Pablo Montoya constituye uno de los mejores escritores jóvenes de Colombia, formado en la academia, un melómano y músico que trasnfiere a su prosa la magia de la creación musical, con sus misterios, técnica. Ensayista juicioso, desde hace más de veinte años viene haciendo una tarea de divulgación memorable. Reproduzco este artículo sobre la próxima novela que publicará Mondadorí aparecido en el diario “El espectador” de Bogotá Colombia. Espero mis lectores la disfruten. CESAR H BUSTAMANTE.
Fabio Rodríguez Amaya
5 Abr. 2018 - 9:00 PM
Pablo Montoya estudió
música en la Escuela Superior de Tunja. En sus obras literarias, esta
disciplina artística siempre ha estado presente. Su nuevo libro, “La escuela de
música”, no es la excepción.
En el tormentoso ingreso a la adultez, un puñado de adolescentes comparten ámbitos donde desde “el silencio y la nada, sus orillas definitivas, la música nombra la nostalgia”. Los congrega la existencia fugaz de un administrador avisado. Y la utopía de un maestro audaz, con oído pero sin futuro, formado en el conservatorio Chaikovski de Moscú, aún soviética, quien “quería
revolucionar la enseñanza de la música”, noticia que “se
desparramó, en cuestión de meses, por los rincones del país”. Muchachas y
muchachos provenientes de los lugares, culturas y experiencias más disparatados
conviven en un caserón ruinoso de la antigua capital virreinal, donde las
jóvenes neogranadinas “iban a jurar su fidelidad a Cristo y al Rey, y a pagar
su precio por los deslices clandestinos del amor”.
Pertenecientes a segmentos sociales proletarios y clase media
pauperizada, los jóvenes en busca de un oficio y un futuro dignos se afincan en
una ciudad “castrense, eclesiástica y sumisa”, atiborrada de iglesias donde,
desde su fundación, “el miedo se instaló entre los habitantes”. La más variada
fauna humana transita esta ora poderosa, ora desgarradora, ora implacable
historia, cuyos ejes portantes son la música y la vida, ensombrecidas ambas por
la funérea década del pavor. Sobre éstos, como un fantasma incumbe,
omnipresente y sórdido, el país “militarizado y narcontrabandista”, de los años
ochentas, inaugurados por el Estatuto de Seguridad. Y escenario de la guerra
sucia, avalada por una pseudoaristocracia sin pasado, reciclada con el narco,
propiciadora de impensables tragedias humanas, naturales y políticas.
De este tenor son los escenarios y los no pocos personajes y
comparsas que verbalizan La escuela de música, la esperada novela
—de formación, por cierto—, de inminente aparición con Random House, de Pablo
Montoya Campuzano, uno de los más brillantes y concienzudos escritores
colombianos en la vulgar y confusa contemporaneidad que se padece por doquier.
La voz axial sostenuta y vivacissima de
Pedro Cadavid, el disciplinado aunque torpe instrumentista —alter ego de
Montoya, con rubricado pacto autobiográfico—, devenido musicólogo, lector en
voz alta y escritor en sueños, alterna en contrapunto con aquella a
capriccio grave del maestro Javier Zabala. A ellas se suman otras
múltiples voces andanti, vivaci o moderate de
todo color, sexo y condición. Voces todas que, a través de una sabia y recamada
escritura episódica, son expresión multiforme de conciencia, pasión, estudio,
desenfado, disciplina, contradicción, disputa, abandono, intemperancia,
angustia y melancolía. Más la necesaria y a veces desaforada dosis de
testosterona y estrógenos, sublimados por el mito fundacional de Occidente: el
amor-pasión (en todas sus declinaciones, hasta en el incesto en la novela), que
“jamás provoca equilibrios” pero palia fríos y dolores, soledades y silencios.
Todo esta complicación aparece orquestada desde la casona
colonial de una Tunja estática y sin tiempo, donde lo artístico y lo humano, en
todas sus facetas, se yerguen como actores de un concierto permeado por tonos,
matices y experiencias. En el ambiente citadino, gélido y mediocre, la Escuela
es un crisol de inquietudes e intereses, subvertidos por el ardor juvenil, la
sed de conocimiento y la promiscuidad. Equilibrada a tempo por
la poesía más una buena dosis de sensualidad, la escritura se propaga con sus
ritmos sincopados por el allegro, los compases y los colores de la
música. En una Colombia que es “el país de los milagros”.
