martes, 12 de diciembre de 2023

DE VUELTA A MIS ANCESTROS




Después de mucho tiempo regresé a Bogotá. He vuelto a revivir ese caos eterno del que se quejan todos sus habitantes, la sensación de inseguridad absoluta que los vuelve oscos, el sentimiento inevitable de  llegar siempre tarde a cualquier encuentro, por importante que sea la cita y por supuesto la felicidad de encontrarme con buena parte de mi familia. Todo parece estar en obra, a medias, las avenidas están cercadas por cintas amarillas que hacen su transito imposible. No es la ciudad apacible del poeta Silva a finales del siglo XIX, ni la de hombres vestidos de negro que encontró Gabo, ni la diseñada por la dictadura de Rojas, menos, la ilusionada por Peñalosa. Es la ciudad de Mario Mendoza, la de sus novelas negras, cargadas de sangre y entroncadas historias nefastas, oscuras y frías, trágicas, que me traen a Conan Doyle, de corte policiaco. Esta urbe la recorrí haciendo política con Luis Carlos Galán hace más de 30 años, líder carismático, asesinado por el narcotráfico. El hecho aún me duele profundamente y sus sentencias son como una espada de Damocles, como una condena infinita para un país que no sale de sus violencias circulares. Aquí ha vivido mi hermana en los últimos 40 años, murió mi madre y mi hermano mayor ejerció su profesión de arquitecto con éxito. Es la ciudad de mi hija Laura, de mi nieta Alicia, de mis sobrinos.   

Todos los encuentros de esta índole son felices y rememoran muchos hechos dulces y algunos trágicos. Einstein decía que la distinción entre pasado, presente y futuro es una ilusión obstinadamente persistente. Expresaba con vehemencia: Pasamos demasiado tiempo dándole importancia a lo que fue y lo que vendrá.  Gabriel García Márquez decía que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos y, gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado. Ver a mis hermanos: Nayibe y Edgar fue sobrecogedor y de alguna manera una catarsis a mis locuras, un pulso a tierra. Llegar es siempre alentador. Se rescata de súbito la atmosfera de hogar que construyó mi madre Myrian con tanto encono. La raíz, la huella de familia que siempre perdurará pese a los caminos que nos separan indefectiblemente. Después me encontré con mi cuñada Patricia y mis sobrinos. Al final, por gracia de las virtudes navideñas, alguien me expresó que dentro de poco había un asado, nos reuniríamos con toda la familia de Patricia, la esposa de Sergio mi sobrino y su hermana, Adriana, sus hijos y su esposo Jairo, Miguel y Álvaro con sus respectivos pares. Hay muchas películas connotadas sobre encuentros familiares, recuerdo con agrado "La familia de mi novia" con Robert De Niro, siempre nos traen sorpresas, nuevas impresiones.

El día llegó y por gracia de alguien que, siempre planifica milimétricamente, estábamos en una terraza en el Barrio Carvajal, un barrio tradicional de Bogotá, en  ciudad Kennedy, sitio donde llegó el presidente de los Estados Unidos, le dio su nombre en los sesenta del siglo pasado. 

Estaba al portas de un excelente asado. Cristian, meticuloso, con las cuentas claras y la bitácora del día perfectamente arbitrada. Su esposa, silenciosa pero excelente copiloto. Patricia y Edgar dispuestos, el primero con la cerveza que nunca abandona, y ella, sabia, sabe todo lo que va pasar, solo disfruta por encuentros excepcionales y gratos como este que, tal vez no se repitan. Sergio y su esposa, jóvenes, llenos de expectativas. Miguel Ángel el anfitrión, con el dejo de los personajes calentanos, santandereano a carta cabal, su esposa diligente y atenta. Jairo, canoso, parece un técnico de futbol que lo ha ganado todo, pese que nadie sabe como fueron sus batallas. Adriana, su esposa, alegre, dispuesta, su hijo Juan Pablo, silencioso, la mayor de las virtudes que se puedan tener. Álvaro,  Inteligente, aplicado cristiano, persuasivo y doctrinal, feliz, líder carismático a pesar del dogma, su esposa e hija, reservadas por naturaleza y amables. Todos con la carga que imponen los años, con las vivencias típicas de un país loco y exuberante, luchadores impenitentes por sobrevivir para cuando les digan que viva para sí la luz perpetua, sientan que han cumplido, por lo menos con los mínimos. 

Cada quien con lo suyo. Los discursos son más ponderados, la vida nos va enseñando a ser cautos. No importa lo que haya pasado con ella, ahí estamos. Cada uno tiene huellas indelebles, alegrías, fracasos, cargas y logros que la azarosa vida no puede robarnos. Borges lo expresa con absoluta sabiduría en un poema llamado "La recoleta": Solo la vida existe. Estos encuentros me enseñan más que muchos libros, aprender a escuchar, saber que todos buscamos la felicidad tan esquiva en ocasiones. Cada vez se nos va alguien valioso, pero también presenciamos llenos de esperanza la juventud de los hijos y sobrinos en la impetuosa lucha por encontrar su camino.  Es un hecho, nos vamos volviendo viejos, la sonrisa con más arrugas, no nos apena, nos enaltece. Ojala no perdamos la costumbre de planear estos gratos encuentros.





  

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bueno, me recuerda a Cortazar