Nabako no solo es un gran novelista, es también un gran ensayista y lúcido crítico literario. Siempre he abrevado en los cursos de literatura Europea y los impartido y escritos sobre el Quijote. En la introducción hecha por Jhon Updike, de excelente factura, con muchos datos biográficos de este aristócrata que explican su cultura, es también un elucidación minuciosa de su formación literaria, influencias y libros que son un bocado de cardinale para cualquier amante de su obra. Quiero reproducir esta introducción por encontrarla muy valiosa. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.
Vladimir Vladimirovich Nabokov nació en 1899, aniversario del
nacimiento de Shakespeare, en San Petersburgo (hoy Leningrado), en el
seno de una familia rica y aristocrática. Tal vez su apellido deriva de la
misma raíz árabe que la palabra nabab, introducida en Rusia por el príncipe
tártaro del siglo XIV, Nabok Murza. Desde el siglo XVIII, los Nabokov
habían ocupado distinguidos cargos militares y gubernamentales. El abuelo
de nuestro autor, Dmitri Nikolaevich, fue ministro de justicia durante el
reinado de los zares Alejandro II y Alejandro III; su hijo, Vladimir
Dmitrievich, renunció a ciertas perspectivas de futuro en los círculos de la
corte para incorporarse, como político y periodista, a la lucha infructuosa
por la democracia constitucional en Rusia. Fue un liberal valeroso y
combativo que sufrió la cárcel durante tres meses en 1908; él y su familia
inmediata mantuvieron sin temor una lujosa vida de clase alta repartida
entre la casa de la ciudad, construida por su padre en la Admiralteiskaya,
elegante zona de San Petersburgo, y la finca de Vyra, aportada al
matrimonio por su esposa —quien pertenecía a la inmensamente rica
familia Rukavishnikov— como parte de la dote. El primer hijo que les
vivió, Vladimir, recibió, en nombre de sus hermanos, una generosísima
cantidad de amor y cuidado paternos. Fue precoz, animoso, enfermizo al
principio y robusto después. Un amigo de la familia lo recordaba como un
«chico esbelto, bien proporcionado, de cara alegre y expresiva, y unos ojos
penetrantes e inteligentes que le brillaban con destellos de burla».
V. D. Nabokov era algo anglofilo, y cuidó de que sus hijos recibieran
una formación tanto inglesa como francesa. Su hijo declara en su
autobiografía Speak, Memory: «Aprendí a leer en inglés antes de que
supiese leer en ruso», y recuerda una temprana «sucesión de niñeras e
institutrices inglesas», así como un desfile de prácticos productos
anglosajones: «De la tienda inglesa de la Avenida Nevski llegaba en
constante procesión toda clase de dulces y cosas agradables: bizcochos,
sales aromáticas, barajas, rompecabezas, chaquetas a rayas, pelotas de
tenis». De los autores tratados en este volumen, probablemente fue Dickens
el primero que conoció: «Mi padre era experto en Dickens, y hubo un
tiempo, siendo nosotros niños, en que nos leía en voz alta páginas de este
autor, en inglés, naturalmente». Cuarenta años después, Nabokov escribía a
Edmund Wilson: «Quizá el que nos leyera en voz alta, durante las tardes de
lluvia en el campo, Grandes Esperanzas… cuando era yo un chico de doce
o trece años, me impidió mentalmente releer a Dickens más tarde». Fue
Wilson quien atrajo la atención de Nabokov hacia Casa Desolada en 1950.
Sobre las lecturas de su niñez, Nabokov comentó a un entrevistador de
Playboy: «Entre los diez y los quince años pasados en San Petersburgo,
debí de leer más novelas y poesías —inglesas, rusas y francesas— que en
ningún otro período de cinco años del resto de mi vida. Disfruté
especialmente con las obras de Wells, Poe, Browning, Keats, Flaubert,
Verlaine, Rimbaud, Chejov, Tolstoi, y Alexander Blok. En otro plano, mis
héroes eran Pimpinela Escarlata, Phileas Fogg y Sherlock Holmes». Este
último tipo de lecturas puede contribuir a explicar la sorprendente aunque
simpática inclusión de una obra como el brumoso relato gótico-victoriano
de Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en su curso sobre clásicos europeos.
