viernes, 23 de junio de 2023

MI CASA Y EL ENTORNO ( Segundo capitulo de Omar, primera parte)

 La memoria y el inconsciente nunca nos abandonan. Omar lo supo desde que tenía tres años y sintió consistente su mundo y entorno. En los primeros años nuestra memoria se diluye, de súbito no solo reconoció todo lo que hasta ahora era su entorno,  sino a su madre Consuelo y a su padre Rubén Darío. En esta casa, la que creyó inmensa para ese entonces, pasó la primera etapa de su vida. Es un hecho que los espacios para el niño tienen otra dimensión. Con el tiempo comprobó que corresponden a las construcciones estándar del barrio.

En este barrio transcurrió su mundo. Al principio iba al parque con su madre a jugar, mientras ella hablaba con sus amigas de toda la vida. Los niños con quien inventaba toda clase de imaginarios, son los mismos de ahora. El barrio es un rectángulo atravesado por cinco parques,  no corresponde a la cuadratura española, sino son carreras muy cortas, cortadas por calles muy estrechas. La historia del barrio los Alcazares, que pertenece a la zona trece de Medellín, es muy diferente al de toda la comunidad. Se puede decir sin temor a equivocaciones que este es el sector de los ricos de la zona. Como todas las ciudades de Colombia nacieron a partir de una cuadratura principal donde nació cada una de ellas, se fueron extendiendo en muchas direcciones de manera muy desordenada, gracias a múltiples factores, de carácter histórico, social, urbanístico. Esta zona en el pasado  se llenó de fincas de recreo, perteneciente a un sector adinerado de la ciudad. Con el tiempo, se fue urbanizando de manera lenta, hasta ser una de las mas grandes de la ciudad. A ello se suma las lomas y laderas que tuvieron un crecimiento variopinto, una veces natural y otras por el desplazamiento cuyo origen es la violencia enquistada del país, la pobreza o el rebusque de espacios. Aquí, todas las familias se conocen, cada una ha llegado con una historia particular, con el tiempo se volvía pública, es inevitable, por ello nadie puede mentir sobre su pasado. 

Criarse en esta mezcla de clases en una zona relativamente pequeña genera una inteligencia social y espacial única. Los habitantes de la zona trece se mueven como pez en el agua en cualquier parte del mundo. 

Este fue desde pequeño el mundo de Omar. Estudió su primaria en la escuela de Santa Rosa de Lima. atravesaba todos los parques hasta llegar a la calle Colombia, en adelante subía por una loma muy empinada. En una esquina está un portón amplio, dónde estaba siempre una profesora que reía hipócritamente, era la entrada oficial del centro.  Al principio, su madre lo llevaba y lo traía. En muy corto tiempo comenzó a ir solo. Supo muy rápido que sería una persona muy independiente. Igual pasó en sus primeros cursos, siendo muy niño, nunca permitió que invadieran sus espacios, menos aceptó el maltrato, no lo hizo con violencia sino con inteligencia e ironía.

A está edad tan confusa y difusa  le debemos nuestro carácter, el manejo con los otros, el sentido de responsabilidad, gran parte de nuestros temores y complejos. Muy pequeño conoció que tenía más hermanos pero no de su núcleo familiar. Nunca le gusto el termino medio hermanos. Aprendió a tratarlos como verdaderos pares. 

Estos años fueron apacibles. Se sentía muy feliz, sobre todo gracias a su padre quien fue un verdadero adalid. Con sus amigos y amigas  creó unos lazos indelebles. Su barrio lo era todo. Saludaba a las vecinas, señoras convencidas de su rol, amas de casa por naturaleza; al tendero, al verdulero, al viejo pintor que alguna vez fue cura, al señor que vende cachivaches...en fin a todos,  muy poca gente nueva llega por estos lugares.

Conoció también la violencia de algunos niños y después supo de los maltratos que recibían. Empezó a oír historias malucas sobre asesinatos. Cuando viajaba con su padre a la finca de Aguadas, un pueblo Caldense, empotrado en las montañas de la cordillera central, mantenían diálogos extensos, pese a ser niño, el viejo le explicaba muchas de las cosas que sucedían en el barrio, su capacidad pedagógica era admirable. En esta finca conoció el paisaje vegetal que nunca olvidaría, el aroma de los sembrados de café y la boñiga del ganado con su especial olor.

Con el viejo aprendió que el tejido social no es lo que parece y que esa epidermis esconde mucha de las tensiones del país, a otra escala, pero igualmente graves. El  poder que sería un de los temas que lo inquietarían en la universidad, se maneja en estos barrios como micropoderes enquistados, con nombre propio y dueño visible, control en otras palabras. Todo se negocia, existen combos, bandas, luchas territoriales y por supuesto una delincuencia comun de tipo barrial igualmente grave. Da pena decirlo, se aprende a vivir en medio de estas guerras, como si nada estuviese pasando.

Cuando viajaban a Aguadas, los problemas de orden público generaban mucha tensión. La guerrilla, con más de treinta años de nacimiento, tenía el secuestro como una de las formas de financiación entre muchas. De manera corriente en las principales carreteras realizaban retenes y se llevaban a criterio personas para pedir rescate. Por entonces no era fácil viajar. Todos los gobiernos habían intentado hacer la paz de manera infructuosa. Con el tiempo aparecieron los paramilitares, otros grupos guerrilleros, convirtiendo la geografía nacional en un galimatías de violencias encontradas. Omar en la biblioteca de su universidad había registrado mas de mil libros sobre la violencia colombiana. Algunas lecturas le hicieron entender el por qué de las prevenciones  de su padre quien era uno de los mejores abogados penalistas de Medellín. Nunca tomaba las mismas rutas, a nadie le decía cuando iba a viajar a la finca y hacía paradas intempestivas en carretera, para averiguar cómo estaba el orden público.

Su padre fue todo para Omar, era una relación sincera y directa desde niño, no habían atajos, ni dobleces, las cosas se decían sin arabescos. El universo de su niñez fue un total descubrimiento y cada día tuvo un encanto especial. Realmente parecía hijo único, pues sus hermanos se levantaron en otra parte. Esperaba a su padre a eso de las cinco y siempre había una sorpresa. Llegaba con la media de aguardiente, se sentaba en la sala y colocaba la música de su predilección. En estas circunstancias era mas tierno de lo usual, daba consejos, le hablaba de los días de estudiante en Bogotá. Se graduó en la Universidad Libre, fundada por Benjamín Herrera en la década del veinte del siglo pasado, en plena hegemonía conservadora.

Su padre fue uno de los mejores penalista de la ciudad. Enamorado del derecho penal italiano, de Ferrari, Carrara. Lombroso, Becaria, por mucho tiempo se dedico al ejercicio en medio del peor ciclo de violencia que se tenga en la historia. Para la época empezaban los brotes y la visibilidad del narcotráfico que con el tiempo seria el peor problema del país. Esto le obligaba a ser un hombre discreto, a escuchar mas que hablar. Sus audiencias fueron famosas, su elocuencia y vehemencia. Era muy inteligente a la hora de estructurar sus defensas. También sabía que había casos que debía rechazar. Le llamaban el negro Mejía en el gremio y después en todas partes.


 





martes, 20 de junio de 2023

LENGUAJE E IDENTIDAD EN LOS ALCAZARES

 En este barrio excepcional de la zona 13 de Medellín, con tanta historia intrincada, como un laberinto carente del hilo de Ariadna que salve a sus personajes, existe un tejido social propio de la literatura fantástica, con una memoria llena de contrastes, entre la vida persistente pese a sus adversidades y la muerte sorpresiva que está al acecho, late como un perro rabioso, vive y tiene su propio palpito. 

Con más de 100 años de memoria, hoy se bate contra una situación siempre difícil. Las rutinas son las mismas, los personajes asumiendo identidades por fuera de las clasificaciones del estado, la cédula no importa, no es Darío es lolo,  galleta, el loco, Giovanni, Pato, Alirio, torres, Darío con su brazo como insignia, amos y dueños de la esquina entre las fronteras de la parte baja, y las lomas, siempre listos, con muchos años en estos espacios, se conocen al dedillo, se aman y se falsean, es una solidaridad dudosa pero siempre constante, cada uno tiene una historia personal de lo que ha sucedido, de sus vecinos, de las imposturas del estado, como políticos barriales, manejan los conceptos, con jerga propia.

También está la tienda de Beatriz, el barcito de Cristina, la panadería, el jubileo, la enfermera, siempre con un ritmo fijo, todos sabemos a que hora abre la verdulería del amable Elkin, a que hora sale Sandra la gastrónoma empírica, con una sonrisa a flor de piel, personajes variopintos, como de novela policiaca. También está el rebusque, la mona mandona, el evangelista, las señoras emblemáticas que deambulan entre los negocios terminando como una constante en la carnicería, sacándole la sangre al peso en una economía absorbente y envolvente.

En el otro parque está el profe, Omar, leche, Ana, Wey, J, Simon, Moisés, pelos, Pele, el ingeniero, Morgan, Orlando, Henry, Cesar, Annie, Armando, Esteban y el que llegue, con otros ritmos, igualmente cumplidos, los mismo problemas pero en esquemas literarios peores de administrar. El parque es un eje, como en el parche anterior la imagen de la virgen. Aquí se ve pasar la gente apurada a la estación del metro, con el tiempo conocemos como más a los transeúntes, a los paseadores de perros, a los mismos perros, en su caprichoso sometimiento. 

Siempre en estos sitios prima el alcohol, cierto importaculismo, el vicio soterrado, el coqueteo infame, los amores contrariados y la esperanza de una vida más apacible. Cada espacio genera su propia memoria y cada personaje su propia narrativa.  

También hay mitos tangibles que permiten mucho orgullo. Dicen: Aquí vivió el profe Maturana, Trellez, los Monsalve, quinterito, Aun vemos a Boterito deambular por estas calles, quien entrenó con Cueto, la Rosa, Pelufo, Vilarete, en el nacional de Zubeldía, todos grandes futbolistas.

De igual manera hay profesores, jubilados al por mayor, amas de casa, viudas inconsolables, sardinas juiciosas y otras desenfrenadas, timadores, prepagos, que convierten a este lugar en un arco iris que refleja a Colombia en su totalidad.

Estos son los Alcazares, un Barrio emblemático, del que uno no quiere salir nunca, tiene un imán social indefinible, lleno de amigos, de farra, cultura y una cotidianidad que se repite pero, como los grandes cuadros que no dejamos de mirar, nunca cansa. 

domingo, 18 de junio de 2023

ARIANA HARWICZ CONTRA EL CINISMO Y LA IMPOSTURA

 Por la importancia de esta entrevista y reseña, asumí que mis lectores conozcan a esta excelente novelista y pensadora Argentina, tomado del suplemento “Ñ” del periódico "El Clarín” de Buenos Aires. Cesar Hernando Bustamante. 

Pablo Díaz Merenghi 

Después de la reciente edición en un volumen de su Trilogía de la pasión, presenta un provocador libro de artículos e intervenciones. Un análisis y un intercambio. 

 

Si uno quisiera trazar una suerte de mapa de la literatura argentina contemporánea, el nombre de Ariana Harwicz no podría faltar. Más allá de los premios y del reconocimiento de la crítica, la obra de esta autora que vive en Francia hace más de quince años y formó parte de la long list del Man Booker International en 2018 se abre camino por peso propio. En 2024 estrenará una ópera de su autoría en el Teatro Colón, en la que trabaja junto al compositor Óscar Strasnoy y el director Mariano Pensotti. 

En tiempos de solemnidades varias y un aparente sentido común epocal que le teme a la incorrección política, sus novelas –la Trilogía de la pasión conformada por Matate amor, La débil mental Precoz, y Degenerado–, su no ficción –Desertar, coescrito con Mikaël Gómez Guthart– y hasta sus intervenciones en tuíter parecerían plantear más bien lo contrario: su prosa ubica al lector con los dientes contra el pavimento y le da un mazazo que lo deja tecleando sin importar el qué dirán. Pero cuidado: en Harwicz tampoco hay parafernalia innecesaria, pirotecnia malgastada o un artificio en búsqueda de la pose. 

En Harwicz hay una amalgama entre ferocidad y lirismo en pos de la creación artística. Y lo mismo encontrará el lector que se atreva a abrir las páginas de El ruido de una época (Marciana), libro que inaugura la colección de no ficción de este sello independiente y que recopila ensayos, notas de opinión, frases y aforismos de la escritora en el cual despotrica contra lo establecido y define de qué maneras entiende la literatura. 

“El camino de este libro fue diferente: nadie lo envió, lo fuimos a buscar”, explican los editores de Marciana (Denis Fernández y Manuel Álvarez) en una nota breve que abre el volumen. Los editores cuentan que vieron en diversos artículos, notas, entrevistas, conferencias e intervenciones en redes sociales de la escritora la posibilidad de entrecruzar todo ese material y ponerlo en diálogo como una unidad textual. 

Así nació este libro de 129 páginas de estructura híbrida, sin índice, cuya lectura puede bifurcarse en diversos senderos: existe la posibilidad de ser leído de un tirón. Pero es más bien preferible optar por una lectura serena, para que cada reflexión decante con su respectiva densidad. Harwicz, cuya primera novela está a punto de llegar a Hollywood nada menos que con Martin Scorsese como productor, elabora reflexiones que no por el hecho de ser breves terminan por ser simples. Más bien funcionan como una cadena de haikus. 

“Creo que escribir una novela es cavar túneles para huir, ese deterioro físico con golpes en la cabeza y arena en los pulmones, ese estado alucinatorio por no dormir, y a la vez, esa sed de llegar al final del túnel”, escribe y arriesga un manual de estilo. Leer esta serie de elucubraciones invitan a la reflexión acerca de qué significa ser escritor, por qué se escribe y, además, tiende puentes hacia un diálogo que excede a la propia literatura. 

Aquí Harwicz despliega cuestionamientos al feminismo (“Qué depravación el discurso que vuelve a las mujeres inocentes por naturaleza”), a la tan citada cultura de la cancelación y, de la mano de esto último, a la separación entre obra y artista (“La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible”). 

También se leen los cimientos de la voracidad que puede leerse en su literatura. Es una suerte de detrás de escena. La escritora comparte, también, sus referencias culturales y estéticas que van desde la escritora francesa Marguerite Duras al pianista norteamericano Glenn Gould. Harwicz se convierte en una escritora que ensaya, en el buen sentido del término, en tiempos en los que muchas veces se cree que los escritores ya no intervienen en el campo intelectual ni polemizan más allá de algún runrún pasatista en las redes sociales. 

“Lo que cuenta es la fe en la obra, no la recepción de la época”, escribe Harwicz y parece resumir en esa frase el espíritu de todo el libro. En otro pasaje, se anima a sentenciar: “Toda novela es un proceso contra uno mismo”. 

Su modo de entender la literatura parecería ser una búsqueda a ultranza del escritor que, incluso, lo aleje de la vida misma y lo lleve hacia un más allá que hasta llega a emparentar con la muerte: “El escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta las últimas consecuencias”. También polemiza contra el mercado y la idea del carrerismo: “Los dos enemigos más grandes del escritor: la profesionalización y la impostura”. 

Traducida a más de diecisiete idiomas, Ariana Harwicz parecería estar especialmente interesada en meter el dedo en la llaga y escarbar dentro de las zonas más incómodas de la realidad imperante. Su última novela, Degenerado (2019), está narrada en primera persona desde la voz de un pedófilo. Y su recepción no estuvo exenta de lecturas esencialistas, homologadoras, que le llegaron a plantear algunos cuestionamientos morales. 

El ruido de una época funciona no sólo como el anverso necesario para comprender el oficio de una autora dispuesta a ignorar cualquier dogma bienpensante sino, también, a ampliar el horizonte de pensamiento de cierta masa crítica que aún intenta comprender la diferencia entre autor, obra y narrador. “El arte no tiene que tener ninguna función”, concluye la escritora, cuya mayor advertencia quizás se sostenga sobre el peligro de leer desde la identidad: “Uno lee para olvidarse de sí, para borrarse, para deshacerse, para desidentificarse, para desindividualizarse”. 

El ruido de una época, Ariana Harwicz. Marciana, 144 págs. $4.500 

Entrevista: el marketing de las buenas causas 

–En tu libro explorás lo que describís como “el ruido de la época” y señalás algunas problemáticas (la cancelación, el separar la obra del autor y la lectura de la identidad). ¿Cuál es tu mayor preocupación al respecto? 

–Me molesta el cinismo. La impostura. El ser caretas. Creo que a medida que vaya envejeciendo deberé hacer un trabajo espiritual para que me moleste menos. Alguien me dijo alguna vez: “Reivindico la hipocresía”. En el sentido de que esa doble faz, ese cuchicheo por la espalda es mejor que el cuchillo en la frente. Por ahora no pude llegar a ese nivel de espiritualidad, de aceptación. El cinismo que veo alrededor mío, en el arte, me resulta muy doloroso. Digo, ¿No era que defendían las buenas causas, que había todo un protocolo, un discurso gritado del bien? Para nada. Preferiría que hicieran abiertamente apología del crímen. Mi malestar en la cultura es el cinismo. Parecería ser que en esta época el arte está más inclinado a las buenas causas y no. Es puro marketing. 

–También advertís acerca de la esencia del escritor, respecto a que cualquiera, por el mero hecho de escribir, se llama a sí mismo autor. 

–Es injusto que siempre el chivo expiatorio sea la escritura. Todos estamos de acuerdo tácitamente en que no cualquiera puede ser bailarín clásico, chef, peluquero o pianista. Eso mismo no sucede en la escritura. Efectivamente, escribir puede escribir cualquiera. Incluso alguien que detesta la escritura. Estaría lindo pensar qué es escribir. Si escribir es sólo el verbo entonces puedo ser corredora, porque puedo correr o nadadora porque puedo nadar. No entiendo por qué a cualquier profesión se le exige un rigor, una formalidad, y escribir pareciera que es lo mismo que mover las manos. Son escribientes. Llegar a escribir es lo más difícil que hay. 

–En un pasaje llegás a la conclusión de que sería muy interesante lograr una literatura que pueda despertarte de un sacudón en medio de la noche. ¿Qué intentás con la tuya? 

–Intento eso. Lo único que importa es que te aparezca como flashes en tu vida. A mí me pasa, supongo que a todos. Estoy en cualquier lugar, manejando en el campo, en una camilla por operarme, antes de dormirme, y me aparecen cosas confusas que nunca entiendo si son mis recuerdos o los recuerdos de un libro. Se me impregna una escena, un momento, un diálogo. Ese sería mi deseo, mi sueño: que alguna escena, una descripción, una frase de mis libros entre en la vida de alguien y lo acompañe. 

–En varias entrevistas señalás la necesidad de escribir desde la incomodidad y como si uno estuviese muerto. Una suerte de salto al vacío. ¿Por qué? ¿Siempre tuviste en claro esto? 

–Tiene que ver con pensar desde dónde escribimos: desde la vida, los sueños, el más allá, la marginalidad, el encierro. A mí me parece que hoy se escribe demasiado desde la vida. Y la vida, además de increíble, es horrible. Es una locura pero también es aburrida, repetitiva, torpe, mediocre, está llena de corrupción. Está el mercado. No me acuerdo qué poeta lo decía, y coincido, que se está también muerto cuando se escribe. No se está en la vida, se está en otro lado. Es esa otra cosa que captás, como una visión, cuando escribís. Eso para mí lo que hay que hacer. Escribir es, todo el tiempo, una lucha contra la idea de aburguesarse. Contra el confort, contra el lugar común. Esa lucha es muy difícil porque hay que desarmar todo: la lengua, los conceptos. Por eso digo estar muerto. Seguro no es estar en la vida. Más bien es intentar estar entre la vida y la muerte. 

P.D.M.