lunes, 14 de noviembre de 2016

CUANDO GABO ERA CACHACO Y FELIZ

El periódico  el espectador de Bogotá tiene uno de los archivos más valiosos sobre la obra y labor periodística de Gabriel García Márquez, que trataré de ir trayendo poco a poco a este blog con el previo reconocimiento a quienes han conservado tan valiosos documentos.

El paso del premio Nobel de literatura por una ciudad de la que tuvo que despedirse tras El Bogotazo.
Entonces, Gabo era costeño y feliz. Estaba lejos de alistar sus primeras armas en la literatura y toda su apuesta en el mundo se reducía a respirar aquellos años juveniles, fogosos, en los que descubrió el goce de los amores furtivos que se deslizan por los cuartos a medianoche y se esfuman por la mañana entre promesas de silencio absoluto. Era una parranda perpetua, como lo recuerda en sus primeras memorias.
Su universo era una fiesta animada por un sol sin tregua hasta que en 1943 —cuando la leyenda viva tenía 15 años y todavía no era una leyenda— su padre, Gabriel Eligio, el telegrafista, le anunció que le tenía una sorpresa: “Alista tus vainas, que te vas para Bogotá”. Días después, el muchacho provinciano conoció un estado del cuerpo hasta ese momento desconocido e invisible: el frío.
Ese año, Gabriel García Márquez llegó por primera vez a la Estación de la Sabana. A cachacolandia. A la capital, la sede del Gobierno, pero sobre todo —muchos años después habría de recordarlo en Vivir para contarla— “la ciudad donde vivían los poetas”. Los poetas mayores.
La misma en la que se dio el gusto de cumplir “el deber revolucionario” de escribir bien. De contribuir para que América Latina, para que el mundo, tuvieran una vida mejor. Una época que, como reza el lugar común, marcó su existencia y, de paso, la de todos sus lectores.
Gabo pudo soñar en Bogotá. Las imágenes de aquel sueño, muchas de El Espectador, formaron parte de una exposición que desde la semana pasada está abierta en el Archivo de Bogotá (Calle 5  5-75). Cuando Gabo era feliz y cachaco se titula y está conformada, además, por fragmentos de las primeras memorias del Nobel. El curador, Gustavo Ramírez Ariza, hizo una cuidadosa selección de las mejores y más dicientes fotografías del escritor en su paso por la capital. Al verlas, no queda más remedio que apropiarse de una de sus frases: “Sí, la nostalgia sigue siendo igual que antes”.
Un fauno en el tranvía
“En esas andaba una noche de domingo en que por fin sucedió algo que merecía contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la Avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los escasos pasajero de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar porque su cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26 que era la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y desapareció entre las arboledas del parque”.
El drama del 9 de abril
“Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos: —¡Dios mío, esto parece un sueño!”.
En tren a un mar del cielo
“El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa.
EL MAGISTERIO DE UN CRÍTICO

“Hasta ‘Cien años de soledad’ ese reparto de destinos entre el hombre y la mujer fue espontáneo e inconsciente en mis libros. Fueron los críticos, y en especial Ernesto Volkening, quienes me hicieron caer en la cuenta, y esto no me gustó nada, porque a partir de entonces ya no construyo los personajes femeninos con la misma inocencia de antes”.
“!Con lo bruto que es usted para el cine!”
“Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. !Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono – !Con lo bruto que es usted para el cine!”.
‘Cien años de soledad’
Facsímil de la primera página del ‘Magazín Dominical’ de El Espectador, con el anuncio de la publicación en exclusiva del primer capítulo de la novela  cumbre de Gabriel García Márquez. Fue el 1° de mayo de 1966, un año antes de que saliera completa al mercado.
Presentación en sociedad
“Creo que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno: —¡Llegó el genio!”.
Dos triunfos con sabor amargo
“En mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo dos cosas de qué arrepentirme, y es haber ganado dos concursos literarios. El primero fue en 1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar —‘Un día después del sábado’—, y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina para decirme, como si fuera un milagro ajeno a su diligencia, que me habían concedido el primer premio”. En la foto, García Márquez camina por la carrera Séptima con su amigo Jaime Lopera. Eran los tiempos de sus primeras obras.
El viaje por el río Magdalena
“Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela (...) Los pasajeros nos sentábamos en la terraza todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías”.


