer troceado por
una ráfaga o un niño estrella su cabecita contra el asfalto. Lo que es bueno
para la escritura no siempre le sirve a la población inerme que está alrededor.
Eso fue al menos lo que pensé, sin saber lo que iba a pasar luego. Por eso en
mis cuadernos más recientes no escribía de fugitivos o naufragios, sino sobre
otro tiempo no muy lejano. Un texto-viaje por la vida de uno de los más grandes
prófugos de Occidente y de Oriente. La vida del poeta Arthur Rimbaud, mi
compañía más constante en todos estos años de viajes entre Asia y Europa. Todo
lo demás había quedado en el pasado, referido a otras épocas de mi vida. Pero
fue Juana, desde ese mismo inquietante lugar en la memoria, quien vino a romper
ese precario equilibrio. Fue su voz la que me hizo salir precipitadamente de
Roma hacia algo nuevo que, intuí, podría ser visto incluso como un lento
retorno.
3.
Dr. Cayetano Frías Tellert, psicólogo
Paciente: Manuela Beltrán
Por extraño que pueda parecerle a cualquiera que me conozca,
doctor, yo también soy una persona del común. Puede que esté cansada o mal
vestida y tenga el pelo sudoroso de la mañana, o una camiseta arrugada y el
calzón con hebras sueltas o manchitas de extraños líquidos, ¡benditas manchas!
Pero si vos dejás que me arregle un rato frente al espejo y luego me mirás de
cerca, bien de cerca y con un poco de afecto, a lo mejor te sorprendo. Ay,
doctor, disculpá si te hablo en caleño y con un lenguaje tan familiar, ¿será
que me estoy enamorando de alguien?, ¿por qué habré querido empezar diciendo
esto que, en el fondo, nada tiene que ver conmigo? Bueno, lo voy a repetir sólo
una vez: soy una de esas mujeres que cualquiera de ustedes, machos alfa
asquerosos, con cinco whiskys en la cabeza y puede incluso que con menos, ya
quisieran llevarse al cuarto de atrás, aún sin saber o importarles qué tengo
por dentro. Yo soy como esas zombis que uno ve sentadas al amanecer en los
primeros buses o en los vagones del metro, y que van bostezando porque la noche
anterior estuvieron trabajando hasta tarde de meseras o cuidando niños o
limpiando casas. No como las nenas ricas que si van bostezando es sólo porque
estuvieron de rumba o fornicándose a sus novios también ricos.
Desafortunadamente, no me tocó ser una de esas.
Tampoco soy como las caribeñas que aparecen en el cine malo y
en las novelas malas, de rojos labios y ritmo vibrante, claro que no, pero si
hablás conmigo un rato (¡no estrictamente de mi aspecto!) te darás cuenta, oh
sorpresa, de que me interesan el cine independiente, la política global y el
debate sobre el fin de la historia. También la sociología y sobre todo la
literatura, pues vaya casualidad, soy estudiante de Letras en Madrid, y por eso
lo que a mí más me mueve la aguja no es el bronceado de un man ni su carro
descapotable, sino las novelas y los poemarios y cualquier cosa que venga
impresa y sea decente, ¿me entendés? Soy una apestosa intelectual, doctor,
aunque no siempre lo fui. Y además lo perdí todo. Acabemos ya de una vez.
Debo estar loca.
Loquísima.
Esto que digo no es para que me tengás aprecio ni mucho menos
lástima, doctor, ni siquiera para que comprendás lo que viví y eso tan terrible
que me pasó y que hasta ahora no me he atrevido a contarle a nadie. Escribo
esto para darme ánimos.
Es sólo una miserable y triste declaración de principios.
Voy a contar una historia. Una de las muchas que podría
contar, aunque esta sea la de mi propia vida. Me salto la infancia, que es la
parte más aburrida de todas las vidas y las memorias que me interesan. La gente
se vuelve simbólica con la infancia, ¿y quién puede soportar eso? No hay
simbolismos, pero a veces la niñez produce un tono lírico que no le cuadra a la
prosa de la confesión y de la vida.
Y ahora sí, doctor. Vamos allá.
Después de que mi papá se fue de la casa y nos abandonó, allá
en Cali, y de que mi mamá llorara un rato por su vida y por su hija, pero sobre
todo por no haber hecho nada para retenerlo, en fin, después de eso, cansada de
esperar, asustada y muy sola, mi mamá se alzó de hombros y salió a la calle con
una especie de aviso de neón encima de la frente que decía “Hembra disponible”,
o si preferís, “Se busca macho con urgencia”, no lo sé, lo cierto es que, como
suele pasarle a las madres solas, consideró una lotería que alguien la volteara
a mirar y por eso muy rápido y sin el más mínimo control de calidad se trajo a
un tipo a vivir a la casa, un man hediondo que llegó pisando fuerte, con los
consabidos e imaginables problemas para mí, su hija preadolescente de doce
años, y por eso desde que lo vi entrar y luego desempacar unas horribles cajas
de cartón con su ropa me dije, aquí va a pasar algo feo, esto no es bueno,
peligro, y supe que tarde o temprano me debía largar de ese cuchitril.