Una institutriz francesa, la robusta y recordada Mademoiselle, fue a
residir a casa de los Nabokov cuando el joven Vladimir tenía seis años, y
aunque Madame Bovary no estaba incluida en la lista de novelas francesas
que ella tan ágilmente leía en voz alta («su fina voz corría y corría sin
flaquear, sin la menor dificultad o vacilación») para los niños que tenía a su
cargo —«lo teníamos todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en
Quatre Vingts Jours, Le Petit Chose, Les Misérables, Le Comte de Monte
Cristo, y muchas más»—, el libro de Flaubert estaba indudablemente en la
biblioteca de la familia. Tras el absurdo asesinato de V. D. Nabokov en
Berlín en 1922, «un compañero suyo de estudios con el que había hecho un
viaje en bicicleta por la Selva Negra, le envió a mi madre, viuda, el
volumen Madame Bovary que mi padre había llevado consigo entonces, y
en cuyas guardas había escrito: “Perla insuperable de la literatura francesa”,
juicio que aún sigue siendo válido». En otro pasaje de Speak, Memory,
Nabokov refiere su entusiasmo al leer la obra de Mayne Reid, escritor
irlandés de novelas del Oeste americano, y comenta a propósito de los
impertinentes que tiene una de las heroínas sitiadas de Reid: «Esos
impertinentes los encontré después en manos de Madame Bovary; más
tarde los tenía Anna Karenina, y luego pasaron a ser propiedad de la dama
del perrito faldero, de Chejov, la cual los perdió en el muelle de Yalta». En
cuanto a la edad en que leyó por primera vez este estudio clásico del
adulterio, sólo podemos suponer que fue temprana; leyó Guerra y paz por
primera vez cuando tenía once años, «en Berlín, en un sofá de nuestro piso
rococó de Privatstrasse, que daba a un jardín sombrío, húmedo, negro, con
alerces y gnomos que se han quedado en ese libro, como una vieja postal,
para siempre».
A esta misma edad de once años, Vladimir, tras haber recibido toda su
instrucción en casa, fue matriculado en el colegio relativamente progresista
de Tenishev, San Petersburgo, donde sus profesores le acusaron «de no
ajustarme a mi ambiente; de “presumir” (sobre todo de salpicar mis apuntes
rusos con términos franceses e ingleses, que me salían espontáneamente);
de negarme a tocar las toallas sucias y mojadas de los lavabos; de pegar con
los nudillos en mis peleas, en vez de emplear el gesto amplio del puñetazo
con la parte inferior del puño, como hacen los camorristas rusos». Otro
alumno del Tenishev, Osip Mandelstam, llamaba a los estudiantes de ese
centro «pequeños ascetas, monjes recluidos en su propio monasterio
infantil». El estudio de la literatura rusa ponía el acento en el Ruso
medieval —la influencia bizantina, las crónicas antiguas— y proseguía con
un minucioso estudio de la obra de Pushkin, hasta llegar a las obras de
Gogol, Lermontov, Fet y Turgueniev. Tolstoi y Dostoyevski no estaban en
el programa. Al menos un profesor, Vladimir Hippius, «poeta de primera
fila aunque algo esotérico a quien yo admiraba bastante», dejó honda huella
en el joven estudiante: a los dieciséis años, Nabokov publicó una colección
de poemas; Hippius «llevó a clase un ejemplar, y provocó un delirante
estallido de risas entre la mayoría de mis compañeros de clase, dedicando
su feroz sarcasmo (era un hombre colérico de pelo rojizo) a mis versos
románticos».
Nabokov terminó los estudios secundarios cuando su mundo se estaba
derrumbando. En 1919, su familia emigró: «Se dispuso que mi hermano y
yo fuéramos a Cambridge, con una beca concedida más para compensar las
tribulaciones políticas que en reconocimiento de los méritos intelectuales».
