jueves, 1 de diciembre de 2022

HISTORIAS ENCONTRADAS

 No es fácil contar historias con algún valor universal desde la cotidianidad, este año es el aniversario de Proust y de Joyce. El primero celebra 150 años. "La localidad de Illiers-Combray (3.400 habitantes), a poco más de treinta kilómetros al sur de Chartres, la de la famosa catedral, festejará este sábado por todo lo alto a Marcel Proust (1871-1922). Y no porque viniera al mundo allí –nació y murió en París–, sino porque gracias a sus largos periodos de niño en aquel lugar, y en concreto en la casa de su tía Élisabeth Proust-Amiot, surgiría su obra cumbre : En busca del tiempo perdido". De Joyce 150 años de su muerte. Los cito porque sus obras nacen de las experiencias de amor y odio con sus ciudades, los espacios que los vieron crecer y sitios emblemáticos. La lucha del hombre con su espacio, con las presiones de la sociedad y su propia individualidad. En los últimos escritos he hablado del parque de los "Alcázares", en Medellín Colombia, en la comuna 13, conocida como Santa Lucia. Allí existen personajes y situaciones variopintas con todas las connotaciones con que se ha batido la humanidad desde siempre y que es fielmente reproducida por la literatura: La ambición, la avaricia, la solidaridad, el amor incondicional, la fidelidad, la traición, en medio de una sociedad que no cree en la vida, que se mata implacablemente como es la nuestra. En este parque, al frente de la tienda de Don Joaquín, hay una radiografía del poder, de la incredulidad, de la fe irracional, de lo perverso, del vicio, la lucha y  la desesperanza. 

Son varios y parecen personajes de Chejov. Por ejemplo: El tío Vania no acepta que su cuñado vive de su trabajo y se haya trasladado al campo, lo ve como un acto de descaro; la tres mujeres Olga, Masha e Irina en la obra las tres hermanas, viven siempre en una nostalgia permanente por sus espacios y su vida de joven. Nombraría a David, un personaje del barrio, singular, con razones de la vida que no se parecen a nadie; Omar, que permanece en una nostalgia absoluta y aun así tiene un humor lacerante; Diego que es pura aspiración, enamorado de la vida y sobre todo de las mujeres,  con una hermana fascinante llamada Alina, una maestra excepcional, no solo para sus alumnos sino con su vida, se la gasta con gusto. Aleja se comporta como el personaje de Oscar Wilde en su obra Salome, tomado de la biblia, quien le danza a Herodes y pide la cabeza de Juan el Bautista. Podría decir que Joaquín es  Schilock quien le presta dinero a Bosanio en "El mercader de Venecia" de Shakespeare; qué le pide a cambio sino le paga?, los dejo con la duda de cuál es la condición. Armando, personaje que no le queda grande nada, es el padre de la gestión, todo lo resuelve como un mago y sí no, sabe delegar sabiamente. Wey con un encanto absoluto y cierto pesimismo redomado, debería leer al filósofo Cioran; Simon, el niño genio de las mil culpas, se parece a Dorian Grey. Todas las personalidades pasiones y tristezas están en mi barrio, con personajes absolutamente claros: allí me he encontrado con la vejez desmejorada, con la viuda con dinero, con la felicidad y el abandono, el usurero, el poder detrás del poder y por fuera del mismo......En fin....    

lunes, 7 de noviembre de 2022

LA PAGINA MÁS BLANCA DE LA LITERATURA

 

Voluntarias e involuntarias, existe una larga tradición de hojas vacías. Un recorrido por casos clásicos, de Lewis Carroll a Macedonio Fernández.


Pablo De Santis

02/11/2022 14:01


Tiempo atrás, mientras leía un libro sobre la corrección de textos en el Renacimiento, pensaba: “Qué responsabilidad tan grande la de revisar un texto sobre la corrección: si se deja pasar un error, vale doble”. No había ninguna errata, pero había algo peor: un error de impresión. Muchas páginas en Blanco.

Quienes visitamos librerías con alarmante asiduidad recibimos a veces un pliego vacío: un castigo por comprar más libros de los que leemos. A veces la falla parece una ilustración secreta sobre el contenido del libro. Descubrí páginas en blanco en La escritura profana, de Northrop Frye, como si de tan profana se hubiera borrado la escritura, y también en El arte de la memoria, de Francis Yates, como si entre tantas referencias a la memoria el olvido hubiera querido dejar su huella. Y en La promesa, una novela de Friedrich Dürrenmatt, encontré la pesadilla del lector de policiales: el final había desaparecido.

La otra página en blanco involuntaria es la que nos ha llegado como símbolo de la falta de inspiración y que tiene un nombre largo: “angustia de la página en blanco”. Esta es una falsa página en blanco, que debería llamarse “angustia de la página llena, pero con tonterías”.