Pero yo era muy chiquita todavía, doctor, y me demoré en irme
cerca de dos años. ¿Qué podía hacer yo? Ese fue mi único error, no largarme
rápido.
Como era de suponer, el novio de mamá era un hijueputa
violento, lobo y grosero, ignorante y borrachín y metedor de pepas y de cuanta
cosa le pusieran por delante, periquero y soplador de basuco. Metía hasta
pegante. Me aburrí de que me espiara en el baño y de oírlo comerse a mamá
pegando gritos y diciéndole groserías. Una vez lo pillé haciéndose la paja con
la mano envuelta en un calzón mío, ¿puede caber algo así en su cabeza, doctor?
Me daba asco ese man.
Después de que pasara algo muy feo —y que pienso contar más
adelante, cuando reúna fuerzas, aunque vos ya te lo imaginás, ¿verdad?—,
enloquecida de dolor y de humillación, me inventé que Dios había venido a
llamarme y que quería irme a un internado de monjas a rezar por los pecados del
mundo. Pero yo qué iba a creer en nada, ¡qué va! Lo que quería era largarme de
esa puta casa.
Había un claustro de monjas clarisas cerca de Palmira, el
Santa Águeda, y mamá estuvo de acuerdo en llevarme. También su asqueroso novio,
que con eso se sintió seguro. El tipo era socio de un almacén de motos en la
Comuna 3 y en Cali eso es mejor negocio que vender perico, así que tenía plata
y de ahí venía su poder sobre mamá. Ella decía que ahora éramos de clase media,
para dárselas, pero qué va. Cuál clase media si ella seguía trabajando de
mesera en un asadero de pollos en La Flora. El man desconfiaba de mí porque
podía acusarlo y por eso le resultó un alivio saber que me iba. Hasta le dio
plata a las monjas con tal de que me recibieran rápido. No me fuera a
arrepentir. Y así fue.
Pero en el Santa Águeda la vida a la que yo quería hacerle el
quite estaba más encendida que afuera, doctor. Esa vaina parecía un volcán de
hormonas. Las novicias, todas metidas a la fuerza por sus familias dizque para
alejarse de los vicios del mundo, eran unas depravadas y drogadictas del
carajo. La adolescencia en pleno big bang. A la tercera noche de estar ahí una
niña del cuarto me preguntó si yo era virgen y no supe qué responder. Entonces
dijo que si no sabía era porque sí, porque de eso uno se acuerda, y luego
preguntó si al menos había tirado con otra mujer o si me gustaría comerme a una
nena. Le dije que no. Es más rico, dijo ella, ¿no querés que yo te enseñe? Al
ver mi sorpresa, levantó la sábana y me acarició metiendo la mano. Luego hundió
la cabeza y empezó a chuparme y yo me quedé muy quieta, avergonzada pero
también alegre porque sentía cosas y era rico. Cuando la niña sacó la cabeza de
las cobijas estaba muy colorada, y entonces me dijo, ahora te toca a vos
chuparme, vení, y se abrió de piernas, pero yo no fui capaz y le dije que me
daba asco, que yo era muy chiquita para eso, pero ella insistió, cuál chiquita,
¿no dizque tenés catorce años? Le dije que se la quedaba debiendo y me volví a
tapar con la sábana.
Luego me soñé que era un conejo que corría por un prado. Algo
como una sombra me perseguía llevando un garrote en la mano para pegarme en la
nuca y tirarme en la olla. A veces el perseguidor era el man de mi mamá y a
veces era la niña del dormitorio, que se llamaba Vanessa, y de pronto se
levantaba el uniforme y le veía la cuca roja, y ella diciendo, ¡me debés una,
perra!, pero yo seguía corriendo hasta que me acorralaban y cuando ya me iban a
dar el porrazo aparecía un hueco entre el pasto y por ahí me les escapaba.
Me desperté gritando y la monja veladora encendió la luz y
preguntó, ¿qué pasa?
Nada, madre, nada. Un mal sueño.
En el convento tenían una camioneta Chevrolet para hacer las
diligencias, la comprada del mercado y el transporte del coro. Yo me metí al
coro desde el primer día porque siempre me gustó cantar, y pasados unos dos
meses nos llevaron a un acto en la municipalidad de Palmira. Creo que fue para
una fiesta religiosa, no me acuerdo cuál. Y qué sorpresa me llevé. Cuando nos
cambiamos con la ropa elegante y las túnicas vi que algunas compañeras tenían
puesta tanga debajo del blusón del uniforme, que era como un hábito de monja.
