martes, 8 de febrero de 2022

LOS SUSURROS DEL LENGUAJE DE ROLAND BARTHES


He tomado estos apartes de forma literal del texto de Barthes por parecerme de suma importancia para literatura, en una segunda entrega pasaré el otro texto que le continua.

DE LA CIENCIA A LA LITERATURA

Las facultades francesas tienen en su poder una lista oficial de las ciencias, tanto sociales como humanas, que son objeto de enseñanza reconocida y, de esa manera, obligan a delimitar la especialidad de los diplomas que confieren: se puede ser doctor en estética, en psicología, en sociología, pero no en heráldica, en semántica o en victimología. Así pues, la institución determina de manera directa la naturaleza del saber humano, al imponer sus procedimientos de división y de clasificación, exactamente igual que una lengua obliga a pensar de una determinada manera, por medio de sus «rúbricas obligatorias» (y no meramente a causa de sus exclusiones). En otras palabras, lo que define a la ciencia (a partir de ahora, en este texto llamaremos ciencia al conjunto de las ciencias sociales y humanas) no es ya su contenido (a menudo mal delimitado y lábil), ni su método (el método varía de una ciencia a otra: ¿qué pueden tener en común la ciencia histórica y la psicología experimental?), ni su moralidad (ni la seriedad ni el rigor son propiedad exclusiva de la ciencia), ni su método de comunicación (la ciencia está impresa en los libros, como todo lo demás), sino únicamente su «estatuto», es decir, su determinación social: cualquier materia que la sociedad considere digna de transmisión será objeto de una ciencia. Dicho en una palabra: la ciencia es lo que se enseña.

La literatura posee todas las características secundarias de la ciencia, es decir, todos los atributos que no la definen. Tiene los mismos contenidos que la ciencia: efectivamente, no hay una sola materia científica que, en un momento dado, no haya sido tratada por la literatura universal: el mundo de la obra literaria es un mundo total en el que todo el saber (social, psicológico, histórico) ocupa un lugar, de manera que la literatura presenta ante nuestros ojos la misma gran unidad cosmogónica de que gozaron los griegos antiguos, y que nos está negando el estado parcelario de las ciencias de hoy. La literatura, como la ciencia, es metódica: tiene sus propios programas de investigación, que varían de acuerdo con las escuelas y las épocas (como varían, por su parte, los de la ciencia), tiene sus reglas de investigación, y, a veces, hasta sus pretensiones experimentales. Al igual que la ciencia, la literatura tiene una moral, tiene una determinada manera de extraer de la imagen que de sí misma se forma las reglas de su actividad, y de someter, por tanto, sus proyectos a una determinada vocación de absoluto. Queda un último rasgo que ciencia y literatura poseen en común, pero este rasgo es, a la vez, el que las separa con más nitidez que ninguna otra diferencia: ambas son discursos (la idea del logos en la antigüedad expresaba esto perfectamente), pero el lenguaje que constituye a la una y a la otra no está asumido por la ciencia y la literatura de la misma manera, o, si se prefiere, ciencia y literatura no lo profesan de la misma manera. El lenguaje, para la ciencia, no es más que un instrumento que interesa que se vuelva lo más transparente, lo más neutro posible, al servicio de la materia científica (operaciones, hipótesis, resultados) que se supone que existe fuera de él y que le precede: por una parte, y en principio, están los contenidos del mensaje científico, que lo son todo, y, por otra parte, a continuación está la forma verbal que se encarga de expresar tales contenidos, y que no es nada. No es ninguna casualidad que, a partir del siglo xvi, el desarrollo conjugado del empirismo, el racionalismo y la evidencia religiosa (con la Reforma), es decir, el desarrollo del espíritu científico (en el más amplio sentido del término) haya ido acompañado de una regresión de la autonomía del lenguaje, que desde ese momento quedará relegado al rango de instrumento o de «buen estilo», mientras que durante la Edad Media la cultura humana, bajo la especie del Septenium, compartía casi a partes iguales los secretos de la palabra y los de la naturaleza. Muy por el contrario, en la literatura, al menos en la derivada del clasicismo y del humanismo, el lenguaje no pudo ya seguir siendo el cómodo instrumento o el lujoso decorado de una «realidad» social, pasional o poética, preexistente, que él estaría encargado de expresar de manera subsidiaria, mediante la sumisión a algunas reglas de estilo: EL lenguaje es el ser de la literatura, su propio mundo: la literatura entera está contenida en el acto de escribir, no ya en el de «pensar», «pintar», «contar», «sentir». Desde el punto de vista técnico, y de acuerdo con la definición de Román Jakobson, lo «poético» (es decir, lo literario) designa el tipo de mensaje que tiene como objeto su propia forma y no sus contenidos. Desde el punto de vista ético, es simplemente a través del lenguaje como la literatura pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo «real». Desde el punto de vista político, por medio de la profesión y la ilustración de que ningún lenguaje es inocente, y de la práctica de lo que podríamos llamar el «lenguaje integral», la literatura se vuelve revolucionaria. Así pues, en nuestros días resulta ser la literatura la única que soporta la responsabilidad total del lenguaje; pues si bien es verdad que la ciencia necesita del lenguaje, no está dentro del lenguaje, como la literatura; la primera se enseña, o sea, se enuncia y expone, la segunda se realiza, más que se transmite (tan sólo su historia se enseña). La ciencia se dice, la literatura se escribe; la una va guiada por la voz, la otra sigue a la mano; no es el mismo cuerpo, y por tanto no es el mismo deseo, el que está detrás de la una y el que está detrás de la otra.

Al basarse fundamentalmente en una determinada manera de usar el lenguaje, escamoteándolo en un caso y asumiéndolo en otro, la oposición entre ciencia y literatura tiene una importancia muy particular para el estructuralismo. Bien es verdad que esta palabra, casi siempre impuesta desde fuera, recubre actualmente muy diversas empresas, a veces hasta divergentes, incluso enemigas, y nadie puede atribuirse el derecho de hablar en su nombre; el autor de estas líneas no pretende tal cosa; se limita a retener del «estructuralismo» actual la versión más especial y en consecuencia más pertinente, la que bajo este nombre se refiere a un determinado tipo de análisis de las obras culturales, en la medida en que este tipo de análisis se inspira en los métodos de la lingüística actual. Es decir que, al proceder él mismo de un modelo lingüístico, el estructuralismo encuentra en la literatura, obra del lenguaje, un objeto más que afín: homogéneo respecto a él mismo. Esta coincidencia no excluye una cierta incomodidad, es más, una cierta discordia, que depende de si el estructuralismo pretende guardar la distancia de una ciencia respecto a su objeto o si, por el contrario, acepta comprometer y hasta perder el análisis del que es vehículo en esa infinitud del lenguaje cuyo camino hoy pasa por la literatura; en una palabra, depende de si lo que pretende es ser ciencia o escritura.

En cuanto ciencia, el estructuralismo «se encuentra» a sí mismo, por así decirlo, en todos los niveles de la obra literaria. En primer lugar al nivel de los contenidos, o, más exactamente, de la forma de los contenidos, ya que su objetivo es establecer la «lengua» de las historias relatadas, sus articulaciones, sus unidades, la lógica que las encadena unas con otras, en una palabra, la mitología general de la que cada obra literaria participa. A continuación, al nivel de las formas del discurso; el estructuralismo, en virtud de su método, concede una especial atención a las clasificaciones, las ordenaciones, las organizaciones; su objeto general es la taxonomía, ese modelo distributivo que toda obra humana, institución o libro, establece, ya que no hay cultura si no hay clasificación; ahora bien, el discurso, o conjunto de palabras superior a la frase, tiene sus propias formas de organización: también se trata de una clasificación, y de una clasificación significante; en este aspecto, el estructuralismo literario tiene un prestigioso antecesor, cuyo papel histórico suele, en general, subestimarse o desacreditarse por razones ideológicas: la Retórica, imponente esfuerzo de toda una cultura para analizar y clasificar las formas de la palabra, para tomar inteligible el mundo del lenguaje. Por último, al nivel de las palabras: la frase no tiene tan sólo un sentido literal o denotado; está además atiborrada de significados suplementarios: al ser, simultáneamente, referencia cultural, modelo retórico, ambigüedad voluntaria de enunciación y simple unidad de denotación, la palabra «literaria» es tan profunda como un espacio, y este espacio es justamente el campo del análisis estructural, cuyo proyecto es mucho más amplio que el de la antigua estilística, fundamentada por completo sobre una idea errónea de la «expresividad».