Además de los vacíos que proveen el descuido de las imprentas y la falta de inspiración, están las páginas en blanco voluntarias. En su poema satírico “La caza del Snark”, Lewis Carroll cuenta la búsqueda de un animal fabuloso a cargo de una serie de personajes estrafalarios. Como todo aquel que lo ve muere, no hay testimonios sobre el Snark. Especie de Moby Dick en miniatura, el poema de Carroll es un tratado sobre la ausencia, y para hallar a tan ausente criatura nada mejor que un mapa vacío.

Los versos explican la límpida ilustración: “El había comprado un gran mapa que representaba el mar/ sin el menor vestigio de tierra./ Y a la tripulación le gustó que por fin hubiera hallado/ un mapa que todos pudieran entender./ ‘De qué nos sirven los polos, ecuadores, trópicos,/ los meridianos y las otras zonas de Mercator’,/ gritó el Hombre de la campana. Y la tripulación replicó:/ ‘Son meros signos convencionales./ Otros mapas tienen siluetas, con sus islas y cabos,/ pero debemos estar agradecidos/ porque nuestro capitán compró el mejor:/ un mapa absolutamente en blanco’”.

Una página en blanco puede ser también negra. En 1760 aparecieron los primeros dos tomos de Tristram Shandy, de Laurence Sterne, una de las novelas más extrañas de la literatura. Tiene toda clase de excentricidades: capítulos brevísimos, que casi acaban antes de empezar, algún capítulo en latín, una página de papel marmolado, garabatos, un párrafo hecho de asteriscos y una famosa página negra, en señal de luto por la muerte de un personaje.

Cada vez que algún escritor jugó con las convenciones de la novela, como Macedonio Fernández o el brasileño Joachim Machado de Assis, continuó el juego inventado por Sterne. Uno de los capítulos de Memorias póstumas de Blas Cubas, de Machado de Assis, que se titula “De cómo no fui ministro de estado”, está completamente vacío.

Y este es un juego que se sigue jugando. En su novela La casa de hojas (2000) el norteamericano Mark Z. Danielewski unió dos sensibilidades aparentemente incongruentes: la moderna novela de horror (donde lo sobrenatural irrumpe en un ambiente familiar) y la vanguardia. En este caso, una suerte de “vanguardia tipográfica”. Su novela es un objeto de singular belleza gráfica: hay palabras escritas en azul, fragmentos tachados en rojo, además de textos escritos en los márgenes, imágenes, y todas las variantes tipográficas posibles. También hay, por supuesto, páginas en blanco.

Quizá el grupo más grande de páginas vacías es el que apareció en 1985 en el tomo 107 de la revista Zeitschrift für katholische Theologie: entre la página 440 y la 459 hay un gran espacio en blanco. Esta planeada ausencia de palabras tiene una explicación. Wilhelm Baum, especialista en Wittgenstein, escribió un artículo sobre lo que se ha dado en llamar los Diarios secretos del filósofo vienés. Baum había planeado acompañar el artículo de un extracto de los mismos diarios. A último momento, cuando la revista ya estaba a punto de salir, los administradores del legado de Wittgenstein cancelaron la autorización que habían dado.

En la dirección de la revista se enojaron y decidieron que las diecinueve páginas en blanco expresaran su protesta contra la cancelación del permiso. Así lo cuenta el mismo Baum en su edición de los Diarios secretos. Wittgenstein había escrito esos diarios en clave, alterando el lugar de las letras. Y las diecinueve páginas en blanco homenajearon a su manía criptográfica con otro mensaje secreto.



Las páginas en blanco iniciales (o “páginas de cortesía”) sirven para que los bibliotecarios peguen las papeletas o sellos que ordenan los libros, para que los lectores desconfiados estampen sus exlibris y para que los autores escriban sus dedicatorias. Ningún autor llenaba la página en blanco como Manuel Mujica Lainez: pluma de oro, caligrafía redonda y tinta negra. En el extremo opuesto estaba Borges, cuya firma era un garabato indescifrable.

En tiempos de autos Duravit y muñecas Yoli Bell había también un juguete que se llamaba Pizarra mágica. Se escribía con un punzón sobre una lámina que estaba en un marco de cartón; al deslizarla fuera de su marco, los trazos se borraban. Ese juguete tiene su origen en el siglo XIX, y el mismo Freud se refirió a él en un artículo para explicar el funcionamiento de la memoria. Los recuerdos inmediatos se borran, como nuestros trazos ligeros en la pizarra. Pero los trazos más fuertes marcan una lámina escondida, que es negra (como recordará quien haya desarmado la pizarra en busca de su secreto). La página blanca representa los recuerdos del día, que perdemos de inmediato, porque no los necesitamos; la página negra guarda las experiencias importantes o traumáticas.