Luego, en la camioneta, una pelada más grande que se llamaba sor Concepción y a
la que le decíamos Conche me explicó que se las ponían porque iba a haber
hombres, y que por mucho que fueran estudiantes novicias los manes eran manes y
miraban y podían sentirles las tangas debajo.
Me pareció raro porque yo en cambio no sentía nada y además
usaba unos calzones grises que iban del ombligo hasta casi la rodilla. ¡Los
matapasiones!, dijo Conche, y yo no le discutí, aunque se suponía que la única
pasión nuestra era Dios y rezar por los vicios y pecados del mundo, o tal vez
algo aún más concreto, y era hacer que este pequeño cagadero o cuadrilátero de
excrementos que llamamos planeta Tierra fuera un poco menos pestilente (si esto
le parece muy grosero, doctor, lo podemos tachar).
También había visto que las novicias se afeitaban.
Una tarde entré al baño y me encontré a varias sentadas en
círculo, con el hábito levantado hasta la cintura y los calzones en los
tobillos. Tenían rasuradoras y cuencos con agua y jabón entre las piernas.
Conche, que se las sabía todas, les iba diciendo: primero con las tijeras para
reducir el peluche, mamis, y luego con la cuchilla de arriba abajo en el
sentido de los pelos para que no se les irriten los folículos, suave pero con
fuercita, ¿sí?, que se sienta que están cortando, y cuando yo les pregunté qué
tenía de malo tener pelo ellas dijeron, pues para no parecer indias, piroba, y
para que no se formen grumos, y se reían. Les daba risa lo poco que yo conocía
de la vida con catorce años cumplidos. Según ellas, ya tenía que saber de qué
lado giraba el mundo y por qué se formaban grumos en los pelos.
Ay, pero si yo les hubiera contado la verdad como se la
pienso contar a usted, doctor, esas pendejas se habrían quedado con la jeta
cerrada y de pronto alguna hasta hubiera llorado. Pero vamos por partes, a ver
si me voy animando a medida que escribo.
Llegó el día y fuimos a Palmira a cantar con otros colegios
religiosos. Luego la municipalidad ofreció un refrigerio en el salón de
protocolo del segundo piso, con vista a una plaza y un parque muy bonitos y
sombreados. Palmira es al lado de Cali pero yo nunca había ido, y por eso me
gustó. A mi modesta medida sentí que estaba conociendo mundo, porque Palmira
podrá ser atrasado y caluroso y hasta feo, pero igual es mundo, ¿no es cierto?
En el refrigerio comí papas fritas y pasabocas de jamón. Mis
compañeras hablaban con un grupo de muchachos de otro colegio, jóvenes de
camisa blanca y pantalón gris, todos con granos en la cara y frenillo, muy feos
pero muy bellos, ¿me entendés? Se les veía la inocencia y las ganas de creer en
algo y por eso eran lindos, a pesar de que ellos preferían parecer malos,
curtidos en la vida, aunque no fueran más que un grupito de pelados.
De aprendices.
Eso fue lo que pensé, al verlos.
Me quedé cerca de la ventana mirando el parque y por un
momento olvidé lo que había alrededor, abstraída por la forma de las nubes que
parecían crestas de gallo y por el rutilante viento que ponía a temblar las
palmeras. El sol se iba perdiendo despacio detrás de las montañas y entonces me
dije, al fin y al cabo la vida es hermosa, Manuelita, no jodás tanto, el mundo
está rebosante de paz y belleza, mirá los cerros del fondo y ese pueblito color
morado allá lejos, ¿no es bello? Seguí adelante, volví a decir, y me llené los
pulmones de ese aire que traía tantas cosas que me hacían bien, y cerré los
ojos y me convencí de que la vida e incluso Dios me habían visto y estaban por
darme una segunda oportunidad.
Comí otro pasabocas de tostón con hogao y le di un sorbo a mi
vaso de Coca-Cola esperando a que nos llamaran para bajar a la Chevrolet. La
madre seguía hablando con los empleados de la gobernación y con la directora
del coro, planeando nuevas salidas y conciertos. El funcionario le mostraba
unos papeles y le decía fechas. Luego la madre sacó su calendario e hizo varios
círculos rojos en algunos días.
Pasé un momento al baño y ahí me encontré con Vanessa,
Estéfany y Lady, que eran las más terribles. Ya estaban fumando a escondidas,
botando el humo por la ventana. Nos tenían prohibido fumar y me dio miedo que
me agarraran con ellas, pero ya no podía salir del maldito baño sin que me la
montaran de sapa o quién sabe de qué, así que me metí a un reservado a orinar.
Ahí caí en cuenta de que el humo olía distinto, no era cigarrillo sino
marihuana. Conocía bien ese puto olor por el novio de mamá, ¿y ellas de dónde
lo sacaron?
Les pregunté y dijeron que los muchachos del internado de
varones les habían dado tres cigarritos de bareta para que se fueran poniendo a
tono. Tenían además media botella de brandy Domecq y la estaban mezclando con
gaseosa en un frasco de plástico. Esta es una fiesta privada, me dijo Vanessa,
pero podés quedarte si querés. Y además hay sorpresa.