¿UNA ENTREVISTA? ¡SÍ, GRACIAS!


Gabriel García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales que odiaba las entrevistas. Sin embargo, concedió miles. En este diálogo en Ciudad de México en 1986 recuerda sus primeros años en el periodismo.
Gabriel García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales de El Espectador que odiaba las entrevistas tal como se hacían por esos días. Por eso llegamos muy prevenidos a conversar con él en su casa de Ciudad de México, con ocasión de este libro que pretende reunir a conocidos periodistas y personajes que han “circulado” durante estos cien años por el periódico de los Cano. Por eso, mi sorpresa fue enorme cuando vi que no solo estaba dispuesto a oírme, sino también a conversar conmigo en son de amistad.
Mi viaje a México no solo me dio la oportunidad de conocerlo personalmente –llevo muchos años conociéndolo a distancia˗, sino también en vivo a ese país maravilloso que hemos amado desde la niñez por sus bailes y sus vestidos, por sus actores, actrices y telenovelas, por sus pintores y escultores y sobre todo por mantener su corazón abierto a todos los exiliados del mundo, que a veces somos casi todos los habitantes del planeta tierra.
Y fue tan especial la ocasión, que se olvidó por completo quién era el entrevistador y quién el entrevistado, y grabamos mutuamente nuestras voces, y hasta intercambiamos regalo: él me brindó un traguito polaco que me entonó toda la tarde, y yo le regalé una botella de “Tres Esquinas”, el sabor de aquí ‒de Bolívar‒ porque no da guayabo.
Y así los recuerdos, por arte de magia y de la ocasión, se volvieron poesía.
Hablamos de Eduardo Zalamea, de su inolvidable suplemento literario y de su capacidad de escribir a máquina, a un ritmo tan acompasado, que todo el que lo veía creía estar escuchando ¡un aguacero! Recordamos al maestro León de Greiff, que le había enseñado a jugar ajedrez. Hablamos del payaso que le hace falta al Museo de Arte Moderno de Cartagena y que él se había negado a pintarme en ese momento porque “tampoco te voy a dar a ti todas las chivas”.
Por supuesto, llegó Mercedes con su pollera larga, con el talle sobre las caderas, con la cara seria pero picante a la vez, con su presencia de compañera seductora. Supo probar un tris solamente de la bola de tamarindo que le regalé, porque de la misma le dio a saborear a su esposo, y supo también en qué momento tenía que irse con su música a otra parte para no interrumpir los vertiginosos recuerdos del Nobel.

Usted es el Nobel, pero también es Gabriel García. ¿Quién eres tú?
No, es que tú a mí no viniste a preguntarme eso, sino que viniste a entrevistarme sobre los cien años del El Espectador.

Está bien. Dime entonces, ¿por qué tenemos que hacer esta entrevista en México y no en Colombia, como debe ser? ¿Por qué tienen que fugarse los artistas del país para poder ser lo que realmente quieren ser?
No, si tú no tienes que decir ni siquiera dónde fue que hablamos, sino cómo entré yo a El Espectador.

