La entrevista que adelante transcribo
apareció en el último número de la revista "Ñ" del periódico "El
Clarín" de Buenos Aires a Héctor Abad Facio Lince y a Fernando Vallejo, me
pareció no solo muy interesante, diferente, por la óptica que asume, es muy
lúcida, no sólo por la calidad del dialogo sino por el análisis previo entre la
concepción de patria que tiene el colombiano común en medio del conflicto largo
y cruel en que le ha tocado vivir en los
últimos 60 años. El referente es la novela "La oculta " y de Vallejo
"Llegaron".
Dos novelas publicadas a
fines de 2015, escritas por autores colombianos, toman una región, la Antioquia
edénica de los cafetales y los solares de familia, como camafeo del país. Y el
espejo reelabora, en miniatura, los traumas de la nación entera. Se trata de
“¡Llegaron!”, una breve novela moral de Fernando Vallejo, y “La oculta”, de
Héctor Abad Faciolince, una crónica de ficción con tonos elegíacos, basada en
las voces contrastantes de una familia de hermanos.
Contra todas las
singularidades de estos novelistas, que en obras anteriores se ocuparon del
género de memorias, ambas novelas se encuadran en esa contracorriente
latinoamericana que son las narrativas antipatrióticas, según las caracterizó
tempranamentela crítica Josefina Ludmer. Sobre el fin del tabú de la sexualidad,
sostiene Ludmer en el ensayo “Aquí América latina”, sólo un dominio quedaba
interdicto, el repudio al hogar común.
Desde luego, hay una
singularidad colombiana que se acentúa en esta región, no sólo por su riqueza y
sus elites. Cuando el país ya no es hospitalario, la gran casa familiar
representa el último refugio. Pero éste también se ha perdido por las
inclemencias de la guerrilla, la corrupción política y el narco –es también la
región del patrón Pablo Escobar.
Ante la coincidencia
temática, la iniciativa fue intercambiar correos con Vallejo y Abad Faciolince
en base a un cuestionario muy semejante, que tuvo, es evidente, réplicas muy
diferenciadas (en desarrollo y locuacidad...). Este es el resultado del
ejercicio.
Entrevista a Héctor Abad
Faciolince
–La casa familiar, la
geografía y el lago propios: todas las coordenadas infantiles de la patria
aparecen en La Oculta, un país dentro del otro. ¿Qué queda del sentimiento de
patria una vez desaparecido el solar?
–Es tan odiosa la palabra
“patria”... Etimológicamente es bonita: la tierra del padre. Pero los políticos
abusaron tanto de ella, cometieron tantos crímenes en su nombre, que la
degradaron hasta volverla casi repugnante. En mi novela sí importa lo que los
mayores hicieron con la tierra; cómo la consiguieron, cómo la trabajaron y
defendieron, cómo la van perdiendo. Todos necesitamos un lugar en el mundo, así
sea para odiarlo. Los hermanos Ángel sienten un apego especial por este sitio
de los antepasados. Es el paisaje de la infancia, que de algún modo produce
serenidad. Pero el lugar que debería ser protector es también el de la amenaza.
Colombia no siempre ha sido una buena patria; muchas veces fue lugar de
masacres, la amenaza y el abandono. En ese sentido la finca amada se parece al
país: amado y odiado al mismo tiempo. “Odi et amo”, como en el famoso poema de
Catulo. Ovidio amaba a Roma, pero murió en el frío exilio, en el Mar Negro,
lejos de Roma. Los argentinos saben bien lo que es una patria que nos exilia o
una tierra que perdimos.
–¿Pero alguna vez la
historia transcurrió con real placidez en ese territorio sentimental? Además,
¿en qué consiste el país, el “afuera” de Antioquia?
–El paraíso suele ser el
pasado que nos cuentan, porque no lo vivimos, y porque quienes lo relatan (la
memoria es selectiva) omiten lo horrible, idealizan la juventud. La placidez no
suele ser una época sino algunos momentos o períodos. Esa mala memoria nos
permite vivir sin resentimiento y soñar con algo mejor, por la falsa memoria de
algo bueno que existió y puede recobrarse. “La Oculta” es exactamente eso: un
territorio sentimental. Pero cada hermano que en la primera edad conoció esa
“estancia”, como les dicen ustedes, la vive de un modo distinto. En mi libro,
Pilar asimila lo malo o bien lo enfrenta, y trata de superarlo. Otra hermana,
Eva, tiene una relación más conflictiva y escoge una especie de exilio: ella
prefiere que esa finca se venda y rechaza todo apego emocional. Vive hacia
adelante. Es una mujer moderna, urbana, que ya no quiere volver al campo. Antonio
se refugia en la reconstrucción de la historia de la colonización de ese
territorio.
–Convertida en región
literaria, ¿cuál es la singularidad de esa provincia?
–Colombia es un país de
países. Antioquia es mucho más extenso, poblado y con más recursos que,
digamos, Nicaragua, y tiene un PBI que es diez veces el de Nicaragua, y lo
mismo puede decirse de Medellín, la capital, comparada con Managua. Es un
territorio aislado, de montañas duras y abruptas, y su geografía ha determinado
cierta forma de ser (montañera) de los antioqueños. También sobre esa forma de
ser nuestra indaga La Oculta .
–Tu obra de ficción viene a
demoler también la literatura como extensión mitológica nacional. ¿Cómo creés
que se lee hoy el realismo mágico? (Le señalo que “realismo mágico” es hoy el
eslogan turístico de Colombia.)
–Aquello que fue grande y
seguirá siéndolo. El realismo mágico (pienso en García Márquez y su magnífica
Macondo) fue un descubrimiento muy poderoso que va a perdurar. Pero ya es una
vaca ordeñada y seca hace tiempo... Repetir esa receta literaria es ridículo en
el siglo XXI. Hay cierto realismo mágico de exportación, para los mal
informados. Ya ese tipo de literatura es tan lejano que ni siquiera puede
parodiarse. Sirve simplemente para confirmar una idea perezosa de lo que es
América Latina para quienes no la conocen y lo hace a través de la televisión,
o subrayando lo más patético de nuestros gobiernos. O de nuestros delincuentes.
–Tu novela se publica en el
mismo mes que ¡Llegaron!, de Fernando Vallejo: otro solar familiar en
Antioquia.
–Fernando ya había escrito
maravillosamente la historia de Santa Anita, la finca de su familia en
Sabaneta, cerca de Medellín, en su primer libro, Los días azules . Pero como a
él le gusta repetirse, ahora, al ser una sopa recalentada, le salió menos bien:
la misma diatriba, algo ya mascado. Cuando un escritor se vuelve el eco de sí
mismo...
–Tu “Oculta” alude a la
lucha armada y los “paras” como elemento de disolución. Es perturbador leerla
en los mismos meses en que se negocia la paz entre las Farc y el gobierno.
–La paz no se ha firmado
del todo, aunque probablemente se firme este año. El territorio y el paisaje de
esa finca, “La Oculta”, han sido recorridos por todas las violencias,
incluyendo la de los narcos, que en Colombia está muy ligada tanto a los
“paras” como a la guerrilla. Son distintos ejércitos irregulares, con
intersección en los negocios ilegales de exportación de drogas. Esa paz es
necesaria para que los colombianos podamos recobrar esa tierra perdida. Mi
novela habla de esa nostalgia de la tierra que perdimos, del país que se volvió
urbano y que no pudimos volver a recorrer. Colombia es muy grande, pero sus
habitantes vivimos confinados en ciudades cada vez más absurdas e inhumanas. En
el mundo hay muy pocos sitios tan extensos, vacíos y verdes como ciertas zonas
de Colombia.
–En tu libro, una vez que
se aquieta la violencia enseguida irrumpe, victorioso, el mercado, con su
impulso de explotación inmobiliaria. Esto es visto en términos melancólicos,
como factor de modernización forzosa. Pero, a la vez, posibilita que cada
hermano pueda tener nuevas libertades. Hace dos siglos nuestros países
constaban de grandes haciendas y unos pocos potentados.
–Pero Antioquia, en la zona
cafetera, no era zona de terratenientes sino de medianos propietarios rurales.
Fue un experimento más igualitario que en otras partes de América Latina. El
más rico y el más pobre hablaban de la misma manera. Pero ahora que podemos
volver a las pequeñas fincas perdidas, la amenaza mayor no es la de los
paramilitares, sino la de los especuladores que quieren convertirlo todo en
fincas de recreo, en esa visión edulcorada y fea del campo, en el que éste desaparece
y se convierte en una especie de parque que reproduce lo peor de las ciudades,
las urbanizaciones semirrurales (¿cómo les dicen en la Argentina?, countries ).
El capitalismo salvaje. O agroindustria de monocultivos con obreros rurales,
haciendas urbanizadas con vigilantes y campos de golf. Algo muy feo, cursi,
aunque se crea elegante.
–El narco ha aportado un
nuevo estereotipo latinoamericano de exportación, con toda el aura narrativa de
la mafia y cierto heroísmo heredado del bandido anarcofilantrópico. ¿Qué te
produce esta apelación a los villanos latinoamericanos?
–El bandido asesino,
machista, despiadado, con los peores vicios aumentados de la vieja élite, es
algo que puede ser idealizado desde afuera, desde donde ven América Latina como
una anomalía donde la gente no aspira a placeres normales sino que siempre va
detrás de caudillos políticos absurdos o fascinada por delincuentes más
grotescos que sus gobernantes. Yo no siento ninguna fascinación, sólo
repugnancia y fastidio, por los narcos de reina de belleza, silicona, mansiones
y sicarios... No nos estamos matando por religión, por el petróleo de al lado.
América Latina es bastante libre.
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