Ni bien dijo eso cuando oí un ruido en la ventana y vi entrar
a uno de los jóvenes de frenillo y uniforme gris. Se había pasado desde el baño
de hombres, haciendo equilibrio por la cornisa. Qué peligro. Saltó del borde
con su cara de angelito y sus barros en la frente y se puso a meter bareta con
ellas, chupando casi con angustia, haciendo aspiraciones fuertes, ávido por
trabarse. Era obvio que ya se conocían porque Vanessa y Lady lo empezaron a
besar en la boca y en dos segundos le bajaron los pantalones. Miré la puerta
del baño y sentí pánico, ¿y si entraba alguien? Del calzoncillo le sacaron un
tremendo vergonón y Estéfany, ya volando de la traba, se lo metió a la boca.
Pensé en la madre superiora, a tan sólo unos metros. Yo no estaba haciendo nada
pero estaba ahí. El joven se recostó en la banca, acomodándose para que
Estéfany pudiera chupárselo mejor, y mientras tanto él les metía mano a Vanessa
y Lady por debajo de la falda.
De pronto, un segundo joven cayó de la ventana y se sumó a la
fiesta. Antes abrió un sobre de papel de plata y sacó un polvo que se empezaron
a meter por la nariz. Me ofrecieron y volví a decir, no, gracias, estoy muy
chiquita para eso, y todos se rieron, ¿chiquita?, vos tenés catorce, ¿no?, y yo
dije, sí, chiquita para esos vicios. Entonces el recién llegado se arrodilló
frente a mí y me dijo, cuál chiquita y qué vicio va a ser pasar sabroso, déjame
enseñarte algo, y entonces las otras dijeron, sí, sí, desvirgala ya,
¡desvirgala! Me agarraron de los hombros hasta quedar recostada y me bajaron
los calzones, con risas y chanzas por mis pelos, ¡vea ese matorral!, ¡la cuca
de la selva! Pataleé y me ahogué de rabia pero no fui capaz de gritar. Al ver
que no podía zafarme le pegué un chupón a un bareto recién encendido, pero
resultó ser una vaina de sabor dulce que no era marihuana y en dos segundos me
lanzó a la mierda, como si un cañón me hubiera disparado por la ventana: volé
con los ojos cerrados, solté los músculos. Me dio tos y sentí ganas de vomitar,
y logré decir, esto no es bareta, y el joven dijo, no, mi amor, es basuco, ¿querés
otro poquito? Cuando me separó las piernas ya ni hice fuerza. Hundió la cabeza
y le sentí la lengua y los dientes mordiéndome. Me gustó. Bacano que ese joven
tan lindo se fijara en mí, pues ya hacía rato que el cuerpo me estaba pidiendo
algo, como si las cicatrices se hubieran borrado. Luego el man se bajó los
pantalones y me lo metió despacio, sin que me doliera. La traba del basuco me
quitó el miedo. Cuando las tres vieron que no sangraba dijeron, ¿y no dizque
era virgen?, mirala, la muy puta, ¡la mosquita muerta!
A mí me valió huevo. Cerré los ojos y me lo gocé.
Cuando volví a abrirlos sentí que habían pasado años, pero mi
muchacho seguía ahí, encima. Aunque también se besaba con Estéfany, el muy
perro. Lady tiraba con el primer joven en la otra banca y Vanessa, despatarrada
en el suelo, se soplaba un basuco tras otro con avidez, como si estar pegada a
ese tubo de humo fuera su única posibilidad de supervivencia.
De pronto sentí un temblor, los músculos se tensaron
preparándose para algo y pegué un suave grito. Estéfany se dio cuenta y le dijo
al joven:
—No la vayás a embarazar, echáselo en el ombligo.
Lo sacó rápido y me lo derramó encima, una baba cálida que se
escurrió despacio hacia los lados. Me salió una sonrisa boba porque estaba con
la cabeza en la mierda, y justo en ese momento oí los golpes en la puerta. Se
me aceleró el corazón. Era la madre superiora diciendo, ¿niñas?, ¿están listas?
¡Ya nos vamos! Menos mal no quiso que le abriéramos. Nos lavamos la cara con
agua fría y alisamos los uniformes. Los jovencitos se volaron por la misma
ventana por la que llegaron.
Durante el viaje de regreso en la Chevrolet me seguí viniendo
con el roce del cojín en cada frenazo y acelerón. Vanessa se dio cuenta. Tenía
un círculo morado alrededor de los ojos, hinchados por el basuco. Me miró y
dijo, entonces qué, mosquita muerta, ¿sí le gustó? Es que pichar es muy
sabroso.
