sábado, 6 de enero de 2024

BORGES LECTOR ( CARLOS GAMERRO)

  Son muchos los libros sobre la obra de Borges o la recopilación de textos suyos entorno a temas específicos. Una cosa está clara, la importancia del escritor Argentino como lector e interprete inigualable de textos y temas que, ahora, se conocen como Borgianos, gracias a sus ensayos lúcidos y absolutamente diferentes, que lo han hecho uno de los hombres más leídos del mundo y mas estudiados y referenciados. Público este prologo del libro "Borges Lector" sobre algunas conferencias del autor de este libro en Buenos Aires, de absoluta coherencia y que son un radiografía perfecta del lector a que nos enfrentamos cada vez que lo leemos a Borges y el cual cambió en mucho sentido la idea general sobre estos autores clásicos a que se refiere. Espero mis lectores lo disfruten.

CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.


PROLOGO


 Es posible que Borges no haya sido el escritor más importante del siglo XX. Hay candidatos más fuertes, como Joyce, Kafka o Proust, por mencionar apenas a las tres personas de la Trinidad. Sin embargo, pocos se atreverían a discutir que Borges fue el lector más intenso e interesante del siglo  XX. Ahora, ¿qué queremos decir cuando decimos «un gran lector»? En primer lugar, un gran lector es quien logra transformar nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de él. Es bastante evidente, a esta altura del partido, que Borges ha cambiado la manera en que nosotros podemos leer a Homero, a Dante, a Shakespeare o a Cervantes, para mencionar solamente a cuatro de los autores que trataremos. Pero en el caso de Borges ese «nosotros» va más allá de los argentinos o sudamericanos. Que Borges modifique la lectura de Homero o de Dante para los lectores argentinos no es una hazaña tan, por lo menos, inédita. Sí lo es que Borges haya modificado la tradición literaria italiana de los italianos, como ha hecho con sus lecturas del Dante y como han reconocido, entre otros, Ítalo Calvino;[1] o que haya cambiado la relación de los ingleses con su propia literatura, notablemente en sus reescrituras de la antigua literatura anglosajona. Y esto tiene una decidida importancia no solo estética sino también política: la teoría de la dependencia, hoy bastante desvirtuada en el terreno económico, sigue teniendo vigencia en el cultural: si un profesor inglés o estadounidense escribe sobre nuestra literatura o nuestra historia, nos sentimos obligados a leerlo, consideramos su saber no solo válido sino imprescindible. Ahora, si un profesor argentino escribe sobre historia inglesa o literatura inglesa, no genera ninguna obligación condigna —salvo si se trata de Borges—. Borges es un autor sudamericano que ningún escritor, crítico, profesor o lector culto del país que sea puede ignorar, no solo cuando habla de la gauchesca, el tango o el peronismo, sino cuando se ocupa de Homero, la Biblia o el gnosticismo. Un gran lector no se agota en los placeres de la lectura solitaria; debe comunicar sus lecturas. Y esto es algo que hace de diversas maneras: escribiéndolas, sea en ensayos críticos, sea en la creación literaria; enseñándolas, como puede hacer un profesor, o traduciéndolas. Borges descolló en todos estos campos. Un gran lector no solo cambia nuestra manera de leer y de entender a los clásicos ya establecidos; también reorganiza y reestructura el canon literario, sacando y poniendo: el prestigio de autores como R. L. Stevenson o G. K. Chesterton entre nosotros, y también en Inglaterra, le debe mucho a las lecturas y reescrituras que Borges hizo de sus obras; la influencia de Las palmeras salvajes de Faulkner en la literatura del boom latinoamericano se debió en gran medida a su traducción.

El crítico estadounidense Harold Bloom define al canon literario de manera muy sencilla en su libro El canon occidental: [2] son los libros que todo lector culto debería leer en el transcurso de su vida. La medida del canon, la cantidad de libros que pueden entrar en él, está determinada por la extensión de la vida lectora, que es algo más breve que la ya de por sí breve vida humana. Y si bien este tiempo se ha ido extendiendo —gracias a los avances de la medicina, no de las técnicas de lectura, por cierto, ya que seguimos leyendo ahora con tanta rapidez o lentitud que cuando se inventó el alfabeto— sigue siendo un tiempo acotado, y el canon acumula clásicos a mayor ritmo que nosotros acumulamos años. En una imagen a la vez sugerente y precisa, Bloom imagina el canon como un barco en el cual los libros viajan hacia la inmortalidad; como el tamaño de ese barco es limitado, a medida que se agregan libros nuevos, clásicos modernos, otros deben ser arrojados por la borda.

Porque el canon no es algo que nos llegue ya prefijado, y que debamos aceptar sin más. Se define siempre en el presente. Que un libro se haya convertido en clásico en un determinado momento, y lo haya sido a lo largo de varios siglos, no garantiza que lo siga siendo para siempre. Pareciera que algunos están para quedarse: la Ilíada, la Odisea, la Divina comedia, la Eneida. Pero otros con parecida vocación de inmortalidad, como el Orlando furioso, y a pesar de los denodados esfuerzos del mismo Borges por salvarlo, ya viajan rumbo al olvido, salvo quizás en su país de origen. El canon no es algo que el pasado nos lega y nos impone, sino todo lo contrario: es lo que nosotros, en el presente, decidimos que vale la pena leer. El canon es, de alguna manera, la memoria de la literatura. Y la memoria, tengamos en cuenta, transcurre en tiempo presente. El acto de recordar es un acto que sucede ahora.

La pregunta del millón, cuando de cánones y canonizaciones se trata, es la de quién decide o fija qué libros componen el canon. Harold Bloom, al final de El canon occidental, tuvo el atrevimiento de proponer una lista de libros canónicos y casi al punto el mundo puso el grito en el cielo, porque había incluido a tal y había dejado afuera a cual, o viceversa. Merecido castigo por no haber seguido sus propias reglas: tanto en La angustia de las influencias como en El canon occidental Bloom afirma que quienes deciden, en cada momento, y revisan constantemente, la composición del canon no son ni los profesores, ni los críticos, ni los lectores, sino los escritores decisivos del presente; y que no lo hacen dando su opinión o haciendo sus propias listas, sino simplemente escribiendo. Es en su propia escritura y reescrituras que mantienen con vida a estos textos del pasado, o les dan vida nueva.

Cuando Joyce, por dar un ejemplo, decide basar su Ulises, episodio por episodio, en los de la Odisea, no solo está diciendo que la Odisea sigue siendo un texto que está vivo, que debemos leer: está haciendo que lo sea. No porque la Odisea esté viva yo escribo Ulises, sino más bien al revés: porque yo escribo mi Ulises, la Odisea está viva. Está viva porque yo estoy dándole vida nueva. Y lo mismo puede pensarse en relación a las puestas teatrales. Shakespeare está más vivo que Lope de Vega porque todo el tiempo lo estamos actualizando en versiones nuevas, en escrituras nuevas, en nuevas traducciones y puestas teatrales. Es en este sentido que vamos a leer estos ensayos, estos poemas y estos cuentos de Borges que toman como base, como punto de partida, como tema, los textos de Homero, de Dante, de Shakespeare y de Cervantes, y los convierten en textos actuales en lugar de exhibirlos como monumentos del pasado.

En «Kafka y sus precursores», un ensayo de Otras inquisiciones, Borges toma nota de una serie de autores anteriores a Kafka, de distintas épocas, geografías y lenguas, en los cuales percibe cierto aire kafkiano, todos ellos, aclara, autores que Kafka probablemente no leyó. Es decir, no son precursores de Kafka en el sentido estricto del término. Y sin embargo solo podemos asignarles esa cualidad de kafkianos una vez que Kafka escribió su obra y que esa obra se convirtió en una obra profusamente leída, fundamental, necesaria. Borges establece que no solo esos autores no se parecían a Kafka antes de que Kafka escribiera (cosa obvia), sino que tampoco se parecían entre sí. No es que Kafka descubrió el parecido o nosotros descubrimos el parecido gracias a Kafka. Ese parecido no existía porque esos textos, antes de que Kafka escribiera, eran distintos:

"Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro".

De manera análoga, nosotros leeremos a Borges y su trabajo de modificación de estos grandes autores del pasado, comenzando por Homero.

lunes, 1 de enero de 2024

LA SOLEDAD ENCANTADORA DE ANA

Cuando la vi estaba como siempre, impecable, su sonrisa intempestiva y contagiosa, su figura hermosa me recuerda a Hannah Arendt, vestida con orden y colores que le dan a su rostro una vivacidad exuberante, como aquellos personajes que solo el cine crea con sus majestuosos artificios. Oculta una recóndita tristeza convertida en la mejor carta para navegar en el próximo futuro, en cada expresión delata un optimismo rampante, más aferrada a sus hijos y amigos que nunca. Ana es una mujer especial y diferente, directa, paisa de sobremanera, hasta las groserías le suenan bien, son guturales.

La conocí en el parque de los iconoclastas en el barrio los Alcázares de Medellín. Siempre camina por uno de sus andenes, el del costado, por la esquina de Cesar, muy apurada hacía la tienda de don Joaquín por cigarrillos. Tiene gemelas hermosas y un hijo entregado a Dios con un amor inconmensurable y lúcido, guarda disciplinas que pocos entienden. Ahora hablo con Ana con verdadero fervor que solo la amistad aporta. Ama a su madre y es muy condescendiente con su hermano.

Su niñez fue hermosa. Conserva la mayoría de sus amigos de esta época. Su cerebro es muy masculino, realmente poco se entiende con las mujeres, el conocimiento de su propia naturaleza le basta para saber cómo son las féminas y por qué es preciso ciertas distancias con ellas.

La escritora francesa, ganadora del nobel de literatura, Annie Ernaux, es el personaje central de sus propias novelas. La vida de sus padres, las crisis familiares, su adolescencia, sus primeras experiencias sexuales, su embarazo, son temas de sus novelas. Ana daría para todo esto, en pequeñas novelas cortas de una hondura y profundidad que expresaría temas muy universales. 

Los amores contrariados de Ana se podrían narrar desde la tragedia que implicó sus vivencias con cada pareja, desde una naturaleza femenina muy rebelde y absolutamente iconoclasta. Su vida sexual, por fuera de los matices de la sociedad patriarcal antioqueña que le tocó inevitablemente, debe ser rebelde y por fuera de los imperiosos dictados de una sociedad clerical. Cómo sí la mujer tuviera que manejar el deseo con guante de seda, lleno de protocolos y por fuera de la locura que solo la pasión despierta, tema exclusivo de los machos hasta hace poco. Definitivamente las cosas han cambiado y la vida es para gastarla.

Igual pasa con su niñez y adolescencia, más cercana a los amigos que a los conciabulos de mujeres, al aquelarre habitual. Su adolescencia y los primeros amores constituyen un bello recuerdo entre parques, arroyuelos de barrio y juegos inolvidables. La vida alrededor de padres y de sus hijos la marcó, bien sea para rebelarse o para tomar lo mejor. Ella es experta en toda la protocolización, venta y escrituras de bienes inmuebles. Se mueve como pez en el agua y de seguro en esta materia su futuro es alentador.

La conocí cuando estaba con su última pareja. Todo giraba en torno al hogar, ese era el proyecto vital, la razón de su hacer diario y, con dos inteligencias de ese talante lo previsible era un futuro halagador. Pero todo combate en el amor está condenado al fracaso o a la simulación en pro de intereses mutuos, al consumo de los días en propósitos solo para sobrevivir, horas banales de mierda. La pasión pasa y quedan las rutinas, o lo peor, los celos mutuos agrietan cualquier relación, son como llagas incurables y cualquier confianza se pierde, sin ella nada prospera en materia de amor y convivencia. Nada es lo que parece entonces. Al final, para ella, la soledad es de las mejores compañías. Cero engaños.

Ahora, Ana es Ana. Expresiva, suelta, locuaz, inteligente, sin imposturas y con los riesgos de volverse a enamorar. Está claro que en el fondo es una mujer de hogar, antioqueña neta. Me agradó verla, oírla cantar, dicharachera y siempre alegre. Sé de antemano que saldrá adelante, viajará mucho y en cualquier recodo del azaroso destino encontrará todo lo que la hace feliz. Verla me recordó a muchos personajes literarios y una alegría que habla del cariño que siento por ella.



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