Hoy se cumple el primer
aniversario de tu partida, en los últimos días pese al dolor y el peso de tu
ausencia he tratado de comprender lo sucedido, cuando la fatalidad se impone, la
vida tiene que seguir su ritmo, la nostalgia y la tristeza son apenas
compañeras de viaje. Es mejor tratar de
entender lo que pasó y actuar en consecuencia. Arreglárseles con tu ausencia es
casi un imposible, pero la he podido sobre-llevar porque tu estas en cada cosa que hago, es como
sí la estela de tu espiritualidad me marcará, siempre fui feliz con esa
pedagogía que sabias impartir entre la rutina y los quehaceres, eso que los
filósofos llaman aprendizaje, que muy poco tiene que ver con la educación, esta es más cercana al conocimiento, ahora
es más intensa esta sensación, me pareces que siempre estas observándome. Ayer, en esos
festivos largos de lunes, innecesarios, que parecen sobrar, viendo con tus
hijos la saga de las películas de Georgos Lukas, te recordamos, cuando asumiste ver la serie “Lost” sin tregua alguna, una verdadera maratón, tres fines
de semana enteros en compañía de Santiago, anulaste las demás actividades, supimos
comprender tu compulsión. A propósito, Santiago está volviendo a ver la serie,
pienso que es cómo un homenaje, cómo un buen recuerdo a tantos días al lado
tuyo, tratando de entenderla al fin. Ana hay cosas que nunca se nos olvidan,
son huellas indelebles. Te sabías todos los discos del mundo, todas las
baladas, todos los tangos. Tenía los nombres de los cantantes, con sus
compositores y anécdotas, los traía a colación cuando alguien hablaba con
ligereza, siempre hay personas que traen datos mentirosos, sin rigor para
distraerse un poco, tú los corregías implacablemente. odiabas las imposturas.
En el caso de los tangos fue más curioso, decías tajantemente: A mí no me
gustan los tangos….siempre a la pregunta de por qué sabías las letras de todos
los tangos, respondías con vehemencia pero con indiferencia: Me tocó oírlos
todos, por muchos años en Manizales, que más iba hacer, mi madre los oía el día
entero, imposible no aprenderlos. Lo mismo pasaba con los artista de cine, con
los de la farándula nacional, con todo lo que tuviera que ver con Harry Poter,
con “El Señor de los Anillos”, con las novelas de Jean Austen……fue una lectora de
miedo sin las arrogancias de los lectores de oficio, leyó todo Paul Coello sin importarle toda la
arremetida de los intelectuales contra sus libros, a mi me gustan y eso basta decías.
Recuerdo tus silencios,
significaban siempre algo, encubrían preocupaciones mayores, solías tener una
reserva para todo, fue una actitud inexplicable que tenía que ver con su
psicología, con esa forma de ser tan particular, recatada, contenida, cuando
había algún problema o iba a tomar una decisión importante, iba tratando de
resolverlo en medio de silencios sepulcrales, como paréntesis intensos, era imposible interpretar a cabalidad estos
lapsos misteriosos, hasta que hablabas con
magisterio y rigor, tomaba decisiones casi siempre irreversibles. Nunca
fuiste aburrida y menos pesimista, por ello, tu risa resulta inolvidable, con
el humor intempestivo, repentista e inteligente con el cual nos sorprendías.
Este año ha sido muy duro.
Los niños han seguido su vida como valientes, llenos de esa alegría que les
enseñaste, aquella que se sobre-pone a las dificultades, todos los días te
recuerdan, secándole un poco el quite al
peso de tu ausencia, siempre te traen con algún pretexto, en ocasiones se llenan de tristeza, callan y
se aferran a los recuerdos, empiezan a contar anécdotas para obviar el dolor, son
espacios de un saudade enrarecido, al final terminan recordándote con
admiración y orgullo.
Pienso muchas veces, cuando
muera que recordarán mis hijos, que queda. Contigo aprendí que, él ejemplo nunca
lo olvidan, se vuelve hábito y aquellas enseñanzas morales con las que no se
tranza, las que tu impusiste sin ambages.
Fuiste muy rígida con el deber, con la sinceridad, con las obligaciones que son
necesarias y a las que no debemos esquivar. No hablabas de nadie, ni permitías comentarios
maledicentes, por ciertos que pudieran ser, esto era un virtud celestial,
cuando digo nunca, es nunca, esta era una categoría moral para ti.
Hoy quedó inscrito Santiago
en la universidad de Antioquía, duramos dos días de ires y venires, atendiendo
requerimientos burocráticos, se como estarías orgullosa de tu Santi, este es mi
hijo dirías, quedó de 26, increíble, el es hechura tuya. Cuando salimos y no
dijeron, está inscrito nos miramos y pensamos en ti, hablamos de ti y te
pedimos ayuda.
En la vida estamos rodeados de
pocas personas, hablo de aquellas que nos quieren, que se preocupan por
nuestra suerte, antes de nuestra generación las familias eran más grandes y
comprometidas, hoy no, los círculos se empequeñecieron y la solidaridad es reducida
a un círculo muy pequeño. Nadie espera en estos momentos ayuda de dinero, pero
sí, compañía. realmente es muy poca, pero no es para amargarse, no le podemos
pedir a los otros lo que no damos, el mundo responde a lo individual, la
familia pasó a un segundo plano, la subjetividad y el deseo a través del
consumo, enfatizan la educación en lo individual, eso es lo que prima. Ahora
más que nunca he sentido esto, sin resentimientos puedo afirmar, que no hay
espacios para solidaridades, simplemente a cada persona se le lleno de tantas
obligaciones que les es imposible poder abrirse a otras y la educación nos hace muy egoístas.
Aní poco te hablo de
nuestro perro Tony. Durante mucho tiempo te espero en la puerta. No es impresión mía, pero el perrito no es el
mismo, siento que el peso de tu ausencia lo marcó o tal vez aún te espera, sí
llegaras de pronto, se moriría de la alegría. Los animales sí que son
solidarios, tienen una lealtad desmedida.
El periódico
el espectador de Bogotá tiene uno de los archivos más valiosos sobre la
obra y labor periodística de Gabriel García Márquez, que trataré de ir trayendo
poco a poco a este blog con el previo reconocimiento a quienes han conservado
tan valiosos documentos.
El paso del premio
Nobel de literatura por una ciudad de la que tuvo que despedirse tras El
Bogotazo.
Entonces,
Gabo era costeño y feliz. Estaba lejos de alistar sus primeras armas en la
literatura y toda su apuesta en el mundo se reducía a respirar aquellos años
juveniles, fogosos, en los que descubrió el goce de los amores furtivos que se
deslizan por los cuartos a medianoche y se esfuman por la mañana entre promesas
de silencio absoluto. Era una parranda perpetua, como lo recuerda en sus
primeras memorias.
Su
universo era una fiesta animada por un sol sin tregua hasta que en 1943 —cuando
la leyenda viva tenía 15 años y todavía no era una leyenda— su padre, Gabriel
Eligio, el telegrafista, le anunció que le tenía una sorpresa: “Alista tus
vainas, que te vas para Bogotá”. Días después, el muchacho provinciano conoció
un estado del cuerpo hasta ese momento desconocido e invisible: el frío.
Ese
año, Gabriel García Márquez llegó por primera vez a la Estación de la Sabana. A
cachacolandia. A la capital, la sede del Gobierno, pero sobre todo —muchos años
después habría de recordarlo en Vivir para contarla— “la ciudad donde vivían
los poetas”. Los poetas mayores.
La
misma en la que se dio el gusto de cumplir “el deber revolucionario” de escribir
bien. De contribuir para que América Latina, para que el mundo, tuvieran una
vida mejor. Una época que, como reza el lugar común, marcó su existencia y, de
paso, la de todos sus lectores.
Gabo
pudo soñar en Bogotá. Las imágenes de aquel sueño, muchas de El
Espectador, formaron parte de una exposición que desde la semana pasada
está abierta en el Archivo de Bogotá (Calle 5 5-75). Cuando Gabo era
feliz y cachaco se titula y está conformada, además, por fragmentos de las
primeras memorias del Nobel. El curador, Gustavo Ramírez Ariza, hizo una
cuidadosa selección de las mejores y más dicientes fotografías del escritor en
su paso por la capital. Al verlas, no queda más remedio que apropiarse de una
de sus frases: “Sí, la nostalgia sigue siendo igual que antes”.
Un
fauno en el tranvía
“En
esas andaba una noche de domingo en que por fin sucedió algo que merecía
contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de
escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la Avenida Chile, y cuando
regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en
la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los
escasos pasajero de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que
era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques
de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar porque su
cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el
punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26 que era
la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y
desapareció entre las arboledas del parque”.
El
drama del 9 de abril
“Poco
antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el
paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al
fondo, los cerros de Monserrate y Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras
contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la
bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para
suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado y en el
silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables
francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que
poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada
para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío
Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos: —¡Dios mío, esto
parece un sueño!”.
En
tren a un mar del cielo
“El
tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las
primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar
impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era
necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie
hasta la cornisa.
EL MAGISTERIO DE UN
CRÍTICO
“Hasta
‘Cien años de soledad’ ese reparto de destinos entre el hombre y la mujer fue
espontáneo e inconsciente en mis libros. Fueron los críticos, y en especial
Ernesto Volkening, quienes me hicieron caer en la cuenta, y esto no me gustó
nada, porque a partir de entonces ya no construyo los personajes femeninos con
la misma inocencia de antes”.
“!Con
lo bruto que es usted para el cine!”
“Las
primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de
una buena muestra de cine francés. Los empresarios que encontrábamos a la
salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas.
Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde
Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. !Cómo se le ocurre criticar
películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono –
!Con lo bruto que es usted para el cine!”.
‘Cien
años de soledad’
Facsímil
de la primera página del ‘Magazín Dominical’ de El Espectador, con
el anuncio de la publicación en exclusiva del primer capítulo de la
novela cumbre de Gabriel García Márquez. Fue el 1° de mayo de 1966, un
año antes de que saliera completa al mercado.
Presentación
en sociedad
“Creo
que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón
para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez
invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío
Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno: —¡Llegó el
genio!”.
Dos
triunfos con sabor amargo
“En
mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo dos cosas de qué
arrepentirme, y es haber ganado dos concursos literarios. El primero fue en
1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario
de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se
había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen
fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar —‘Un día después del
sábado’—, y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina para decirme,
como si fuera un milagro ajeno a su diligencia, que me habían concedido el
primer premio”. En la foto, García Márquez camina por la carrera Séptima con su
amigo Jaime Lopera. Eran los tiempos de sus primeras obras.
El
viaje por el río Magdalena
“Hubo
fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a
la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a
olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que
por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel
viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años
que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez
aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela (...) Los
pasajeros nos sentábamos en la terraza todo el día para ver los pueblos
olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las
mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de
la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los
manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías”.
¿UNA ENTREVISTA?
¡SÍ, GRACIAS!
Gabriel
García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales que odiaba las
entrevistas. Sin embargo, concedió miles. En este diálogo en Ciudad de México
en 1986 recuerda sus primeros años en el periodismo.
Gabriel
García Márquez dijo en una de sus columnas dominicales de El Espectador que
odiaba las entrevistas tal como se hacían por esos días. Por eso llegamos muy
prevenidos a conversar con él en su casa de Ciudad de México, con ocasión de
este libro que pretende reunir a conocidos periodistas y personajes que han
“circulado” durante estos cien años por el periódico de los Cano. Por eso, mi
sorpresa fue enorme cuando vi que no solo estaba dispuesto a oírme, sino
también a conversar conmigo en son de amistad.
Mi
viaje a México no solo me dio la oportunidad de conocerlo personalmente –llevo
muchos años conociéndolo a distancia˗, sino también en vivo a ese país
maravilloso que hemos amado desde la niñez por sus bailes y sus vestidos, por
sus actores, actrices y telenovelas, por sus pintores y escultores y sobre todo
por mantener su corazón abierto a todos los exiliados del mundo, que a veces
somos casi todos los habitantes del planeta tierra.
Y
fue tan especial la ocasión, que se olvidó por completo quién era el entrevistador
y quién el entrevistado, y grabamos mutuamente nuestras voces, y hasta
intercambiamos regalo: él me brindó un traguito polaco que me entonó toda la
tarde, y yo le regalé una botella de “Tres Esquinas”, el sabor de aquí ‒de
Bolívar‒ porque no da guayabo.
Y
así los recuerdos, por arte de magia y de la ocasión, se volvieron poesía.
Hablamos
de Eduardo Zalamea, de su inolvidable suplemento literario y de su capacidad de
escribir a máquina, a un ritmo tan acompasado, que todo el que lo veía creía
estar escuchando ¡un aguacero! Recordamos al maestro León de Greiff, que le
había enseñado a jugar ajedrez. Hablamos del payaso que le hace falta al Museo
de Arte Moderno de Cartagena y que él se había negado a pintarme en ese momento
porque “tampoco te voy a dar a ti todas las chivas”.
Por
supuesto, llegó Mercedes con su pollera larga, con el talle sobre las caderas,
con la cara seria pero picante a la vez, con su presencia de compañera
seductora. Supo probar un tris solamente de la bola de tamarindo que le regalé,
porque de la misma le dio a saborear a su esposo, y supo también en qué momento
tenía que irse con su música a otra parte para no interrumpir los vertiginosos
recuerdos del Nobel.
Usted es el Nobel, pero también es Gabriel García. ¿Quién eres tú?
No,
es que tú a mí no viniste a preguntarme eso, sino que viniste a entrevistarme
sobre los cien años del El Espectador.
Está bien. Dime entonces, ¿por qué tenemos que hacer esta entrevista en
México y no en Colombia, como debe ser? ¿Por qué tienen que fugarse los
artistas del país para poder ser lo que realmente quieren ser?
No,
si tú no tienes que decir ni siquiera dónde fue que hablamos, sino cómo entré
yo a El Espectador.
Bueno, bueno. Ahora dime, pues, ¿qué significado tiene para ti el hecho de que
estemos hablando precisamente el 23 de abril, “Día Universal del Idioma”?
No,
no, no. Si eso se lo han inventado es ahora. Eso no existía cuando yo tenía tu
edad.
En
la biblioteca del Nobel, las puertas y las ventanas son de vidrio y por eso
podíamos ver muy bien las flores del jardín. También escuchábamos en el
trasfondo el ruido que hacía el carpintero con su serrucho a secas. Sin ninguna
connotación ideológica de por medio.
García
Márquez y sus bigotes ya canos. Las uñas recién pintadas de esmalte
transparente y una chompa de cuadros rojos y negros ‒¿coincidencia
sandinista?–. Habíamos prometido seriamente “no meterle política a la cosa” y
lo cumplimos hasta el final.
El
teléfono sonó varias veces. Una vez era Margarita Marino de Botero, la ecóloga
barranquillera que ha sembrado al país de hojas verdes. Otras veces nunca supe
quién era, llamaban de distintas partes del mundo, lo que me permitió
comprender la dimensión de esta “entrevista”. Estaba hablando con un hombre a
todas luces “muy bien contactado”.
Me
preguntó dónde vivía yo en Cartagena, que si conocía a mis vecinos, que si era
amiga del doctor Carlos Barrios Angulo, que si a un lado quedaba la Avenida
Chile y al otro lado el Club Unión. Que cuántos éramos en mi casa, que si
era amiga de mi mamá y de mi papá, que si era leída y escuchada. A mi turno, le
pregunté cuántos eran ellos, los García Márquez, y entonces me contó que “somos
once hermanos de padre y madre, más dos de mi papá antes, más tres de mi papá
después, y en total dieciséis”. Me dijo que no todos viven en la casa de Manga
pero a la hora de la comida nunca se sabía ni cuántos eran. “Mi papá tenía que
sentarse con una calculadora para saber cuántos éramos, porque además hay 14
nietos”. Me contó, con cierto alivio en sus ojos, que su mamá, doña Luisa, ya
se estaba recuperando de la muerte de su esposo, “porque las viudas o florecen
o se mueren. No les queda más remedio”.
Me
había echado el viaje a México para hacerle una sola pregunta, que tenía una
sola y larga respuesta, porque estaba hablando nada menos que con el único
Premio Nobel de Literatura que ha tenido el país.
¿Cómo entraste tú al diario El Espectador”?
Fui
a parar allá mucho antes de vincularme de planta al periódico. Yo estaba
estudiando Derecho en Bogotá en el año 1947. Hacía primero de Derecho y trataba
de escribir mis primeros cuentos, porque ya había leído los autores que me
interesaban: los versos de Julio Flórez que los oía uno en su casa y los
cantaban también como bambucos y pasillos. Y, en general, mucha poesía popular
que no se sabe ni de quién es. Y después con el tiempo uno va descubriendo a
los autores. Y me interesaba también el periodismo, aunque menos. Yo vivía
en la antigua Calle Florián en la carrera 8, casi en la esquina de la Avenida
Jiménez de Quesada, en frente de donde está ahora el edificio de la Caja de
Ahorros. Allí había una pensión de costeños. En aquella época, nos conocíamos
casi todos pues no había tantos como ahora. Hacíamos grandes bailes y existía
eso que llamábamos la hora costeña, donde uno iba a la emisora los domingos a
las nueve de la mañana a bailar porque era el único centro de música nuestra
que había. Quedaba en la séptima con catorce.
Entonces
los estudiantes hacíamos una cosa rara: armábamos los bailes a las nueve de la
mañana porque era una época en que no había tocadiscos, ni nada por el estilo,
ni tenía uno posibilidades de hacer reproducir la música. Ni había conjuntos
tampoco. A uno lo invitaban mucho, porque en aquella época los cachacos no
sabían bailar. No es como ahora que sí bailan y tan bien como los costeños. A
mí me quedaba tiempo entre los bailes y la universidad para la literatura.
Escribía realmente de noche.
¿Alguien
te ayudaba?
Nadie
lo ayudaba a escribir a uno. Uno aprende a escribir leyendo a los otros
escritores, a los buenos escritores. Lo importante es no equivocarse, hay que
saber cuáles son los buenos, porque si te pones a imitar a los malos, te sale
todo malo. El hecho es que en 1947, no recuerdo bien hacia qué época, yo
leí en El Espectador la columna de Ulises –Eduardo Zalamea Borda˗ que, desde
antes de conocerlo, era una muy buena guía literaria, porque él era un hombre
que se mantenía al día en literatura universal y los estudiantes seguíamos sus
notas críticas, que no eran tanto críticas sino más que todo de orientación. Él
era, además de magnífico columnista, el subdirector del periódico. Escribía la
columna diaria La ciudad y el mundo. Además de eso, había publicado
una excelente novela que se llama Cuatro años a bordo de mí mismo.
Publicaba también el suplemento literario del El Espectador, Fin de
semana, que era lo mejor del año 1947.
Además,
se interesaba como nadie por el desarrollo de la literatura colombiana. Pero
llegó un momento en que se fue saturando el suplemento de literatura
extranjera. Surgían pocos autores colombianos. Entonces alguien le reclamó a
Zalamea. ¿Por qué si había tantos valores nuevos en nuestra literatura el
suplemento se dedicaba casi que exclusivamente a la literatura del exterior?
Ulises, en una pequeña notica, respondió al señor en el correo diciendo: “Si
hay nuevos valores en nuestra literatura, dígame cuáles son, porque yo en
realidad no los conozco. De todas maneras, este suplemento está abierto, está a
las órdenes de esos jóvenes escritores. Lo único que tienen que hacer es
enviarme sus trabajos”.
Cuando
yo leí esa nota, ya tenía terminado un cuento que se llamaba La tercera
resignación, que lo había escrito sin mayores pretensiones. Entonces, lo
metí en un sobre, cogí un papelito y se lo mandé diciéndole: “Si le sirve,
úselo, y si no, rómpalo”.
¿Pero tú tenías una amistad personal con él como para decirle eso?
No,
nunca en mi vida lo había visto, ni conocía a nadie en El Espectador. Yo nunca
en mi vida he sido lagarto. Era un estudiante costeño que no veía, además, sino
a estudiantes costeños y a mis compañeros de universidad: Gonzalo Mallarino,
que todavía es un gran amigo mío, Camilo Torres y Luis Villar Borda. Éramos los
más cercanos. Entre ellos, el más interesado en la literatura era Gonzalito y
con él me escapaba de clases para andar recitando poesía por ahí en los
jardines de la ciudad universitaria.
Bueno,
volviendo al tema, yo creía que el cuento, si acaso se publicaba, saldría por
allá dentro de un mes o algo así. Pero el sábado siguiente del día que yo había
mandado mi cuento, entré al Café Molino, adonde iba uno a ver al Maestro León
de Greiff, y de pronto veo a un señor que tenía abierto el suplemento de El
Espectador, en donde había un título enorme, a ocho columnas, que decía: LA
TERCERA RESIGNACIÓN… y lo más triste de
todo era que no tenía cinco centavos para comprar el periódico. Entonces salí
como loco, buscando a un costeño que tuviera la plata para conseguir el
periódico, y lo encontré, y lo compramos… Esa noche hicieron fiesta los del
grupo… Unos decían que no lo entendían, que eso era un cuento surrealista, pero
tenía dos amigos que sí sabían mucho de literatura: Jorge Alvarado Espinosa y
Domingo Manuel Vega que me ayudaban mucho, me prestaban libros y estaban
convencidos de que el cuento sí era muy bueno. Yo estaba muy feliz de que
me lo hubieran publicado, pero en aquel momento no tenía una perspectiva clara
de qué seguía después de eso.
Al
martes siguiente, El Espectador publicó una notita donde decía: “los lectores
del suplemento dominical se habrán dado cuenta de la aparición de un nuevo
escritor, etc., etc.”… !Entonces sí fue el susto grande! ¿Y ahora qué hago?
Este hombre –Zalamea– dice que yo soy un gran porvenir, pero ¿yo por dónde
sigo? Bueno pues seguí estudiando, seguí mandando cuentos, sin conocer nunca a
nadie de El Espectador.
Después
vino el nueve de abril… Ya sabemos lo que pasó. Además, esto es un libro sobre
los cien años de El Espectador, y no sobre otra cosa –y allí yo perdí mi
primera máquina de escribir que me había regalado mi papá y dos o tres cuentos
que tenía listos para mandar, pero eran algo completamente distinto a lo que yo
haría después˗. Entonces, como me quedé sin nada, me fui para Cartagena
precisamente en el momento en que comenzaba El Universal. Y me fui para allá
sin conocer a nadie. Llegué donde Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de
Redacción, y le dije: “Yo soy fulano de tal y he escrito estos cuentos en El
Espectador. Y da la casualidad que él los había leído y de una vez me sentó y
me puso a escribir notas periodísticas. Trabajé allí durante el 48 y el 49, y
estudiaba también Derecho en la universidad. En aquel entonces, El Universal
era bueno. Estaba dirigido por Domingo López Escauriaza, y hacía un periodismo
de oposición porque estaba en su apogeo la violencia conservadora.
En
el año 50 me fui para Barranquilla porque era una ciudad de más inquietudes
literarias. Allá hice contacto con el Grupo de Barranquilla de Germán Vargas,
Fuenmayor, Cepeda Samudio y demás que tenían unos libros que a mí me
interesaban. Esa fue una de las mejores épocas de mi vida. Empecé a escribir mi
columna “La Jirafa” y comencé a leer de verdad la novela inglesa, la
norteamericana, la francesa, y comencé a leer también a Cortázar que apenas
iniciaba. Ellos en Barranquilla, hacían un periodismo de verdad, siguiendo la
línea del periodismo de verdad, siguiendo la línea del periodismo
norteamericano. Entonces me di cuenta cómo era que hacían los reporteros en
TIME, y vi así que ese tipo de periodismo era el que me interesaba: el
reportaje. Para tranquilidad tuya te cuento que nunca en mi vida hice una
entrevista. Es que ahora se pusieron de moda, y los periódicos actuales creen
que si no es con entrevista no hacen nada. Nosotros hacíamos la noticia y
contábamos cómo era una persona. No lo que esta persona decía.
Allá
en El Heraldo, puede decirse que viví la época más importante de mi vida,
porque definí claramente qué era lo que quería hacer. Allá me di cuenta que
quería escribir un tipo de novela nuestra, distinta.
Pero acuérdate que estamos hablando de los cien años del El Espectador…
Sí,
bueno. En aquella época, El Espectador se acercaba mucho a ese tipo de
periodismo que a mí me gustaba. Y los Cano y Zalamea iban siempre a pasar
vacaciones a Puerto Colombia. En uno de esos viajes nos conocimos. Toda la pandilla
de mis amigos eran amiguísimos de El Espectador y todos los años cuando los
Canitos iban a pasar vacaciones, se armaba la gran parranda: “Ombe, si tú eres
el que escribe, ¡Qué maravilla!”… Eso fue como si nos hubiéramos conocido toda
la vida… Nos metíamos unas borracheras épicas cada vez que iban a Barranquilla.
Algunas veces hablábamos de mis escritos pero ellos nunca me hicieron ninguna
propuesta; y si me la hubieran hecho yo tampoco se las habría aceptado porque
yo no quería saber nada de Bogotá aunque admiraba mucho el trabajo que ellos
estaban haciendo, pero yo no quería saber absolutamente nada de esa ciudad
donde había pasado tanto trabajo y el último recuerdo que tenía de allá era el
del gran desastre del 9 de abril. A Barranquilla también viajaba Álvaro Mutis
que era el Jefe de Relaciones Públicas de la
ESSO, y quien también era un amigo de Gonzalo Mallarino, que a su vez ya le
había hablado de mí, y que también era muy amigo de los Cano porque todos los
días se encontraban todos en el ascensor del edificio. Aquello fue… Yo los
conocía a ellos –ellos a mí– ellos a ellos, y se fue armando un círculo,
aquello se volvió una verdadera pandilla.
Un
día de 1953 –hace ya 33 años, ¡qué horror!– llegó Álvaro y me dijo: “lo invito
una semana a Bogotá”. Yo le contesté que no quería saber nada de esa ciudad,
que no quería volver allá. “Pero mira una cosa –insistió él– yo le voy a mandar
el pasaje, se va una semana sin problemas, se mete tranquilo a un hotel, eso ha
cambiado mucho”. Ya estaba Rojas Pinilla en el poder. La violencia conservadora
la paró Rojas, eso no se recuerda ahora (…). Después vino otro tipo de
violencia. Pero los militares pararon la violencia conservadora en Colombia,
eso fue verdad, lo malo fue que después se quisieron quedar y eso evolucionó
muy mal y vino lo que se sabe…
El
caso es que un día recibí en El Heraldo un sobre con los pasajes que mandaba
Álvaro. Y entonces yo pensé, ¿Por qué no voy a Bogotá a ver qué pasa? Y la
respuesta fue: porque no tengo un solo vestido de paño. Entonces atravesé
Everfit que quedaba enfrente del Café Colombia de Barranquilla, y me compré el
vestido con el cheque que me había mandado Álvaro de unos cuentos que me
publicó en su revista. Así que compré mi vestido de paño azul cruzado y me fui
para Bogotá con lo que llevaba puesto.
Allá
me metí en una pensión de una señora alemana y cuando iba a saludar a Álvaro,
aproveché para saludar a la gente de El Espectador. Entonces, Guillermo Cano me
dijo: “Gabo, por qué no me hace un favor, escríbame uno o dos DÍA A DÍA porque
GOG (mi primo Gonzalo González) está de vacaciones, y tenemos allí un
problema”. Como entonces yo estaba con el brazo caliente, me senté, pregunté el
tema y tac tac tac le di y le di y después
me fui. Al día siguiente, me mandó a llamar donde Álvaro, “Vea, dígale a Gabo
que mientras esté aquí me siga escribiendo el DÍA A DÍA pues seguimos en ese
problema, que me ayude en eso”. Entonces yo bajé, y escribí ese día, y al otro
día también, y al otro también, y al otro también, siempre el DÍA A DÍA: Al
llegar el momento de regresar a Barranquilla, vino Álvaro Mutis y me dijo: “ve,
Guillermo Cano te anda buscando, que por qué no has ido hoy por allá a
escribir”… y yo le contesté, “¡No, si yo no trabajo allá!”.
Fue
entonces que supe que la invitación de Álvaro Mutis, era un complot que habían
planeado los Cano y Eduardo Zalamea para tenerme a mí allá. Y todo eso de las
vacaciones de GOG no era más que puro cuento. Así que me llamaron, hicimos
pachanga y me pintaron toda clase de pajaritos para que me quedara. Pero yo no
estaba muy contento escribiendo DÍA A DÍA nada más. Solo cuando me hice muy
amigo de José Salgar que era el que hacía de todo allá, “el de la carpintería”,
como suele decirse, sentí que comencé a hacer el tipo de periodismo que a mí me
gusta. Y lo primero que me dijo él fue: “Si no le tuerces el cuello a la
literatura, no llegarás a ninguna parte”. Creo haberle ganado esa discusión. Y
haberle demostrado que la literatura es un buen complemento del periodismo, y
el periodismo un buen complemento de la literatura.
En
Ciudad de México comenzó a caer de pronto un fuerte aguacero y hasta se nos fue
la luz. Mercedes, afortunadamente, andaba por toda la casa, lámpara en mano,
iluminando todos los rincones. Y la conversación, ampliada ahora con la presencia
de amigos, comenzó a desviarse hacia cosas más triviales, menos
trascendentales. Afortunadamente, yo ya tenía en el bolsillo –o, mejor dicho,
en mi grabadora– la respuesta de la pregunta que me llevó hasta México: ¿Cómo
fue que Gabo, el Premio Nobel de Literatura, traducido a todos los idiomas del
mundo, fue a parar a El Espectador? El periódico que según mucha gente sigue
siendo, El mejor del mundo.
Para
reafirmar sus lazos con el Decano de la prensa en Colombia, García Márquez,
cada vez que tiene algo importante qué decir, regresa siempre a su vieja casa
de El Espectador. Como ocurrió recientemente a Littin, que fue una verdadera
primicia mundial.