sábado, 3 de septiembre de 2022

UNA ENTREVISTA MEMORABLE CON GEORGE STEINER


UNA EDUCACION ACCIDENTADA

DESDE EL EXILIO DEL INSTITUTO 

LAURE ADLER Hay algo, señor Steiner, que evoca su amigo Alexis Philonenko en los Cahiers de l’Herne: ese brazo, esa deformidad, ese defecto físico; se refiere a ello diciendo que tal vez le haya hecho sufrir en la vida. Y a pesar de todo usted nunca habla de ello. 

GEORGE STEINER Obviamente me resulta muy difícil tener un juicio objetivo al respecto. La clave en mi vida fue el genio de mi madre, una gran dama vienesa. Era multilingüe, claro, y hablaba francés, húngaro, italiano e inglés; era sumamente orgullosa en su fuero interno, pero no lo manifestaba; y tenía una increíble confianza en sí misma. 

Yo tendría tres o cuatro años; no estoy seguro de la fecha precisa, pero fue un episodio decisivo en mi vida. Mis primeros años fueron muy difíciles porque mi brazo estaba prácticamente pegado a mi cuerpo; los tratamientos eran muy dolorosos, iba de un sanatorio a otro. Y ella me dijo: «¡Tienes una suerte increíble! Te librarás del servicio militar». Esa conversación cambió mi vida. «¡Qué suerte tienes!». Era extraordinario que se le hubiera ocurrido algo así. Y era verdad. Pude empezar mis estudios superiores dos o tres años antes que mis coetáneos, que estaban haciendo el servicio militar.

 Imagínese: ¡cómo pudo ocurrírsele algo así! No me gusta nada la cultura terapéutica actual, que usa eufemismos para referirse a los minusválidos, que trata de decir: «Vamos a considerarlo un hándicap social…». Pues nada de eso: es muy duro, es muy grave, pero puede ser una gran ventaja. Me educaron en una época en la que no se daban aspirinas ni caramelitos. Había zapatos con cremallera, muy sencillos. «Ni hablar», dijo mi madre. «Vas a aprender a abrocharte los cordones de los zapatos». Es difícil, se lo aseguro. El que tiene dos manos hábiles no se da cuenta, pero atarse los cordones de los zapatos requiere una gran habilidad. Gritaba, lloraba; pero al cabo de seis o siete meses había aprendido a atarme los cordones. Y mamá me dijo: «Puedes escribir con la mano izquierda». Me negué. Entonces me puso la mano en la espalda: «Vas a aprender a escribir con la mano mala. — Sí». Y me enseñó. He sido capaz de pintar cuadros y dibujos con la mano mala. Se trataba de una metafísica del esfuerzo. Era una metafísica de la voluntad, de la disciplina y sobre todo de la felicidad, considerarlo un enorme privilegio; y lo ha sido a lo largo de mi vida. 

También fue eso, me parece, lo que me ha permitido comprender ciertos estados, ciertas angustias de los enfermos que no alcanzan a concebir los apolos, los que tienen la suerte de tener un cuerpo magnífico y una salud estupenda. ¿Cuál es la relación entre el sufrimiento físico y mental y ciertos esfuerzos intelectuales? No cabe duda de que todavía no la comprendemos del todo. No debemos olvidar que Beethoven era sordo, Nietzsche tenía migrañas terribles y Sócrates era feísimo. Es muy interesante tratar de descubrir en los demás lo que han podido superar. Cuando estoy cara a cara con alguien siempre me pregunto: ¿Qué vivencias ha tenido esta persona? ¿Cuál ha sido su victoria, o su gran derrota?.

L. A. En Errata cuenta usted que su padre, de origen vienés, comprendió enseguida el advenimiento del nazismo al poder y se fue a París con su familia. Por eso nació usted en París, y muy joven, con su madre, asistió en la calle a una manifestación en la que la gente gritaba: «¡Muerte a los judíos!». 

