sábado, 6 de mayo de 2017

LA BALADA DE CARSON MCCULLERS


Siempre que transcribo un articulo lo hago pensando en mis lectores, por razones de convicción, como en este caso, se desprende de la buena impresión y calidad de este texto aparecido en la revista “El cultural” de España que, frente al aniversario de esta excelente escritora empieza un acercamiento crítico de su obra y por su puesto de la excéntrica personalidad de la escritora.
RAFAEL NARBONA 
En vísperas del centenario de su nacimiento, Seix Barral recupera a Carson McCullers, una de las escritoras más fascinantes del gótico sureño. Rafael Narbona recorre su accidentada biografía aprovechando las reediciones de La balada del café triste y Reflejos de un ojo dorado.
¿Quién era Carson McCullers? ¿“Una perra”, como dijo Robert Walden, exigiendo a la posteridad que no la convirtiera en “un ángel”? ¿Una neurótica que oscilaba entre la ternura y la crueldad, la vulnerabilidad y la cólera? Sus bruscos cambios de humor no pasaban desapercibidos. “Carson era el ser más angelical del mundo, y al mismo tiempo el más infernal, el más odioso de los demonios”, afirmó Arnold Saint Subber. 


¿Quizás era una alcohólica con tendencias suicidas? Sus frecuentes borracheras alteraban su conciencia hasta conducirla a las puertas del deliro y en una ocasión intentó quitarse la vida, cortándose las venas. Mary Mercer nos dejó un testimonio que cuestiona esta visión: “Carson era justo lo opuesto a una persona suicida. Lo opuesto a una mujer quejumbrosa, autocompasiva”. ¿Qué sabemos realmente de ella? Carson McCullers nació el 19 de febrero de 1917 en Columbus, Georgia. Su nombre original era Lula Carson Smith. Su padre era un próspero joyero. Su madre era nieta de un rico hacendado que había despuntado por su heroísmo en el bando confederado. 


Carson era una chica del Sur, que estudió piano y creció en un ambiente refinado y decadente, donde se rendía culto a la belleza, la imaginación, el hedonismo y la molicie, despreciando los valores de las modernas sociedades industriales. A los quince años se le diagnosticó una neumonía, pero en realidad se trataba de una crisis de reumatismo articular. Durante su convalecencia, su padre le regaló una máquina de escribir. Por entonces, Carson ya se había revelado como una joven soñadora, rebelde y deliberadamente ambigua.

Aunque se desplazó a Nueva York a estudiar piano , acabó decantándose por la literatura, tras asistir a los cursos de escritura creativa de la Universidad de Columbia. En 1935, se enamora de Reeves McCullers, un joven con ambiciones literarias. Ambos comparten el anhelo de ser escritores, pero Reeves sólo es ingenioso y elocuente. Por el contrario, el talento de Carson se hace cada vez más evidente, despertando los celos y la frustración de su pareja.

Aunque las fiebres reumáticas reaparecen, los dolores no impiden que avance el manuscrito de El corazón es un cazador solitario, una novela que no se publicará hasta 1940. La obra narra la relación entre John Singer y Spiros Antonapoulous, dos sordomudos que viven en la Georgia de los años 30. Su turbulenta intimidad insinúa una pasión homosexual. El resto de los personajes también se definen por sus taras: una presunta lesbiana que toca el piano; un voyeur que bebe en exceso; un obrero violento y alcohólico; un afroamericano idealista que ejerce la medicina. Carson parece desafiar al Sur, exaltando a las figuras malditas y execradas. No sorprende que el Ku Klux Klan amenazara a la escritora. Su simpatía por los hombres y mujeres aquejados por graves patologías físicas o mentales muestra un indudable parentesco con el universo de Diane Arbus, la fotógrafa neoyorquina que escogió como modelos a enanos, gigantes, prostitutas, travestis y enajenados.

Su escritura poética y torrencial no procede de un trabajo minucioso, sino de iluminaciones que evocan los raptos poéticos de Lautréamont y Rimbaud: “Mi comprensión es solo fragmentaria. Comprendo a los personajes, pero la novela en sí permanece en un estado de indefinición. La clave aparece a veces como por azar, en esos instantes que nadie, menos el autor, puede comprender. Instantes que, en mi caso, se dan generalmente tras un gran esfuerzo. Revelaciones que son la bendición de mi trabajo. Toda mi obra se ha escrito así”.


