A propósito del nobel
de literatura, creo que esta entrevista hecha a su traductor en español,
publicada por el periódico Colombiano “El espectador” es absolutamente lúcida y
describe perfectamente el universo literario de este autor con absoluta agudeza,
desde la perspectiva estética de quien conoce perfectamente su obra. Me pareció
importante reproducirla y espero mis lectores la disfruten.
21 Oct 2017 - 9:00 PM
Nelson Fredy Padilla
Jesús
Zulaika, el principal traductor al español del nuevo nobel de Literatura –a
través del sello editorial Anagrama–, da las claves para acercarse a la obra
del autor japonés-británico.
Usted es traductor literario desde 1980. ¿Por qué y cómo se
convierte en el principal traductor de Kazuo Ishiguro para Anagrama?
Anagrama normalmente me propone obras y autores. En el caso
de Ishiguro, acepté el encargo de traducir The unconsoled (Los inconsolables,
1996), siendo ya Ishiguro famoso por su novela –y, sobre todo, por la versión
cinematográfica de ésta– The remains of the day (Los restos del día, 1989).
Luego vinieron las otras dos obras que he traducido de él: When we were orphans
(Cuando fuimos huérfanos, 2001) y Never let me go (Nunca me abandones, 2005).
Anagrama –siempre que puede, y por razones de coherencia estética– sigue el
criterio de “a un autor, un traductor”. En el caso de The buried giant (El
gigante enterrado, 2015), se me propuso también su traducción, pero no pude
aceptar por hallarme ocupado con otro libro de la casa.
Por favor, haga una explicación de cada obra: “Los
inconsolables”, a su juicio “muy aburrida” y que califica como “una locura y
muy experimental que el propio Ishiguro la consideró fallida”; “Cuando fuimos
huérfanos” y “Nunca me abandones”, la más aplaudida y que usted define como
“muy clásica”.
Los inconsolables es una obra realmente difícil e
inclasificable. Se diría que estamos, en el mejor de los casos, ante un queso
gruyer o, en el más delirante, de un agujero de gusano cuántico (si tal cosa
existiere). Todo es kafkiano, los narradores y los tiempos y los hechos se
entremezclan y confunden, proliferan las incongruencias y los anacronismos,
todo puede cambiar en la siguiente página o capítulo. Es una novela
experimental cuya intención no es clara a primera vista (o no llega a serlo en
absoluto en ningún momento). Por eso la definí como “locura” y la juzgué “muy
aburrida”: no logra entroncar con la realidad cotidiana ni con alguna posible
ciencia-ficción, que es lo que el lector seguramente esperaría, y se convierte
en cambio en una narración plomiza que muy a duras penas concita la curiosidad
o el interés.
Cuando fuimos huérfanos es quizá otro experimento, pero más
atemperado y comedido. Al modo de las novelas policíacas, Ishiguro arma una
historia en la que hace viajar al detective protagonista de la Europa en el
umbral del fascismo al Shanghái cosmopolita de la época en busca de una cosa
que en realidad es otra. Deambula por la ciudad invadida por el ejército
japonés tratando de desentrañar el enigma de la desaparición de sus padres hace
ya casi una vida. Un detective célebre en busca de su infancia. Estamos ante
una novela harto complicada en estructura y forma –aunque inteligible–.
Caprichosa y un tanto surrealista, aunque preñada de sentido en su indagación
de las incógnitas del hombre del siglo XX –y de siempre–.
Nunca me abandones es una novela casi perfecta. En ella el
grado de integración entre fondo y forma es sencillamente asombroso. Y su
progresión dramática, admirable. Es necesario leerla para que tales juicios
dejen de suscitar incredulidad y encuentren su validación en lectores de toda
índole. Con esta obra, Ishiguro se consagra como un autor capaz del “más
difícil todavía”.
Dijo usted que Ishiguro es “un narrador de los pies a la
cabeza”. Descríbame su técnica narrativa.
Kazuo Ishiguro es un narrador de pies a cabeza, he dicho en
un medio español. En efecto, lo es. Cuenta historias. Cuenta estados de ánimo.