Al llegar al Santa Águeda nos mandaron a la capilla a rezar
hasta la hora de la comida, y menos mal, porque las tres seguíamos trabadas. Es
chévere rezar así, doctor. Ahí es que uno entiende la religión y las
apariciones del Señor, que ese día ya no estaba en la cruz sino sentado a mi
lado, mirándome con afecto, y entonces aproveché para preguntarle, o mejor
dicho, le dije, ya que puedo quiero hacerte una pregunta, una sola no más, ¿por
qué a mí no me dieron una vida normal?, ¿por qué me tocó todo esto a mí, que
soy tan frágil y llorona? Cristo me oyó la pregunta y sonrió pero sin
contestar, como si la respuesta no fuera importante, y entonces le insistí:
¿por qué me dejaste sola en medio de tanta gente mala?, y él siguió mirando sin
mirar, de un modo que su presencia no parecía contradecir, era extraño, hasta
que no pude más y le dije, dentro de mi mente, ¿por qué ni vos ni nadie oye
nunca lo que yo grito?
Silencio, siempre silencio.
Esa fiesta de Palmira lo que hizo fue abrir de par en par las
puertas del infierno, porque a partir de ese día no pasó semana en que no
metiéramos vicio y abejorreáramos con todo el que se acercara al claustro,
fuera hombre, mujer o cura. Y lo hacíamos con una tremenda alegría, como si
algo religioso se manifestara en todo ese aparente desorden. ¿No hay cierta
espiritualidad también en la desmesura? Entre el supremo dolor y la suprema
fuga, ¿por qué tenemos que preferir el dolor? Yo nací para el dolor, pero ¿qué
saben los jueces de los dolores de la vida?
Esto parece ficción, pero fue verdad.
Parece incluso literatura, pero primero fue verdad.
Una de esas historias que pretenden hacer belleza con las
cosas más feas y sucias de la vida.
A los dos meses me encargaron ir con la monja de la alacena a
hacer el mercado semanal, y en un descuido me le abrí y me compré yo también
una bonita colección de tangas con los colores de la bandera. Me sentí patriota
y jubilosa, una buena alumna que usa tangas tricolores para que los varones de
la patria, nuestros héroes, mueran arropados por su bandera. Yo quería tragarme
el mundo y quemar la adolescencia como quien riega litros de gasolina en un
potrero de árboles secos y enciende el fuego. Me urgía hacerlo.
Llevaba la plata de las demás niñas del dormitorio para
comprarles sus encargos especiales. De la droguería, Canestén para una recién
llegada, Lucy, que tenía una candidiasis asquerosa y olía a diablos. Aspirinas
para el guayabo, sal de frutas Lúa, ibuprofeno, condones, lubricante KY. En
otro sitio que ellas me indicaron, y con un poco de miedo, compré droga. Me
habían dicho los precios, así que llevé una bolsa de papeletas de basuco para
Vanessa, cinco gramos de perico y un cuarto de kilo de marihuana, que era lo que
más metíamos todas. Lo escondí todo en el costal de la fruta. Llevé también
tres botellas de aguardiente del Valle, que era rico para mezclar con los jugos
que nos daban en las comidas.
4.
Al llegar a Madrid me enteré de la asombrosa noticia: un
comando islámico se acababa de tomar por asalto la embajada de Irlanda, en el
Paseo de la Castellana. No daba crédito a mis ojos al ver las imágenes en las
pantallas del aeropuerto.
¡ÚLTIMA HORA! ¡ÚLTIMA HORA!
Grupos de soldados patrullaban por los corredores del
terminal aéreo, nerviosos, agresivos, pidiendo documentos y cacheando a
cualquiera que les pareciera sospechoso, sobre todo personas de piel negra o
aspecto árabe. La gente se arremolinaba en torno a los monitores con expresión
de miedo, como si dijeran, ¿qué más va a pasar ahora?
Cuando salí de Roma no se sabía nada y el vuelo duró apenas
dos horas, o sea que era muy reciente, pero todo lo que pasa en el mundo es
inesperado segundos antes de que ocurra, excepto para quien lo planea y
ejecuta. Una banda roja en la parte inferior de las pantallas hacía un flash
permanente:
¡TERRORISTAS SE TOMAN EMBAJADA
DE IRLANDA EN MADRID!
Lejanas sirenas y el tableteo del motor de un helicóptero
venían a mezclarse con los ensordecedores avisos de la megafonía. ¡¡¡Vuelo
Iberia con destino Palma de Mallorca…!!! Los empleados del aeropuerto, además,
subían el volumen de las pantallas con cada nuevo boletín de última hora. Y tal
vez lo peor: el insoportable fragor humano. Los gritos de unos a otros
llamándose, la gente hablando y gesticulando, en persona o por su celular, la
algarabía y las risas, las protestas, los comentarios y explicaciones. Algunos
viajeros dormitaban entre las filas de sillas o directamente en el suelo, al
lado de las máquinas expendedoras de refrescos y dulces, usándolas de espaldar,
pues estaban vacías. Varias madres les daban pecho a sus bebés en las escaleras
eléctricas, que estaban dañadas.