G. S. Sí, se trataba del escándalo Stavisky. Un asunto oscuro, que aún no se ha olvidado porque la extrema derecha francesa lo recuerda a menudo. Por la calle desfilaba un tal coronel de La Rocque. Hoy parece un personaje siniestramente cómico pero en aquel entonces se le tomaba muy en serio. Yo estaba al lado, en el liceo Janson-de-Sailly, corría mi niñera por la calle de la Pompe para volver a casa porque se nos echaba encima un pequeño grupo de manifestantes de extrema derecha que seguían al coronel de La Rocque: «¡Muerte a los judíos!». Un eslogan que pronto se convertiría en: «Más vale Hitler que el Frente popular». Todo eso en un barrio (la calle de la Pompe, la avenida Paul Doumer) en el que la burguesía judía estaba muy presente. Mi madre, no por miedo, sino por respeto de ciertos usos algo anticuados, nos dice a la niñera y a mí: «¡Eh! Bajad las persianas». Entonces aparece mi padre, que contesta: «Subid las persianas». Me lleva con él. Había un balconcito. Recuerdo cada detalle de la escena: «¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos!». Y me dice muy tranquilo: «Eso se llama historia y nunca debes tener miedo».

Para un niño de seis años, esas palabras fueron decisivas. Desde entonces sé que eso se llama historia y si tengo miedo me avergüenzo; y trato de no tener miedo. Tuve el gran privilegio de saber muy pronto quién era Hitler, lo que me costó una educación accidentada. Desde que nací, en 1929, mi padre había previsto con absoluta claridad —conservo su diario personal— lo que iba a pasar. Nada le cogió por sorpresa.

L. A. Así que su padre había intuido lo que iba a ocurrir en aquella Europa inflamada por el nazismo, y enseguida decidió enviarlos a Estados Unidos. ¿En qué circunstancias?

G. S. En Francia, Paul Reynaud había decidido en el último momento que el país necesitaba urgentemente aviones de caza, los Grumman. Mi padre tuvo que viajar a Nueva York con otros expertos financieros para negociar la compra de aviones de caza para Francia. Llega a Nueva York y una vez allí sucede algo increíble. Hemos olvidado que Nueva York era una ciudad neutra, totalmente neutra, con un montón de nazis en misión, y también banqueros nazis encargados de comprar cosas o de negociaciones financieras. En el Wall Street Club, un hombre que había sido muy amigo de mi padre —el director de la gran empresa Siemens, que todavía existe— le ve en una mesa y le pasa una nota. Mi padre rompe la nota delante de todo el mundo e ignora a su amigo. Pero el amigo le espera en los baños, le agarra por los hombros y le dice: «Tienes que escucharme. Empieza el año 1940, vamos a atravesar Francia como un cuchillo la mantequilla caliente. ¡Saca a tu familia de allí sea como sea!». Esta historia ocurre antes de la fatídica conferencia de Wannsee, pero los grandes banqueros y los grandes ejecutivos alemanes ya sabían lo que estaba ocurriendo gracias a ciertos testimonios polacos y a los del ejército alemán en Polonia; sabían que iban a matar a todos los judíos. No cómo, ni según qué método, pero lo esencial lo sabían: iban a masacrar a los judíos. 

Estamos en 1940, justo antes de la invasión alemana. Por fortuna mi padre se tomó la advertencia muy en serio, a Dios gracias, y pidió a Paul Reynaud permiso para que su familia, mi madre, mi hermana y yo, fuéramos a visitarle a Estados Unidos. Visita que Reynaud le concede. Pero mi madre se opone: «¡Ni hablar! Si nos vamos de Francia, los niños no van a acabar el curso. ¡Mi hijo ya no podrá ser miembro de la Academia francesa!». Menos mal que éramos una familia judía en la que la opinión del padre tiene un peso decisivo. Así conseguimos marcharnos de París y huir en el último paquebote americano que salió de Génova, al mismo tiempo que la invasión alemana. Si no fuera por eso, ¿seguiría vivo hoy en día? Se dice que los alemanes no lo sabían, pero está claro —no me lo invento yo— que algunos lo sabían, lo sabían desde el final de 1939, desde los sucesos de Polonia, donde ya empezaban las grandes masacres. No se podía hablar de eso, evidentemente. Pero el director de Siemens tenía esa información porque el Estado Mayor del Ejército alemán hablaba, contaba lo que estaba pasando en Polonia. Así fue como nos salvamos.

