Siempre trato de escribir desde la perspectiva de un impenitente lector, busco trasmitir mis impresiones sobre
textos que en mi modesta opinión ameritan replicarse y autores de mi
preferencia. Colombia se inventó unos fines de semana
largos con una ley llamada Emiliani, nombre del legislador ponente que traslada
los festivos para el lunes, creando eso que llamamos puentes, que le permiten
un respiro a la vida, tres días libres para leer y otear, generando a la vez para la industria del turismo
un aire a sus ingresos. Entre junio y julio hay tres seguidos.
En este fin de semana vi un
video en YOTUBE del excelente periodista y escritor Sergio Gonzales Rodríguez
que es importante que conozcan, es un verdadero desciframiento sobre lo que sucede
en México de hoy:
Es impresionante todo lo
que se puede ver desde este portal: entrevistas, biografías y conversatorios,
todos importantes para entender el mundo desde una perspectiva más seria y precisa,
por fuera de los estándares del mercado, debemos realizar un inventario de lo que tenemos a
mano en el mismo, sería de suma importancia.
En el “Boomerang, el portal
de escritores de “El país” de España, donde siempre me
acerco a muchos narradores, me encontré en el blog de Jorge Volpi un comentario a propósito de la creación de una comisión sobre
la familia creada por el senado Méxicano para legislar sobre la misma lógicamente, que le
da un poder de interpretación y de penetración inconmensurable, que es en el
fondo lo que queremos evitar a toda costa y realmente no hemos podido, somos impotentes
al respecto, bastante tenemos con los medios masivos quienes no sólo dominan lo
que pensamos, lo que imaginamos, lo que consumimos, sino lo que soñamos. Ahora
se viene el tercer poder legislando sobre lo humano y lo divino, eso está
pasando en México. Mire lo que dice Volpi:
“Los avances
sociales -y éticos- de una sociedad se encuentran justo en esas materias de
las que ya no se puede hablar. Decir, y decir desde una posición de poder,
que cualquier tema puede ser discutido es lo contrario de un avance
democrático: una aberración y un pretexto para discriminar a quienes no piensan
o actúan como nosotros (o la "abrumadora mayoría"). Así como ya
resulta impensable discutir si los negros o los indígenas son inferiores,
también debería resultar impensable discutir sobre la inferioridad de otras
personas a causa de sus preferencias sexuales o a su estado civil. Hablar de una Familia
es, ni más ni menos, como hablar de una Religión: un resabio
medieval que sigue llegando a nosotros por obra y gracia de la Iglesia. La obligación de cualquier Estado
democrático no es velar por lo que quiere la mayoría, así sea del 99 por
ciento, sino asegurar que todas las personas sean tratadas de forma
equivalente. Es lamentable que el Senado de la República y en particular los miembros
de los partidos que no pertenecen a la derecha conservadora no se den cuenta
del daño que le hacen al país al permitir la existencia de una comisión como
ésta. No existe la Gran Familia Mexicana: lo que existe una gran variedad de familias y
la obligación del Estado consiste en proteger a cada una de ellas -en especial
de quienes creen que sólo existe Una”.
Este es un tema muy serio,
llevo muchos años trabajándolo desde la obra de Foucault.
En el Boomerang encontré un
texto sobre la melancolía de Vicente Verdu realmente diferente, esta es una
sociedad depresiva y melancólica:
“MELANCOLÍA Y EVAPORACIÓN”
La melancolía es una
emoción especialmente disolvente. Fluida y alcohólica como es, se infiltra en
cualquier articulación del alma y ataca como un líquido alcohólico los
tejidos más dispares por donde escuece.
No hay además métodos
fáciles para enjugar su influencia puesto que la melancolía nace de una fuente
inmanente y al cabo de un periodo ha empapado la totalidad de los diferentes
espacios emotivos. De ahí que frente a la melancolía logre poco efecto el
sentido del humor, que es un secativo, ni tampoco la objetivación que es
especialmente apta para quedar apresada en su seno. De hecho la melancolía
opera en dos eficientes direcciones. Una hacia el interior donde crea su
angustioso charco característico y hacia el exterior como un glaucoma que
anega de niebla la contemplación y, en consecuencia, la posible valoración de
todas las circunstancias, incluso las mejores. Anega todas ellas y al
humedecerlas las hace siempre valer menos y perder la posible firmeza de su
entidad.