Estudió literatura rusa y francesa, como en el Tenishev, jugó al fútbol,
escribió poesía, cortejó a diversas jovencitas, y no visitó ni una sola vez la
biblioteca de la universidad. Entre los recuerdos sueltos de sus años
universitarios está el de «P. M. entrando en tromba en mi habitación con un
ejemplar de Ulises recién traído de contrabando de París». En una entrevista
para Paris Review, Nabokov nombra a su condiscípulo Peter Mrosovsky, y
admite que no leyó el libro entero hasta quince años después, aunque le
«gustó enormemente». En París, a mediados de los años treinta, él y Joyce
se vieron unas cuantas veces. En una de esas ocasiones Joyce asistió a un
recital de Nabokov. Éste sustituía a un novelista húngaro repentinamente
indispuesto, ante un auditorio escaso y heterogéneo: «Un consuelo
inolvidable fue ver a Joyce sentado, con los brazos cruzados y las gafas
relucientes, en medio del equipo de fútbol húngaro». En otra desafortunada
ocasión, en 1938, cenaron juntos con sus mutuos amigos Paul y Lucie
Léon; Nabokov no recordaba nada de su conversación; Vera, su mujer,
contaba que «Joyce preguntó los ingredientes exactos del myod, “aguamiel”
rusa, y que cada cual le dio una receta distinta». Nabokov desconfiaba de
estas reuniones sociales de escritores, y en una carta anterior a Vera le
refería una versión del único, legendario e infructuoso encuentro entre
Joyce y Proust. ¿Cuándo leyó Nabokov a Proust por primera vez? El
novelista inglés Henry Green, en su biografía Pack my Bag, dice del Oxford
de principios de los años veinte que «cualquiera que pretendiese tener
interés por escribir bien y supiese francés conocía a su Proust».
Probablemente, en Cambridge las cosas no eran muy distintas, aunque de
estudiante, Nabokov estuvo inmerso en su propio rusianismo hasta un grado
obsesivo: «El miedo a perder o corromper, por influencias extrañas, lo
único que yo había salvado de Rusia —su lengua—, se me volvió
decididamente patológico…». En cualquier caso, con ocasión de la primera
entrevista concedida, en 1932, al corresponsal de un periódico de Riga,
Nabokov llega a decir, rechazando la insinuación de cualquier influencia
alemana en su obra durante sus años en Berlín: «Sería más adecuado hablar
de una influencia francesa: me entusiasman Flaubert y Proust».
Aunque Nabokov vivió más de quince años en Berlín —para el elevado
nivel de sus conocimientos lingüísticos—, no llegó a aprender nunca el
alemán. «Hablo y leo muy mal el alemán», dijo al entrevistador de Riga.
Treinta años más tarde, en una entrevista filmada para la Bayerischer
Rundfunk, se extendía sobre el particular: «Al mudarnos a Berlin, me
acometió un miedo espantoso de que se me estropeara mi precioso sustrato
ruso aprendiendo alemán con soltura. Mi aislamiento lingüístico se vio
facilitado por el hecho de vivir en un círculo cerrado de amigos rusos
emigrantes, y leer periódicos, revistas y libros exclusivamente rusos. Mis
únicas incursiones en la lengua local se reducían a los saludos que
intercambiaba con mis sucesivas patronas y patronos, y a las necesidades
rutinarias de las compras: Ich möchte etwas Schinken. Ahora siento haberlo
hecho tan mal; lo siento desde el punto de vista cultural». Sin embargo,
conocía desde la niñez obras de entomología en alemán, y su primer éxito
literario fue la traducción de algunas canciones de Heine para un cantante
de conciertos ruso. Su mujer sabía alemán; con su ayuda, años más tarde
revisó las traducciones de sus propias obras a dicha lengua, y se atrevió a
mejorar, en sus clases sobre La metamorfosis, la versión inglesa de Willa y
Edwin Muir. No hay motivo para dudar de lo que afirma en su introducción
a la traducción de su novela bastante kafkiana, Invitado a una decapitación:
que en la época en que la escribió (1935), no había leído nada de Kafka. En
1969 dijo al entrevistador de la BBC: «No sé alemán, así que no pude leer a
Kafka antes de mil novecientos treinta y tantos, en que apareció La
métamorfose en La nouvelle revue française»; dos años más tarde declaraba
a una emisora bávara: «Leí a Goethe y a Kafka en regard, como hice con
Homero y Horacio».
