Encontrar personas
enamoradas de la literatura y quienes incursionan per se en el mundo creativo, mundo
lejos de su profesión, resulta grato en un país de ágrafos, sobre todo en este
caso, cuando su autora es una persona joven, lectora e inquieta por su puesto.
Natalia vive en la ciudad de Medellín, asiste a talleres de literatura en la biblioteca
piloto de la ciudad, este es el primero de tres cuentos que publicaré en este
blog. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Natalia
Castro Serna.
“No tiene piedad”
—dijo Valencia, secándose el sudor de la frente con la mano y organizándose
bajo el sombrero el montón de cabello crespo que ya buscaba camino hacia su
rostro. Hundía la pala en la tierra y la sacaba a ritmo constante, como una
máquina.
“Decime cuándo Carreño ha sentido algo de eso” —repliqué,
alzando la mirada hacia un cielo tan azul, que bien podían los azulejos
camuflarse en su vuelo.
“El sol, Leo, este sol no tiene piedad —contestó Valencia
casi en un murmullo—. Al menos de Carreño nos libramos los viernes cuando se va
a la ciudad, pero de este sol…”
Esa mañana nos habíamos levantado de los lechos de hoja de
palma más temprano de lo normal, para organizar las palas y los guantes en la
casucha que servía de depósito de herramientas. El Iguano Molina, quien siempre
patrullaba durante la noche, nos había dado con su aliento mohoso el último
trabajo de parte de Carreño. El sol subía y nosotros cavábamos.
Poco antes de mediodía llegaron los nuevos. Valencia y yo,
listos cada uno con una pala y una fosa ya abierta, observamos las escasas
nubes pasar por el cielo mientras a los nuevos los bajaban de la hilux 4x4.
Nunca quisimos mirar. Veíamos fijamente el cielo —tan lejano de esta
podredumbre— un poco también para no escuchar el peso de aquellos cuerpos contra
la tierra.
“Tenés razón moro. Este sol no tiene piedad. Pero la de agua
que va a caer” —murmuré.
“Eso es en los
funerales, Leo. La gente reza y llora, y dizque dios llora con ellos y por eso
caen esos aguaceros. Acá no hay quién llore a estos muertos.”
Un montón de tierra, otro más, y otro. El sol ardía y
nosotros cumplíamos. Apestaba a aceite de cocina, carne descompuesta, heces y
perfume de mujer. Se iba cubriendo un pie, una mano. El encendido del motor se
confundió con el ruido de la ametralladora. Valencia se desplomó en la fosa. Yo
alcé los ojos y vi el cañón de un fusil. Una gota de agua cayó sobre mi frente.
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