Esta semana a propósito
de la muerte del escritor Colombiano Roberto Burgos Cantor, preparaba un texto en su homenaje, es uno de los escritores más importantes del país. No sólo lo respalda una obra
extensa, seria y de excelente calidad, sino el itinerario pedagógico y
extensivo de un creador que nunca renunció a la pasión por
la escritura que dominó su vida. De ello hablan sus talleres, sus cursos, el
contacto con la juventud y la exploración e investigación profunda con que documentó
casi la totalidad de sus obras, el combate silencioso de un creador contra las élites de la cultura,
que desconocieron una generación por efectos del Boom latinoamericano y la
grandeza de García Márquez, no se hablaba en el país de nadie más, en una época
muy buena para nuestra letras pero que sometió al ostracismo a un buen número
de escritores, los que afortunadamente con el tiempo obtuvieron el merecimiento que su obra
amerita. Este artículo publicado en el diario “El espectador” de Bogotá, de
excelente factura, me parece que cumple con todos los presupuestos que yo
esperaba de mi reseña, están plasmados con mucha lucidez, por lo que decidí hacerme al costado, entregársela
a mis lectores sin mayor reparo y con mucho agradecimiento. Incluyo una artículo del mismo diario a propósito del premio nacional de literatura
que el escritor ganó este año. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Cultura
20 Oct 2018
- 9:00 PM
NELSON FREDY
PADILLA
ROBERTO BURGOS CANTOR
GANA PREMIO NACIONAL DE NOVELA 2018
Cultura
26 Jul 2018
- 9:40 AM
REDACCIÓN
CULTURA
El pasado 16 de octubre murió en Bogotá el escritor
cartagenero, autor de siete novelas y seis libros de cuentos. Una aproximación
a su legado.
Antes de las 7 de la mañana de un lunes llegó al campus de la
Universidad de la Sabana, en las afueras de Bogotá, para la clase de narrativa
literaria a la que fue invitado especial una vez cada semestre durante cinco
años. Dio las gracias al chofer del automóvil que lo llevó y apenas se bajó
dijo, para asegurarse de que la imagen no se le escapara: “Sabes que gracias al
trancón acabo de ver la sonrisa femenina más exultante que recuerde. La
muchacha venía en moto, se quitó el casco y se despidió de su novio, supongo.
Parecían humildes y felices”.
Roberto Burgos Cantor trabajaba en el libro de cuentos Una
siempre es la misma (2009) y su vida, apagada por un infarto el martes pasado,
era la de un pescador de imágenes. Buscaba “otras formas de mirar y, por lo
tanto, de sentir”. Cautivaba a los jóvenes estudiantes, en especial a las
mujeres, por la fuerza de los personajes femeninos que creaba. Sus alumnos de
las universidades Nacional y Central exhibieron ahora sus cariñosos autógrafos y
prometieron no olvidar sus páginas.
Su mejor amigo, Eligio García Márquez (1947-2001),
recomendaba leerlo, porque después de su hermano Gabito, Burgos y Germán
Espinosa eran sus escritores colombianos predilectos. A Gabriel García Márquez
le insistió hasta que leyó El patio de los vientos perdidos. Luego el nobel le
dio la razón: “Yo hubiera querido escribir algunos de estos capítulos”, y
autorizó a que esa frase promocionar dicha novela de 1984.
Esto para decir que, justamente, Burgos Cantor (1948-2018)
pasa a la historia de la literatura nacional e hispanoamericana por construir
una gran obra con una voz y una poética únicas en la misma era de García
Márquez. Lo explicó el año pasado en El Espectador: “Conviví con un monstruo
sin ser devorado”. (Lea: La vida es corta y el arte largo).
Nos deja siete novelas y seis libros de cuentos —el último,
Historias de trastienda, lo entregó a su sello editorial Seix Barral para ser
publicado en 2019—, que serán objeto de estudio empezando por la Universidad
Central, donde hasta esta semana era el director del Departamento de Escrituras
Creativas y este año inauguró la Cátedra García Márquez, y en la Nacional, de
donde era abogado y fue profesor de la Maestría de Escrituras Creativas.
Su aporte a la literatura lo reconoció el jurado del Premio
Casa de las Américas de Narrativa, al concederle en 2009 el Premio José María
Arguedas por la que se considera su máxima novela, La ceiba de la memoria
(2007), finalista del Premio Iberoamericano Rómulo Gallegos, la obra que mejor
documenta la Cartagena de Indias del siglo XVII, con la esclavitud de una
sociedad colonizada como eje narrativo, su gran árbol de las palabras.
¿Cómo llegó hasta allí? Las claves están en el libro menos
conocido, Señas particulares, un testimonio de la vocación literaria publicado
en 2001. Su testamento. Supo que la ficción era un impulso vital desde que su
homónimo padre, fundador de la Facultad de Humanidades de la Universidad de
Cartagena, le habló, satisfecho, luego de descubrir lo que escribía producto de
las lecturas clásicas que el ilustrado abogado y maestro le dejaba en la gran
biblioteca de su casa.
La charla ocurrió “en la oscuridad improbable de la
madrugada, la Dodge 55 llevaba las luces altas encendidas… estábamos a 27
kilómetros de Cartagena de Indias, avanzando en una carretera que conducía a
Turbana, un antiguo poblado de aborígenes y brujas”. Quien le había revelado el
secreto fue Constancia Cantor, la madre y cómplice. Desde entonces Roberto
Eliécer, bautizado así por su papá y por Jorge Eliécer Gaitán, pues nació en
“el año de la ira” (1948), persistió en “la obstinada lealtad de un escritor a
su oficio”, en “los trabajos forzosos de la vocación”.
Asumió también el compromiso de estudiar derecho en la
Universidad Nacional, al tiempo de la revolución estudiantil de finales de los
años 60, de la influencia francesa y cubana, del caso Camilo Torres, de
lecturas subversivas y ateas. Abandonó Cartagena de Indias, “mi querencia, la
esquina de la cual salí”, agradecido con el novelista Manuel Zapata Olivella
por los consejos, por enseñarle la historia oculta de la cultura negra, que
reivindicó, y por publicarle el primer cuento en la revista Letras Nacionales.
Traía tatuados los personajes de su barrio popular del Pie de
La Popa que transitan sus libros, del malecón de El Cabrero; desde prostitutas,
pasando por boxeadores fracasados, hasta san Pedro Claver. Los usó como arcilla
creativa en Bogotá, “en un tiempo en que todo parecía conspirar a favor de la
ilusión. Como si la felicidad estuviera a la vuelta de la esquina”.
Sus primeros cuentos, premiados en concursos universitarios y
nacionales, trataban sobre “la espiral de violencia, que jamás se ha detenido”,
porque andaba en la etapa “inocente” de “textos experimentales”, en “la
incertidumbre moral de si había que escribir y echar tiros al tiempo”. Luego
tuvo claro que su mejor arma era la pluma y ratificó que sus protagonistas
serían, siempre, “los excluidos”. Ese camino lo emprendió de la mano de una de
las mayores influencias literarias: el argentino Ernesto Sabato. Fue su
escritor de cabecera desde que “la fortuna” le mostró la novela El túnel en la
compraventa de libros de J. Emilio Marulanda, en los límites de la ciudad
amurallada, a donde llegó atraído por el aviso “Venza la ignorancia”.
Esto sin olvidar, del otro lado, a Shakespeare, Kafka,
Proust, Baudelaire, Camus, Sartre, Benjamin, Cavafis, y de este lado a
Hemingway, Borges, Cortázar, Rulfo, Carpentier, Roa, Arguedas, García Márquez,
Cepeda Samudio. “Los venenos sin antídoto”. Entre ellos, interpretaba a Sabato
como el autor integral. Aparte de miradas al ser humano, por ejemplo las de
Sobre héroes y tumbas, “una seductora reflexión sobre la vocación, el
pensamiento, la cultura, la política, la ciencia”.
Sacó conclusiones en la tertulia del sótano de la librería Buchholz
de la avenida Jiménez, junto a Eligio García Márquez y R. H. Moreno-Durán,
entre “el olor a papel sin abrir y a madera recién cortada”. Aprendieron de su
“elegancia irreverente” para tratar temas filosóficos conectados con
“meditaciones” de la época, “poniéndolos bajo la luz de una ironía sutil”.
Encarnaba sus aspiraciones: “Era, sin duda, un testigo, y para quienes vivíamos
este tiempo en la complicidad del deseo de cambiar cuento existía, qué mejor
que este mirón insobornable que no se complacía”. Sin embargo, sufrió para
encontrar la prosa poética que lo caracteriza, fracasó con su primer intento de
novela. Él, tan sereno, se volvió “desgraciado, con frecuencia agresivo”.
Un día de 1968 decidió, junto a Eligio, escribirle a “don
Ernesto” y días después tenían en sus manos un reportaje con él, que, por
agudas, les respondió cuantas preguntas pudo en hojas mecanografiadas y en
fotocopias de fragmentos de sus libros con anotaciones manuscritas. Se publicó
en la edición dominical de El Espectador, dirigida por Isaías González.
Un año después, Sabato fue invitado al Festival de Teatro de
Manizales como presidente de honor y los encargados de todos los detalles
fueron Roberto y Eligio, quienes lo acompañaron en un angustiante vuelo que, en
el primer intento, no pudo aterrizar por tormenta —“la avioneta quedó presa en
una tormenta que la zarandeaba, inmisericorde, y el agua desatada golpeaba con
el furor de un látigo el fuselaje y las ventanillas”— y debieron regresar a
Bogotá, asustados y en medio de chistes sobre la muerte. Después volvieron y
todo salió perfecto. Lo contó Burgos como enviado especial de este diario. (Una
de sus últimas entrevistas).
Desde entonces intercambiaron cartas sobre todo, desde
política hasta tangos. Después lo visitó en su casa de las afueras de Buenos
Aires en un viaje en tren que describió como uno de los instantes más
emocionantes que regala la vida. Burgos aseguró que Sabato le impuso una
escritura a otro nivel: “Hacer del estilo un dominio de la crítica, corregir
las versiones oficiales de lo histórico, denunciar el pasado, subvertir el
orden, mejorar las ideas, proponer otro pensamiento luego de tropezar con las
certezas”. Un “testimonio de resistencia”.
Esa narrativa se desataría con el libro de cuentos Lo Amador,
escrito entre Bogotá, Barranquilla y Cartagena y publicado apenas en 1980,
porque no dejó de ejercer como abogado en “el orden injusto que el derecho
regulaba”, a pesar de que entraba en conflicto con “hacer dinero con la
búsqueda de esa apariencia de justicia”. Dilema que también se lo resolvió “la
ética de don Ernesto”, “una conciencia moral con la fuerza de un huracán
solitario”.
También fue “fundamental” asimilar el impacto nacional y
global de Cien años de soledad y del realismo mágico. La mayoría de los autores
que buscaban su lugar en medio del Boom latinoamericano terminaron agobiados,
mientras Burgos lo vio como una oportunidad: “Yo sentí al leerla que nada como
esta obra hacía tanto por la literatura y resolvía la mayor parte de los
problemas”. Atrás quedaban el indigenismo, el costumbrismo, el naturalismo, la
denuncia, el panfleto, lo rural. Le abrió su territorio, la mirada a la
condición humana desde lo urbano, y le “aligeró el debate estético”.
Esa visión, esa convicción disciplinada —“día tras día
escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que quería
hacer en la vida”—, le permitió consagrarse en el siglo XX y mantenerse vigente
y activo hasta este 2018, cuando le otorgaron el Premio Nacional de Novela por
Ver lo que veo, su enigma sobre la ruina y el azar en la vida de un hombre que
sobrevive en medio de un coro de voces anónimas de la sociedad del siglo XXI.
La dimensión de Roberto Burgos Cantor la completa su propia
humanidad, de la que no dejan de hablar su esposa —“mi puerto sagrado”—, la
profesora de física Dora Bernal, sus hijos, familiares, amigos y alumnos. Había
que verlo pleno, trabajando en su apartamento biblioteca, oírlo en sus clases o
conferencias, compartir con él mientras guardaba silencio, dejando que sus
invitados hablaran y le iluminaran ideas en construcción. ¿Por qué tan
reservado?, le preguntaban. “Para un escritor su silencio es voz”, dejó por
escrito. Por eso no volvió a vivir en Cartagena, aún extrañando “las charlas de
mecedora al atardecer”. En Bogotá adoptó la estrategia huraña de los cangrejos
inmemoriales de su tierra.
El homenaje que hoy le hace El Espectador no es solo al
escritor admirable, sino al amigo de esta redacción. Todos los días madrugaba a
leer el diario y muchas veces enviaba comentarios, sugerencias y artículos. Su
viuda contó que el lunes pasado regresó feliz de un fin de semana en Cartagena,
donde escribió las primeras ocho páginas de una nueva novela. Fue su punto
final.
En la última página de Señas particulares aparece la
pregunta: ¿de qué murió? Y él responde: “La parte de la vida que a cada quien
corresponde se agota. Y ella, poderosa, invencible, continúa desbocada. Se
asoma por doquier, para que no se olvide nuestra provisionalidad”.
Cultura
26 Jul 2018 - 9:40 AM
REDACCIÓN CULTURA
El jurado le otorgó el galardón al escritor cartagenero por "Ver lo que veo", una novela "montada en una estructura compleja que alterna los monólogos con la narración en tercera persona, en una progresión de imágenes visuales compuestas mediante un lenguaje al mismo tiempo personal y universal".
El escritor Roberto Burgos Cantor es el ganador del Premio
Nacional de Novela 2018 gracias a "Ver lo que veo", una historia
sobre un barrio marginal de la costa Caribe visto a través de sus habitantes y
narrado mediante monólogos. (Le recomendamos leer: Roberto Burgos Cantor: ver
lo que ha visto).
"Yo estaba buscando un acercamiento a ese mundo de la
gente que no tiene un nombre, que no tiene un lugar en las páginas sociales;
buscaba fundamentalmente un mundo sin voz y un mundo sin lugar. Con esta novela
empecé la búsqueda de esa respuesta, con la convicción de que en esa gente
humilde, muchas veces silenciosa, hay una humanidad tremenda y un mundo de
cosas que no han dicho. Entonces, la literatura permite que tengan un sitio,
una expresión y, de alguna manera, sean sujetos que comparten humanidad y
comparten un sitio en la sociedad", dice el autor sobre la obra que
escribió durante tres años y quien dirige el Departamento de Creación Literaria
de la Universidad Central de Bogotá. (Le puede interesar: La vida es corta y el
arte largo).
Para el jurado del Premio Nacional de Novela 2018, integrado
por el escritor mexicano Álvaro Enrigue y los colombianos Luis Fayad y Liliana
Ramírez, Burgos Cantor escribió "una novela de un gran propósito
literario. Montada en una estructura compleja, que alterna los monólogos con la
narración en tercera persona, en una progresión de imágenes visuales compuestas
mediante un lenguaje al mismo tiempo personal y universal".
Para ellos, la obra ganadora es el resultado de un autor
maduro de imaginación fresca que recurre a la pluralidad de voces y relatos
presentes en "Ver lo que veo" para realizar "una narración sin
fisuras en la que se complementan personajes de diferentes clases sociales que
cuentan de la formación de un mundo presente y de sus orígenes. Los oficios
diversos, los honestos y los que crea la necesidad de sobrevivir, las ilusiones
con su esfuerzo, su engaño y también su recompensa. La historia de Colombia
narrada en el tono de una melodía equilibrada. La armonía de sus frases, el
arte con sentido y sonido, la forma y la fábula unidas en un objeto que
pertenece a la mejor literatura". (Entrevista: “El escritor hace su
trabajo bajo un estado de aturdimiento”).
El Premio Nacional de Novela 2018, entregado por el
Ministerio de Cultura, tiene como objetivo reconocer la excelencia en la
producción literaria en el país. El cartagenero Burgos Cantor recibirá por su
obra, publicada por la editorial Seix Barral, $60 millones de pesos, así como
la difusión de su libro en ferias y otros eventos literarios nacionales e
internacionales.
Para el escritor, este reconocimiento es perfecto para una
novela "en la que el empeño estético es una nueva misión del autor, tiene
el papel de quitarle el miedo al lector de lo que llaman ‘obras difíciles’,
porque todo es difícil, hasta la vida misma. Es una oportunidad en el mal
momento que vivimos en el que la facilidad se impone, sobre todo frente a lo
que exige la lectura de literatura".
"Ver lo que veo" se desarrolla en el siglo XX,
época en la que sobrevivir es la única aspiración de un barrio desplazado en la
costa Caribe. Sus habitantes, visibles desde el estorbo que le generan a esta
nueva sociedad, no logran pertenecer más que a sus miedos y recuerdos. Un
hombre abrazado por la ruina se refugia en el azar del juego esperando que la
vida le devuelva un pedacito de luz, el pasado que ya no pasa.
Lejos de los casinos y las apuestas una mujer siempre ve lo
mismo: el mar y su brillo, la ciudad amurallada, el mangle, los vecinos y
extranjeros; plomeros, músicos, ladrones, prostitutas, carpinteros, estilistas,
púgiles. Con sus ojos nos sumerge en los secretos de la vida de este submundo
de deseos inconclusos.
La obra fue escrita por Roberto Burgos, quien nació en
Cartagena en 1948, y quien escribió cuentos en periódicos y revistas hasta
1981, justo antes de publicar su primer libro de cuentos "Lo Amador".
"De gozos y desvelos", "Quiero es cantar", "Juego de
niños", "Una siempre es la misma" y "El secreto de
Alicia" son otros cuentos publicados por el escritor, creador también de
un libro testimonio de época, "Señas particulares", así como otras
seis novelas: "El patio de los vientos perdidos", "El vuelo de
la paloma", "Pavana del ángel", "La ceiba de la
memoria" -ganadora del Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y
finalista del Premio Rómulo Gallegos 2010- , "Ese silencio", "El
médico del emperador y su hermano" y "Ver lo que veo".