Esta reseña publicada
por la revista “Letras libres” sobre la última de Mario Vargas Llosa, es muy lucida y definitivamente incita a la lectura de la novela. CESAR
HERNANDO BUSTAMANTE
Daniel Gascón
Madrid,
Alfaguara, 2019, 354 pp.
La nueva
novela de Mario Vargas Llosa nos devuelve a un mundo que conocemos por otros de
sus libros, en especial por dos de sus obras maestras: Conversación en La
Catedral (1969) y La fiesta del Chivo (2000). Como las anteriores, Tiempos
recios es una novela política, ambientada en una atmósfera un tanto insalubre
de conspiraciones y dictaduras, que gira en torno a la corrupción y el poder y
las debilidades humanas. En ella conviven algunos seres más bien siniestros,
víctimas de las circunstancias y supervivientes capaces de cualquier cosa para
salir adelante, canallas a quienes su falta de escrúpulos no les impide caer en
desgracia y unos pocos idealistas que se enfrentan a fuerzas más poderosas que
ellos. Toma el título de una frase de santa Teresa, transcurre en la Guatemala
de mediados del siglo XX, aunque tiene una mirada internacional y ofrece un
panorama sobre un periodo histórico de América Latina.
El contexto
de la novela tiene un componente de denuncia: la injerencia estadounidense,
facilitada por una combinación de cinismo y de la histeria anticomunista de la
Guerra Fría. Estados Unidos y sus empresas –en este caso, la United Fruit
Company– no toleraban que los países latinoamericanos donde operaban tuvieran
el mismo tipo de régimen que había al norte de Río Grande: en el extranjero
gozaban de posiciones monopolísticas que eran ilegales en Estados Unidos;
evitaban pagar impuestos en otros países que debían pagar donde tenían la sede.
Los pocos
personajes positivos de esta novela sobre el mal –entre ellos destaca el
presidente Jacobo Árbenz– intentan establecer en su país una democracia
capitalista con organizaciones sindicales y un reparto más justo de la riqueza,
y defienden una reforma agraria que reduzca una desigualdad casi feudal. El
objetivo no es construir un régimen comunista al servicio de la Unión Soviética
en Centroamérica, como decía la propaganda, sino instalar una democracia
similar a la estadounidense. Esa transformación implicaría una caída de los
beneficios empresariales; el temor justifica la estrategia de
desestabilización. Entre las consecuencias de ese imperialismo están numerosos
crímenes y violaciones de derechos, la prolongación de la injusticia, el
cortocircuito de la democracia y una reacción antiimperialista que incluía una violenta
fantasía revolucionaria.
Aunque tiene
ese punto de partida, Tiempos recios no es un relato de tesis o un ensayo
camuflado, sino un preciso artefacto novelesco, que opera con las reglas de la
narración y la desprejuiciada capacidad exploratoria de la ficción. Se divide
en dos partes de extensión muy distinta: Antes, que es el grueso del libro, y
Después, un epílogo que añade un nuevo giro, con alguna incógnita adicional y
una aproximación a lo cercano que paradójicamente refuerza un tono de cuento clásico.
Tras una especie de prólogo que, con un estilo casi periodístico, narra el
encuentro de Edward L. Bernays, teórico de la publicidad y la manipulación de
las masas, y Sam Zemurray, de la United Fruit Company, el relato está compuesto
por 32 capítulos que siguen a varios personajes en temporalidades distintas:
Johnny Abbes García, un espía dominicano destinado a Guatemala; Marta Borrero
Parra, una mujer de la buena sociedad a quien su familia expulsa por quedarse
embarazada y que acaba siendo amante de Carlos Castillo Armas; la trayectoria
de Castillo Armas, militar golpista y presidente de Guatemala desde 1954 hasta
su asesinato tres años más tarde; el tiempo en la presidencia de Jacobo Árbenz;
la peripecia de Enrique Trinidad Oliva, responsable de seguridad de Castillo
Armas. Entre los personajes más logrados de la novela están Abbes García y
sobre todo Marta Borrero Parra. Entre los secundarios hay algunos con elementos
de humanidad, como Efrén, el marido de Marta; otros son deliberadamente esquemáticos
o imprecisos.
Con una
habilidad que no por conocida es menos deslumbrante, Vargas Llosa maneja los
hilos de la historia: juega con la regularidad –la preparación de un atentado
en los capítulos pares al comienzo– y la variación para crear suspenso, mezcla
géneros y ambientes –del retrato del poder a la novela de espías, pasando por
un tono a veces entre humorístico y sentimental, con momentos melodramáticos–,
combina los hechos históricos con la fabulación literaria, la claridad con el
escamoteo de información que incrementa la intriga, aquello que sabe un
personaje gracias a un anuncio –confirmado, emitido por el narrador– o el
presagio –casi siempre certero– de un desenlace fatal. Uno de los capítulos más
llamativos, en el aspecto formal, es el séptimo, contado desde el punto de
vista del dictador Rafael Trujillo, en torno al que giraba La fiesta del Chivo.
Es una serie de conversaciones superpuestas (no exactamente el célebre diálogo
telescópico) que cuentan el apoyo y la decepción de Trujillo con Castillo Armas
y un posterior encargo a Abbes García que es central en la obra. Al mismo
tiempo, la forma de la novela puede verse como un conjunto de tramas que se
encuentran en un punto central, y que después de ese estallido comienzan a
disgregarse de nuevo.
Tiempos
recios, que cuenta episodios como el enfrentamiento de los cadetes contra las
tropas de Castillo Armas nada más alcanzar el poder, también habla de los
efectos de la propaganda y de la implicación de diplomáticos, militares y
agentes estadounidenses y de la Iglesia. Es una novela sobre el poder y la
crueldad, y también en cierta manera sobre el miedo. El sexo que aparece es más
sórdido que feliz –una relación de una adolescente con un amigo de su padre que
termina en un embarazo, encuentros prostibularios, transacciones con elementos
de chantaje e intimidación– y a menudo está vinculado a un miedo, a una
violencia que no necesita ser explícita para estar presente. El miedo atormenta
a los torturadores y a quienes abusan de su poder, que temen caer en desgracia
y terminar en manos de sus víctimas o de protectores que han cambiado de
opinión.
Mario Vargas
Llosa ha escrito una novela sólida, intelectualmente honesta y de admirable
pulso narrativo. En algunos momentos hace pensar en Graham Greene, y en otros
en Joseph Conrad, una similitud posiblemente más decisiva. Pero sobre todo
recuerda a algunas obras inolvidables de su autor, y les hace buena compañía. ~
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