Entré al baño y me recibió un fuerte olor a excrementos. En
los reservados no había papel higiénico y los sanitarios rebosaban de mierda y
orines. Esperé en fila para poder mear en uno de los orinales de pared, que ya
chorreaba un líquido oscuro. Ni hablar de lavarse las manos.
Afuera, ya casi en la entrada, vi a una familia sentada en
círculo sobre la baldosa de la sala de llegadas. Comían de una olla en platos
de plástico. ¿Qué estaba pasando en Madrid? ¿Qué hacía toda esa gente? Se iban.
Esperaban turno para salir de España en vuelos charter, al norte de Europa o a
América Latina. Al igual que en Italia, acá muchos también habían decidido irse
o simplemente volver.
Salí del terminal y busqué un taxi en medio del gentío. El
chofer tenía puesto el radio en un programa informativo, aunque prefirió
explicarme él mismo lo que pasaba, mirando por el espejo retrovisor, con
peligro para la integridad de ambos. Estaba nervioso, golpeaba el timón y
manoteaba al hablar.
—Lo que han dicho hasta ahora es que primero entraron tres
tíos negros a la embajada, como si nada, ala, y luego otros dos, haciendo como
que venían a hacer trámites. Y no se sabe cómo, esos cinco hijoputas se cargaron
a los guardias y les abrieron la puerta a otros para que entraran con armas y
bombas. Parece que hasta metieron un coche a los garajes. En el radio están
diciendo que algunos de esos tíos son españoles, pero qué van a ser españoles,
¡no me jodas! Serán negros con pasaporte español, que no es lo mismo. Tienen a
treinta rehenes y dicen que los van a degollar y que van a volar el edificio si
no les dan no sé cuánta pasta. ¡Qué van a ser españoles esos hijoputas! Nos han
jodido.
¿Negros?, pensé. ¿Terroristas negros? Eso fue lo que dijo el
taxista. Serán africanos. Habrá que esperar.
Llegué al hotel ansioso, pero al registrarme no había ningún
mensaje de Juana. ¿Cuándo la veré? Sentí inquietud y volví a leer su correo en
mi teléfono:
“Vaya por favor a Madrid, cónsul, al Hotel de las Letras.
Alójese en la habitación 711, que tiene una buena vista, y espéreme. Me
comunicaré con usted. Juana”.
—¿Está libre la 411? —pregunté en recepción.
La joven miró en su pantalla.
—Sí señor, pero tiene un pequeño suplemento.
—La tomo.
Al entrar a la habitación comprendí a Juana. Tenía un amplio
ventanal que hacía esquina con la Gran Vía y la torre de Telefónica casi al
frente. El aislamiento dejaba percibir ruidos vagos y lejanos, en contraste con
la imagen cercana de la avenida. ¿La vería esta misma noche? Estaba ansioso.
Encendí el televisor.
El Canal Uno transmitía en directo el desarrollo de la toma
con la información. Veinte hombres poderosamente armados y al parecer bien
entrenados aún permanecían adentro. Había tres muertos, los dos guardias de la
entrada y uno de garajes.
La novedad era que los terroristas acababan de entregar un
primer comunicado. El taxista tenía razón al decir que eran negros. En fin,
africanos. Pero no querían dinero. Decían ser de Boko Haram, el grupo islámico
de Nigeria, y pedían el cese inmediato de los bombardeos al Estado Islámico en
Irak y Siria. Estaban dispuestos a morir “por los hermanos del califato” y si
no había respuesta degollarían a un rehén al cabo de seis horas delante de
cámaras y lo subirían a redes sociales. Esa era su temible amenaza: uno cada
seis horas, y a la red. ¿Cuánto queda? Ya empezaba a anochecer. Las imágenes
mostraban el operativo de la policía con centenares de hombres desplegados en
torno al Paseo de la Castellana, tanquetas bloqueando las calles aledañas y
helicópteros rondando con reflectores. Entre las sombras debía haber fuerzas de
élite y francotiradores al acecho.
Luego pasaron imágenes de un video de seguridad de un
edificio vecino donde se veía el preciso momento en que los terroristas
entraron a la embajada. Un analista explicó que había una lógica, pues de todas
las embajadas anglosajonas la de Irlanda era la menos vigilada. En este punto
el programa se interrumpió y la señal de TVE fue al Palacio de la Moncloa,
donde se mantenía reunida la célula de crisis.
Un senador del Partido Popular dijo lo siguiente:
—Es una catástrofe sin antecedentes, pero los ciudadanos y
las ciudadanas deben estar confiados. Estamos tomando todas las medidas
necesarias para enfrentar este ataque y para que en el futuro no vuelvan a
repetirse catástrofes sin antecedentes.