Ochenta y dos episodios titulados componen esta sopesada
sinfonía que restituye a tutto tondo un mundo que es, por
sobre todo, sencillo y frágil. Un mundo explorado por primera vez en la
narrativa colombiana y redactado en el pentagrama de la transculturación
recreada por la melodía, la cultura libresca y las temperaturas del
romanticismo europeo. En estrecho vínculo con los avatares de las explosivas
culturas literaria, artística y política de un mundo informe y de un país
atrozmente bello, que cabalga el tigre de la posmodernidad y que padecerá
inútilmente el nefasto Plan Colombia inventado entre la Casa Blanca y el
Palacio de Nariño.
Con La escuela de música, Montoya alcanza una
nueva y alta veta, desde la médula de su propia experiencia, pues novela su
período de formación en que, emigrado por urgencias y necesidad de Medellín a
Tunja, cursa estudios en el laboratorio que fue su Escuela de Música. Allí
estudia flauta travesera, composición y armonía, y es músico de planta de
orquestas y conjuntos de música clásica y estudiantinas hispano-andinas. Allí
mismo, agobiado por la pobreza, es al tiempo músico de orquestas populares, con
pagos de hambre, en peregrinaciones infernales por pueblos y villorrios. Pero,
aspectos autobiográficos y vivenciales al margen, dosificados con el oficio de
escritor que se le conoce, lo que fascina es el continuo in crescendo con
que Montoya preludia, en la palabra, el conocimiento de los músicos, de la
música y de lo musical desde su más profunda esencia humana y estética.
Cada uno de los siete capítulos de la novela culmina con el
sonido fatalmente vivificador de una gran composición musical, albergada en
teatros, iglesias y auditorios y transliterada en palabras exactas y vibrantes.
De Schumann al Réquiem de Berlioz, pasando por Carmina
Burana, el Canto general, la muerte infame de su padre, Morada
al Sur, Goethe, Goya, Wagner o Rulfo, cuyo paradigma narrativo es la
Maratón Beethoven, el lector más desprevenido vivirá la angustia especular de
seres sin dioses y sin patria que se interrogan sobre los átomos, la galaxias y
el ayuno impuesto. Así mismo sentirá el pulso y la temperatura de personas
simples que viven la pobreza material, las faidas públicas y
privadas, la precariedad y la grandeza espiritual. Se trata, no hay duda, de la
experiencia de Montoya, reflejo del arduo proceso de aprendizaje de un literato
quien, desde la música, la poesía y el saber, se apersona de los escritores, la
literatura y lo literario, también desde su más profunda esencia.
Al final, destino de toda utopía, pesa la gravedad del
ambiente precario y provinciano: el descenso al infierno del mundo real y
adulto y la caída son inevitables. Potenciado por la ineptitud de una sociedad
hipócrita, el sueño de Zabala precipita y la desbandada es general. El talento,
el cuerpo y los sonidos de los jóvenes adultos se desvanecen en la hojarasca
del silencio. Todo se disgrega en el olvido, apuñalado por la más sorda
desesperanza para una entera generación.
De ella, el único que, quizás, logre rescatarse (la novela es
universo totalizador y, al tiempo, obra abierta) es Pedro Cadavid a quien, no
obstante el recio peregrinaje emocional e intelectual, la vida le sonríe.
Desesperado huye a París donde le esperan un amor, la pobreza, la soledad y una
creatura. Donde, se anuncia piano ma non troppo, encontrará su
personal redención. Porque, a pesar de las adversidades, opta por dar crédito a
la intuición. Ahora, memorioso de vida, música, pasiones y literatura y, al
tiempo, autor de La vela apagada, “ese delirio narrativo, expresado
en una oración larga, hecha a su vez de frases cortas y que sólo acababa cuando
Schumann se tiraba al río”, Cadavid escucha la voz profunda de su otro yo,
quien, desde su melancólica llegada a Tunja, le sugirió “la idea de escribir
una novela a partir de lo que estaba viviendo en la escuela de música”.
La escuela de música que tengo entre mis manos. Y que alerta
sobre la inminencia de nuevos fascismos.
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