L. A. ¿Tal vez por esa razón tiene usted ese sentimiento de culpa que aparece en muchos de sus libros, esa sensación de estar de más?

G. S. Sí, ese sentimiento es muy fuerte. De mi clase del liceo Janson-de Sailly sobrevivieron dos judíos. Y era una clase llena de judíos porque Janson-de-Sailly era una especie de academia judía para jóvenes. Todos los demás murieron. Es algo en lo que siempre pienso. El azar, el casino de la supervivencia, la lotería insondable del azar. ¿Por qué murieron los otros niños y sus padres? Creo que nadie tiene derecho a intentar comprenderlo. No es algo que se pueda comprender. Todo lo que se puede decir es: «Se trata del azar… de un azar increíblemente misterioso». Si uno es religioso —no es mi caso—, puede verse ahí el destino. Si no, hay que tener el valor de decir: «Era la lotería y tuve suerte».

L. A. Entonces llega a Estados Unidos, se matricula en el liceo francés y empiezan unos años muy felices. 

G. S. Todavía no se ha escrito el libro sobre la Nueva York de aquellos años. Sería un tema apasionante. El liceo francés estaba en manos del gobierno de Vichy, claro. En mi clase había dos hijos —por lo demás muy simpáticos— del almirante que dirigía la flota de Martinica para Pétain. Oficialmente el liceo era fiel a Pétain, pero al mismo tiempo acogía a refugiados, a todo tipo de resistentes. En la clase anterior a la mía, dos jóvenes amigos que sólo tenían diecisiete años se hicieron pasar por mayores de edad para ir a combatir en Francia, y los dos murieron en el maquis de Vercors. Apenas tenían dos años más que yo. Y en el liceo había peleas en los descansos porque realmente reinaba el odio. El Vichy de aquel entonces, muy seguro de sí, no sólo odiaba a los judíos, sino que odiaba también a la izquierda, a todos los que tenían veleidades de resistencia. En cuanto el viento cambió de dirección, el presidente del liceo, todos los profesores y los vigilantes empezaron a lucir de pronto la cruz de Lorena, símbolo de la Francia libre. Para mí fue toda una lección: ¡de un día para el otro! El general de Gaulle vino a visitar el liceo y esos cerdos se inclinaron ante él, obviamente, con un falso entusiasmo por la Liberación. Fue una lección muy importante.

Dicho eso, tuve una educación excelente. ¿Por qué? Porque los grandes intelectuales exiliados en Nueva York daban clase a chicos como nosotros para ganarse la vida. Así, tuve como profesores de filosofía a Étienne Gilson y Jacques Maritain antes de que entraran en Princeton y Harvard. Asistí a las clases de Lévi-Strauss y de Gourévitch. Allí estaban esos gigantes del pensamiento, en cierto modo perdiendo el tiempo con unos adolescentes como nosotros, a los que preparaban para los exámenes, para las pruebas de acceso a la universidad. Fue un periodo extraordinario. En clase, mi mejor amigo era un joven que se apellidaba Perrin —cuyo padre había recibido el Premio Nobel con Joliot-Curie por el descubrimiento de la radioactividad, y que simpatizaba con los comunistas—. Joliot-Curie, Perrin, Hadamard: todo ese grupo esperaba que la Liberación abriera la puerta a una Francia marxista. Eso también era muy importante. En aquellos años del liceo francés aprendí muchas cosas, pese a todo, y me doy cuenta de que fueron decisivos. Hoy en día tengo conciencia de una enorme deuda.