Preguntado por los esquemas de seguridad, el jefe de la
policía de Madrid dijo al micrófono de una enviada especial:
—Pues qué te voy a contar del operativo, maja, si los
terroristas allá adentro también estarán mirando la tele, ¿no te parece? Ni
tapándome la boca con la mano, como los del fútbol.
El primer ministro de Irlanda agradeció la acción de la
policía española y dijo que las democracias debían permanecer unidas contra el
terrorismo. Acabó su alocución con una extraña consigna:
—¡Nosotros ganaremos y ellos no! —dijo.
Desde Washington, el presidente de Estados Unidos aseguró que
estaba en contacto directo con la Moncloa para buscar la mejor salida a la
crisis y salvaguardar la vida de los rehenes. Ofreció toda la ayuda logística y
material que fuera necesaria.
Jordania y Egipto expresaron su solidaridad a España. El rey
Abdalá II dijo:
—La lucha contra el Estado Islámico y sus filiales yihadistas
en el mundo es la Tercera Guerra Mundial.
Me recosté en la cama a ver pasar las imágenes, que se
repetían una y otra vez. La verdad es que en el video de seguridad que mostraba
la irrupción en la embajada no todos parecían africanos, aunque por ser en
blanco y negro y a cierta distancia era difícil asegurar nada. Luego TVE hizo
un análisis de quiénes eran Boko Haram y sus acciones más conocidas del pasado,
como el secuestro de 219 niñas en Nigeria. Ahí supe que existen desde 1979 y
que su extraño nombre traduce literalmente “Lo pretencioso es pecado”. Su
líder, Abubakar Shekau, se licenció en Estudios Islámicos en la ciudad de
Maidaguri, capital de la provincia de Borno, norte de Nigeria.
De pronto apareció de nuevo la banda roja titilante en la
parte inferior de la pantalla:
¡ÚLTIMA HORA! ¡ÚLTIMA HORA!
Desde algún lugar en Irak, el gran califa del Estado Islámico,
Abu Bakr al-Baghdadi, saludó a través de un mensaje online el atentado de
Madrid y llamó a la revuelta global contra el poder de Occidente. Alentó a los
“hermanos” de Boko Haram en España y llamó a más acciones no sólo en Europa
sino en el mundo entero. Al final de su arenga citó, o mejor, parafraseó una
conocida frase del Che Guevara: “Debemos crear no uno sino muchos Vietnams
contra Occidente”. Los frentes europeos del Estado Islámico —también llamados
células rizomáticas de ataque— estaban listos para pasar a la acción y eran
casi invisibles para la policía. En Londres y París había estructuras muy
organizadas; también en Berlín y Madrid, aunque más pequeñas. Boko Haram había
llegado a Europa hacía poco, pero ya era fuerte en las banlieue negras de París
y sobre todo en Bélgica, en el barrio Matongé de Bruselas, convertido en dolor
de cabeza para la policía. A su modo violento, participaban en la globalización
y la hacían suya.
Por otro lado, el reclutamiento de europeos blancos
progresaba. Jóvenes marginales con historias de fracaso y dificultades de
adaptación. El yihadismo era una escotilla para su resentimiento y deseo de
venganza. Así empezaron a congregar a los perdedores del sistema, algunos de
ellos, aunque no todos, conscientes y culpables de la responsabilidad histórica
de sus países en la humillación de zonas enormes del globo. Se reconocían en
esa lucha no por ser religiosos, sino por la rebelión planetaria contra un
poder que, en sus propios países, los había excluido. La guerra ya no era entre
católicos y musulmanes, ni siquiera entre europeos blancos y su periferia
africana o mediooriental, sino entre perdedores y triunfadores.
Este parecía ser el nuevo paradigma.
Una parte de los que no estaban con la ultraderecha católica
optaron por el yihadismo. Y así, poco a poco, el EI se fue ampliando a liceos y
centros sociales hasta captar gente con un perfil más equilibrado e incluso
formación académica. En Francia se le calculaban 20.000 seguidores, hombres y
mujeres, aunque no todos combatientes. La mayoría estaban inscritos en las
diferentes Hermandades Musulmanas —igual que en Inglaterra, Bélgica y Holanda—
que ya contaban con un porcentaje significativo de electores.
Intenté cerrar los ojos, ¿qué hora era? Cerca de las diez.
Conciliar el sueño en medio de semejante caos, y ansioso por la llegada de
Juana, parecía labor imposible.
Pensé en dar un paseo, pues tenía muchas cosas por recordar
en Madrid, donde pasé una época importante de mi vida. Aquí cursé mi carrera
universitaria de Filología Hispánica y rompí mis primeras lanzas en el mundo
literario. Por eso de joven recorrí mil veces estas calles del centro, aunque
ahora todo era distinto. Las calles que hoy refulgen, a pesar de la crisis, en
esos años eran pasadizos oscuros. Por la Gran Vía soplaba un viento helado que
hacía doler los huesos en invierno. Lloviznaba con frecuencia y debajo de los
aleros había seres demacrados que parecían salidos de los cuadros más oscuros
de Goya. Eran los yonquis. Las prostitutas de dientes podridos se paseaban
frente al edificio de Telefónica a la espera de algún desesperado y había
navajeros y atracadores como en cualquier ciudad del tercer mundo.