La autora que encabeza este curso es el último de los estudios
incorporados por Nabokov. Podemos seguir con cierta precisión dicho
acontecimiento en The Nabokov-Wilson Letters (Harper & Row, 1978). El
17 de abril de 1950, Nabokov escribió a Edmund Wilson desde Cornell,
donde acababa de obtener un puesto académico: «El año que viene voy a
dar un curso titulado “Novelística europea” (siglos XIX y XX). ¿Qué
escritores ingleses (de novelas o relatos) me sugiere? Necesito al menos
dos». Wilson contestó en seguida: «En cuanto a los novelistas ingleses, en
mi opinión, los dos más grandes sin duda (dejando aparte a Joyce, puesto
que es irlandés) son Dickens y Jane Austen. Intente releer, si no lo ha hecho
ya, el Dickens de Casa Desolada o de La pequeña Dorrit. A Jane Austen
merece la pena leerla entera: hasta sus fragmentos son admirables». El 5 de
mayo, Nabokov le volvió a escribir: «Le agradezco su sugerencia respecto a
mi curso de novelística. No me gusta Jane; en realidad tengo ciertos
prejuicios contra todas las escritoras. Están en otra categoría. No soy capaz
de ver nada en Orgullo y prejuicio… pondré a Stevenson en lugar de Jane
A.». Wilson replicó: «Se equivoca respecto a Jane Austen. Creo que debería
leer Mansfield Park… Para mí, está entre la media docena de los mejores
escritores ingleses (los otros son Shakespeare, Milton, Swift, Keats y
Dickens). Stevenson es de segunda fila. No sé por qué le admira usted
tanto; aunque, sin duda, ha escrito algunos relatos bastante buenos».
Finalmente, cosa rara en él, Nabokov capituló, y escribió el 15 de mayo:
«Voy por la mitad de Casa Desolada… avanzo despacio debido a las
numerosas notas que tengo que tomar con vistas a las clases. Es muy
buena… He adquirido Mansfield Park, y creo que la utilizaré también en mi
curso. Gracias por sus utilísimas sugerencias». Seis meses más tarde,
escribió a Wilson con cierto júbilo:
«Pienso hacer la memoria de la primera mitad del curso sobre los
dos libros que usted me aconsejó que abordara con mis estudiantes.
Respecto a Mansfield Park, les he hecho leer las obras mencionadas por
los personajes de la novela —los dos primeros cantos del Lay of the last
Minstrel, The Task de Cowper, ciertos pasajes de Enrique VIII, el cuento
de Crabbe The Parting Hour, algunos trozos de The Idler de Johnson, el
discurso de Browne a A Pipe of Tabacco (imitación de Pope), el Viaje
sentimental de Sterne (todo el pasaje de la verja y la falta de la llave
procede de ahí… y el del estornino) y naturalmente, Lover’s Vows, en la
inimitable (y mondante) traducción de la señora Inchbald… Creo que
me he divertido más que mis alumnos».
Durante sus primeros años en Berlín, Nabokov se ganó la vida dando
clases en cinco materias inverosímiles: inglés, francés, boxeo, tenis y
prosodia. En los años posteriores de exilio, los recitales públicos en Berlín y
otros centros de emigrados como Praga, París y Bruselas, le dieron más
dinero que la venta de sus obras en ruso. Así, salvo la falta de un título
superior, no carecía de preparación, a su llegada a América en 1940, para
desempeñar la función de profesor, actividad que iba a ser, hasta la
publicación de Lolita, su principal fuente de ingresos. En Wellesley dio por
primera vez (1941) una serie de conferencias, entre cuyos títulos —«La
dura realidad en torno a los lectores», «Un siglo de exilio», «El extraño
destino de la literatura rusa»— hay uno que se incluye en este volumen: «El
arte de la literatura y el sentido común». Hasta 1948, vivió con su familia
en Cambridge (en Craigie Circle, 8; el domicilio que conservó más tiempo,
hasta que el Hotel Palace de Montreux le acogió definitivamente en 1961),
distribuyendo su tiempo entre dos cargos académicos: el de profesor
residente del Wellesley College, y el de investigador del Departamento de
Entomología perteneciente al Museo de Zoología Comparada de Harvard.