L. A. Una enorme deuda, tal vez, señor Steiner, pero eso no le impidió marcharse de Estados Unidos para ir a Gran Bretaña

G. S. Primero fui a París, adonde llegué en 1945. Ni se imagina usted lo que era París en 1945. Quería matricularme en Louis-le-Grand o en Henri IV para terminar mis estudios secundarios de letras (era lo bastante arrogante como para pretender superar el examen de acceso a la Escuela Normal Superior de París), pero mi padre me dijo: «¡Ni hablar! El futuro pertenece a la lengua anglo-americana. Lo siento mucho, si un día consigues escribir algo valioso en anglo-americano, luego lo traducirán al francés». Recuerdo esa profecía extraordinaria. Obedecí a mi padre y cursé mis primeros años de universidad en Estados Unidos, en universidades excelentes: Chicago y Harvard. A menudo todavía pienso en la cuestión del destino de la lengua francesa; es una cuestión capital de mi existencia desde muchos puntos de vista. Y a veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera intentado superar el examen de acceso a la Escuela Normal. Aún me arrepiento de no haberlo intentado,

L. A. Luego decide irse a vivir a Londres, paradójicamente para trabajar en una revista como The Economist. Es conocido como filósofo, escritor, semiólogo, intelectual, pero poca gente sabe que empezó trabajando como economista, o cronista-periodista-economista.

G. S. Era el semanario más respetable del mundo entero. Se trabajaba de forma anónima, eso era lo más importante: los artículos no se firmaban. Se entraba por una especie de oposición. No tenía ni idea de economía política, pero la buena prosa y las relaciones internacionales me apasionaban. Y me piden escribir —era muy joven, ridículamente joven — editoriales sobre las relaciones entre Europa y América. Así pasé cuatro años magníficos, pero el destino decidió jugarme una mala pasada, que resultó fascinante. The Economist me envía a Estados Unidos como corresponsal para cubrir el debate sobre la potencia nuclear americana: ¿los Estados Unidos van a compartir sus conocimientos nucleares con Europa? Bajo Eisenhower decidieron que no. No era obvio; se esperaba una verdadera colaboración. En ese contexto voy a Princeton, maravillosa pequeña ciudad irreal, para entrevistar al señor Oppenheimer, el padre de la bomba atómica. Oppenheimer odiaba a los periodistas (hasta un punto patológico), pero me dijo: «Le concedo diez minutos». Era un hombre que inspiraba un temor físico; no es fácil de describir. Un día, ante mí, delante de mi despacho, le oí decir a un joven físico: «¡Es usted tan joven y ya ha hecho tan poco!». Habiendo oído eso uno ya sabe lo que le espera. Oppenheimer me había citado a la hora de comer. No vino. Por eso me fui a comer con George Kennan, el más diplomático de todos los diplomáticos, con Erwin Panofsky, el mayor historiador del arte de la época, y con el gran helenista especialista en Platón, Harold Cherniss. Esperando el taxi que debía recogerme media hora más tarde, Cherniss me invitó a su despacho, y mientras discutíamos, Oppenheimer entró y se sentó detrás de nosotros. Es la clásica encerrona: si las personas con las que uno está hablando no le ven a uno, todos se quedan paralizados y uno domina a sus anchas. Oppenheimer era un especialista en ese tipo de situaciones teatrales, era increíble. Cherniss me hablaba de un pasaje de Platón que estaba editando y en el que había una laguna; trataba de colmarla. Cuando Oppenheimer me preguntó qué haría con ese pasaje, me puse a balbucear. Él añadió: «Todo gran texto debería tener lagunas». Entonces me dije: «Chico, no tienes nada que perder, tu taxi llega en quince minutos». Y repliqué: «Es un cliché sumamente pretencioso. Para empezar, su frase es una cita de Mallarmé. Y además es una de esas paradojas con las que se puede jugar hasta el infinito. Pero cuando uno debe hacer una edición de Platón para el común de los mortales, es mejor colmar las lagunas». Oppenheimer respondió con soberbia: «No, precisamente en filosofía es lo implícito lo que estimula el argumento». Como nadie solía atreverse a contradecirle, se le veía muy animado, y se enzarzó en una verdadera discusión sobre el tema. En ese instante llegó corriendo la secretaria de Oppenheimer y me dijo: «¡El señor Steiner va a perder su taxi!». Iba camino de Washington, para mi reportaje. A la puerta del Instituto, ese hombre extraordinario me preguntó de sopetón, con aire de superioridad: —¿Está usted casado? —Sí. —¿Tiene hijos? —No. —Mejor así. Eso facilitará el alojamiento. Fue así como me hizo entrar en el Institute for Advanced Study, en Princeton, como primer joven humanista. Nuestro encuentro le había divertido tanto… Envié un telegrama al Economist, y me dijeron: «No haga tonterías. Está a gusto con nosotros, le damos un día por semana para sus investigaciones. Así podrá escribir sus libros sobre Tolstói, Dostoievski, la tragedia. Quédese con nosotros». Y de nuevo, como con la Escuela Normal de París, me pregunto si no habría debido quedarme. Habría podido convertirme en el número dos, seguramente… es lo que tenían previsto en el Economist; pero no habría llegado a ser el director. Realmente estaba a gusto allí… Me pagaban muy bien y todo, pero la mera idea de entrar en la casa de Einstein me llenaba de un orgullo desmedido. Así fue como dejé el Economist y acabamos viviendo en Princeton.

L. A. ¿Qué sacó de esos momentos con Oppenheimer? ¿Más adelante fueron importantes para su vida intelectual? 

G. S. Sumamente importantes. Primero porque empecé mi vida entre grandes científicos, y luego he querido seguirla entre grandes científicos. Creo que estamos en el siglo de la gran ciencia, también desde el punto de vista estético y filosófico. Estaba rodeado de los príncipes del universo, en cierto modo. Aquel ambiente, aquella calma total, aquel ideal de investigación absoluta… En la primera velada en el Instituto, los nuevos saludaban a los veteranos; era un pequeño ritual. Un señor muy alto, delgado, se acerca a mí: «Soy André Weil. Creo que no tendremos ocasión de hablar, caballero». Todo eso en francés. «Pero tengo algo que decirle. Una persona inteligente se dedica a la teoría de los números puros. Una persona pasablemente inteligente —como yo— se dedica al álgebra topológica. El resto es basura, caballero». Nunca lo olvidaré. Era el hermano de Simone Weil.

L. A. Y el cofundador del movimiento Bourbaki.

G. S. En aquel momento uno tenía la impresión de oír la voz de Simone Weil. Y efectivamente, no volvimos a hablar. Pero también había momentos de gran generosidad. Así, el día de mi primera comida en el Instituto no me atrevía a entrar en la sala. ¿Qué puede hacer uno ante una sala en la que cada persona presente es un gigante del pensamiento? Niels Bohr se percata de mi apuro y se levanta: «Sígame». Tenía unos hombros y unas manos gigantescas. Era tan amable… No me atrevo a decir nada y saca una foto del bolsillo: «Mis doce nietos, conozco el nombre de todos». Así fue como Niels Bohr se las ingenió para que me sintiera cómodo. Y nunca titubeó en su amistad. Otros eran tipos difíciles, es evidente. A veces los grandes científicos también son tremendos solitarios. Pero había dos actividades que les unían: la música (había magníficas veladas de música de cámara) y el ajedrez (la lengua de los que son mudos para todo lo demás). Porque ¿de qué habla uno con un von Neumann, con un André Weil? Incluso si sabe algo de matemáticas, más vale callarse…, pero con el ajedrez, con la música, había mucho contacto y calor humano. Desde aquel entonces, y más adelante en Cambridge, tengo la impresión de que en las humanidades vivimos en el siglo del bluff, hasta límites insospechados. No se puede ir de farol en matemáticas ni en la gran ciencia: o funciona o no funciona. No se puede hacer trampa. Alguien que se atreve a engañar sobre un experimento, un resultado o un teorema está acabado. De un día a otro, prácticamente, queda excluido de la comunidad de sus pares. Hay un rigor moral extremo. Se trata de una moralidad muy especial, una moral de la verdad. Es un mundo que siempre me ha gustado y que sigue existiendo. En Cambridge, donde vivo, desde Roger Bacon en el siglo  XII hasta Crick, Watson y Hawking, cada generación (Newton, Darwin, Thomson, Kelvin…) ha asistido a la explosión del genio científico total. Si no me equivoco, en la actualidad tenemos en esta pequeña población, entre nuestros colegas profesores —y sin contar a los profesores honorarios—, diez premios Nobel.

L. A. Me da la impresión de que de esa comunidad de vida, de esa experiencia compartida con grandes científicos, ha sacado usted una precisión y un rigor analítico que luego ha aplicado a ese campo que ha desbrozado a lo largo de los años que siguieron: ese gran campo conocido como las «humanidades». En la historia europea ha sido usted el primero en introducir conceptos de un rigor casi matemático en el seno de la literatura, de la mitología, de la historia literaria.

G. S. ¡Ojalá tuviera usted razón! Aborrezco el bluff, aborrezco el engaño en las humanidades. Para empezar, nos enfrentamos a un problema filosófico fundamental. Un juicio crítico sobre música, sobre arte o sobre literatura no se puede probar. Si declaro que Mozart es incapaz de componer una melodía (hay gente que lo piensa), puede decir que soy un tontorrón, pero no puede refutarlo. Cuando Tolstói dice que «Lear es un melodrama totalmente malogrado escrito por alguien que no tiene ni idea de lo que es la tragedia» (es una cita exacta), uno puede decir: «Lo siento, señor Tolstói, está usted completamente equivocado». Pero no podemos refutarlo. En el fondo es algo horrible: los juicios no pueden refutarse. Se dice que a la larga se forma un consenso, es verdad. Pero eso no prueba nada: el consenso también puede estar equivocado. Así que en los juicios estéticos siempre hay algo efímero, profundamente efímero. Y si nombrara los cinco o seis nombres más importantes para mí, digamos, de la literatura actual, cuatro o cinco serían hoy completos desconocidos para personas muy cultivadas, buenos lectores, el público supuestamente «ilustrado». 

Además no hay que olvidar, por supuesto, que, por razones que no alcanzamos a comprender, la gran experiencia artística, literaria y estética está más allá del bien y del mal. A medida que se acerca el final de mi vida, trabajo más y más en los siguientes problemas: «¿Por qué la música no puede mentir?» y «¿Por qué las matemáticas no pueden mentir?». Pueden equivocarse, qué duda cabe. Pero es algo distinto. La música puede presentar un personaje que miente, un Yago en Verdi, por ejemplo. No creo que la música sea capaz de mentir. Y eso le da, a mi modo de ver, un peso realmente importante si se la compara con la palabra. 

Es en Francia —pero los demás países la imitan, claro— donde se da con mayor intensidad el drama de la deconstrucción del lenguaje, del supuesto postestructuralismo, de todo lo que viene después de Dada — una serie de notas liminares a Duchamp, que a mi juicio es el genio que lidera la gran crisis de las artes—; es en Francia, el país de Molière y Descartes, donde la crisis es —en todo caso era todavía hace unos años — más aguda, donde la destrucción del lenguaje, el cuestionamiento de las posibilidades de la verdad, ha alcanzado su punto neurálgico. Es muy interesante. El lenguaje lo permite todo. Es algo espantoso en lo que no solemos reparar: se puede decir de todo, nada nos ahoga, nada corta nuestra respiración cuando decimos algo monstruoso. El lenguaje es infinitamente servil y no tiene —a eso se debe el misterio— límites éticos. L. A. Sí, pero al mismo tiempo el lenguaje también puede acercarse a la verdad. No necesariamente enunciarla o abrazarla, tal vez, pero acercarse a ella. G. S. Puede intentar convencer con sinceridad pero debe reflejar la opinión de quien habla. Debe existir una relación entre la frase y la vida, y la acción. En Francia ha habido, por poner un ejemplo, miles y miles de intelectuales marxistas que nunca habrían pisado la Rusia soviética. Nunca, por nada del mundo.

L. A. O algunos que fueron y se ofuscaron, como Sartre.

G. S. Y que contaron pamplinas sobre Stalin, sabiendo que eran mentira. Ha habido (es el caso, más cercano, de mis contactos cercanos en Francia) y sigue habiendo sionistas exaltados, convencidos, coléricos, que nunca pisarían Israel. Ahora bien, por lo menos debe haber cierta relación entre la palabra y la vida. Puede ser muy complicada, lo sé; la sinceridad es sumamente difícil, exige un esfuerzo constante de autocrítica. Pero decir lo contrario de lo que uno vive siempre me ha parecido demasiado fácil