martes, 15 de febrero de 2022

LOS SUSURROS DEL LENGUAJE DE ROLAND BARTHES PARTE 2

Continuamos con la segunda parte que completa el primer capítulo de este texto. CESAR H BUSTAMANTE

A todos. los niveles, argumento, discurso, palabras, la obra literaria ofrece, pues, al estructuralismo, la imagen de una estructura perfectamente homológica (eso pretenden probar las actuales investigaciones) respecto a la propia estructura del lenguaje. Es fácil entender así que el estructuralismo quiera fundar una ciencia de la literatura, o, más exactamente, una lingüística del discurso, cuyo objeto es la «lengua» de las formas literarias, tomadas a múltiples niveles: proyecto bastante nuevo, ya que hasta el momento la literatura nunca había sido abordada «científicamente» sino de una manera muy marginal, a partir de la historia de las obras, de los autores, de las escuelas, o de los textos (filología). Sin embargo, por más nuevo que sea, tal proyecto no resulta satisfactorio, o al menos no lo bastante. Deja sin solución el dilema del que hablábamos al comienzo, dilema alegóricamente sugerido por la oposición entre ciencia y literatura, en cuanto que ésta asume su propio lenguaje y aquélla lo elude, fingiendo que lo considera puramente instrumental. En una palabra, el estructuralismo nunca será más que una «ciencia» más (nacen unas cuantas cada siglo, y algunas de ellas pasajeras), si no consigue colocar en el centro de su empresa la misma subversión del lenguaje científico, es decir, en pocas palabras, si no consigue «escribirse a sí mismo»: ¿Cómo podría dejar de poner en cuestión al mismo lenguaje que le sirve para conocer el lenguaje? La prolongación lógica del estructuralismo no puede ser otra que ir hacia la literatura, pero no ya como «objeto» de análisis sino como actividad de escritura, abolir la distinción, que procede de la lógica, que convierte a la obra en un lenguaje-objeto y a la ciencia en un metalenguaje, y poner de esa manera en peligro el ilusorio privilegio que la ciencia atribuye a la propiedad de un lenguaje esclavo. Así que el estructuralista aún tiene que transformarse en «escritor», y no por cierto para profesar o para practicar el «buen estilo», sino para volverse a topar con los candentes problemas que toda enunciación presenta en cuanto deja de envolverse en los benéficos cendales de las ilusiones propiamente realistas, que hacen del lenguaje un simple médium del pensamiento. Semejante transformación —pasablemente teórica aún, hay que reconocerlo— exige cierto número de aclaraciones (o de reconocimientos). En primer lugar, las relaciones entre la subjetividad y la objetividad —o, si así se prefiere, el lugar que ocupa el sujeto en su trabajo— ya no pueden seguir pensándose como en los buenos tiempos de la ciencia positivista. La objetividad y el rigor, atributos del sabio, que todavía nos dan quebraderos de cabeza, son cualidades esencialmente preparatorias, necesarias durante el trabajo, y, a ese título, no deben ponerse en entredicho o abandonarse por ningún motivo; pero esas cualidades no pueden transferirse al discurso más que gracias a una especie de juego de manos, procedimiento puramente metonímico, que confunde la precaución con su efecto discursivo. Toda enunciación supone su propio sujeto, ya se exprese el tal sujeto de manera aparentemente directa, diciendo yo, o indirecta, designándose como él, o de ninguna manera, recurriendo a giros impersonales; todas ellas son trucos puramente gramaticales, en las que tan sólo varía la manera como el sujeto se constituye en el interior del discurso, es decir, la manera como se entrega, teatral o fantasmáticamente, a los otros; así pues, todas ellas designan formas del imaginario. Entre todas esas formas, la más capciosa es la forma privativa, que es precisamente la que ordinariamente se practica en el discurso científico, del que el sabio se excluye por necesidades de objetividad; pero lo excluido, no obstante, es tan sólo la «persona» (psicológica, pasional, biográfica), siempre, de ninguna manera el sujeto; es más, este sujeto se rellena, por así decirlo, de toda la exclusión que impone de manera espectacular a su persona, de manera que la objetividad, al nivel del discurso —nivel fatal, no hay que olvidarlo—, es un imaginario como otro cualquiera. A decir verdad, tan sólo una formalización integral del discurso científico (me refiero a las ciencias humanas, pues, por lo que respecta a las otras ciencias, ya lo han conseguido ampliamente) podría evitar a la ciencia los riesgos del imaginario, a menos, por supuesto, que ésta acepte la práctica del imaginario con total conocimiento de causa, conocimiento que no puede alcanzarse más que a través de la escritura: tan sólo la escritura tiene la posibilidad de eliminar la mala fe que conlleva todo lenguaje que se ignora a sí mismo. La escritura, además —y esto es una primera aproximación a su definición—, realiza el lenguaje en su totalidad. Recurrir al discurso científico como instrumento del pensamiento es postular que existe un estado neutro del lenguaje, del que derivarían, como otros tantos adornos o desviaciones, un determinado ro de lenguas especiales, tales como la lengua literaria o la lengua poética; se supone que este estado neutro sería el código de referencia de todos los lenguajes «excéntricos», que no serían más que subcódigos suyos; al identificarse con este código referencial, fundamento de toda normalidad, el discurso científico se arroga una autoridad que precisamente es la escritura la que debe poner en cuestión; la noción de «escritura» implica efectivamente la idea de que el lenguaje es un vasto sistema dentro del cual ningún código está privilegiado, o, quizá mejor, un sistema en el que ningún código es central, y cuyos departamentos están en una relación de «jerarquía fluctuante». El discurso científico cree ser un código superior; la escritura quiere ser un código total, que conlleva sus propias fuerzas de destrucción. De ahí se sigue que tan sólo la escritura es capaz de romper la imagen teológica impuesta por la ciencia, de rehusar el terror paterno extendido por la abusiva «verdad» de los contenidos y los razonamientos, de abrir a la investigación las puertas del espacio completo del lenguaje, con sus subversiones lógicas, la mezcla de sus códigos, sus corrimientos, sus diálogos, sus parodias; tan sólo la escritura es capaz de oponer a la seguridad del sabio —en la medida en que está «expresando» su ciencia— lo que Lautréamont llamaba la «modestia» del escritor. Por último, entre la ciencia y la escritura existe una tercera frontera que la ciencia tiene que reconquistar: la del placer. En una civilización que el monoteísmo ha dirigido por completo hacia la idea de la Culpa, en la que todo valor es el producto de un esfuerzo, esta palabra suena mal: hay en ella algo de liviano, trivial, parcial. Decía Coleridge: «A poem is thaí species of composition which is opposed to works of Science, by purposing, for its immediate object, pleasure, not truth», declaración que es ambigua, pues, si bien asume la naturaleza, hasta cierto punto erótica, del poema (de la literatura), continúa asignándole un cantón reservado y casi vigilado, distinto del más importante territorio de la verdad. El «placer», sin embargo —hoy nos cuesta menos admitirlo—, implica una experiencia de muy distinta amplitud y significado que la simple satisfacción-del «gusto». Ahora bien, jamás se ha apreciado seriamente el placer del lenguaje; la antigua Retórica, a su manera, ya tuvo alguna idea, cuando fundó un género especial de discurso, el epidíctico, abocado al espectáculo y la admiración; pero el arte clásico tomó el gustar que era su ley, según propias declaraciones (Racine: «La primera regla es gustar...»), y lo envolvió en las restricciones que imponía lo «natural». Tan sólo el barroco, experiencia literaria que no ha pasado de tolerable para nuestras sociedades, o al menos para la francesa, se atrevió a efectuar algunas exploraciones de lo que podría llamarse el Eros del lenguaje. El discurso científico está bien lejos de ello; pues si llegara a aceptar la idea tendría que renunciar a todos los privilegios con que le rodea la institución social y aceptar la entrada en esa «vida literaria» de la que Baudelaire, a propósito de Edgar Poe, nos dice que es «el único elemento en el que algunos ciertos seres desclasados pueden respirar». Una mutación de la conciencia, de la estructura y de los fines del discurso científico: eso es lo que quizás habría que exigir hoy en día, cuando, en cambio, las ciencias humanas, constituidas, florecientes, parecen estar dejando un lugar cada vez más exiguo a una literatura a la que comúnmente se acusa de irrealismo y de deshumanización. Precisamente por eso, ya que el papel de la literatura es el de representar activamente ante la institución científica lo que ésta rechaza, a saber, la soberanía del lenguaje. Y es el estructuralismo el que debería estar en la mejor situación para suscitar este escándalo; pues al ser consciente en un grado muy agudo de la naturaleza lingüística de las obras humanas, es el único que hoy día puede replantear el problema del estatuto lingüístico de la ciencia; al tener por objeto el lenguaje —todos los lenguajes—, rápidamente ha llegado a definirse como el metalenguaje de nuestra cultura. No obstante, es necesario que supere esta etapa, ya que la oposición entre los lenguajes-objeto y sus metalenguajes sigue en definitiva estando sometida al modelo paterno de una ciencia sin lenguaje. La tarea a la que se enfrenta el discurso estructural consiste en volverse completamente homogéneo respecto a su objeto; sólo hay dos caminos para llevar a cabo esta tarea, tan radicales el uno como el otro: o bien el que pasa por una formalización exhaustiva, o bien el que pasa por la escritura integral. Según esta segunda hipótesis (que es la que aquí se está defendiendo), la ciencia se convertiría en literatura, en la medida en que la literatura —sometida, por otra parte, o una creciente transformación de los géneros tradicionales (poema, relato, crítica, ensayo)— ya es, lo ha sido siempre, la ciencia; puesto que todo lo que las ciencias humanas están descubriendo hoy en día, en cualquier orden de cosas, ya sea en el orden sociológico, psicológico, psiquiátrico, lingüístico, etc., la literatura lo ha sabido desde siempre; la única diferencia está en que no lo ha dicho, sino que lo ha escrito. Frente a la verdad entera de la escritura, las «ciencias humanas», constituidas de manera tardía sobre el barbecho del positivismo burgués, aparecen como las coartadas técnicas que nuestra sociedad se permite a sí misma para m antener en su seno la ficción de una verdad teológica, soberbiamente —y de una manera abusiva— separada del lenguaje.