En este blog he insistido sobre la importancia de la crítica para la
literatura, sobre el papel que juega como faro para los lectores. La crítica es: “En términos de la ciencia humanística, una de
las tres disciplinas de la ciencia de la literatura, aquella que desempeña una
función dominantemente aplicativa sobre los textos, a diferencia de la teoría
literaria y la historia literaria”. Colombia se reseñan libros en periódicos y
existe información muy precisa sobre novedades, pero está lejos de tener una crítica
literaria seria y rigurosa. Este artículo de “Letras libres”, escrito por Kim
Nguyen, es un buen análisis desde un punto de vista muy particular, lo comparto con mis lectores y espero sea de su gusto. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE HUERTAS
Kim Nguyen
Baraldi
La crítica académica se ha olvidado de lo más importante: cualquier
texto de crítica debería generar en el lector el deseo irrefrenable de
enfrascarse de nuevo en el libro comentado.
“Creo que uno
sólo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino
el amor a esa literatura”.
Jorge Luis
Borges
Mi paso por
la Sorbona fue un fiasco. Cursé la carrera de letras modernas y literatura
comparada y me sentí decepcionado. Aunque aquellos años de universidad fueron
hasta cierto punto provechosos, me quedó un regusto amargo: todo era ahí
demasiado académico, árido y frío. Demasiadas estatuas de mármol, demasiados
escritorios de madera y ningún bar donde poder conversar con los compañeros.
Las clases no eran estimulantes, los profesores no lograban conectar con los
estudiantes, y uno sentía que, cuantas más horas pasaba enfrascado en libros de
crítica especializada, más lejos se hallaba de la literatura. Estudiar así no
tenía para mí ningún atractivo. A día de hoy, me sigo preguntando, algo
entristecido, en qué momento la universidad, desorientada por las cuatro
esquinas, decidió anestesiar el placer de leer.
Por esa
época, apunté en uno de mis cuadernos esta breve anotación: “Propósito: leer
como un escritor”. Yo no me creía escritor, por supuesto, no había escrito casi
nada en mi vida, pero entendí que aquella postura –aunque no supiera, por aquel
entonces, en qué consistía exactamente– era la que yo quería adoptar frente a
la literatura. Y que también me ayudaría a mantener una cierta frescura en la
vida. Así que, sin darme cuenta, empecé a recopilar compulsivamente fragmentos
de escritores que comentan sus libros favoritos, sus escritores de cabecera.
Solía encontrarlos en lugares marginales: correspondencias, diarios, discursos,
conferencias o prólogos. Los críticos viven de la crítica; los escritores, por
el contrario, tienen la gran ventaja de no estar sujetos a hablar sobre la
literatura, si no lo desean. Suelen tomar la palabra en ocasiones contadas,
cuando tienen algo valioso que decir, cuando sienten la necesidad. Y, como es
sabido, la necesidad es lo único imprescindible para escribir algo verdadero.
Empecé, por tanto, a acumular centenares de fragmentos de escritores: Milan
Kundera descubre el poder de lo fútil en las novelas de Flaubert; Thomas Wolfe
recrimina a Scott Fitzgerald su intolerancia hacia los libros que “hierven y se
derraman”; Paul Auster se conmueve por la ternura escondida en los libros de
Georges Perec; Foster Wallace reivindica el humor de Kafka y Dostoievski;
Natalia Ginzburg observa el cambio de luz en la obra de Calvino; Thomas
Bernhard, el huérfano, se tira en los brazos de su padre adoptivo Montaigne;
Françoise Sagan comprende con Albertina desaparecida en qué consiste la locura
de escribir; Walter Benjamin y W.G. Sebald se asombran ante la transparencia
del “yo” kafkiano; García Márquez encuentra su camino literario tras la lectura
de La metamorfosis; Virginia Woolf se emociona leyendo Un corazón simple de
Flaubert; C.S. Lewis se lamenta que los animales no puedan escribir libros;
Marcel Schwob y Juan Marsé releen, ensimismados, La isla del tesoro; el Quijote
político de Magris, el Quijote sonámbulo de Bergson, el Quijote campeón de la
libertad de Pitol, el Quijote humanista de Le Clézio, etc. Todos estos
fragmentos eran para mí momentos raros en los que, de pronto, un relámpago
ilumina el cielo. Ahí encontré la verdadera universidad, en la crítica de los
propios escritores.
Durante años
continué la rutina de compilar textos, hasta que un buen día me topé, por azar,
con un escritor que había construido una reflexión en torno al tema que me
preocupaba, es decir, la diferencia entre la crítica académica y la crítica de
los escritores. Ese escritor es Ricardo Piglia. Recuerdo la revelación que
supuso para mí la lectura de una entrevista en la que este formulaba, con
claridad y en pocas palabras, todo lo que yo había intuido, pero que no había
conseguido expresarme a mí mismo. Casi me caigo de la cama. Esa mezcla de
escritor, crítico y profesor se había propuesto la tarea de “sacar a la lectura
del árido desierto de la crítica académica” y buscaba “a ese lector de
narrativa que está interesado por la discusión sobre la literatura”.
Piglia
destaca algunas características propias de la crítica de los escritores.
Primero, su carácter marginal y periférico: “son intervenciones puntuales que
tienen efectos de iluminación notables”. Segundo, es una crítica muy clara que
tiene la virtud de ser muy coloquial y fluida, sin jerga técnica. Tercero, los
escritores están más interesados por la construcción que por la interpretación
de las obras, es decir, “están más preocupados por cómo está hecho un libro
antes que por lo que significa”. Piglia observa que los críticos suelen abordar
la literatura desde saberes exteriores (la lingüística, el psicoanálisis, la
sociología, el marxismo etc.), mientras que los escritores parten de la propia
literatura y la utilizan como laboratorio. Por último, la crítica que hace un
escritor es siempre estratégica y partidista: un escritor reelabora la historia
de la literatura a su imagen y semejanza, construyendo redes propias y
enfrentamientos, para reivindicar su propia poética. Al fin y al cabo, “cuando
un artista habla de otro, siempre habla –por carambola, por desvío– de sí
mismo”, escribió Kundera.
La lista de
Piglia era casi perfecta. Sin embargo, faltaba en mi opinión una característica
que trascendía a todas las demás. O, más bien, estaba implícita en todas ellas.
Y es que, cuando uno se sumerge en la crítica de los escritores, le entran
ganas de leer. Tan tonto, tan sencillo como eso. Todos los fragmentos que
compilé tienen esto en común que vehiculan una gran carga emocional: hacen
mella en el lector. En una fascinante conversación en la Casa América de
Madrid, Juan Villoro le dijo a Piglia:
“Compartir
entusiasmo es para mí una de las zonas de trabajo más difíciles y yo siempre
trato de llegar a eso y a veces con demasiado énfasis; y me pregunto: ¿hasta dónde
el ensayo permite la emoción narrativa? Llegar –digamos– no solo al
entendimiento, a deconstruir al otro autor, a explicarlo, a crear una zona de
sentido, sino a generar la emoción de haberlo leído, es decir la lámpara
encendida en la lectura, esa imagen casi fundacional. O sea, ¿en qué momento,
de pronto, podemos lograr ese resplandor de una emoción de leer al otro?”.
La crítica
académica se olvidó de lo más importante. Cualquier texto de crítica debería,
en última instancia, generar en el lector el deseo irrefrenable de enfrascarse
de nuevo en el libro comentado. Y eso se logra, solo y únicamente, si el
crítico es capaz de compartir un entusiasmo, transmitir la emoción que sintió
al leer. Basta con recorrer algunas páginas de El telón de Milan Kundera para
darse cuenta de lo emocionante que puede llegar a ser un ensayo. Ese es,
precisamente, el tipo de libro que debería ser obligatorio en primer año de
Letras: después de su lectura, los estudiantes saldrían disparados a hacerse
con el Quijote, La educación sentimental o El castillo, para devorarlos de cabo
a rabo. Ya lo sentenció Virginia Woolf: “La emoción tiene prioridad sobre todo
lo demás”. De eso se olvidó la crítica académica.
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