En 1937, se casa con Reeves, pero no tardarán en separarse. Carson se muda a Brooklyn y comienza a relacionarse con artistas e intelectuales. Conoce a los hermanos Mann (Erika y Klaus) y a W. H. Auden. Su carácter inestable se refleja en su obsesión enfermiza por Djuna Barnes, Katherine Anne Porter y Annemarie Schwarzenbach, tres escritoras a las que admira y, a veces, acosa. Aún se especula si fueron sus amantes o sólo ensoñaciones románticas. Carson era una mitómana compulsiva, que ofrecía distintas versiones de un mismo hecho. Su tendencia a mentir no era una argucia para manipular a los otros, sino una forma de subversión contra la realidad, que casi siempre le resultaba mediocre, opresiva y decepcionante. 


En 1941 se publica Reflejos de un ojo dorado, una novela ambientada en una base militar del Sur de Estados Unidos. La estricta disciplina castrense sólo es el barniz de un hervidero de pasiones prohibidas. El capitán Penderton es un homosexual reprimido que se siente atraído por el soldado Williams. Williams es un voyeur que espía a Leonora, la esposa infiel de Penderton. Leonora es la amante del comandante Morris, cuya mujer -Alison- litiga con la enfermedad, ayudada por su criado Anacleto. El otro se perfila como un objeto que moviliza el deseo sin pretenderlo. El sexo no es una forma de placer o encuentro, sino una fuerza destructiva que suele desencadenar explosiones de violencia. Los personajes viven en el engaño y la culpa, sin esperar una liberación que les permita vivir sin inhibiciones ni mentiras. 


Durante la Segunda Guerra Mundial, Reeves fue movilizado. La experiencia de la separación reconcilia a la antigua pareja, que vuelve a casarse en 1945. Sin embargo, los dos caminan hacia la destrucción. Carson sufre varias apoplejías entre 1941 y 1947. Reeves la cuida con afecto, pero en 1953 se suicida en París, sin conseguir que Carson acepte morir a su lado. Dispuesta a luchar hasta el final, la escritora supera un cáncer de mama, pero su corazón se rinde en 1967, víctima de un infarto. No era su primera crisis cardíaca. 


Cuando muere, Carson lleva años conviviendo con una invalidez creciente. La silla de ruedas acabará sustituyendo al bastón que necesitaba para caminar desde hacía muchos años. ¿Quién era Carson McCullers? ¿La versión femenina de William Faulkner? ¿Otra de las damas del Sur que escribió con un estilo “gótico”, desplegando una estética muy parecida a la de Isak Dinesen? La influencia de McCullers es innegable en autores como Joyce Carol Oates, quizás su heredera más preclara. 


Creo que la respuesta definitiva hay que buscarla en una de sus obras, La balada del café triste, donde Amelia Evans, una mujer hombruna, terca y dominante, que suscita tanto odio como admiración y asombro, se enamora de su primo Lymon, un enano jorobado. Lymon se presenta inesperadamente en su casa y, tras la sorpresa inicial, Amelia le invita a la planta superior de su vivienda. Mientras ella sube los escalones de dos en dos, con una lámpara en la mano, “el jorobado la seguía saltando, tan pegado a ella que la luz vacilante formaba sobre la pared de la escalera una sola sombra, grande y extraña, de sus dos cuerpos”.

Grande, extraña y absurdamente enamorada. No se me ocurre una descripción mejor de Carson McCullers, una escritora de corta vida y breve obra, pero que permanece tan viva como nuestras pasiones más inconfesables.







martes, 2 de mayo de 2017

LAS RUTINAS COMPARTIDAS ( RELATO )

La vida está llena de rutinas, en apariencia sin ningún significado, se no va diluyendo en actos que pareciera no tienen importancia, pero  al final estos son los que más nos roban el tiempo, que es lo único que tenemos.  Las personas están marcadas por ellas y  la manera como las asumen, hacen parte de la huella indeleble que refleja de alguna manera, eso que llamamos personalidad, pocos hablan de estos hechos consuetudinarios de la vida personal. Ana, tenía una manera especial de llenar sus días, con un orden impecable que ahora en su cumpleaños recordé con una mezcla de alegría y nostalgia, en ese claro-oscuro con el que vivo después de su imprevisible partida.
despertaba muy temprano y prendía el radio de inmediato, fue una mujer actualizada en exceso,presente en el mundo, las noticias para ella eran como el pan de cada día, las oía, las leía, las comentaba e incluso, peleaba con los protagonistas de turno, era una interlocutora que sentía el mundo con absoluto compromiso y responsabilidad. Leía la prensa indefectiblemente en las mañanas, la ojeaba apenas se levantaba, situaciones que nunca le impidieron estar pendiente de las obligaciones con sus hijos que fueron su razón de ser.  El internet constituyó un sol para su curiosidad infinita y su manera de ser y la lectura fue siempre su eterna compañera. 
Todos tenemos una bitácora de nuestras rutinas, una forma especial de empezar el día, es un programa que vamos incorporando en la memoria, esto lo heredamos de nuestros padres y poco a poco le vamos incorporando cosas nuevas, se va haciendo una manera de encarar el día y la vida, con el tiempo, eso que pareciera que no tiene trascendencia, casi nadie habla de estos hechos nimios, se va volviendo de suma importancia, carga a la vida de sentido desde la perspectiva del tiempo. Muchas veces me pregunte como eran las rutinas de los grandes escritores, como encaraba la vida un hombre como, Gabriel García Marquéz, Borges, Balzac o un científico como Einstein, cual es el primer acto y pensamiento del presidente de Colombia en medio de tantas realidades que lo atribulan. Ana,  a las siete y media de la mañana de todos los días, estaba siempre arreglada, impecable,  como si fuera a cumplir un horario de oficina, pese a que la mayoría de veces estaba sólo pendiente de sus hijos, de su casa, lo mismo sucedía cuando encaraba tareas que tenían que ver con sus proyectos personales. Nunca vi a mi esposa por fuera de esta línea, desayunaba a una hora exacta, se arreglaba con celo y orden, mientras se iba enterando de lo que pasaba en su país y el mundo, comentaba, organizaba el día, fue una mujer cumplida en exceso, empezaba con todo el cronograma que se había impuesto de acuerdo.  En apariencia  una rutina es un hábito arraigado, una costumbre de hacer las cosas siempre de la misma manera llevados por la práctica, una forma automática de pasar el tiempo sin razonar ni pensar.  Pienso que la sumatoria de nuestras rutinas hace parte del sentido de transcendencia que le damos a la vida, aquello que nos conmueve en la vida, cuando no tenemos un proyecto que nos apasiona, la rutina se hace insustancial, cuando existe un motivo, un motor que nos alienta, estas cotidianidades adquieren mucha importancia.  Emanuel Kant, un filósofo que es recordado no solo por la importancia de su obra, ahora todos son Kantianos, sino por el hecho que nunca salió de Königsberg, en la Prusia oriental, fue el individuo de hábitos más fijos y ordenados que uno se pueda imaginar, sus horarios eran exactos y repetitivos, pasaba a la misma hora por el mismo sitio, todos los días de su vida. Sin embargo, la obra que escribió es profun­damente revolucionaria. En la historia del pensamiento hay un antes y un después de Kant, Kant fue un gran ilustrado. Perteneció al Siglo de las Luces, el siglo XVIII, y él mismo se preguntó y estudió qué podía querer de­cir ser ilustrado. «La minoría de edad —escribe Kant— estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración.
En algún texto de filosofía leí que  La figura del "sujeto" es, en consecuencia, una "metáfora" y una "interpretación" determinadas por las relaciones sociales, yo agregaría que por sus propias rutinas. Ana, quien dejó unos hijos con un sentido de responsabilidad y respeto  absoluto, que ven la vida con optimismo, que saben que solo dependen de lo que ellos realicen, ahora que sienten el peso de su ausencia, las consecuencias de lo irremplazable, se deben a su ejemplo, siento que fueron tomando no solo  los grandes consejos de su madre, sino como testigos de sus días,  en estas rutinas, asumiendo la vida de una manera que implicaba la trascendencia de una ética que se fue imponiendo, ellos, se fueron llenando de sentido, aprendieron al final en el marco de estas rutinas. Ella sabía que somos lo que dejamos en el día día. Aní cumplía a cabalidad con su bitácora, almorzaba exactamente a las doce del día, nunca hizo siesta, en la tarde leía mucho y veía algún programa de televisión, a las seis y media en punto comía y a las siete estaba en su cama con sus hijos intercambiando ideas. Siempre les ayudó en sus tareas, les impuso un horario signado al cumplimiento de sus responsabilidades. En medio de estas rutinas iba aplicando sus sentencias, odiaba que alguien mintiera, no aceptaba la deslealtad, fue un ser político en esencia, quiero decir que nunca abandonó sus responsabilidades como ciudadana, pensó y sufrió su país. Amo su hogar como nadie y lo defendió contra viento y marea, sus hijos fueron la razón de ser de sus últimos años.
En el último año, cuando la opacidad se nos vino encima con los hechos más dolorosos que aún marcan nuestras vidas, un hecho me dejo ver lo grave de su situación de salud, supe que Ana estaba enferma, cuando comenzó a abandonar sus rutinas, cuando la enfermedad le fue ganando a la vida las pequeñas cosas, cuando ya no se levantó a la misma hora, el dolor le fue robando sus horas y de pronto todo aquello que constituía su esencia, se fue perdiendo con un celeridad lacerante. Ahí queda el recuerdo de los días que marcaron su existencia, nunca se irán de nuestra mente, están presente en cada cosa que hacemos. Ana nunca ha dejado de estar en este hogar, siempre nos acompaña.