La imagen de la mente humana al nacer como una tabula rasa, una página que ha de llenarse con la experiencia, fue acuñada por John Locke, aunque tiene ilustres antecedentes. Gilbert K. Chesterton, en cambio, encontró en el papel sin letras un motivo de reflexión sobre el Bien, ya que sospechó que una página en blanco no es una página vacía: está habitada por la blancura.

En uno de sus artículos (“Un trozo de tiza”) Chesterton no solo hace el elogio de un humilde pliego de papel de estraza, sino que lo utiliza para definir la virtud. “Una de las sabias y tremendas verdades que este arte de estraza revela es esta: que el blanco es un color. No es mera ausencia de color, es una cosa brillante y con calidad de aserto; tan altiva como el rojo, tan definida como el negro”. Y el blanco del papel se convierte en metáfora de la virtud: “La virtud no es la ausencia de vicios o la evitación de peligros morales; la virtud es algo vivo y destacado, como el dolor o como un determinado aroma”.

Tal vez no debamos enojarnos tanto con los impresores o editores cuando en medio de un libro descubrimos páginas sin imprimir. Podemos encontrar alguna enseñanza en esa imprevista blancura.

viernes, 21 de octubre de 2022

VIRGINIA WOOLF, LECTORA HONESTA

 

 

 

Este excelente artículo es tomado de la revista “Letras Libres”. Espero mis asiduos lectores lo disfruten. Cesar H Bustamante 

 

Lo más importante, y lo más complicado de conseguir, para un lector es la honestidad, pensaba la escritora. 

20 octubre 2022 

 

Salgo de una vivificante temporada leyendo a Virginia Woolf. Su diario, sus novelas y ensayos. Su frescura y humor. Lo que más me ha impresionado es la facilidad con la que se emancipa, en todas las esferas, de las ideas dominantes de su época. Tenía un olfato único a la hora de detectar prejuicios y calar a personas que repiten opiniones ajenas, sin sentir ni pensar. Su obra fue una lucha incesante por construir una habitación propia donde pudiera abrir ventanas y disfrutar de una vida afectiva e intelectual en desconfianza de la teoría. Y de todos los temas que abordó y resquebrajó –sexualidad, enfermedad, relaciones familiares… –, me interesa particularmente la posición que sostuvo, en muchos de sus escritos, sobre cómo debe ser un buen lector.  

Para Woolf, existen dos tipos de lectores supuestamente acreditados de los que hay que desconfiar. Primero, el lector académico. El título de su primer libro de ensayos, El lector común, es una referencia a Samuel Johnson, quien recelaba de los profesores llenos de prejuicios literarios y su engañosa erudición. “Permitir que unas autoridades, por muy cubiertas de pieles sedosas y muy togadas que estén, entren en nuestras bibliotecas y dejar que nos digan cómo leer, qué leer, qué valor dar a lo que leemos es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios”. A eso, le opone el lector común quien “lee por placer” y que “nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión”.  

Por otra parte, Woolf ataca a la crítica periodística. Sabía de lo que hablaba, pues escribió más de seiscientos artículos para la prensa, de los cuales innumerables reseñas críticas. Su principal objeción es que el reseñador es una persona que va con prisa y que debe “escribir demasiado y demasiado a menudo”. En tales condiciones es difícil realizar una lectura productiva de un libro, sabiendo además lo “ imposible” que es para “los vivos juzgar las obras de los vivos”. En un ensayo titulado “Reseñar”, Woolf imagina, con su habitual humor, una horda de reseñadores convertidos, con el paso de los años, en “resumidores” (resumirán únicamente la trama) y, posteriormente, en “probadores” (le pondrán un sello al libro, “un asterisco para indicar aprobación y una daga para indicar desaprobación”). Asimismo, Woolf señala que las reseñas suelen tratar sobre autores vivos, que son amigos o enemigos. “El reseñador sabe que tiene obstáculos, distracciones y prejuicios”. La crítica periodística se inserta en un juego de relaciones, en el qué dirán, alejada, por tanto, de una lectura pura y desinteresada. 

Woolf desconfía de aquellas lecturas motivadas por factores ajenos al propio placer del lector. Lecturas cuya finalidad consiste en encajar y no meter la pata. Lecturas que buscan, a veces inconscientemente, la aprobación del entorno en el que se realizan. Un lector no lee lo que quiere, sino lo que supone que los otros esperan de él. Parafraseando a Nieszche, no deberíamos leer ni un solo crítico más al que se le note que quería hacer un libro, un artículo: tan solo a aquellos cuyos pensamientos de improviso se volvieron libro o artículo. Decía Valéry que “solo leemos a fondo lo que leemos por motivos personales”. Y Woolf definía sus ensayos como “crítica no profesional”. 

La noción clave, para ella, es la de honestidad. Entre tantos académicos y reseñistas, busca la figura del lector honesto, aquel capaz de deshacerse de categorías preestablecidas, de la mirada de los demás y escucharse a sí mismo. En Una habitación propia, Woolf defiende la ardua libertad de pensar en las cosas tal como son: “Ese edificio, sin ir más lejos, ¿me gusta o no me gusta? Ese cuadro, ¿es bonito o no lo es? Ese libro, ¿es a mi juicio bueno o no?”  La mayoría de las personas no leen, creen leer. Miran al costado para saber si un libro es bueno. Buscan confirmación en solapas, fajas de libros, reseñas o tweets. Incluso antes de haber leído el libro. Requiere mucha valentía y preparación para leer honestamente, a la manera de Robinson Crusoe en la isla desierta, es decir, como un lector necesitado, despojado de sus bienes, ligero de ropa y tirado a la deriva. Decía Flaubert que era necesario beber océanos y orinarlos después. 

Woolf es muy proustiana en su manera de desconfiar de la inteligencia. Para ella, como para el autor de La recherche, la sensación prevalece sobre todo lo demás, la sensación permite acercarse a la verdad del mundo. Por lo menos a nuestra verdad del mundo. No existe un saber exterior y objetivo que nos dé la clave de lo que sentimos, por ejemplo, al leer. Al contrario, la inteligencia distorsiona. Uno debe confiar en sus sensaciones y empezar siempre desde ahí. “Un cuerpo dice la verdad. No siempre ni a la primera, pero siempre es el cuerpo el que la dice”, escribió J.M. Coetzee. La honestidad del lector consiste pues en primar la intensidad de las emociones, en la difícil tarea de volver a poner el cuerpo en el centro de la lectura. 

Para ello, la cualidad principal de un lector debe ser la atención. Prestar atención a lo que siente cuando lee. No a lo que debería estar sintiendo, sino a lo que siente. Para no equivocarse, para no confundirse a sí mismo, para no realizar una lectura impostada. Poner toda la atención, todo el talante, toda la buena voluntad en la lectura. ¿Me siento vivo o, por lo contrario, indiferente? ¿Por qué tropecé con esta frase? ¿Por qué se detuvo mi ojo en aquella palabra? ¿Por qué bostecé? ¿Qué me sorprendió, qué me decepcionó? ¿Qué pasaje quise releer? ¿Por qué tuve las irrefrenables ganas de leer en voz alta? ¿Por qué, impaciente, comprobé el número de páginas que faltaban para acabar el capítulo? ¿Por qué me incorporé en la cama en ese preciso instante? ¿Por qué camino más despacio desde que cerré el libro? ¿O, por lo contrario, por qué me pongo a correr? El núcleo de toda crítica, si se quiere verdadera, debería encontrarse entre los omoplatos, un hormigueo en la médula espinal. Y es que le prestamos demasiada poca atención a nuestro cuerpo.  

Woolf plasmó esta atención absoluta en una inolvidable escena de su novela Al faro. La señora Ramsay –mujer entregada al cuidado de su familia, de la casa, celestina a tiempo parcial– se queda, por fin, sola y en silencio en la terraza de la casa. Sus hijos se han acostado y ella abandona su papel de madre dedicada. Los quehaceres, las prisas y las obligaciones desaparecen. Ese trato inevitable con los demás. Tiene la sensación de despojarse poco a poco de su propia personalidad y convertirse en “una cuña de oscuridad”. Y en este estado, contempla los destellos del faro y repara en que su preferido es el último de los tres, el más largo y prolongado. La señora Ramsay prefiere esa luz a todas las demás cosas. Esta escena hace especial eco a una entrada del diario de Woolf: “Cuando llega una visita soy Virginia, pero cuando escribo soy apenas una sensibilidad. Claro que me gusta ser Virginia, pero solo cuando mi disposición es sociable. Y ahora solo deseo ser una sensibilidad.” Todo lector debería tener ese sueño: leer con una atención absoluta, convertirse en una sensibilidad, leer como sueña escribir Virginia Woolf, leer exactamente de la misma forma en que la señora Ramsay mira el anochecer en la bahía y el destello prolongado del faro.  

¡Pero qué difícil! ¿Verdad? ¡Qué difícil es leer honestamente! Cuando pienso en Woolf, me viene la imagen de la señora Ramsay sola en su terraza y estas hermosas palabras de Philip Roth: “¿La crítica? Daría dos años de vida por escuchar en silencio lo que Virginia Woolf opinaría de una de mis novelas”. Porque Woolf no miraba al costado para saber si un libro era bueno. Era la lectora honesta que tanto buscó.  

 

No.286 / octubre 2022 

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