Cuenta enigmas. Cuenta avatares. Cuenta el amor y el destino y la culpa y la
búsqueda. Cuenta grandezas y miserias. Y lo hace con eficiencia suma. Y sin
filigranas, sin poses ni floreos. Va al “grano literario”. De ahí que su estilo
sea tan sobrio, tan plano, incluso tan prosaico. A diferencia de otros
narradores británicos de su generación, emplea la lengua exclusivamente como un
útil, y nunca como un elemento de lucimiento o una exhibición de virtuosismo.
Ello no obsta para que su prosa alcance a veces alturas de genuino lirismo.
¿Por qué le pareció “bastante prosaico”?
¿Por su sencillez formal, por su casi nulo uso del arsenal
léxico del riquísimo idioma inglés. Y rectifico: no es un estilo prosaico: es
un estilo “aparentemente” prosaico.
¿Por qué destacó que no use giros retóricos y tienda a la
sencillez?
Por lo mismo que acabo de decir en el punto anterior. Rehúye
tanto la exhibición léxica y los profusos despliegues de sinónimos y
encantamientos verbales afines cuanto las perífrasis, los giros de pensamiento
y los tropos en general: las metáforas, las metonimias, las hipérboles, las
iteraciones, las lítotes...
Por qué resaltó que tiene “sintaxis más latina que sajona”?
Precisamente por su empleo de ese tipo de sintaxis propia del
latín: uso de los nexos ortodoxos e inexcusables, de las oraciones de relativo;
escaso apego a las yuxtaposiciones sistemáticas (el “pegamento de la coma”, lo
he llamado en alguna ocasión) del inglés, con el consiguiente abuso del
gerundio en la mayoría de sus construcciones lingüísticas).
¿Cómo describe la “gran fuerza emocional” de la que habla la
Academia Sueca?
En la narrativa de Ishiguro sin duda hay una gran “fuerza
emocional”. En sus tramas se van sembrando pistas, indicios, pinceladas,
apéndices de las preocupaciones espirituales y de sentimiento del autor. Si
bien en Ishiguro no han de buscarse moralejas ni moralina alguna, no por ello renuncia
a dar página a página su visión del mundo, en la que caben a un tiempo el lado
oscuro de la vida y la bondad, la generosidad, la piedad, la esperanza. La
mirada de Ishiguro irradia un sistema de la emoción que, aunada a su estética
–una sencillez formal en absoluto reñida con la belleza–, impregna sin disimulo
todos sus textos.
También dijo la Academia que “ha descubierto el abismo bajo
nuestro sentido ilusorio de conexión con el mundo”. ¿Cómo explica esto?
“Ha descubierto el abismo bajo nuestro sentido ilusorio de
conexión con el mundo”. Suscribiría este juicio. Nos creemos firme e incluso
cómodamente anclados en el mundo, creemos que nuestra vinculación con la
realidad no es susceptible de quebrarse, que no vamos a perder pie con
facilidad, y nos equivocamos: no es más que una certeza ilusoria. El mayordomo
la pierde al perder la fidelidad férrea a su señor (que deja mucho que desear
en el aspecto ético) y a la tradición: en el viaje iniciático que emprende,
todo se viene abajo… El músico ve cómo sus verdades y descubrimientos estéticos
no interesan realmente a nadie, cómo todo el paisaje humano a su alrededor es
frívolo y venal... Christopher Banks, el célebre detective, se pierde en una
sima de fracaso y de absurdo... El mundo de los jóvenes clones, inmerso en un
aura de irrealidad, es menos ilusorio que ese otro mundo al que sirven y para
el que han sido creados.
Un vocero de la Academia se refirió a Ishiguro como una
mezcla de “Jane Austen y Kafka”. ¿Sensibilidad y existencialismo a la vez?
¿Ishiguro un híbrido de Jane Austen y Kafka? Podría ser una
idea a considerar, una forma de expresar cierto emparejamiento posible.
¿Acertada? No me atrevería a pronunciarme. En todo caso no es un paralelismo
que me haya venido nunca a las mientes al leer (y traducir) al reciente premio
nobel.
También dijo que “explora lo que se tiene que olvidar para
sobrevivir como un individuo y como una sociedad”. ¿Su opinión?
Confieso que esta es una aseveración para mí un tanto oscura.