Trabajó intensamente en esos años, y fue hospitalizado dos veces. Además
de inculcar los rudimentos de la gramática rusa en la cabeza de las
jovencitas, y estudiar las minúsculas estructuras de los órganos genitales de
las mariposas, se dio a conocer como escritor americano, publicando dos
novelas (una escrita en inglés en París), un libro excéntrico e ingenioso
sobre Gogol, y varios relatos, recuerdos y poemas de una originalidad y un
impulso asombroso que aparecieron en The Atlantic Monthly y The New
Yorker. Entre el creciente grupo de admiradores de sus obras en inglés
estaba Morris Bishop, virtuoso del verso chispeante y director del
Departamento de Lenguas Románicas de Cornell quien organizó una eficaz
campaña para que contratasen a Nabokov y lo sacaran de Wellesley, donde
su cargo de profesor residente no era ni remunerador ni seguro. Según
evoca Bishop en «Nabokov at Cornell» (TriQuarterly, n.º 17, Invierno
1970: número especial dedicado a Nabokov en el septuagésimo aniversario
de su nacimiento), Nabokov fue nombrado profesor adjunto de Lengua
Eslava, y al principio daba un curso medio de literatura rusa y un curso
superior sobre un tema especial, normalmente Pushkin o el movimiento
modernista en la literatura rusa… Como sus clases de ruso eran
inevitablemente reducidas y pasaban casi inadvertidas, se le asignó un curso
en inglés sobre los maestros de la novelística europea. Según Nabokov, el
mote de «Literatura Sucia» por el que se conocía la clase de Literatura 311-
312, «era un chiste heredado: se lo habían aplicado a la clase de mi
inmediato antecesor, un colega melancólico, amable y aficionado a la
bebida que estaba más interesado en la vida sexual de los autores que en sus
libros».
Un antiguo estudiante del curso, Ross Wetzsteon, colaboró en el número
especial de la revista TriQuarterly con una evocación afectuosa de Nabokov
como profesor. «“¡Acariciad los detalles”, decía Nabokov, haciendo vibrar
la r, y su voz era como la áspera caricia de la lengua de un gato, “los divinos
detalles!”». El profesor insistía en los cambios que aparecían en cada
traducción, y garabateaba un caprichoso diagrama en la pizarra rogando con
ironía a sus estudiantes que copiasen «esto exactamente como lo trazo yo».
Su pronunciación hacía que la mitad de la clase escribiese «epidramático»
donde él decía «epigramático». Wetzsteon concluye: «Nabokov fue un gran
profesor, no porque enseñara la materia bien, sino porque daba ejemplo e
inculcaba en sus estudiantes una actitud profunda y afectuosa hacia ella».
Otro superviviente de Literatura 311-312 cuenta que Nabokov empezaba el
curso con las palabras: «Los asientos están numerados. Desearía que cada
uno eligiese un sitio y lo conservase siempre. Lo digo porque quiero asociar
vuestras caras a vuestros nombres. ¿Estáis todos a gusto con el que habéis
elegido? Bien. No habléis, no fuméis, no hagáis punto, no leáis el periódico,
no durmáis y, por el amor de Dios, tomad apuntes». Antes de un examen,
decía: «Todo lo que necesitáis es una cabeza despejada, un cuaderno de
ejercicios, tinta, pensar, abreviar los nombres evidentes —por ejemplo,
Madame Bovary—. No infléis de elocuencia la ignorancia. A menos que
me presentéis un certificado médico, no dejaré salir a nadie al servicio».