Bueno, bueno. Ahora dime, pues, ¿qué significado tiene para ti el hecho de que estemos hablando precisamente el 23 de abril, “Día Universal del Idioma”?
No, no, no. Si eso se lo han inventado es ahora. Eso no existía cuando yo tenía tu edad.
En la biblioteca del Nobel, las puertas y las ventanas son de vidrio y por eso podíamos ver muy bien las flores del jardín. También escuchábamos en el trasfondo el ruido que hacía el carpintero con su serrucho a secas. Sin ninguna connotación ideológica de por medio.
García Márquez y sus bigotes ya canos. Las uñas recién pintadas de esmalte transparente y una chompa de cuadros rojos y negros ‒¿coincidencia sandinista?–. Habíamos prometido seriamente “no meterle política a la cosa” y lo cumplimos hasta el final.
El teléfono sonó varias veces. Una vez era Margarita Marino de Botero, la ecóloga barranquillera que ha sembrado al país de hojas verdes. Otras veces nunca supe quién era, llamaban de distintas partes del mundo, lo que me permitió comprender la dimensión de esta “entrevista”. Estaba hablando con un hombre a todas luces “muy bien contactado”.
Me preguntó dónde vivía yo en Cartagena, que si conocía a mis vecinos, que si era amiga del doctor Carlos Barrios Angulo, que si a un lado quedaba la Avenida Chile y al otro lado el Club Unión. Que cuántos éramos en mi casa, que si era amiga de mi mamá y de mi papá, que si era leída y escuchada. A mi turno, le pregunté cuántos eran ellos, los García Márquez, y entonces me contó que “somos once hermanos de padre y madre, más dos de mi papá antes, más tres de mi papá después, y en total dieciséis”. Me dijo que no todos viven en la casa de Manga pero a la hora de la comida nunca se sabía ni cuántos eran. “Mi papá tenía que sentarse con una calculadora para saber cuántos éramos, porque además hay 14 nietos”. Me contó, con cierto alivio en sus ojos, que su mamá, doña Luisa, ya se estaba recuperando de la muerte de su esposo, “porque las viudas o florecen o se mueren. No les queda más remedio”.
Me había echado el viaje a México para hacerle una sola pregunta, que tenía una sola y larga respuesta, porque estaba hablando nada menos que con el único Premio Nobel de Literatura que ha tenido el país.

¿Cómo entraste tú al diario El Espectador”?
Fui a parar allá mucho antes de vincularme de planta al periódico. Yo estaba estudiando Derecho en Bogotá en el año 1947. Hacía primero de Derecho y trataba de escribir mis primeros cuentos, porque ya había leído los autores que me interesaban: los versos de Julio Flórez que los oía uno en su casa y los cantaban también como bambucos y pasillos. Y, en general, mucha poesía popular que no se sabe ni de quién es. Y después con el tiempo uno va descubriendo a los autores. Y me interesaba también el periodismo, aunque menos. Yo vivía en la antigua Calle Florián en la carrera 8, casi en la esquina de la Avenida Jiménez de Quesada, en frente de donde está ahora el edificio de la Caja de Ahorros. Allí había una pensión de costeños. En aquella época, nos conocíamos casi todos pues no había tantos como ahora. Hacíamos grandes bailes y existía eso que llamábamos la hora costeña, donde uno iba a la emisora los domingos a las nueve de la mañana a bailar porque era el único centro de música nuestra que había. Quedaba en la séptima con catorce.
Entonces los estudiantes hacíamos una cosa rara: armábamos los bailes a las nueve de la mañana porque era una época en que no había tocadiscos, ni nada por el estilo, ni tenía uno posibilidades de hacer reproducir la música. Ni había conjuntos tampoco. A uno lo invitaban mucho, porque en aquella época los cachacos no sabían bailar. No es como ahora que sí bailan y tan bien como los costeños. A mí me quedaba tiempo entre los bailes y la universidad para la literatura. Escribía realmente de noche.
¿Alguien te ayudaba?
Nadie lo ayudaba a escribir a uno. Uno aprende a escribir leyendo a los otros escritores, a los buenos escritores. Lo importante es no equivocarse, hay que saber cuáles son los buenos, porque si te pones a imitar a los malos, te sale todo malo. El hecho es que en 1947, no recuerdo bien hacia qué época, yo leí en El Espectador la columna de Ulises –Eduardo Zalamea Borda˗ que, desde antes de conocerlo, era una muy buena guía literaria, porque él era un hombre que se mantenía al día en literatura universal y los estudiantes seguíamos sus notas críticas, que no eran tanto críticas sino más que todo de orientación. Él era, además de magnífico columnista, el subdirector del periódico. Escribía la columna diaria La ciudad y el mundo. Además de eso, había publicado una excelente novela que se llama Cuatro años a bordo de mí mismo. Publicaba también el suplemento literario del El Espectador, Fin de semana, que era lo mejor del año 1947.
Además, se interesaba como nadie por el desarrollo de la literatura colombiana. Pero llegó un momento en que se fue saturando el suplemento de literatura extranjera. Surgían pocos autores colombianos. Entonces alguien le reclamó a Zalamea. ¿Por qué si había tantos valores nuevos en nuestra literatura el suplemento se dedicaba casi que exclusivamente a la literatura del exterior? Ulises, en una pequeña notica, respondió al señor en el correo diciendo: “Si hay nuevos valores en nuestra literatura, dígame cuáles son, porque yo en realidad no los conozco. De todas maneras, este suplemento está abierto, está a las órdenes de esos jóvenes escritores. Lo único que tienen que hacer es enviarme sus trabajos”.
Cuando yo leí esa nota, ya tenía terminado un cuento que se llamaba La tercera resignación, que lo había escrito sin mayores pretensiones. Entonces, lo metí en un sobre, cogí un papelito y se lo mandé diciéndole: “Si le sirve, úselo, y si no, rómpalo”.

¿Pero tú tenías una amistad personal con él como para decirle eso?
No, nunca en mi vida lo había visto, ni conocía a nadie en El Espectador. Yo nunca en mi vida he sido lagarto. Era un estudiante costeño que no veía, además, sino a estudiantes costeños y a mis compañeros de universidad: Gonzalo Mallarino, que todavía es un gran amigo mío, Camilo Torres y Luis Villar Borda. Éramos los más cercanos. Entre ellos, el más interesado en la literatura era Gonzalito y con él me escapaba de clases para andar recitando poesía por ahí en los jardines de la ciudad universitaria.
Bueno, volviendo al tema, yo creía que el cuento, si acaso se publicaba, saldría por allá dentro de un mes o algo así. Pero el sábado siguiente del día que yo había mandado mi cuento, entré al Café Molino, adonde iba uno a ver al Maestro León de Greiff, y de pronto veo a un señor que tenía abierto el suplemento de El Espectador, en donde había un título enorme, a ocho columnas, que decía: LA TERCERA RESIGNACIÓN… y lo más triste de
todo era que no tenía cinco centavos para comprar el periódico. Entonces salí como loco, buscando a un costeño que tuviera la plata para conseguir el periódico, y lo encontré, y lo compramos… Esa noche hicieron fiesta los del grupo… Unos decían que no lo entendían, que eso era un cuento surrealista, pero tenía dos amigos que sí sabían mucho de literatura: Jorge Alvarado Espinosa y Domingo Manuel Vega que me ayudaban mucho, me prestaban libros y estaban convencidos de que el cuento sí era muy bueno. Yo estaba muy feliz de que
me lo hubieran publicado, pero en aquel momento no tenía una perspectiva clara de qué seguía después de eso.
Al martes siguiente, El Espectador publicó una notita donde decía: “los lectores del suplemento dominical se habrán dado cuenta de la aparición de un nuevo escritor, etc., etc.”… !Entonces sí fue el susto grande! ¿Y ahora qué hago? Este hombre –Zalamea– dice que yo soy un gran porvenir, pero ¿yo por dónde sigo? Bueno pues seguí estudiando, seguí mandando cuentos, sin conocer nunca a nadie de El Espectador.
Después vino el nueve de abril… Ya sabemos lo que pasó. Además, esto es un libro sobre los cien años de El Espectador, y no sobre otra cosa –y allí yo perdí mi primera máquina de escribir que me había regalado mi papá y dos o tres cuentos que tenía listos para mandar, pero eran algo completamente distinto a lo que yo haría después˗. Entonces, como me quedé sin nada, me fui para Cartagena precisamente en el momento en que comenzaba El Universal. Y me fui para allá sin conocer a nadie. Llegué donde Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de Redacción, y le dije: “Yo soy fulano de tal y he escrito estos cuentos en El Espectador. Y da la casualidad que él los había leído y de una vez me sentó y me puso a escribir notas periodísticas. Trabajé allí durante el 48 y el 49, y estudiaba también Derecho en la universidad. En aquel entonces, El Universal era bueno. Estaba dirigido por Domingo López Escauriaza, y hacía un periodismo de oposición porque estaba en su apogeo la violencia conservadora.
En el año 50 me fui para Barranquilla porque era una ciudad de más inquietudes literarias. Allá hice contacto con el Grupo de Barranquilla de Germán Vargas, Fuenmayor, Cepeda Samudio y demás que tenían unos libros que a mí me interesaban. Esa fue una de las mejores épocas de mi vida. Empecé a escribir mi columna “La Jirafa” y comencé a leer de verdad la novela inglesa, la norteamericana, la francesa, y comencé a leer también a Cortázar que apenas iniciaba. Ellos en Barranquilla, hacían un periodismo de verdad, siguiendo la línea del periodismo de verdad, siguiendo la línea del periodismo norteamericano. Entonces me di cuenta cómo era que hacían los reporteros en TIME, y vi así que ese tipo de periodismo era el que me interesaba: el reportaje. Para tranquilidad tuya te cuento que nunca en mi vida hice una entrevista. Es que ahora se pusieron de moda, y los periódicos actuales creen que si no es con entrevista no hacen nada. Nosotros hacíamos la noticia y contábamos cómo era una persona. No lo que esta persona decía.
Allá en El Heraldo, puede decirse que viví la época más importante de mi vida, porque definí claramente qué era lo que quería hacer. Allá me di cuenta que quería escribir un tipo de novela nuestra, distinta.

Pero acuérdate que estamos hablando de los cien años del El Espectador…
Sí, bueno. En aquella época, El Espectador se acercaba mucho a ese tipo de periodismo que a mí me gustaba. Y los Cano y Zalamea iban siempre a pasar vacaciones a Puerto Colombia. En uno de esos viajes nos conocimos. Toda la pandilla de mis amigos eran amiguísimos de El Espectador y todos los años cuando los Canitos iban a pasar vacaciones, se armaba la gran parranda: “Ombe, si tú eres el que escribe, ¡Qué maravilla!”… Eso fue como si nos hubiéramos conocido toda la vida… Nos metíamos unas borracheras épicas cada vez que iban a Barranquilla. Algunas veces hablábamos de mis escritos pero ellos nunca me hicieron ninguna propuesta; y si me la hubieran hecho yo tampoco se las habría aceptado porque yo no quería saber nada de Bogotá aunque admiraba mucho el trabajo que ellos estaban haciendo, pero yo no quería saber absolutamente nada de esa ciudad donde había pasado tanto trabajo y el último recuerdo que tenía de allá era el del gran desastre del 9 de abril. A Barranquilla también viajaba Álvaro Mutis que era el Jefe de Relaciones Públicas de la
ESSO, y quien también era un amigo de Gonzalo Mallarino, que a su vez ya le había hablado de mí, y que también era muy amigo de los Cano porque todos los días se encontraban todos en el ascensor del edificio. Aquello fue… Yo los conocía a ellos –ellos a mí– ellos a ellos, y se fue armando un círculo, aquello se volvió una verdadera pandilla.
Un día de 1953 –hace ya 33 años, ¡qué horror!– llegó Álvaro y me dijo: “lo invito una semana a Bogotá”. Yo le contesté que no quería saber nada de esa ciudad, que no quería volver allá. “Pero mira una cosa –insistió él– yo le voy a mandar el pasaje, se va una semana sin problemas, se mete tranquilo a un hotel, eso ha cambiado mucho”. Ya estaba Rojas Pinilla en el poder. La violencia conservadora la paró Rojas, eso no se recuerda ahora (…). Después vino otro tipo de violencia. Pero los militares pararon la violencia conservadora en Colombia, eso fue verdad, lo malo fue que después se quisieron quedar y eso evolucionó muy mal y vino lo que se sabe…
El caso es que un día recibí en El Heraldo un sobre con los pasajes que mandaba Álvaro. Y entonces yo pensé, ¿Por qué no voy a Bogotá a ver qué pasa? Y la respuesta fue: porque no tengo un solo vestido de paño. Entonces atravesé Everfit que quedaba enfrente del Café Colombia de Barranquilla, y me compré el vestido con el cheque que me había mandado Álvaro de unos cuentos que me publicó en su revista. Así que compré mi vestido de paño azul cruzado y me fui para Bogotá con lo que llevaba puesto.
Allá me metí en una pensión de una señora alemana y cuando iba a saludar a Álvaro, aproveché para saludar a la gente de El Espectador. Entonces, Guillermo Cano me dijo: “Gabo, por qué no me hace un favor, escríbame uno o dos DÍA A DÍA porque GOG (mi primo Gonzalo González) está de vacaciones, y tenemos allí un problema”. Como entonces yo estaba con el brazo caliente, me senté, pregunté el tema y tac tac tac le di y le di y después
me fui. Al día siguiente, me mandó a llamar donde Álvaro, “Vea, dígale a Gabo que mientras esté aquí me siga escribiendo el DÍA A DÍA pues seguimos en ese problema, que me ayude en eso”. Entonces yo bajé, y escribí ese día, y al otro día también, y al otro también, y al otro también, siempre el DÍA A DÍA: Al llegar el momento de regresar a Barranquilla, vino Álvaro Mutis y me dijo: “ve, Guillermo Cano te anda buscando, que por qué no has ido hoy por allá a escribir”… y yo le contesté, “¡No, si yo no trabajo allá!”.
Fue entonces que supe que la invitación de Álvaro Mutis, era un complot que habían planeado los Cano y Eduardo Zalamea para tenerme a mí allá. Y todo eso de las vacaciones de GOG no era más que puro cuento. Así que me llamaron, hicimos pachanga y me pintaron toda clase de pajaritos para que me quedara. Pero yo no estaba muy contento escribiendo DÍA A DÍA nada más. Solo cuando me hice muy amigo de José Salgar que era el que hacía de todo allá, “el de la carpintería”, como suele decirse, sentí que comencé a hacer el tipo de periodismo que a mí me gusta. Y lo primero que me dijo él fue: “Si no le tuerces el cuello a la literatura, no llegarás a ninguna parte”. Creo haberle ganado esa discusión. Y haberle demostrado que la literatura es un buen complemento del periodismo, y el periodismo un buen complemento de la literatura.
En Ciudad de México comenzó a caer de pronto un fuerte aguacero y hasta se nos fue la luz. Mercedes, afortunadamente, andaba por toda la casa, lámpara en mano, iluminando todos los rincones. Y la conversación, ampliada ahora con la presencia de amigos, comenzó a desviarse hacia cosas más triviales, menos trascendentales. Afortunadamente, yo ya tenía en el bolsillo –o, mejor dicho, en mi grabadora– la respuesta de la pregunta que me llevó hasta México: ¿Cómo fue que Gabo, el Premio Nobel de Literatura, traducido a todos los idiomas del mundo, fue a parar a El Espectador? El periódico que según mucha gente sigue siendo, El mejor del mundo.
Para reafirmar sus lazos con el Decano de la prensa en Colombia, García Márquez, cada vez que tiene algo importante qué decir, regresa siempre a su vieja casa de El Espectador. Como ocurrió recientemente a Littin, que fue una verdadera primicia mundial. 









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