En la universidad había pocos latinoamericanos, pero en las
plazas y parques era común encontrar argentinos que vendían mascaritas de cuero
y algo que ellos llamaban billuta, y que según entendí era collares y pulseras.
Otros argentinos leían el tarot en el parque de El Retiro. Recuerdo a uno, tal
vez el más conocido. Repartía una tarjeta que decía:
“Profesor Julio Canteros. Poeta argentino contemporáneo”.
Prácticamente todos los lectores del tarot eran poetas o
escritores, lo que en algún momento me hizo albergar serias dudas sobre mi aspiración
de convertirme en escritor.
Madrid, Madrid.
Cada esquina de la ciudad me esperaba con algún recuerdo de
una época que yo daba por concluida. Ese reflejo humano que nos lleva a
recorrer el mismo camino, a desandar los pasos y buscar ciertas calles, ¿estaba
dispuesto a eso? Mejor esperar un poco en el hotel. Tal vez Juana estuviera por
llegar.
Llamé al servicio de habitaciones y pedí algo de comer. Nada
especial, apenas un sánduche de pollo y una Coca-Cola dietética. Y volví a
concentrarme en la información del canal de TVE.
¿Qué pasaba con el ultimátum? Los terroristas pedían cosas
nuevas. No sólo el cese de los bombardeos, sino que las Naciones Unidas
reconocieran las fronteras del Estado Islámico, incluyendo una salida al
Mediterráneo al norte del Líbano. También una condena a Israel y que se
restituyeran las fronteras de Palestina según los mapas de 1967. Todas cosas
muy improbables, que nunca podrían obtener ni España darles. Tal vez eso era lo
que buscaban: presionar una intervención de los comandos de élite y morir
matando a los rehenes en medio de una gran conflagración. Son yihadistas y no
les importa morir en combate.
Habían pasado ya cuatro horas. Si las amenazas iban en serio,
dentro de poco tendríamos un primer degollado. La historia de la humanidad es
también la historia de sus degollamientos y sacrificios públicos. Al pueblo le
gusta ir a los cadalsos. Las multitudes madrugan para asegurarse un buen lugar
cerca del verdugo. Aztecas, romanos, persas, revolucionarios e ilustrados. Hoy
el yihadismo, a través de las redes sociales, nos recuerda que siempre hemos
sido espectadores de la muerte.
Después de comer me quedé dormido sobre la colcha, cansado y
expectante, en una incómoda postura.
Al abrir los ojos, ya había amanecido.
El ruido de la Gran Vía llegaba de muy lejos, apagado por el
doble vidrio del ventanal. Entraba el sol, era una mañana radiante. Tras
recordar dónde estaba y por qué, el mutismo del teléfono empezó a inquietarme
seriamente.
Juana, Juana, ¿dónde estás?
Camino de la ducha pensé algo banal: ¿cómo sería quedarse
para siempre en un hotel, sin salir nunca a la calle? Es lo que pasa en la
película The Shining, de Stanley Kubrick. Pero el verdadero tema de ese filme
es la maldad de los hoteles con los escritores que no escriben, como le pasa al
pobre personaje, que enloquece y quiere matar a su esposa y a su hijito con un
hacha (hay peores formas de locura). Pero en el fondo el hotel es inocente.
Todo escritor que no escribe es un ser socialmente agresivo, así esté en un
confortable harén o en una playa.
Una de las obras del catálogo Raisonne de Joseph Beuys es
algo así: haber estado en Nueva York sin salir de su cuarto de hotel durante
tres días, encerrado con un coyote. La obra se llama Amo América y América me
ama. Ocurrió en 1974. Hizo este performance durante su primera exposición en
Estados Unidos. Al llegar a Nueva York se trasladó en una ambulancia a la
galería de arte, acostado en una camilla y envuelto en tela de fieltro. Luego
regresó al hotel del mismo modo y estuvo tres días encerrado con el coyote,
siempre cubierto con el fieltro y llevando un bastón de pastor. Hizo algunos
gestos simbólicos y el coyote mordisqueó la manta. Al final, Beuys y el coyote
se abrazaron. El día de la partida fue al aeropuerto en su ambulancia y regresó
a Europa sin tocar suelo norteamericano. La explicación a tan estrambótico e
inútil gesto fue:
—Quería aislarme y no ver nada de Estados Unidos distinto del
coyote.
Mi coyote era un teléfono y la ansiada voz que no se decidía
a llegar.
Treinta años atrás, cuando malvivía en una buhardilla de
París, también esperaba la llamada de una mujer que, por supuesto, nunca llegó.
Son las extrañas simetrías de la vida. El de esa época...
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