Como profesor, era entusiástico, electrizante, evangélico. Mi mujer, que
asistió a sus últimas clases —los cursos de primavera y otoño de 1958—,
antes de que se enriqueciera de repente con la publicación de Lolita y se
tomara unas vacaciones que ya no terminarían, se sentía tan hondamente
fascinada que un día asistió a clase con una fiebre lo bastante alta como
para ingresar en la enfermería a continuación. «Yo sentía que podía
enseñarme a leer. Estaba convencida de que podía darme algo que me
duraría toda la vida… y me lo dio». Hasta hoy, no es capaz de tomar en
serio a Thomas Mann, y no ha cedido un ápice en el dogma central que
adquirió en Literatura 311-312: «El estilo y la estructura son la esencia de
un libro; las grandes ideas son idioteces».
Sin embargo, hasta su rara estudiante ideal podía ser presa de la picardía
de Nabokov. Cuando nuestra señorita Ruggles, tierna joven de veinte años,
fue al fondo de la clase a recoger su cuaderno de ejercicios de entre el
revoltijo de exámenes allí desparramados, no lo encontró, de modo que tuvo
que acudir al profesor. Nabokov estaba de pie en la tarima, aparentemente
abstraído, ordenando sus papeles. Ella le pidió perdón y le dijo que su
cuaderno no estaba entre los demás. Él se inclinó, con las cejas levantadas:
«¿Cómo se llama?». Se lo dijo, y con una rapidez de prestidigitador sacó el
cuaderno de detrás de él. Tenía la nota 97. «Quería ver», le dijo a la
muchacha, «cómo era un genio». Y la miró fríamente de arriba abajo,
mientras ella se ruborizaba; eso fue todo lo que hablaron. A propósito, mi
mujer no recuerda haber oído llamar a esta clase «Literatura Sucia». Entre
los estudiantes se decía simplemente «Nabokov».
Siete años después de retirarse, Nabokov recordaba esta clase con
sentimientos encontrados: «Mi método de enseñanza me impedía un
auténtico contacto con los estudiantes. Todo lo más, regurgitaban unos
cuantos trozos de mi cerebro en los exámenes… Yo trataba en vano de
sustituir mis apariciones ante el atril por cintas grabadas para que las
escuchasen en la radio de la facultad. Por otro lado, me divertían mucho las
risitas de apreciación en tal o cual lugar del aula, en tal o cual pasaje de mi
conferencia. Mi mayor compensación está en aquellos estudiantes míos que
diez o quince años después aún me escriben para decirme que ahora
comprenden lo que yo les pedía cuando les enseñaba a visualizar el peinado
mal traducido de Emma Bovary, o la disposición de las habitaciones en casa
de los Samsa…».
En más de una entrevista transmitida en tarjetas de 8 x 11 cm desde el
Montreux-Palace, prometió la publicación de un libro basado en sus clases
de Cornell; pero (debido a que trabajaba en otras obras, como su tratado
ilustrado sobre Butterflies in Art y la novela Original of Laura), el proyecto
todavía estaba en el aire cuando la muerte sorprendió a este gran hombre,
en el verano de 1977.
Aquí están ahora las maravillosas conferencias, todavía con un fragante
olor a clase, olor que una revisión rigurosa podría haber eliminado. Lo que
hemos oído y leído sobre ellas no nos hacía prever su asombroso y
envolvente calor pedagógico. La juventud y, en cierto modo, la feminidad
del auditorio han penetrado en la voz ardiente e incisiva del profesor. «El
trabajo con este grupo ha supuesto una asociación especialmente agradable
entre la fuente de mi voz y un jardín de oídos: unos abiertos, otros cerrados,
muchos de ellos muy receptivos, unos pocos meramente ornamentales, pero
todos humanos y divinos». Nabokov nos leerá largos párrafos, como le
leyeron al joven Vladimir Vladimirovich su padre, su madre, y
Mademoiselle. Durante estos trozos de citas, debemos imaginarnos el
acierto, el placer contagioso y retumbante, el poder teatral de este profesor
que, aunque ahora grueso y calvo, fue en otro tiempo atleta y compartió la
tradición rusa de la presentación oral apasionada. Por lo demás, la
entonación, el guiño, la sonrisa, el zarpazo excitado, están presentes en la
prosa, una prosa oral y transparente, ágil y brillante, propensa a la metáfora
y al retruécano; manifestación deslumbrante, para aquellos afortunados
estudiantes de Cornell de los remotos años cincuenta, de una sensibilidad
artística irresistible. La fama de Nabokov como crítico literario, hasta ahora
circunscrita, en inglés, a su laborioso monumento a Pushkin y a sus
arrogantes rechazos de Freud, Faulkner y Mann, se ve beneficiada con el
testimonio de estas generosas y pacientes apreciaciones, ya que abarcan
desde la descripción del estilo «hoyuelo» de Jane Austen y su propia y
sincera identificación con el gusto de Dickens, a su reverente explicación
del contrapunto de Flaubert y su forma encantadoramente sobrecogida —
como el chico que desarma su primer reloj— de poner al descubierto el
tictac de las afanosas sincronizaciones de Joyce. Desde muy pronto,
Nabokov disfrutó hondamente con las ciencias exactas, y sus horas dichosas
pasadas en la quietud luminosa del examen microscópico se reflejan en su
delicado análisis del tema del caballo de Madame Bovary o en los sueños
entretejidos de Bloom y Dedalus; el estudio de los lepidópteros le situó en
un mundo más allá del sentido común, en el que en el ala trasera de una
mariposa «una gran mancha redonda imita una gota de líquido con tan
misteriosa perfección que la raya que cruza el ala se desvía ligeramente al
atravesarla», donde «cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una
hoja, no sólo tiene bellamente representados todos los detalles de la hoja,
sino que muestra generosamente señales que imitan los agujeros causados
por las larvas». Así pues, pedía a su propio arte y al de los demás algo extra
—un toque de magia mimética o de engañosa duplicidad—, que era
sobrenatural y surreal en el sentido riguroso de estas palabras degradadas.
Cuando no existía este cabrilleo de lo gratuito, de lo sobrehumano, de lo no
utilitario, se mostraba violento e impaciente, con unos términos que
denotaban una falta de humanidad y una inflexibilidad propias de lo
inanimado: «Hay muchos autores reconocidos que no existen sencillamente
para mí. Sus nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son
ficticios…». Cuando descubría ese cabrilleo capaz de producir un
estremecimiento en la espina dorsal, su entusiasmo llegaba mucho más allá
de lo académico, y se convertía en un profesor inspirado, y desde luego
inspirador.
Unas conferencias que se presentan a sí mismas con tanto ingenio y
agudeza, y que no ocultan sus prejuicios y sus supuestos, no necesitan más
introducción. Los años cincuenta, con su énfasis en el espacio particular, su
actitud desdeñosa respecto a los intereses públicos, su sensibilidad para el
arte solitario y libre de todo compromiso, y su fe neocriticista en que toda
información esencial está contenida en la obra misma, fueron un marco más
apropiado para las ideas de Nabokov de lo que habrían podido ser los
decenios siguientes. Pero el enfoque de Nabokov habría parecido radical en
cualquier época, pues supone una separación entre la realidad y el arte. «La
verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas… y las
novelas de esta serie lo son en grado sumo… La literatura nació el día en
que un chico llegó gritando el lobo, el lobo, sin que ningún lobo lo