Ciertamente le sobrevendrán
acontecimientos positivos al melancólico que podrían compensarle de su
aflicción pero debido a su mucilaginosa perspectiva se le presentarán
posiblemente muy mojados. Hechos desmedrados por el aguacero melancólico y
perjudicados encima por la composición alcohólica de esa llorosa lluvia.
No hay pues otro remedio que esperar a que la situación escampe. Ninguna
melancolía acantona o alivia la anterior, sino que, por el contrario,
toda melancolía fluye hacia un nuevo episodio melancólico y la solución no
llega sino paradójicamente por la solución. En tanto la melancolía es un
disolvente cabe esperar que corroa a toda materia que se le aproxima pero
siendo un disolvente cabe también que termine por corroer su originario
corazón. La muerte de la melancolía llega así bien por la extinción mortal del
melancólico, incapaz ya de emitir más triste humedad o por suicidio orgánico de
esa emoción que, alcoholizada, pierde el juicio y deriva en su cirrosis
polvorienta donde toda gota de líquido desaparece por implacable evaporación”.
Este texto de Félix De Azua
en el mismo portal es muy bello:
LARGO
VIAJE HACIA LA TRANSPARENCIA
Nunca llegué a leerlo,
aunque era el libro que más me atraía en la biblioteca de mis padres.
Seguramente me cautivaba el título, tan seductor como repelente. Se llamaba Primavera
mortal y lo había escrito un húngaro entonces extensamente leído, pero
hoy desaparecido, Lajos Zilahy. Creo que en posteriores ediciones se le cambió
el título por otro más comercial,Primavera mortífera. Se me asociaba con
un verso famoso: Abril es el más cruel de los meses. Un verso a
veces profético.
La
última primavera está siendo especialmente mortífera con mis amigos, Ana María
Moix, Leopoldo Panero, José María Castellet... ojalá que García Márquez sea tan
sólo su invitado final. Ahora le veo, en algún momento del siglo pasado,
abriendo la puerta de su modesto apartamento en la calle de la República
Argentina de Barcelona, donde tenía que entregarle unas galeradas de parte de
Carlos Barral. Vestía un chándal azul prusia, muy notable en una época en la que
aún no se había aprobado el chándal ni siquiera como prenda casera. Sonaba una
música y con el desparpajo de la juventud le dije que era una de mis piezas
favoritas. Le llamó la atención y me hizo pasar para terminar de oírla.
"Es usted la primera persona que conozco que la conoce", dijo con
aquella facilidad para el juego de palabras tan típico de su generación. A
partir de entonces siempre que nos veíamos me hablaba de aquel cuarteto de
Bartók y yo le comentaba que era el único escritor que conocía que lo conocía.
Menos la
última vez, hará cosa de cinco años. Fue en casa de Carmen y con los
encantadores Feduchis. En algún momento de la comida salió a relucir el bello
soneto anónimo que comienza con el verso, No me mueve mi Dios para
quererte. Comenzó a recitarlo Luis Feduchi, pero se le añadió García
Márquez y lo dijeron a capella. Siguió luego una conversación sobre
asuntos generales hasta que la interrumpió la voz de Gabo que comenzó de nuevo
con No me mueve mi Dios para quererte. Luis se unió también en esta
ocasión al recitado. La escena se repitió diez o doce veces. Luis le siguió en
todos los recitados. Gabo decía los versos lentamente, como si los paladeara, y
a veces con los ojos cerrados.
Podría haber sido una broma
muy de los años setenta. Recuerdo escenas similares con amigos recitando una y
otra vez un verso, un poema, un fragmento de novela. En mi grupo de colegas,
casi todos escritores, podíamos repetir docenas de veces: Es cierto, el
viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo
camino real... Cualquier ocasión era buena para ello, nadie podía
pronunciar la frase "es cierto..." sin que se le echara encima la
jauría presente para continuar la cita a coro y luego repetirla a lo largo de
la noche tantas veces como aguantáramos hasta aburrirnos.