¿Hay que olvidar para sobrevivir? En un sentido sí, para no arrastrar el peso
del sufrimiento o de la culpa; pero en otro no, porque quien olvida su pasado
está condenado a repetirlo.
Estoy leyendo su traducción de “Nunca me abandones” y, de
alguna manera, siento a Ishiguro como un Carver –cuentista norteamericano del
que usted es traductor– haciendo novela. ¿Qué opina?
No sé qué decir al respecto. He de confesar que me ha
sorprendido esa impresión suya. No había pensado en ello, pero ahora que lo
hago tengo que decirle que no, que al leer al gran Ishiguro escribiendo Nunca
me abandones no veo al gran Carver escribiendo una novela. Creo que son autores
muy distintos. En Ishiguro veo una mirada muy limpia, no contaminada y alejada
del pesimismo ontológico –aunque empático y tierno– de Raymond Carver. Los dos
son autores que me gustan mucho. Pero creo que los separa un gran abismo en
multitud de sentidos. (Seguiré pensando en ello, no obstante).
¿Conoce en persona a Ishiguro o tuvo contacto con él?
No. No lo he conocido en persona. Ni por teléfono ni por
correo. Me habría gustado, por supuesto, pero nunca he tenido ocasión de ir a
Barcelona en ninguna de sus estancias en España.
Desde la neutralidad hasta la coautoría del traductor, ¿hasta
dónde llegó su libertad interpretativa con este autor?
Recuerdo que al traducir a Ishiguro sentía siempre una gran
sintonía con los postulados vitales que intuía subyacían en sus historias –y en
su forma de contarlas–. El hecho de que una de sus obras me pareciera fallida
(Los inconsolables) no me impide respetarla como merece (en su calidad
experimental, de tentativa), y si al cabo me pareció aburrida no diré que –pese
a ello– no la considerara interesante. Respecto del sentimiento de una posible
voluntad mía de coautoría, diría que no más que en otros autores y obras. Mi
implicación en el trabajo procura siempre limitarse a llevarlo a cabo con la
mayor honradez y fidelidad al autor y su texto. Tal vez sea un poco a
posteriori cuando me apreste a juzgar, y la obra me subyugue, o me deje
indiferente, o no me guste. [Puede sonar extraño, pero mientras trabajo me
desprendo en la medida de lo posible (a veces me cuesta mucho, lo reconozco) de
todo prejuicio o predisposición que pueda detectar en mí, porque creo
sinceramente que tal talante anímico beneficia el resultado].
Usando sus palabras, ¿qué “variaciones, permutaciones y
combinaciones, significados, figuras, sobreentendidos, sentidos del humor,
juegos de palabras, sugerencias, resonancias, matices”, le costaron más con
Ishiguro?
Recuerdo esas palabras. Respondía con ellas a una pregunta
del entrevistador de “Ni a palos”. Aludía a los innúmeros vericuetos
estilísticos de los textos y a las correspondencias a las que éstos habrán de
dar lugar al verterlos a otra lengua (la mía, en este caso). Entonces resulta
crucial la elección cuidadosa de los términos, ya que la hermenéutica de un
texto narrativo siempre puede ser cuantiosa y laberíntica. En Ishiguro tales
posibilidades no son, felizmente, muy numerosas, dada la diafanidad formal de
sus historias. El “significado” queda menos soterrado que en otros autores, si
bien tal significado es muy profundo, muy humano, muy “filosófico”, como creo
que ya he dicho.
¿Va a seguir traduciéndolo?
Espero que sí. Espero que Anagrama me encargue la traducción
de su siguiente novela. No sé cuándo podrá ser esto, porque Ishiguro es muy
poco prolífico y suele tomarse su tiempo.
Usted no sólo traduce a Ishiguro, sino a Ian McEwan, que para
muchos británicos debió ganar el Nobel. ¿Lo sorprendió que se lo hubieran
otorgado primero a Ishiguro? ¿Qué diferencias ve entre los dos escritores?
De McEwan sólo he traducido Amsterdam (premio Booker 1998). A
menudo se me confunde con mi hermano Jaime Zulaika, excelente traductor que ha
traducido a casi todo McEwan (amén de a Julian Barnes, Barbara Pym, Sarah
Waters, Alan Bennett...). Amsterdam es una novela digna y de destacable mérito,
pero no es de las mejores de su autor (en mi opinión, no deja de ser una suerte
de divertimento con ínfulas solemnes, una obra menor). Las demás novelas de
este autor sí lo sitúan en un lugar de preeminencia.
Otra comparación de la que me interesa su punto de vista es
la de Ishiguro, un japonés de nacimiento criado en Inglaterra, versus Yukio
Mishima, japonés de nacimiento, vida y muerte, también traducido por usted. Más
sabiendo que el primero se interesó por el segundo a través de un diálogo con
otro nobel como Kenzaburo Oé.
Mishima-Ishiguro... El paralelismo existe, sin duda. Pero en
una formulación de primero establecerlo para después negarlo. Mishima es lo
oscuro, lo acerbo, la violencia, el determinismo, el desquite. Lo existencial a
título estricta y exclusivamente personal, íntimo, aunque revestido de una
preocupación histórica y de la especie. Mishima es narcisismo con un alto grado
de resentimiento y fanatismo. E Ishiguro es mesura, inteligencia y genuina
zozobra ante el hombre y su destino. Mishima es un magnífico escritor, e
Ishiguro no le va a la zaga. Ambos son japoneses, pero lo que en Mishima obra
tal vez como fatalismo, en Ishiguro es más bien una filiación, un ADN que si
bien no se improvisa e imprime un carácter indeleble, ha sabido salvar las
barreras de ánimo e idioma y se ha hecho universal (sin perder por ello la mirada
de Oriente).
También traduce a otros clásicos norteamericanos como Wolfe,
Mailer, Faulkner y Dos Passos. ¿Qué le aportó el inglés norteamericano a su
visión como traductor del mundo anglosajón?
El inglés norteamericano es sobremanera rico en argot y jergas
y muy “agradecido” para el traductor al español. Yo he aprendido mucho con la
narrativa de ese país, sin por ello dejar de apreciar enormemente el inglés del
Reino Unido, Irlanda y demás países de habla inglesa.
¿Qué escritores colombianos ha leído y qué impresión le
dejaron?
Debo confesar con cierta vergüenza que, aparte de la obra de
Gabriel García Márquez en su totalidad, no he leído más que –y sólo en parte– a
Álvaro Mutis y a Fernando Vallejo. Sálveme decir con toda verdad que los tres
me han gustado mucho.
¿Cuál fue su experiencia con “Principiantes”, de Carver, con
respecto a la primera vez que lo tradujo?
Carver ha sido –y supongo que aún sigue siéndolo– una gran
experiencia en mi vida. Un autor “distinto”, en todas las acepciones
imaginables del término. El estilo inconfundible de Carver después de pasar por
la criba inmisericorde de Gordon Lish quedará para siempre en el canon como un
logro irrepetible. Pero las historias son suyas, sólo de él, exclusivamente. Y
ahí está el quid de la cuestión. La mirada de Carver no tiene parangón en la
literatura occidental del siglo XX. Su escepticismo, su humanidad, su fuerza y
su debilidad, su empatía, su penetración psicológica y la poesía de su prosa
–no sólo la de sus poemas– lo hacen un autor único. El tándem Carver-Lish ha
dado un estilo a mi juicio insuperable en la narración corta, pero la historia
y el “punto de vista” son sólo de Carver. Y hemos de felicitarnos de que así
sea. Carver es el cantor del hombre humilde, anónimo, de las pequeñas cosas de
la vida cotidiana, de las miserias y grandezas del norteamericano de clase
baja, de la lucha, de la no rendición, de la sempiterna posibilidad de
redención del ser humano. “Principiantes” es una obra de hondura y belleza
deslumbrantes. Fue la versión original de “De qué hablamos cuando hablamos de
amor”; fue así como la escribió Carver, y como se la entregó a Gordon Lish con
el ruego casi mendicante de que la publicara. El editor Lish, en lugar de
publicarla tal cual, metió “la mano-tijera” y entró a saco en ella. Con
frialdad y pericia despiadadas. El resultado es formidable: la colección de
relatos se convierte en una obra maestra, una obra de arte impar en la
cuentística estadounidense. Tanto la versión original como la “cribada” han
quedado como auténticas joyas literarias.
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