persiguiera». Pero el chico que gritaba «el lobo» provocó la ira de su tribu,
y ésta dejó que pereciera. Otro sacerdote de la imaginación, Wallace
Stevens, llegó a afirmar que «si queremos formular una teoría precisa de la
poesía, será necesario examinar la estructura de la realidad, dado que la
realidad es un marco de referencia esencial para la poesía». Para Nabokov,
en cambio, la realidad no es una estructura, sino más bien un esquema o
hábito engañoso e ilusorio: «Todo gran escritor es un gran embaucador;
pero también lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza engaña
siempre». En su estética, presta poca atención al placer humilde del
reconocimiento y a la virtud obtusa de la verdad. Para Nabokov, el mundo
—materia prima del arte— es en sí mismo una creación artística, tan
inconsistente e ilusoria que parece dar a entender que una obra maestra
puede hacerse a base de un soplo tenue, merced a un puro acto de la
voluntad imperial del artista. Sin embargo, obras como Madame Bovary y
Ulises brillan con el calor de la resistencia que la voluntad de manipular
encuentra en objetos banales, pesadamente reales. La amistad, el odio, el
amor desamparado que damos a nuestros cuerpos y destinos se unen en esos
escenarios transmutados de Dublin y de Rouen; lejos de ellos, en obras
como Salambô y Finnegans Wake, Joyce y Flaubert ceden la palabra a su yo
elegante y soñador, y son devorados por sus propias aficiones. En su lectura
apasionada de La metamorfosis, Nabokov acusa de «mediocridad que rodea
al genio» a la familia burguesa y filistea de Gregor Samsa, sin reconocer, en
el núcleo mismo del patetismo de Kafka, lo mucho que Gregor necesita y
adora a estos habitantes de lo mundano, posiblemente estúpidos, pero
también vitales y concretos. La ambivalencia omnipresente en la rica
tragicomedia kafkiana no tiene sitio en el credo de Nabokov; sin embargo,
en la práctica artística, en una obra como Lolita abunda con una formidable
profusión de detalles: «Percibid los datos seleccionados, impregnados,
agrupados», dice su propia fórmula.
Los años en Cornell fueron fecundos para Nabokov. Al llegar allí
completó Speak, Memory. Fue en un patio trasero de Ithaca donde su mujer
le impidió quemar los difíciles principios de Lolita, que terminó en 1953.
Los relatos alegres de Pnin fueron escritos enteramente en Cornell, en sus
bibliotecas llevó a cabo las heroicas investigaciones para su traducción de
Eugene Onegin, y Cornell se refleja afectuosamente en el ambiente
universitario de Pale Fire. Cabe imaginar que su traslado doscientas millas
al interior de la costa este, con sus frecuentes excursiones de verano al
lejano Oeste, le ayudaron a encontrar un asidero más sólido en su
«hermoso, soñador, e inmenso país» de adopción (según palabras de
Humbert Humbert). Nabokov contaba casi cincuenta años cuando llegó a
Ithaca, y tenía sobrados motivos para encontrarse artísticamente agotado.
Había sido exiliado dos veces, de Rusia por los bolcheviques y de Europa
por Hitler; y había escrito un brillante conjunto de obras en lo que no era ya
sino una lengua moribunda, destinadas a un público de emigrados que iba
desapareciendo inexorablemente. Sin embargo, en su segundo decenio
americano logró aportar una audacia nueva a la literatura americana, y
ayudar a revivir la vena nativa de la fantasía, cosa que le supuso la riqueza
y la fama internacional. Es grato suponer que las relecturas a que le obligó
la preparación de este curso a comienzos del decenio, y las amonestaciones
y entusiasmos repetidos en las explicaciones de cada clase, contribuyeron
espléndidamente a redefinir la fuerza creadora de Nabokov, y a descubrir en
su prosa de esos años, algo de la delicadeza de Austen, del brío de Dickens,
y del «delicioso sabor a vino» de Stevenson, incorporado al inimitable
brebaje del propio Nabokov. Sus autores americanos favoritos eran, según
confesó una vez, Melville y Hawthorne, y es de lamentar que no llegara a
abordarlos en sus cursos. Pero agradezcámosle las clases que vuelven a
cobrar vida y que ahora están aquí de forma permanente: Son unas ventanas
asomadas a siete obras maestras, tan llamativas como «el diseño
arlequinado de los cristales de colores» a través de los cuales Nabokov, de
niño, en la época en que le leían en el porche de su casa de verano, se
asomaba al jardín familiar.
JOHN UPDIKE