Pero esta vez no era
ninguna broma. Aunque yo diría (no lo sé, por supuesto) que García Márquez no
tenía creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del
lenguaje, le permitía participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que
suele aportar una religión. La perfección de la palabra escrita con arte, el
resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido
de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos
a cristalizar en algunos momentos excepcionales. Así podríamos nosotros ahora,
si esto fuera una comida de amigos y lectores, comenzar a repetir una y otra
vez, Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le
llevó a conocer el hielo. Porque quizás en esta frase se encuentre el
sentido mismo de la vida de García Márquez, así como la de Región resume de
modo extraordinario la vida de Benet, aquel viajero que para llegar a donde
quería, siguiendo el antiguo camino real, no podía dejar de atravesar
un pequeño y elevado desierto que parece interminable. Comienzos de obras
inmortales que son también reflejos de vidas completas.
El segundo verso del soneto
anónimo añade una causa determinante al primer verso: No me mueve mi
Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido. Para amar algo,
sea un dios, una compañía, un soneto, un paraje o la literatura misma, no es
necesario que veamos en ello una garantía de felicidad, como pretendía Keats,
para quien la belleza encerraba siempre una promesa de gozo perpetuo ya que
nunca se marchitaba: Lo hermoso es alegría para siempre/ su encanto se
acrecienta y nunca vuelve a la nada, dice el poeta en la traducción de
Irene.
El verso es muy bonito, A thing of beauty is a
joy for ever, pero es falso. El gozo de la belleza es
pasajero y siempre vuelve a la nada. Ese es precisamente su encanto, que es
efímero y debe ser tomado al vuelo, dura un instante y desaparece. Es la pequeña
estrella shakespeariana que uno desearía ver danzar en la palma de la mano y
observar su centelleo durante años y años placenteros, pero el lugar de la
estrella es el firmamento en donde parpadea durante unas horas y ni siquiera
podemos saber si su luz viene de un astro vivo o de una estrella muerta.
Por esta razón cuando
queremos a alguien o algo no suelen movernos sus promesas de felicidad sino más
bien su naturaleza transitoria, fugaz, la belleza de su paso ígneo antes de
fundirse en la helada luna de la noche sin fin. Participar de esa fugacidad es
la auténtica alegría, acabe como acabe. Así lo decía Ishmael, tras la
catástrofe del capitán Ahab y su velero, el Pequod: él estaba allí y por eso
pudo contarlo, porque todo lo vio y participó del instante en que el gigantesco
Leviatán engulle en las simas del océano al infame, al obsesivo, al destructivo
perseguidor de Moby-Dick. También en las destrucciones hay una chispa de
belleza cuando la destrucción arrastra al maligno.
Y allí, frente al pelotón
de fusilamiento, está también el testigo de una destrucción, esta vez
definitiva, con su último recuerdo. En el chispazo que va a llevarle a las
simas de la nada, el coronel vislumbra la posible razón de toda su existencia, aquella
tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Suelen decir
algunos escritores que en el momento preciso de la muerte, un instante antes de
que se abra la puerta del sueño eterno, toda nuestra vida circula velozmente
por una memoria que se despide de sí misma. Prefiero pensar que más bien la
memoria elige un instante privilegiado, un momento en el que se concentra todo
el sentido posible de nuestra existencia, y con él nos ensimisma. El caso más
exacto y precioso que conozco es el que relata Ambrose Bierce en El
puente sobre el río del búho.
Como el hombre del cuento
de Bierce, que va a morir de un momento a otro sobre el funesto río de Alabama,
no sin que antes la memoria le arranque del presente con una prodigiosa mano
mágica, así también el coronel, erguido ante la muerte, recibe la visita de un
recuerdo específico e imborrable, aquel día en que su padre le llevó a
conocer el hielo. Y no es que su padre "le enseñara" o "le
mostrara" el hielo, es que le llevó a "conocerlo". Tantos niños
han esperado impacientemente a conocer el mar, a conocer la caza del oso, a
conocer el amor, a conocer el mundo, a conocer la victoria, que el conocimiento
del hielo es una hipérbole magnífica de todas las desesperadas ilusiones de la
infancia.
El cielo que nos tiene
prometido, la inmarchitable belleza eterna, el siempre te amaré, la estrella
cautiva, la perduración de lo maravilloso, se truecan, en el instante supremo,
en un radiante pedazo de hielo, en el remolino espumoso de la ballena blanca
hundiéndose para siempre, en la estrella que se posa en tu mano durante unos
segundos. A cada cual, según sus merecimientos.
Gabriel García Márquez sabe
ahora cómo es el alma invisible del hielo. Fortuna será, para cada uno de
nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad, en el relámpago previo a la
oscuridad eterna, cuál ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido.