Me he encontrado con este excelente artículo sobre el texto de Fernando Vallejo en la revista critica de la universidad de Puebla España.
Texto publicado en la
edición 155 de Crítica.
Sólo
contra todos
Fernando Vallejo,
Peroratas, Alfaguara, Buenos Aires, 2013, 320
Mucho se ha escrito sobre
Fernando Vallejo, autor de la pentalogía “EL
RÍO DEL TIEMPO” (1985/93). Aquella audaz y furibunda novela-río cuyos
cinco tomos desentrañan una de las miradas latinoamericanas más agudas y
penetrantes de los últimos treinta años. Ríos de tinta corrieron tras la
aparición de La vírgen de los sicarios, y más aún, con su ensayo histórico y
académico La puta de Babilonia (donde entre salvedades, se alegaba la
inexistencia histórica de Cristo). Desde entonces, se lo ha vinculado con
el Conde de Lautréamont (sic), el barroco (¿será posible vincular la pluma
gongorina de Lezama con la del escritor responsable de Mi hermano el
alcalde?); hay quienes lo toman como un Céline sudamericano (Jacques
Fressard). Acaso, esto último, no tanto por la prosa (caudalosa y encausada)
–mucho más elegante y trabajada que el autor de Viaje al fin de la noche–,
si no, por su visión cruel, imprecatoria del mundo. Últimamente, su
nombradía lo ha ubicado entre los Grandes (así con mayúscula) de su
generación: Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa. ¿El boom
latinoamericano?, en absoluto, a él no le interesa nada de eso.
Ciertos sectores de la
crítica lo han mitologizado ad absurdum, tildándolo de todo (menos de
bonito): de apocalíptico, insolente, iconoclasta, o blasfemo… ¿Pero es
Vallejo, en verdad, esa máquina criminal de imprecaciones? Despotrica,
injuria, provoca; lo revela su tono denunciativo, sí; pero, ¿por qué
razones?; ¿cuáles son los motivos de su explosiva iracundia? Veamos.
fernando_vallejo_02Si nos
remitimos a sus libros feroces, motivos no faltan: en primera lugar, el
sufrido inconveniente de haber nacido, y luego, la humanidad entera que
constantemente le recuerda las atrocidades criminales que perpetra con
absoluta impunidad. Sus argumentos son sacados de ese cadáver maloliente
que resulta la Historia (la Iglesia Católica como mal social, la violencia
del narcotráfico en Medellín, la guerrilla colombiana, la superpoblación,
el hambre, el deterioro ambiental y moral, etc.). Y los exhibe uno tras
otro, con la exquisita pericia de un forense en su morgue. Implacable, sí,
aunque a través de un tono decididamente brutal.
Estos 32 textos que son
Peroratas, ofician de muestrario de lo que la indignación puede llegar a
producir en materia escrituraria. Se trata de artículos, discursos,
conferencias, ponencias, prólogos y presentaciones de libros y
películas. Textos que reflejan sus sentimientos más consecuentes como
resulta su búsqueda tenaz de la verdad y la justicia. Pero no todo es color
de rosa. “El alma es ruido del cerebro y el cerebro caos, un pantano,
turbulencias, turbiedades que no duran más que fracciones de segundo y que
se borran las unas a las otras”, escribe siempre indignado. Como si se
tratara de desvincularse de los lugares comunes que ha acuñado el rebaño,
Vallejo denuncia. Despotrica contra los políticos. “Todos son logreros, utilitarios,
buscan puestos y figurar y en estas últimas décadas: plata y más plata y
más plata como para el pozo de nunca llenar”. Ni Dios se salva: “Dios no
existe. Dios es un pretexto, una abstracción brumosa que cada quien utiliza
para sus fines propios y acomoda a la medida de su convivencia y de su
infamia”. No en balde algunos de sus textos le valieron mucho más que un
adjetivo despectivo (su artículo “Leyendo los Evangelios”, aparecido en la
revista Soho, le costó su renuncia en 2005 a la nacionalidad colombiana).
Sus hitos de raíz cínica vertebran la fuerza directriz de su pensamiento.
Subvierte valores: “la maternidad es egoísmo disfrazado de altruismo,
lujuria enmascarada de virtud. No somos hijos del amor. Somos hijos de sucia
lujuria fisiológica”. Vallejo dixit. Se teje otra moral, una manera
diferente de ser en el mundo.
Peroratas es un libro
obsesivo. El autor regresa (monotemáticamente, en el buen sentido del
término) sobre sus temas nodulares. Y uno de esos tópicos resulta el
problema de la expansión demográfica. “Reproducirse es un crimen, en mi
opinión el crimen máximo”. Más adelante vuelve a la carga: “dejen tranquilo
al que no existe, ni está pidiendo venir, en la paz de la nada. Total, a ésa
es a la que tenemos que volver todos”. Luego garantiza, en otro artículo,
como acostumbra, lapidario: “La reproducción no es un derecho, es un
atropello”. Asoma el fantasma ominoso del nihilismo por detrás. “El cielo y
la felicidad no existen. Ésos son cuentos de sus papás para justificar el
crimen de haberlos traído a éste mundo”. Por lo tanto, ¿hay espacio en su
pensamiento para una función ética? Vallejo nos responde acorde a su estilo:
“Nadie tiene obligación de hacer el bien, todos tenemos la obligación de no
hacer el mal”. Hay ecos axiomáticos relacionables al filósofo rumano E. M.
Cioran, autor de Breviario de podredumbre y En las cimas de la
desesperación. Pero sus continuos ataques despreciativos a las tradiciones
y los modos de vida sociales resultan más irónicos que pesimistas.
Su propuesta, se vincula a
una tradición que suma ya varios milenios de antigüedad. Más precisamente
desde tiempos del Cinosargo, aquel sitio donde los filósofos cínicos solían
reunirseperoratas_vallejo en las afueras de la polis, tras haber sido
expulsados. Porque Vallejo comparte esa mirada corrosiva del outsider que
cierta vez tuvo Diógenes de Sinope. Hablo del mayor representante del
pensamiento correspondiente a la escuela cínica. Sus enseñanzas
estimulaban el aprendizaje a vivir, a pensar, a existir y a obrar ante
el mundo inmediato: la muerte, el placer o el deseo. Instruía la insolencia
ante todo lo que se engalanaba con la toga pretexta de lo sagrado: lo social
(sabido es el desplante que Vallejo hizo ante las propias narices del
mismísimo Vicepresidente de su país, en una conferencia), los dioses
junto con la religión (La puta de Babilonia, sobrada prueba), y las
convenciones (aquí su verdadera cruzada desacralizadora que lo llevó a
escribir una veintena de libros heterodoxos, completamente iconoclastas).
Una pequeña aclaración.
Obrar según el punto de vista cínico es esculpir la propia existencia como
una obra de arte. Es decir una vida debe ser el resultado de una intención,
un pensamiento y un deseo. En síntesis: ser consecuente con su ejemplo.
Antes de concluir daré aún un par de ejemplos concretos. El primero. Tras
ganar el Premio Rómulo Gallegos, Fernando Vallejo entregó todo el dinero a
Fiorella Dubbini, protectora de los perros callejeros de Caracas (por
cierto algo análogo hizo años después tras conseguir el Premio FIL de
Literatura, cuyo dote, en este caso, alcanzaba los 150 mil dólares). El
segundo corresponde más que a un gesto, a una amistad. Un sentimiento que
explicita en el artículo “Los impensados caminos del amor”, acerca de la gran
danés Bruja, su querida perra y compañera durante trece años (otra vez el
hábito en destacar las virtudes del can por sobre las humanas). Rebelde y
solitario, el cínico hace una única contribución social: la pura soledad.
No son pocos los pasajes
donde Peroratas alude a lo que una mayoría pretende ignorar. Vallejo se
vale del cinismo, ese otro humanismo para poder nombrar la incómoda
verdad. La verdad no es bella. Molesta porque es cruda, real, como el aire
que se respira tanto en su mentada Antioquia como en cualquier otro sitio de
esta tierra. Por lo tanto, ¿es perentorio que surjan escritores como
Vallejo, a quienes le correspondería la labor de arrancar las máscaras,
denunciar las supercherías y destruir las mitologías generadas por la
sociedad actual? El lector sabrá responder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario