En diciembre suelen darse
listas de libros, los mejores del año, bien sea por ventas, por su excelencia
narrativa, en ella caben aquellos que recomendarías por alguna razón especial,
casi siempre relecturas y por su puesto las acostumbradas antologías por
categoría de lo editado en el año (novela, poesía, no ficción, ensayo,
ciencia...) que ameritan tenerse en cuenta según el criterio de cada
publicación o autor. La de la revista “Arcadia” de Colombia es muy completa, lo
mismo la de “Babelia” del periódico “El país” de España. Estas listas suponen
lectores de tiempo completo lo que realmente hoy es casi una utopía, muy pocos
vivimos en esa compulsión irresponsable de querer leerlo todo. Es difícil en
ese bosque escoger el árbol que nos aporte, no solo una lectura agradable, sino
que al final nos produzca ese sentimiento de exaltación que suelen provocarnos
los buenos libros, porque nos cambian, nos aportan, suman al final.
Quiero referirme a una
lectura que me tiene encantado, me refiero a Eva Illouz con un texto que se
llama “Las intimidades congeladas”. Descifrar el momento histórico para mí
siempre es de suma importancia y esta autora lo logra con una lucidez
asombrosa: “Tradicionalmente, los sociólogos entendieron la modernidad en
términos del advenimiento del capitalismo, de la aparición de instituciones
políticas democráticas o de la fuerza moral de la idea de individualismo, pero prestaron
escasa atención al hecho de que, junto con los conceptos familiares de
plusvalía, explotación, racionalización, desencantamiento o división del
trabajo, la mayor parte de los grandes relatos sociológicos de la modernidad
contenían otra historia colateral en clave menor, a saber, las descripciones o
los relatos del advenimiento de la modernidad en términos de emociones”. No solo
escruta las consecuencias del capitalismo en el sujeto, en el hombre de a pie,
con todas sus imposturas, sino todas las dís-funcionalidades y las des-armonías que
nos generan angustias y malestar, las emociones en suma, el cumulo de lo que sentimos. Su mirada está soportado en el pensamiento de
los grandes filósofos y sociólogos de mitad del siglo pasado, en el proyecto de
la modernidad, los textos y discursos que lo hicieron posible desde la
ilustración:“Por más que no sean conscientes de
ello, los relatos sociológicos canónicos de la modernidad contienen, si no una
teoría desarrollada de las emociones, por lo menos numerosas referencias a
éstas: angustia, amor, competitividad, indiferencia, culpa; si nos tomamos el
trabajo de profundizar en las descripciones históricas y sociológicas de las
rupturas que llevaron a la era moderna, podremos advertir que todos esos elementos
están presentes en la mayor parte de ellas. Lo que quiero destacar en este libro es que
cuando recuperamos esa dimensión no tan oculta de la modernidad, los análisis de
lo que constituye la identidad y la personalidad modernas, de la división entre
lo privado y lo público y su articulación en las divisiones de género,
experimentan un gran cambio”. Este texto lleva varios años de publicado,
realmente no lo había referenciado, pero ahora que lo leo, estoy gratamente
sorprendido, es un hecho que la relación del sujeto con los poderes instaurados,
las servidumbres y la manera como vivimos en el marco del capitalismo imperante,
situación que para la mayoría de sujetos no está resuelta desde la perspectiva
de la justicia social, es más una
impostura de la que difícilmente escapamos, en una economía global como la
actual, que no permite disidencias, en
medio de las tecnologías de la información y el conocimiento, las cuales han trasformado sustancialmente a este sujeto
y su relación con el medio.
Nancy Fraser ha trabajado
el tema con mucha hondura, sus textos son emblemáticos y en ellos enfatiza el
grave problema de la distribución de la riqueza, como se dan las diferencias,
como se traducen en la escasez de oportunidades´, trabajo que comenzó estudiando
la discriminación de la mujer: “Así pues, en general nos enfrentamos a una
nueva constelación. El discurso de la justicia social, centrado en otro momento
en la distribución, está ahora cada vez más dividido entre las
reivindicaciones de la redistribución, por una parte, y las reivindicaciones
del reconocimiento, por otra”. Desde el feminismo ha hecho evaluaciones y
descripciones de la manera como se expresa el capitalismo en el sujeto a través
de la distribución y el reconocimiento.
Estas lecturas confirman
que la escuela sociológica del siglo XX, que tanto le aportó a la filosofía y
al estudio de las sociedades pos-industriales continua de alguna manera produciendo
textos lucidos que explican estos contextos tan importantes.
Quisiera referirme de nuevo a este
tema, titulo de uno de los ensayos más lúcidos de George Steiner, exponer la infinidad de conexiones que podemos articular alrededor de una obra. Depende de cada lector quien matiza su mirada y su relación con el texto de múltiples maneras. Carolina Sanin una inteligente escritora,
profesora de literatura y crítica Colombiana en su última columna de la revista
“Arcadia”, comenta la poca importancia que le da al contexto histórico de una
obra, explica que este debe ser descubierto al interior de la misma, que en
todo caso, para sus alumnos lo tiene en cuenta, pero que siempre hace esfuerzos
para recordarlo en cada obra, al final, para ella este no es tan importante. “Babelia”,
el suplemento literario del diario “El país” de España acaba de declarar el
libro del año los relatos de Lucia Berlin “Manual para mujeres de la limpieza”.
Su vida, una verdadera novela, recuerda
los periplos extremos de los poetas malditos de la Francia del siglo XIX, la
divulgación de su atribulada existencia ayuda a disparar las expectativas por su obra, sobra decir que para la crítica especializada siguen siendo de suma importancia. La relación entre los aspectos biográficos del autor y
el texto, aspectos que muchas veces los publicistas de las editoriales terminan
convirtiendo en mito con el ánimo de impulsar un mercado, y los cuales la crítica, sobre todo los estudios académicos, descifran y develan con mucho rigor, pese a su importancia, no desplazan al texto, desde Poe constituyen
un basamento que es imposible eludir, pero la obra se sobre-pone a estas articulaciones.
El texto, sin caer en los pecados propios del
estructuralismo, constituye un cuerpo, un universo, que sobrevive al autor y a todo
el contexto histórico que pretendamos elucidar. Toda obra nace en circunstancias
especiales desde la perspectiva histórica, incluyendo el entorno del escritor, aquellos
aspectos meramente personales. “El coronel no tiene quien le escriba” de
Gabriel García Márquez, tal vez sea el mejor ejemplo, la relación con el
contexto histórico en que fue concebida y escrita por el autor son fundamentales sí se quiere ahondar en un estudio genealógico más incisivo, las circunstancia existenciales del escritor son de igual manera imprescindibles
para entender ciertos tics del texto y el propio contexto al interior del mismo develan algunas claves de la génesis del cuerpo narrativo y de su
estructura. Miremos los comentarios de Carolina Sanin al respecto: “Promuevo la
lectura fuera del contexto: en el texto. Les digo a los estudiantes que en el
texto está el contexto. Que el contexto son el texto. Que el contexto son el
texto, la totalidad de la lengua y el lector. Que la vida de uno es el contexto
de lo que uno lee, y además, eso es irreversible. Enseño literatura, no
historia de la literatura”. Estas elucidaciones que además Carolina expone
desde la esclerótica del amor, tienen mucho sentido: “Creo que sí tratamos de entender un poema, entrevemos
como fuimos al escribirlo, cuando lo leemos con atención (Cuando lo
contemplamos, lo analizamos, lo partimos y lo juntamos y nos demoramos en sus
espacios) el poema- o cualquier obra de arte-nos dignifica, pues nos enseña que
es ser humano, y que después que un ser humano alcanza-y no alcanza- en suma, creo
que leer y amar son una sola cosa, una sóla cancelación del tiempo. Leer hace
que nos amemos así mismos”. Dice
Steiner: “ Las configuraciones psicológicas de la lectura, los reflejos
de conciencia que organizan nuestra ingestión, (Termino de Ben Jonson) del
texto, no son ciertamente, menos temporales, menos el producto de la intrincada
coincidencia de opciones innatas y ambientales, aquí como en la historia del
arte o de la forma musical, el momento cogniscitivo más simple implica procesos
interactivos y en constante movimiento, que van desde los neurofisiológicos,
por un lado, hasta los elementos más inestables y difíciles de de documentar de
la moda, la contingencia social, y el accidente local por el otro”. Establece después: “La mayoría de los actos
de lectura, digamos el 95 %, simplemente para ejemplificar la tosquedad de la
evidencia, se dán en un contexto ( adviértanse las proximidades ininteligibles,
y sin embargo vitales, , de texto y contexto) se objetivizan con relación a los
fines que no pueden llamarse sino
efímeros, utilitarios, mecánicos, casi sonámbulos”.
Un texto siempre remite a
otras referencias, pese a no necesitar el entrevero de estas articulaciones muy
comunes en la crítica especializada. Citati, el gran crítico Italiano, nos ha
enseñado a mirar las obras desde adentro, sin contexto. Desde su universo
construye todas las miradas, para nada se sale del texto, la obra siempre se
contiene en una totalidad, no necesita referencias de ningún orden. Lo interesante es que el lector tiene la palabra. La relación del texto con su lector es rica en matices, de esto no hay duda.
Pocas veces se hace el diagnostico sobre el conocimiento de la
literatura Colombiana de nuestra
juventud, el nivel de compromiso en este ámbito, cómo se articula esta relación en un
mundo dominado por las TIC, con mucha prevalencia de los medios digitales. En este
semestre he visitado de manera continua las bibliotecas públicas de Medellín,
he conversado con estudiantes de literatura y con lectores espontáneos sin
ninguna formación profesional. También soy un asiduo visitante de las
principales librerías de la ciudad y en estos sitios de igual manera he
escrutado este tópico. No dejo de asistir a los eventos en que se presentan
nuevos libros, esto para dejar en claro, que de alguna manera puedo ser testigo
de cargo de cómo vibra esta relación. Varias son las realidades. La primera, ya
no populan los lectores compulsivos de otros tiempos y son muy pocos los sitios
de encuentro para hablar de literatura, la juventud cada vez se aleja del texto
y más bien se acerca al mismo a través de otros medios tecnológicos más acordes
con su mundo. Aún así, pese a que se venden muchos libros, no se leen. Segundo,
el acercamiento a los más importantes textos de nuestra literatura: “María”, “La
vorágine”, " Cien años de Soledad" ,la poesía de Silva, para citar sólo unos, la información que obtuve fue de personas absolutamente distantes, la mayoría de veces los
interrogados desconocen estas obras, los jóvenes están leyendo autores contemporáneos, pero no nuestros clásicos, algunos muy populares, más por gracia de los medios de comunicación, me refiero aquellos libros que han servido para montar series televisivas, series que han tenido mucha popularidad, su vigencia se debe más a los
artificios de la publicidad que a su calidad. A esta especie de apatía imperante contribuye la ausencia de una
crítica rigurosa, llamativa y que fomente la lectura, por este camino el
conocimiento de nuestra literatura ya no es importante, ni siquiera para los lectores asiduos, la oferta de textos extranjeros es muy grande . Quede estupefacto, de comprobar cómo la
juventud desconoce la mayoría de los autores emblemáticos de nuestra
literatura. Tomé a Héctor Rojas Herazo como ejemplo, realice una encuesta alrededor
suyo y después de mucho preguntar entre la juventud, su desconocimiento era casi general. Con un problema adicional, a la juventud no le preocupa
esta falencia, la lectura de textos es cada vez menos importante para su
formación. En todo caso, no se puede afirmar que la batalla esta perdida, pues
en otros países la lectura de literatura es popular y de suma importancia. Que
estamos haciendo desde la gestión pública. Colombia tiene una de las mejores
redes de Bibliotecas públicas. Hay una política de fomento a la lectura
rigurosa. Tal vez debemos ser más ingeniosos en el acercamiento del joven al
texto. Pascale Casanova, está excelente crítica, escribió: “¿Es posible
restablecer el eslabón perdido entre la literatura, la historia y el mundo, y
al mismo tiempo mantener una completa percepción de la irreducible singularidad
de los textos literarios? Segunda, ¿puede concebirse la literatura como un mundo
en sí? Y en tal caso, ¿podría una exploración de su territorio ayudarnos a responder
la primera pregunta. Cómo darle a entender a nuestra juventud la importancia de
la buena literatura, como memoria, desde la perspectiva hedonística, como
descubrimiento del mundo estético propio y de la visión particular narrada por
nuestros escritores a través de sus obras más importantes”.
Funda lectura realiza un labor encomiable. Los libros y las bibliotecas
en las paradas de autobús son un recurso de suma importancia, reglar libros en
el transporte público y fomentar lecturas, labores en las que no cede son una
buena política. Fuera de esto, gestiona políticas públicas a favor del fomento
de los lectores y por su puesto en el conocimiento de nuestras letras. La lectura cumple un papel vital en la vida nuestra, como formación y
como memoria, Alberto Manguel recordaba:
“¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad
compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero
juego de palabras? Éste es un paseo por la historia de los libros y por las
obras de algunos de esos grandes hechiceros responsables del paraíso de la
lectura. Memoria, intimidad, imaginación, sentimientos, inteligencia, aventura
y descubrimiento son algunas de las palabras que reivindican el estatus de un
placer que nos hace más humanos.
Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria
olvida fácilmente no sólo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también
los recientes de nuestros días. Es, pues, muy conveniente y útil poner por
escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos
para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, según
afirma el gran orador Tulio". Así comienza la novela que, entre los pocos
libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote, el cura rescata por ser
"un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": el Tirant
lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a
casa y leedle", le dice a su compadre el barbero, "y veréis que es
verdad cuanto dél os he dicho"[1].
Después agrega, refiriéndose a la lectura: “Pero ¿qué es este
placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de
sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de
palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda
e intraducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y
a coronar a otros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos
conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita?”. Tal vez la respuesta
a estos interrogantes, nos permitan fomentar más el conocimiento de nuestras
letras, que es un poco el rescate de nuestra memoria y de la identidad a travez
de las obras de literatura más importantes.
Tomado De la revista “Ñ” del periódico
“Clarin” de Argentina
El texto elegido fue escrito por
Carlos Bernatek, nacido en Avellaneda en 1955. La Historia en la vida personal.
Después de la espera, de los saludos, en el Teatro Coliseo,
llegó la noticia: el ganador del Premio Clarín Novela es
Carlos Bernatek, un escritor que nació en Avellaneda en 1955 y actualmente
trabaja en la Biblioteca Nacional.
La novela se llama El canario,
que es el apodo de Maidana, el personaje sobre el que gira la trama de la novela. El
canario explora el pasado reciente de la Argentina, el pasado
truculento de los Años de Plomo. El tema aparece de manera infrecuente porque
Maidana es un conscripto que accidentalmente va a parar a la ESMA y es testigo
involuntario de los horrores que allí ocurren. Logra salir pero queda marcado
de manera definitiva. Todo está contado por un narrador testigo que es Javier,
un hombre autoexiliado, que vuelve a la Argentina de los 80 para encontrar un
país en el que los bares se han transformado en estacionamientos y que ve con
desencanto.
En la sala, habían esperado la decisión personalidades de la
política, la cultura y el periodismo. Entre ellos, el ministro de Cultura,
Pablo Avelluto; el titular del Sistema de Medios Públicos, Hernán Lombardi, la
subsecretaría de Cultura de San Isidro, Eleonora Jaureguiberry; los escritores
Claudia PIñeiro, Guillermo Martínez, Daniel Guebel y Patricia Suárez; los
editores Augusto Di Marco, Julieta Obedman, Daniel Divinsky y Kuki Miller,
entre otros.
En la sala, antes de proclamar al ganador, se leyó la lista
de los diez finalistas. Algunos llevaban "hichada", que los vivaba al
ser nombrados. Pero el que subió fue Bernatek, quien contó que éste es su
décimo libro, que tiene su origen hace veinte años y que cuando lo volvió a
tomar, tanto los personajes como él habían cambiado.
El autor vivió muchos años en la ciudad de Santa Fe. De hecho La
noche litoral, su última novela está protagonizada por un
hombre que se busca la vida en esa ciudad.
PRIMERA PÁGINA DE LA
NOVELA
Fue como nacer de nuevo, pero viejo. El tiempo, como una
clase de combustible fósil, se había consumido demasiado rápido. Y ya era tarde
para muchas cosas. Tarde para preguntarse, por ejemplo, como el irlandés Yeats,
si ¿había acaso otra Troya para que ella incendiara?
Porque esa ella, en mi caso, no era Helena, sino la juventud,
los años más o menos salvajes, quemados sin sentido ni nostalgia. Edad peculiar
los cuarenta: excesivamente tarde para muchas cosas, demasiado temprano para el
retiro, una especie de vejez prematura con atisbos de juventud tardía. Una
verdadera cuarentena de dudoso final.
Al menos sabía que nadie me buscaba: mis osadías de muchacho,
de exasperado, eran causas prescriptas, algo en realidad insignificante en
comparación con todo lo ocurriera en éste lugar después de mi partida. Ni
siquiera estaban vivos los que podrían reclamarme algo. La ley, la norma –como
siempre lo supuse- es un papel que alguien, un empleado menor, una secretaria,
un cadete, de pronto olvida, extravía, omite (...)
Mirá también: Un libro sobre las heridas de la
Dictadura gana el Premio Clarín Novela
Con la muerte de Fidel
Castro pensé en esta relación ancestral, la cual ha sido muy estudiada por
la academia. La abordaré desde una perspectiva muy personal, sin el rigor que amerita. Recorde la Iliada de Homero, al principio asumí que el tema central era el rapto de Helena
por Paris, después mi profesora de literatura me aseguró que realmente es la
ira de Aquiles por la muerte de Patroclo, ahora pienso que es un poema épico
sobre el poder o tal vez, las
tres variables constituyen aristas de un mismo eje sobre el cual se desarrolla
la historia: Amor, poder y muerte. La “Biblia”, el gran relato místico del cristianismo y el judaismo está llena de narraciones centradas entre la rivalidad del
poder divino, inconmensurable, omnímodo, y la naturaleza humana, con todo el
mar de contradicciones que la caracteriza. Este texto es rico en historias de este tipo, hay un enfrentamiento
permanente entre el mal y el bien, entre el poder de Dios y el hombre; la expulsión de la primera pareja del
paraíso terrenal nace de un desafío, del rompimiento de reglas, de una
rebelión contra el poder divino, de la sed de conocimiento. La historia del primer
patriarca Abrahán, está llena de vicisitudes alrededor del poder, unas de sumisión
total, es enviado a matar a su hijo y el obedece sin cuestionar a su Dios y
otras de rebelión, de duda. La Historia de Job es memorable, por un reto entre
la divinidad y el diablo se le somete a todos los vejámenes imaginables y pese
a sus desgracias súbitas nunca denosta de su Dios. Son mychos los ejemplos tanto en el viejo como en el nuevo testamento. Grecia, la cuna del pensamiento y la ciencia moderna, escribió verdaderos
tratados sobre el poder. “La política” de Aristóteles es un tratado sobre el
poder, “La republica” es la primera utopía, es una propuesta sobre el uso del
poder, sobre el modelo de estado. Roma estudió hasta la saciedad el poder, lo estructuró y creó las reglas sobre las que se articula la sociedad, de hecho son los padres del Derecho moderno. La relación de los pensadores y escritores con
el poder es igualmente cautivante. El
ejemplo de Platón es emblemático, su cercanía con un dictador no tuvo un final
feliz, Sócrates fue condenado a muerte por el estado y se le obligó a tomar la cicuta, Seneca murió de igual forma. La edad media termina con la rebelión del pensamiento ilustrado contra las imposiciones de la iglesia y los poderes anquilosados de los reyes en medio dde procesos inquisitoriales y hoguera para muchos científicos y escritores. La
relación de ciertos pensadores con los Nazis en plena efervescencia del fascismo
es aún materia de controversia. Basta solo citar a Heidegger, para encontrar interrogantes que tal vez nunca se resuelvan. Lo mismo pasó con la relación perversa de algunos escritores Españoles
con el Franquismo, o su consecuencia nefasta, el exilio de otra pléyade de creadores que simpatizaban
con la republica y la izquierda española, se fueron después de la derrota, sólo volvieron cuatro décadas después. En Latinoamérica, no solamente algunos
escritores estuvieron cercanos al poder, sino que escribieron hermosas novelas
sobre dictadores y la soledad del poder. “El otoño del patriarca”, “El señor
presidente”, “Yo el supremo”, “El siglo de las luces” son apenas las más
importantes. Mauricio vicent en una columna de “El país” de España tiene una anécdota
que refleja la situación de cierta época de dictaduras en Latinoamérica: “La
primera vez que Gabriel García Márquez escuchó el nombre de Fidel Castro fue en
1955. Por aquel tiempo el escritor compartía exilio en París con un grupo de
intelectuales latinoamericanos y cada uno esperaba la caída de su propio
dictador, por eso cuando una mañana el poeta cubano Nicolás Guillén abrió la
ventana de su habitación y gritó: “¡Se cayó el hombre!”, cada cual pensó que se
trataba del suyo propio. Los paraguayos creyeron que era Stroessner, los
nicaragüenses, Somoza, los colombianos, Rojas Pinilla, los dominicanos,
Trujillo, y así una lista interminable. Al final resultó ser Juan Domingo Perón
y, poco después, charlando sobre el asunto Guillén le confesó a García Márquez
que no tenía muchas esperanzas de ver el fin de Batista en Cuba”[1].
Remata el artículo trayendo a colación
como se dio la relación entre Gabo y Fidel: “Tres años después, García Márquez
estaba en Caracas viviendo como reportero el primer año de Venezuela sin Marcos
Pérez Jiménez, y en eso llegó la noticia del triunfo de Castro. Dos semanas más
tarde él y Plinio Apuleyo Mendoza se embarcaron en un avión con un grupo de
periodistas rumbo a La Habana. García Márquez acabaría formando parte del
núcleo fundacional de la agencia Prensa Latina, creada en el verano de 1959 por
Jorge Ricardo Masetti y el Che Guevara, y desde entonces su relación con Cuba y
con Fidel Castro, casi lo mismo para García Márquez, pues la isla y su amistad
con el líder cubano eran para él cosas inseparables”. Este es el tema para un
libro, se podría tratar desde muchas variables y aún no se agotaría: Literatura
y poder.
La revista “Semana” dio una
lista en una edición de las veinte novelas sobre el poder:
La Historia del Rey David
La Biblia
Porque la historia de David es probablemente la más grande narrativa de la
antigüedad sobre una vida moldeada por las presiones de la vida política, las
instituciones públicas, la familia, los impulsos del cuerpo y del espíritu, y
la inevitable decadencia de la carne. Una mirada al cruel proceso de la
historia y al comportamiento humano envuelto en la búsqueda de poder.
2. Edipo Rey
Sófocles
Porque es la trama fundacional de las complejas relaciones filiales. Porque es
un tratado sobre el poder en el sentido primordial: un secreto es capaz de
devorar a un hombre y convertirlo en el verdugo de su propio padre.
3. Yo, Claudio
Robert Graves
Porque es honda reflexión sobre el tiempo y la mortalidad de los hombres que un
día se creyeron dioses, en una época en la que todavía importaban los dioses.
4. Memorias de Adriano
Margarite Yourcenar
Porque es una larga carta sobre la soledad del poder. Adriano, otro de los
emperadores romanos, vivió una época imperial en la que se derrumbaron los
ideales del mundo clásico, y el cristianismo no se había implantado del todo.
5. Calígula
Albert Camus
Porque muestra la débil frontera entre el exceso de poder y la tiranía.
Envenenado por el sufrimiento de perder a su hermana, el emperador romano
Calígula empieza a desear lo imposible y a ejercer todo su poder para obtenerlo
sin importar el costo.
6. El nombre de la rosa
Umberto Eco
Porque es bueno recordar cómo el poder de la palabra escrita fue celosamente
protegido del vulgo durante siglos por la Iglesia, y en esta, la gran novela de
Eco, se ponen de manifiesto todas las oscuras maquinaciones de las que fueron
capaces los monjes del medioevo para mantener ese poder.
7. Castellio contra Calvino
Stefan Zweig
Porque en este bello ensayo histórico se pone de manifiesto que cuando los
hombres, hasta los más humanistas y revolucionarios, llegan al poder, son
capaces de aniquilar a sus adversarios: así le ocurrió al joven teólogo
Castellio cuando osó discutir cómo Calvino había sido capaz de condenar a la
hoguera a Servet, otro teólogo.
8. Macbeth William Shakespeare
Porque se trata de uno de los más apasionantes relatos sobre la ambición que
haya concebido el hombre. Macbeth es la historia de un hombre ciego por la
codicia que es capaz de asesinar para conseguir sus propósitos.
9. Fouché Stefan Zweig
Porque es la gran biografía de eso que se podría llamar el poder en la sombra.
No en vano este hombre de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII fue el
único que sobrevivió a dos antagonistas como Napoleón y Robespierre. Y el único
que cambió de opiniones radicalmente entre las ideas revolucionarias y las
monárquicas en un período apasionante de la historia.
10. Rojo y negro
Stendhal
Porque es el gran retrato de la ambición y el arribismo por ascender
socialmente. Porque es un gran fresco de una época en la que comenzaban a
imponerse valores sociales como el dinero, como mecanismo para humillar a los
demás.
11. La piel de zapa
Balzac
Porque es el mejor retrato del arribismo, uno de los valores burgueses por
excelencia en el siglo XIX, y una poderosa metáfora que echa mano de elementos
fantásticos para mostrar que la ambición siempre rompe el saco.
12. El maestro y Margarita
Mijail Bulgakov
Porque es una gran alegoría del estado de represión de los artistas en un
estado totalitario y, además, una de las novelas más hondas sobre el bien y el
mal escritas en el siglo XX.
13. Bella del señor
Albert Cohen
Porque explora a fondo las relaciones de poder en el amor de un hombre judío de
la burguesía y una mujer aristócrata en el convulso período de los años 30 en Europa.
Esta novela es un fresco de una época en la cual el mundo estaba gobernado por
el totalitarismo.
14. Todos los hombres del rey Robert Penn Warren
Porque este libro, ganador del premio Pulitzer de 1946 y basado en la historia
del gobernador de Louisiana Huey Long, es un despiadado retrato de un político
populista que atropelló a todo el mundo para mantenerse en su cargo.
15. 1984
George Orwell
Porque es la crítica más aguda a los regímenes totalitarios que se haya escrito
jamás. Pinta el panorama de un dictador supremo que ha reprimido a la humanidad
por medio de manipulación y propaganda. Este es el Gran Hermano, que siempre
está vigilando.
16. Fahrenheit 451 Ray Bradbury
Porque presenta un futuro en el que la humanidad se ha convertido en una masa
sin pensamiento crítico. Un grupo de bomberos se encarga de incinerar libros
porque, según los altos mandos del poder, generan infelicidad en las personas
al hacerlas ver con otros ojos lo establecido.
17. La hoguera de las vanidades Tom Wolfe
Porque retrata el Nueva York de los años 80, uno de los grandes centros de
poder financiero del mundo. Una historia en la que se muestra cómo los
intereses políticos y judiciales pueden convertir a alguien en el rey del mundo
un día, para luego comérselo vivo a la mañana siguiente.
18. El señor de las moscas
William Golding
Porque es una radiografía descarnada de lo ambicioso que puede llegar a ser el
espíritu humano. Una fábula sobre el deseo de poder, narrada desde el punto de
vista de unos niños abandonados en una isla desierta.
19. Agosto Rubem Fonseca
Porque retrata de una manera minuciosa y casi quirúrgica la caída de un
dictador. El cerco que se va imponiendo sobre Getulio Vargas, y los crímenes de
Estado son, en esta novela, una manera de reflexionar sobre la tiranía.
20. Ámsterdam
Ian McEwan
Porque se sumerge en las relaciones de poder de una amistad. Porque desvela el
desmesurado poder de los periodistas que cuando tienen una exclusiva son
capaces de anteponer el afecto al éxito.
Siempre leo con mucha asiduidad el blog de Sergio Ramírez en
Boomerang Literario del periódico “El País” de España. Sus artículos, además de
estar bien escritos, estamos frente a un escritor mayor, cumplen con una tarea de divulgación y crítica memorable, constituyen
un bálsamo, una buena conversación. Cuando me encuentro con esos artículos
especiales, siempre deseo replicarlo en este blog para que mis lectores lo
disfruten
Rubén Darío fue un músico que como él mismo dice vivía "loco de
armonía". No lo ocultaba. En su novela inconclusa El oro de
Mallorca, el protagonista es un famoso compositor latinoamericano, Benjamín
Itaspes, pero de inmediato reconocemos que se trata de él mismo, disfrazado así
para hacer una confesión autobiográfica, amarga y triste. O más bien que un
disfraz, es su verdadera alma la que muestra en esos capítulos. El alma del
músico que siempre cargó con su piano Pleyel, y que terminó perdiendo en una
casa de empeño, agobiado por las deudas.
Su preferido entre los personajes de la mitología griega es Orfeo, músico, y
entre los dioses del panteón latino, Pan, músico también. Y su poesía que más
nos gusta, la que entra por el oído, es pura música, sino oigamos los compases
que tiene la Marcha Triunfal, clarines, trompas de guerra, y donde los timbales
marcan el ritmo en el desfile de los vencedores.
Y aquel poema A Margarita: ¿Recuerdas que querías ser una
Margarita/
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la
primera cita,/ en una noche alegre que nunca volverá...tiene la medida y la
cadencia de un tango. Sin olvidar que Borges escribió letras de milongas, a las
que Piazzola puso música.
Pero contra lo que alguien pudiera pensar, en la prosa tiene que haber música,
y el que escribe en prosa debe tener oído musical, para la melodía y para el
ritmo. Esto podría parecer contradictorio en mi caso, pues mi tío Alberto
Ramírez, chelista y compositor de boleros, nos declaró sordos a mi hermana
Luisa y a mí tras sus esfuerzos frustrados en enseñarnos solfeo. Quizás era el
horario de las lecciones. Las dos de la tarde es la peor hora para enseñar a
solfear, igual que para aprender mecanografía, en lo que también fracasé, pues
nunca aprendí a escribir con todos los dedos, como Dios manda, sino que me
quedé usando los dos índices que picotean en el teclado, un anacronismo en esta
era de los dedos pulgares.
Desde entonces he inventado la teoría, muy a mi favor, que hay dos oídos, el
que reproduce entonando, en lo cual confieso mi sordera, pues si me atrevo a
cantar lo hago en un solo tono, y el oído que oye y puede recordar un quinteto
de cuerdas o una sinfonía a la primera frase, el mismo oído que distingue los
compases de un tango o de un bolero y reconoce cada instrumento en un
concierto, y sobre todo, el que me da la medida al escribir.
Vengo de una familia de músicos, abuelo y tíos paternos, todos miembros de una
orquesta, y esa es mi vena artística, mi punto de partida. No me son extraños
los monótonos ejercicios de clarinete de mi tío Carlos José en las tardes
tranquilas de Masatepe, ni la figura de mi abuelo Lisandro inclinado sobre el
papel pautado que el mismo rayaba con un curioso instrumento de cinco filos al
que llamaba "pata", componiendo tal como se lo dictaba su cabeza,
porque nunca pudo ser dueño de un piano.
Músicos pobres, pero que hallaban siempre felicidad en los "toques"
esos viajes a caballo por los pueblos vecinos tocando en las misas de gloria,
los rosarios rumbosos y las procesiones, lo mismo que en las barreras de toros
y en bailes de gala; o ponían serenatas persiguiendo amoríos.
La literatura se emparenta, pues, con la música, o mejor dicho, ambas comparten
la misma sustancia. Y un buen ejemplo es el nicaragüense Carlos Mejía Godoy,
quien recibe este mes en Las Vegas el premio Grammy Latino que le ha sido
otorgado en reconocimiento a su carrera de compositor, palabra que hay que
descomponer de manera debida, en su sentido completo: compositor es el que crea
música y letra. Es decir, un artista que saber oír, y sabe escribir. Y al
escribir, lo hace en pocas líneas, para lo cua se precisa de maestría.
La polvareda que despertó la concesión del premio Nobel de Literatura a Bob
Dylan aún no se asienta, y yo siento que Leonard Cohen se haya muerto sin recibirlo.
Si se trata de premios literarios, además de musicales, como el Grammy, Carlos
Mejía Godoy merecería más de uno, igual que Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina,
Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Todos ellos son poetas de la altura de
Jacques Prévert que escribió la letra de Hojas muertas, o el poema
que fue a dar a la canción. Un poema que cubre toda la melodía, igual que Volvió
una noche de Alfredo Lepera, en la voz de Carlos Gardel.
Conocí a Carlos en León, en 1960. Yo estudiaba derecho, y él llegó a estudiar
medicina. Recuerdo un viaje que hicimos una noche a la playa de Poneloya a
bordo de un jeep sin techo, de aquellos de la segunda guerra mundial, los dos
atrás, hablando de música. Para entonces él empezaba a componer y yo a escribir,
dos caras de la misma moneda, y él asegura que critiqué mal una de sus
canciones primerizas. Cada vez que me lo recuerda, entre risas, yo prefiero
responderle que ese episodio nunca existió.
La imagen de Carlos es inseparable de su acordeón, pero entonces tocaba también
el serrucho, al que sacaba arpegios de película de vampiros. Su obra empezaba
apenas a crecer, y hoy sus centenares de canciones tocan sentimientos de
nostalgia y rebeldía que componen lo que podría llamarse el alma nacional de
Nicaragua. Él le puso música y letra a la revolución, sin cuya música aquella
gesta de todos no se explica, como tampoco se explica sin la poesía de Ernesto
Cardenal.
Bastaría la Misa Campesina para que su obra quedara en la memoria. La grabación
de 1979 en la que entra la Orquesta Sinfónica de Londres, con las voces de
Miguel Bosé, Ana Belén, Sergio y Estibaliz, hay que oírla siempre.
Carlos es un poeta con los dedos en las teclas del acordeón.
Hoy se cumple el primer
aniversario de tu partida, en los últimos días pese al dolor y el peso de tu
ausencia he tratado de comprender lo sucedido, cuando la fatalidad se impone, la
vida tiene que seguir su ritmo, la nostalgia y la tristeza son apenas
compañeras de viaje. Es mejor tratar de
entender lo que pasó y actuar en consecuencia. Arreglárseles con tu ausencia es
casi un imposible, pero la he podido sobre-llevar porque tu estas en cada cosa que hago, es como
sí la estela de tu espiritualidad me marcará, siempre fui feliz con esa
pedagogía que sabias impartir entre la rutina y los quehaceres, eso que los
filósofos llaman aprendizaje, que muy poco tiene que ver con la educación, esta es más cercana al conocimiento, ahora
es más intensa esta sensación, me pareces que siempre estas observándome. Ayer, en esos
festivos largos de lunes, innecesarios, que parecen sobrar, viendo con tus
hijos la saga de las películas de Georgos Lukas, te recordamos, cuando asumiste ver la serie “Lost” sin tregua alguna, una verdadera maratón, tres fines
de semana enteros en compañía de Santiago, anulaste las demás actividades, supimos
comprender tu compulsión. A propósito, Santiago está volviendo a ver la serie,
pienso que es cómo un homenaje, cómo un buen recuerdo a tantos días al lado
tuyo, tratando de entenderla al fin. Ana hay cosas que nunca se nos olvidan,
son huellas indelebles. Te sabías todos los discos del mundo, todas las
baladas, todos los tangos. Tenía los nombres de los cantantes, con sus
compositores y anécdotas, los traía a colación cuando alguien hablaba con
ligereza, siempre hay personas que traen datos mentirosos, sin rigor para
distraerse un poco, tú los corregías implacablemente. odiabas las imposturas.
En el caso de los tangos fue más curioso, decías tajantemente: A mí no me
gustan los tangos….siempre a la pregunta de por qué sabías las letras de todos
los tangos, respondías con vehemencia pero con indiferencia: Me tocó oírlos
todos, por muchos años en Manizales, que más iba hacer, mi madre los oía el día
entero, imposible no aprenderlos. Lo mismo pasaba con los artista de cine, con
los de la farándula nacional, con todo lo que tuviera que ver con Harry Poter,
con “El Señor de los Anillos”, con las novelas de Jean Austen……fue una lectora de
miedo sin las arrogancias de los lectores de oficio, leyó todo Paul Coello sin importarle toda la
arremetida de los intelectuales contra sus libros, a mi me gustan y eso basta decías.
Recuerdo tus silencios,
significaban siempre algo, encubrían preocupaciones mayores, solías tener una
reserva para todo, fue una actitud inexplicable que tenía que ver con su
psicología, con esa forma de ser tan particular, recatada, contenida, cuando
había algún problema o iba a tomar una decisión importante, iba tratando de
resolverlo en medio de silencios sepulcrales, como paréntesis intensos, era imposible interpretar a cabalidad estos
lapsos misteriosos, hasta que hablabas con
magisterio y rigor, tomaba decisiones casi siempre irreversibles. Nunca
fuiste aburrida y menos pesimista, por ello, tu risa resulta inolvidable, con
el humor intempestivo, repentista e inteligente con el cual nos sorprendías.
Este año ha sido muy duro.
Los niños han seguido su vida como valientes, llenos de esa alegría que les
enseñaste, aquella que se sobre-pone a las dificultades, todos los días te
recuerdan, secándole un poco el quite al
peso de tu ausencia, siempre te traen con algún pretexto, en ocasiones se llenan de tristeza, callan y
se aferran a los recuerdos, empiezan a contar anécdotas para obviar el dolor, son
espacios de un saudade enrarecido, al final terminan recordándote con
admiración y orgullo.
Pienso muchas veces, cuando
muera que recordarán mis hijos, que queda. Contigo aprendí que, él ejemplo nunca
lo olvidan, se vuelve hábito y aquellas enseñanzas morales con las que no se
tranza, las que tu impusiste sin ambages.
Fuiste muy rígida con el deber, con la sinceridad, con las obligaciones que son
necesarias y a las que no debemos esquivar. No hablabas de nadie, ni permitías comentarios
maledicentes, por ciertos que pudieran ser, esto era un virtud celestial,
cuando digo nunca, es nunca, esta era una categoría moral para ti.
Hoy quedó inscrito Santiago
en la universidad de Antioquía, duramos dos días de ires y venires, atendiendo
requerimientos burocráticos, se como estarías orgullosa de tu Santi, este es mi
hijo dirías, quedó de 26, increíble, el es hechura tuya. Cuando salimos y no
dijeron, está inscrito nos miramos y pensamos en ti, hablamos de ti y te
pedimos ayuda.
En la vida estamos rodeados de
pocas personas, hablo de aquellas que nos quieren, que se preocupan por
nuestra suerte, antes de nuestra generación las familias eran más grandes y
comprometidas, hoy no, los círculos se empequeñecieron y la solidaridad es reducida
a un círculo muy pequeño. Nadie espera en estos momentos ayuda de dinero, pero
sí, compañía. realmente es muy poca, pero no es para amargarse, no le podemos
pedir a los otros lo que no damos, el mundo responde a lo individual, la
familia pasó a un segundo plano, la subjetividad y el deseo a través del
consumo, enfatizan la educación en lo individual, eso es lo que prima. Ahora
más que nunca he sentido esto, sin resentimientos puedo afirmar, que no hay
espacios para solidaridades, simplemente a cada persona se le lleno de tantas
obligaciones que les es imposible poder abrirse a otras y la educación nos hace muy egoístas.
Aní poco te hablo de
nuestro perro Tony. Durante mucho tiempo te espero en la puerta. No es impresión mía, pero el perrito no es el
mismo, siento que el peso de tu ausencia lo marcó o tal vez aún te espera, sí
llegaras de pronto, se moriría de la alegría. Los animales sí que son
solidarios, tienen una lealtad desmedida.
El periódico
el espectador de Bogotá tiene uno de los archivos más valiosos sobre la
obra y labor periodística de Gabriel García Márquez, que trataré de ir trayendo
poco a poco a este blog con el previo reconocimiento a quienes han conservado
tan valiosos documentos.
El paso del premio
Nobel de literatura por una ciudad de la que tuvo que despedirse tras El
Bogotazo.
Entonces,
Gabo era costeño y feliz. Estaba lejos de alistar sus primeras armas en la
literatura y toda su apuesta en el mundo se reducía a respirar aquellos años
juveniles, fogosos, en los que descubrió el goce de los amores furtivos que se
deslizan por los cuartos a medianoche y se esfuman por la mañana entre promesas
de silencio absoluto. Era una parranda perpetua, como lo recuerda en sus
primeras memorias.
Su
universo era una fiesta animada por un sol sin tregua hasta que en 1943 —cuando
la leyenda viva tenía 15 años y todavía no era una leyenda— su padre, Gabriel
Eligio, el telegrafista, le anunció que le tenía una sorpresa: “Alista tus
vainas, que te vas para Bogotá”. Días después, el muchacho provinciano conoció
un estado del cuerpo hasta ese momento desconocido e invisible: el frío.
Ese
año, Gabriel García Márquez llegó por primera vez a la Estación de la Sabana. A
cachacolandia. A la capital, la sede del Gobierno, pero sobre todo —muchos años
después habría de recordarlo en Vivir para contarla— “la ciudad donde vivían
los poetas”. Los poetas mayores.
La
misma en la que se dio el gusto de cumplir “el deber revolucionario” de escribir
bien. De contribuir para que América Latina, para que el mundo, tuvieran una
vida mejor. Una época que, como reza el lugar común, marcó su existencia y, de
paso, la de todos sus lectores.
Gabo
pudo soñar en Bogotá. Las imágenes de aquel sueño, muchas de El
Espectador, formaron parte de una exposición que desde la semana pasada
está abierta en el Archivo de Bogotá (Calle 5 5-75). Cuando Gabo era
feliz y cachaco se titula y está conformada, además, por fragmentos de las
primeras memorias del Nobel. El curador, Gustavo Ramírez Ariza, hizo una
cuidadosa selección de las mejores y más dicientes fotografías del escritor en
su paso por la capital. Al verlas, no queda más remedio que apropiarse de una
de sus frases: “Sí, la nostalgia sigue siendo igual que antes”.
Un
fauno en el tranvía
“En
esas andaba una noche de domingo en que por fin sucedió algo que merecía
contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de
escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la Avenida Chile, y cuando
regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en
la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los
escasos pasajero de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que
era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques
de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar porque su
cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el
punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26 que era
la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y
desapareció entre las arboledas del parque”.
El
drama del 9 de abril
“Poco
antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el
paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al
fondo, los cerros de Monserrate y Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras
contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la
bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para
suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado y en el
silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables
francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que
poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada
para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío
Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos: —¡Dios mío, esto
parece un sueño!”.
En
tren a un mar del cielo
“El
tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las
primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar
impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era
necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie
hasta la cornisa.
EL MAGISTERIO DE UN
CRÍTICO
“Hasta
‘Cien años de soledad’ ese reparto de destinos entre el hombre y la mujer fue
espontáneo e inconsciente en mis libros. Fueron los críticos, y en especial
Ernesto Volkening, quienes me hicieron caer en la cuenta, y esto no me gustó
nada, porque a partir de entonces ya no construyo los personajes femeninos con
la misma inocencia de antes”.
“!Con
lo bruto que es usted para el cine!”
“Las
primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de
una buena muestra de cine francés. Los empresarios que encontrábamos a la
salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas.
Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde
Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. !Cómo se le ocurre criticar
películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono –
!Con lo bruto que es usted para el cine!”.
‘Cien
años de soledad’
Facsímil
de la primera página del ‘Magazín Dominical’ de El Espectador, con
el anuncio de la publicación en exclusiva del primer capítulo de la
novela cumbre de Gabriel García Márquez. Fue el 1° de mayo de 1966, un
año antes de que saliera completa al mercado.
Presentación
en sociedad
“Creo
que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón
para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez
invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío
Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno: —¡Llegó el
genio!”.
Dos
triunfos con sabor amargo
“En
mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo dos cosas de qué
arrepentirme, y es haber ganado dos concursos literarios. El primero fue en
1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario
de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se
había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen
fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar —‘Un día después del
sábado’—, y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina para decirme,
como si fuera un milagro ajeno a su diligencia, que me habían concedido el
primer premio”. En la foto, García Márquez camina por la carrera Séptima con su
amigo Jaime Lopera. Eran los tiempos de sus primeras obras.
El
viaje por el río Magdalena
“Hubo
fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a
la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a
olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que
por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel
viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años
que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez
aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela (...) Los
pasajeros nos sentábamos en la terraza todo el día para ver los pueblos
olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las
mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de
la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los
manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías”.
¿UNA ENTREVISTA?
¡SÍ, GRACIAS!
Gabriel
García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales que odiaba las
entrevistas. Sin embargo, concedió miles. En este diálogo en Ciudad de México
en 1986 recuerda sus primeros años en el periodismo.
Gabriel
García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales de El Espectador que
odiaba las entrevistas tal como se hacían por esos días. Por eso llegamos muy
prevenidos a conversar con él en su casa de Ciudad de México, con ocasión de
este libro que pretende reunir a conocidos periodistas y personajes que han
“circulado” durante estos cien años por el periódico de los Cano. Por eso, mi
sorpresa fue enorme cuando vi que no solo estaba dispuesto a oírme, sino
también a conversar conmigo en son de amistad.
Mi
viaje a México no solo me dio la oportunidad de conocerlo personalmente –llevo
muchos años conociéndolo a distancia˗, sino también en vivo a ese país
maravilloso que hemos amado desde la niñez por sus bailes y sus vestidos, por
sus actores, actrices y telenovelas, por sus pintores y escultores y sobre todo
por mantener su corazón abierto a todos los exiliados del mundo, que a veces
somos casi todos los habitantes del planeta tierra.
Y
fue tan especial la ocasión, que se olvidó por completo quién era el entrevistador
y quién el entrevistado, y grabamos mutuamente nuestras voces, y hasta
intercambiamos regalo: él me brindó un traguito polaco que me entonó toda la
tarde, y yo le regalé una botella de “Tres Esquinas”, el sabor de aquí ‒de
Bolívar‒ porque no da guayabo.
Y
así los recuerdos, por arte de magia y de la ocasión, se volvieron poesía.
Hablamos
de Eduardo Zalamea, de su inolvidable suplemento literario y de su capacidad de
escribir a máquina, a un ritmo tan acompasado, que todo el que lo veía creía
estar escuchando ¡un aguacero! Recordamos al maestro León de Greiff, que le
había enseñado a jugar ajedrez. Hablamos del payaso que le hace falta al Museo
de Arte Moderno de Cartagena y que él se había negado a pintarme en ese momento
porque “tampoco te voy a dar a ti todas las chivas”.
Por
supuesto, llegó Mercedes con su pollera larga, con el talle sobre las caderas,
con la cara seria pero picante a la vez, con su presencia de compañera
seductora. Supo probar un tris solamente de la bola de tamarindo que le regalé,
porque de la misma le dio a saborear a su esposo, y supo también en qué momento
tenía que irse con su música a otra parte para no interrumpir los vertiginosos
recuerdos del Nobel.
Usted es el Nobel, pero también es Gabriel García. ¿Quién eres tú?
No,
es que tú a mí no viniste a preguntarme eso, sino que viniste a entrevistarme
sobre los cien años del El Espectador.
Está bien. Dime entonces, ¿por qué tenemos que hacer esta entrevista en
México y no en Colombia, como debe ser? ¿Por qué tienen que fugarse los
artistas del país para poder ser lo que realmente quieren ser?
No,
si tú no tienes que decir ni siquiera dónde fue que hablamos, sino cómo entré
yo a El Espectador.
Bueno, bueno. Ahora dime, pues, ¿qué significado tiene para ti el hecho de que
estemos hablando precisamente el 23 de abril, “Día Universal del Idioma”?
No,
no, no. Si eso se lo han inventado es ahora. Eso no existía cuando yo tenía tu
edad.
En
la biblioteca del Nobel, las puertas y las ventanas son de vidrio y por eso
podíamos ver muy bien las flores del jardín. También escuchábamos en el
trasfondo el ruido que hacía el carpintero con su serrucho a secas. Sin ninguna
connotación ideológica de por medio.
García
Márquez y sus bigotes ya canos. Las uñas recién pintadas de esmalte
transparente y una chompa de cuadros rojos y negros ‒¿coincidencia
sandinista?–. Habíamos prometido seriamente “no meterle política a la cosa” y
lo cumplimos hasta el final.
El
teléfono sonó varias veces. Una vez era Margarita Marino de Botero, la ecóloga
barranquillera que ha sembrado al país de hojas verdes. Otras veces nunca supe
quién era, llamaban de distintas partes del mundo, lo que me permitió
comprender la dimensión de esta “entrevista”. Estaba hablando con un hombre a
todas luces “muy bien contactado”.
Me
preguntó dónde vivía yo en Cartagena, que si conocía a mis vecinos, que si era
amiga del doctor Carlos Barrios Angulo, que si a un lado quedaba la Avenida
Chile y al otro lado el Club Unión. Que cuántos éramos en mi casa, que si
era amiga de mi mamá y de mi papá, que si era leída y escuchada. A mi turno, le
pregunté cuántos eran ellos, los García Márquez, y entonces me contó que “somos
once hermanos de padre y madre, más dos de mi papá antes, más tres de mi papá
después, y en total dieciséis”. Me dijo que no todos viven en la casa de Manga
pero a la hora de la comida nunca se sabía ni cuántos eran. “Mi papá tenía que
sentarse con una calculadora para saber cuántos éramos, porque además hay 14
nietos”. Me contó, con cierto alivio en sus ojos, que su mamá, doña Luisa, ya
se estaba recuperando de la muerte de su esposo, “porque las viudas o florecen
o se mueren. No les queda más remedio”.
Me
había echado el viaje a México para hacerle una sola pregunta, que tenía una
sola y larga respuesta, porque estaba hablando nada menos que con el único
Premio Nobel de Literatura que ha tenido el país.
¿Cómo entraste tú al diario El Espectador”?
Fui
a parar allá mucho antes de vincularme de planta al periódico. Yo estaba
estudiando Derecho en Bogotá en el año 1947. Hacía primero de Derecho y trataba
de escribir mis primeros cuentos, porque ya había leído los autores que me
interesaban: los versos de Julio Flórez que los oía uno en su casa y los
cantaban también como bambucos y pasillos. Y, en general, mucha poesía popular
que no se sabe ni de quién es. Y después con el tiempo uno va descubriendo a
los autores. Y me interesaba también el periodismo, aunque menos. Yo vivía
en la antigua Calle Florián en la carrera 8, casi en la esquina de la Avenida
Jiménez de Quesada, en frente de donde está ahora el edificio de la Caja de
Ahorros. Allí había una pensión de costeños. En aquella época, nos conocíamos
casi todos pues no había tantos como ahora. Hacíamos grandes bailes y existía
eso que llamábamos la hora costeña, donde uno iba a la emisora los domingos a
las nueve de la mañana a bailar porque era el único centro de música nuestra
que había. Quedaba en la séptima con catorce.
Entonces
los estudiantes hacíamos una cosa rara: armábamos los bailes a las nueve de la
mañana porque era una época en que no había tocadiscos, ni nada por el estilo,
ni tenía uno posibilidades de hacer reproducir la música. Ni había conjuntos
tampoco. A uno lo invitaban mucho, porque en aquella época los cachacos no
sabían bailar. No es como ahora que sí bailan y tan bien como los costeños. A
mí me quedaba tiempo entre los bailes y la universidad para la literatura.
Escribía realmente de noche.
¿Alguien
te ayudaba?
Nadie
lo ayudaba a escribir a uno. Uno aprende a escribir leyendo a los otros
escritores, a los buenos escritores. Lo importante es no equivocarse, hay que
saber cuáles son los buenos, porque si te pones a imitar a los malos, te sale
todo malo. El hecho es que en 1947, no recuerdo bien hacia qué época, yo
leí en El Espectador la columna de Ulises –Eduardo Zalamea Borda˗ que, desde
antes de conocerlo, era una muy buena guía literaria, porque él era un hombre
que se mantenía al día en literatura universal y los estudiantes seguíamos sus
notas críticas, que no eran tanto críticas sino más que todo de orientación. Él
era, además de magnífico columnista, el subdirector del periódico. Escribía la
columna diaria La ciudad y el mundo. Además de eso, había publicado
una excelente novela que se llama Cuatro años a bordo de mí mismo.
Publicaba también el suplemento literario del El Espectador, Fin de
semana, que era lo mejor del año 1947.
Además,
se interesaba como nadie por el desarrollo de la literatura colombiana. Pero
llegó un momento en que se fue saturando el suplemento de literatura
extranjera. Surgían pocos autores colombianos. Entonces alguien le reclamó a
Zalamea. ¿Por qué si había tantos valores nuevos en nuestra literatura el
suplemento se dedicaba casi que exclusivamente a la literatura del exterior?
Ulises, en una pequeña notica, respondió al señor en el correo diciendo: “Si
hay nuevos valores en nuestra literatura, dígame cuáles son, porque yo en
realidad no los conozco. De todas maneras, este suplemento está abierto, está a
las órdenes de esos jóvenes escritores. Lo único que tienen que hacer es
enviarme sus trabajos”.
Cuando
yo leí esa nota, ya tenía terminado un cuento que se llamaba La tercera
resignación, que lo había escrito sin mayores pretensiones. Entonces, lo
metí en un sobre, cogí un papelito y se lo mandé diciéndole: “Si le sirve,
úselo, y si no, rómpalo”.
¿Pero tú tenías una amistad personal con él como para decirle eso?
No,
nunca en mi vida lo había visto, ni conocía a nadie en El Espectador. Yo nunca
en mi vida he sido lagarto. Era un estudiante costeño que no veía, además, sino
a estudiantes costeños y a mis compañeros de universidad: Gonzalo Mallarino,
que todavía es un gran amigo mío, Camilo Torres y Luis Villar Borda. Éramos los
más cercanos. Entre ellos, el más interesado en la literatura era Gonzalito y
con él me escapaba de clases para andar recitando poesía por ahí en los
jardines de la ciudad universitaria.
Bueno,
volviendo al tema, yo creía que el cuento, si acaso se publicaba, saldría por
allá dentro de un mes o algo así. Pero el sábado siguiente del día que yo había
mandado mi cuento, entré al Café Molino, adonde iba uno a ver al Maestro León
de Greiff, y de pronto veo a un señor que tenía abierto el suplemento de El
Espectador, en donde había un título enorme, a ocho columnas, que decía: LA
TERCERA RESIGNACIÓN… y lo más triste de
todo era que no tenía cinco centavos para comprar el periódico. Entonces salí
como loco, buscando a un costeño que tuviera la plata para conseguir el
periódico, y lo encontré, y lo compramos… Esa noche hicieron fiesta los del
grupo… Unos decían que no lo entendían, que eso era un cuento surrealista, pero
tenía dos amigos que sí sabían mucho de literatura: Jorge Alvarado Espinosa y
Domingo Manuel Vega que me ayudaban mucho, me prestaban libros y estaban
convencidos de que el cuento sí era muy bueno. Yo estaba muy feliz de que
me lo hubieran publicado, pero en aquel momento no tenía una perspectiva clara
de qué seguía después de eso.
Al
martes siguiente, El Espectador publicó una notita donde decía: “los lectores
del suplemento dominical se habrán dado cuenta de la aparición de un nuevo
escritor, etc., etc.”… !Entonces sí fue el susto grande! ¿Y ahora qué hago?
Este hombre –Zalamea– dice que yo soy un gran porvenir, pero ¿yo por dónde
sigo? Bueno pues seguí estudiando, seguí mandando cuentos, sin conocer nunca a
nadie de El Espectador.
Después
vino el nueve de abril… Ya sabemos lo que pasó. Además, esto es un libro sobre
los cien años de El Espectador, y no sobre otra cosa –y allí yo perdí mi
primera máquina de escribir que me había regalado mi papá y dos o tres cuentos
que tenía listos para mandar, pero eran algo completamente distinto a lo que yo
haría después˗. Entonces, como me quedé sin nada, me fui para Cartagena
precisamente en el momento en que comenzaba El Universal. Y me fui para allá
sin conocer a nadie. Llegué donde Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de
Redacción, y le dije: “Yo soy fulano de tal y he escrito estos cuentos en El
Espectador. Y da la casualidad que él los había leído y de una vez me sentó y
me puso a escribir notas periodísticas. Trabajé allí durante el 48 y el 49, y
estudiaba también Derecho en la universidad. En aquel entonces, El Universal
era bueno. Estaba dirigido por Domingo López Escauriaza, y hacía un periodismo
de oposición porque estaba en su apogeo la violencia conservadora.
En
el año 50 me fui para Barranquilla porque era una ciudad de más inquietudes
literarias. Allá hice contacto con el Grupo de Barranquilla de Germán Vargas,
Fuenmayor, Cepeda Samudio y demás que tenían unos libros que a mí me
interesaban. Esa fue una de las mejores épocas de mi vida. Empecé a escribir mi
columna “La Jirafa” y comencé a leer de verdad la novela inglesa, la
norteamericana, la francesa, y comencé a leer también a Cortázar que apenas
iniciaba. Ellos en Barranquilla, hacían un periodismo de verdad, siguiendo la
línea del periodismo de verdad, siguiendo la línea del periodismo
norteamericano. Entonces me di cuenta cómo era que hacían los reporteros en
TIME, y vi así que ese tipo de periodismo era el que me interesaba: el
reportaje. Para tranquilidad tuya te cuento que nunca en mi vida hice una
entrevista. Es que ahora se pusieron de moda, y los periódicos actuales creen
que si no es con entrevista no hacen nada. Nosotros hacíamos la noticia y
contábamos cómo era una persona. No lo que esta persona decía.
Allá
en El Heraldo, puede decirse que viví la época más importante de mi vida,
porque definí claramente qué era lo que quería hacer. Allá me di cuenta que
quería escribir un tipo de novela nuestra, distinta.
Pero acuérdate que estamos hablando de los cien años del El Espectador…
Sí,
bueno. En aquella época, El Espectador se acercaba mucho a ese tipo de
periodismo que a mí me gustaba. Y los Cano y Zalamea iban siempre a pasar
vacaciones a Puerto Colombia. En uno de esos viajes nos conocimos. Toda la pandilla
de mis amigos eran amiguísimos de El Espectador y todos los años cuando los
Canitos iban a pasar vacaciones, se armaba la gran parranda: “Ombe, si tú eres
el que escribe, ¡Qué maravilla!”… Eso fue como si nos hubiéramos conocido toda
la vida… Nos metíamos unas borracheras épicas cada vez que iban a Barranquilla.
Algunas veces hablábamos de mis escritos pero ellos nunca me hicieron ninguna
propuesta; y si me la hubieran hecho yo tampoco se las habría aceptado porque
yo no quería saber nada de Bogotá aunque admiraba mucho el trabajo que ellos
estaban haciendo, pero yo no quería saber absolutamente nada de esa ciudad
donde había pasado tanto trabajo y el último recuerdo que tenía de allá era el
del gran desastre del 9 de abril. A Barranquilla también viajaba Álvaro Mutis
que era el Jefe de Relaciones Públicas de la
ESSO, y quien también era un amigo de Gonzalo Mallarino, que a su vez ya le
había hablado de mí, y que también era muy amigo de los Cano porque todos los
días se encontraban todos en el ascensor del edificio. Aquello fue… Yo los
conocía a ellos –ellos a mí– ellos a ellos, y se fue armando un círculo,
aquello se volvió una verdadera pandilla.
Un
día de 1953 –hace ya 33 años, ¡qué horror!– llegó Álvaro y me dijo: “lo invito
una semana a Bogotá”. Yo le contesté que no quería saber nada de esa ciudad,
que no quería volver allá. “Pero mira una cosa –insistió él– yo le voy a mandar
el pasaje, se va una semana sin problemas, se mete tranquilo a un hotel, eso ha
cambiado mucho”. Ya estaba Rojas Pinilla en el poder. La violencia conservadora
la paró Rojas, eso no se recuerda ahora (…). Después vino otro tipo de
violencia. Pero los militares pararon la violencia conservadora en Colombia,
eso fue verdad, lo malo fue que después se quisieron quedar y eso evolucionó
muy mal y vino lo que se sabe…
El
caso es que un día recibí en El Heraldo un sobre con los pasajes que mandaba
Álvaro. Y entonces yo pensé, ¿Por qué no voy a Bogotá a ver qué pasa? Y la
respuesta fue: porque no tengo un solo vestido de paño. Entonces atravesé
Everfit que quedaba enfrente del Café Colombia de Barranquilla, y me compré el
vestido con el cheque que me había mandado Álvaro de unos cuentos que me
publicó en su revista. Así que compré mi vestido de paño azul cruzado y me fui
para Bogotá con lo que llevaba puesto.
Allá
me metí en una pensión de una señora alemana y cuando iba a saludar a Álvaro,
aproveché para saludar a la gente de El Espectador. Entonces, Guillermo Cano me
dijo: “Gabo, por qué no me hace un favor, escríbame uno o dos DÍA A DÍA porque
GOG (mi primo Gonzalo González) está de vacaciones, y tenemos allí un
problema”. Como entonces yo estaba con el brazo caliente, me senté, pregunté el
tema y tac tac tac le di y le di y después
me fui. Al día siguiente, me mandó a llamar donde Álvaro, “Vea, dígale a Gabo
que mientras esté aquí me siga escribiendo el DÍA A DÍA pues seguimos en ese
problema, que me ayude en eso”. Entonces yo bajé, y escribí ese día, y al otro
día también, y al otro también, y al otro también, siempre el DÍA A DÍA: Al
llegar el momento de regresar a Barranquilla, vino Álvaro Mutis y me dijo: “ve,
Guillermo Cano te anda buscando, que por qué no has ido hoy por allá a
escribir”… y yo le contesté, “¡No, si yo no trabajo allá!”.
Fue
entonces que supe que la invitación de Álvaro Mutis, era un complot que habían
planeado los Cano y Eduardo Zalamea para tenerme a mí allá. Y todo eso de las
vacaciones de GOG no era más que puro cuento. Así que me llamaron, hicimos
pachanga y me pintaron toda clase de pajaritos para que me quedara. Pero yo no
estaba muy contento escribiendo DÍA A DÍA nada más. Solo cuando me hice muy
amigo de José Salgar que era el que hacía de todo allá, “el de la carpintería”,
como suele decirse, sentí que comencé a hacer el tipo de periodismo que a mí me
gusta. Y lo primero que me dijo él fue: “Si no le tuerces el cuello a la
literatura, no llegarás a ninguna parte”. Creo haberle ganado esa discusión. Y
haberle demostrado que la literatura es un buen complemento del periodismo, y
el periodismo un buen complemento de la literatura.
En
Ciudad de México comenzó a caer de pronto un fuerte aguacero y hasta se nos fue
la luz. Mercedes, afortunadamente, andaba por toda la casa, lámpara en mano,
iluminando todos los rincones. Y la conversación, ampliada ahora con la presencia
de amigos, comenzó a desviarse hacia cosas más triviales, menos
trascendentales. Afortunadamente, yo ya tenía en el bolsillo –o, mejor dicho,
en mi grabadora– la respuesta de la pregunta que me llevó hasta México: ¿Cómo
fue que Gabo, el Premio Nobel de Literatura, traducido a todos los idiomas del
mundo, fue a parar a El Espectador? El periódico que según mucha gente sigue
siendo, El mejor del mundo.
Para
reafirmar sus lazos con el Decano de la prensa en Colombia, García Márquez,
cada vez que tiene algo importante qué decir, regresa siempre a su vieja casa
de El Espectador. Como ocurrió recientemente a Littin, que fue una verdadera
primicia mundial.