Creo
que este excelente artículo de Francisco Rico publicado hoy en el periódico “El
país” de España amerita ser reproducido por su calidad y por salirse de lo común
en estos aniversarios.[1]
FRANCISCO RICO
Se ha dicho que toda filosofía
es una nota a pie de página de Platón. Puede decirse que toda la ficción en
prosa es una variación sobre ‘el tema del Quijote’[2]. Es muy cierto el juicio
de Lionel Trilling, y en parte se entiende porque ‘el tema del Quijote’ tiene
mucho que ver con las raíces mismas de la ficción como dimensión constitutiva
del ser humano y como sustancia primordial de toda literatura.
La más difundida de todas
las interpretaciones del Quijote, hasta el punto de convertirse en la
explicación estándar que en principio viene acompañando durante dos siglos a
quien se dispone a leerlo por primera vez, la dio el romanticismo alemán: en
palabras de Schelling, el tema de la obra es “das Reale im Kampf mit dem
Idealem”, ‘la lucha de lo real con lo ideal’. Hay un fondo indudable de verdad
en esa interpretación, pero si hubiera que proponer un núcleo último de
significación, una significación a todas luces no buscada por Cervantes y sin
embargo admisible sin la menor violencia, yo personalmente me atrevería a
razonar que don Quijote ilustra en grado superlativo un rasgo fundamental de la
condición humana.
Vivir, en efecto, es
contar, ir contándonos historias. La más modesta acción cotidiana, no digamos
si crucial, supone imaginar una narración en que nos corresponde el papel de protagonistas,
ponerla a prueba frente a los condicionamientos de las circunstancias, para
volvérnosla luego a contar dentro de una trama más compleja, mejor
estructurada. Don Quijote y el Quijote ilustran en grado supremo, digo, esa
dimensión constitutivamente narrativa de la vida, y la ilustran provocándonos a
un tiempo la risa y la adhesión, llevándonos a contemplarlos con la cercanía de
nuestros propios relatos, pero con la tranquilizadora distancia de la ficción.
Ese trasfondo universal,
esa referencia más o menos implícita del Quijote a una constante de la
condición humana, reviste en él la forma de polémica literaria, en la medida en
que confronta las dos grandes direcciones de la especie de ficción que
actualmente llamamos novela, en principio autónomas: una antigua, inmemorial,
la otra sustancialmente moderna.
Con una modernidad perenne,
este texto se configura así como un completo universo a la vez de realidad y de
literatura
La antigua se centra en el
relato de sucesos y pasiones extraordinarias, protagonizado por personajes que
reúnen perfecciones de todo orden y se mueven en escenarios inaccesibles para
el común de las gentes, a menudo con elementos fantásticos o sobrenaturales, en
un mundo de nítidas jerarquías y fronteras entre el bien y el mal. Cervantes ha
empezado justamente su carrera con una de las variedades de esa especie, La
Galatea (1585), en la línea de la fábula pastoril de filiación clásica asociada
con el relato sentimental de la tardía Edad Media. Y su última obra serán Los
trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), con su incesante despliegue de
peripecias (raptos, naufragios, maravillas...) que complican el destino de los
dos jóvenes y modélicos enamorados.
Al margen de esa tradición
milenaria, desde el siglo XVI fluye independientemente otra modalidad de
escritura: las ficciones que se presentan como relatos de hechos reales,
efectivamente acaecidos; cuya acción se desarrolla entre las cosas y personas
de la vida diaria, y que adoptan las formas corrientes en los escritos del
mundo real: cartas, memorias, biografías, relaciones, crónicas..., unas veces
en primera persona, como en el Lazarillo de Tormes o en la picaresca, y otras
en tercera persona, como en el Diario del año de la peste de Defoe o en las
biografías inglesas de criminales.
Pues bien: la historia de
la novela es la historia de la confluencia del antiguo ideal romancesco y una
narrativa moderna inspirada por la ficción pseudo-real, una confluencia en la
que será aquél quien a la larga más honda y perdurablemente acoja las
propuestas y los procedimientos de ésta. La culminación del proceso sólo se
alcanza cuando la estética más prestigiosa en los siglos XIX y XX acoge en su
marco y superpone a título de iguales la ficción pseudo-real, los simulacros de
prosa de hechos reales, y las especies de ficción que hasta entonces había
tenido como propias el establishment literario. Pero todo ese proceso está
prefigurado ya en el Quijote: el Quijote adelanta, contiene y en medida
importante inventa (no temamos decirlo: inventa) no ya la novela, sino la
historia de la novela.
El Quijote ensancha con
categorías nuevas el espacio de la ficción pero, se diría, sin desechar ninguna
de las viejas
Por otra parte, la novela
se nos presenta hoy como la forma por excelencia híbrida, polifónica, para
decirlo con Bajtin, o, en la fórmula de Marthe Robert, “totalitaria”: el género
de géneros, el cajón de sastre donde se mezclan y conviven todas las
modalidades literarias y expresivas. El Quijote, a la altura de su tiempo,
concuerda sustancialmente con esa concepción de la novela que llegó a formarse
el siglo XX.
El Quijote ensancha con
categorías nuevas el espacio de la ficción, pero, se diría, sin desechar
ninguna de las viejas. De la teoría clásica le viene el problema capital de
cómo concertar la admiratio con la verosimilitud. El grand roman está
reelaborado no sólo en diálogo crítico con los libros de caballerías, sino en
episodios pastoriles como el de Grisóstomo y Marcela o en las aventuras del
Capitán Cautivo. El relato folkórico y la novella corta a la italiana se emulan
al par que se critican, por ejemplo, en el cuento de Lope Ruiz (I, 20) y en El
curioso impertinente.
Si en la Primera parte
(1605) los materiales de diversas tradiciones tienden a yuxtaponerse, al arrimo
de la noción renacentista de que la varietas es fuente a la vez de verdad y de
belleza, la Segunda (1615), sin renunciar a ellos, los ensambla en un hilo
conductor que enlaza desde el trasmundo onírico de la Cueva de Montesinos hasta
la crónica de actualidad de Roque Guinart, pasando por la farsa cortesana de
los Duques. La mise en abîme y la metaficción tienen en la Segunda parte un
papel sobresaliente a través de las conspicuas referencias a la Primera y a la
continuación del apócrifo Avellaneda.
Todos los géneros y los
estilos literarios, del teatro a la épica, y todos los tipos de discurso, de la
pieza oratoria al documento legal, se someten a revisión. Todos los niveles del
lenguaje, en fin, de los artificiosos arcaísmos del caballero a la fraseología
popular de Sancho, se conciertan con la prosa limpia y natural que da el tono
de la narración, en una fascinante polifonía. Con una modernidad perenne, el
Quijote se configura, así, como un completo universo a la vez de realidad y de
literatura