sábado, 3 de octubre de 2015

LA RENOVACION CONSTANTE DE ANDRES CAICEDO

Existen mitos en la literatura que perduran y crecen, recargándose en aparente e inexplicable perseverancia.  Este es el caso de Andrés Caicedo. La respuesta tal vez se  debe a una obra singular, de una calidad indiscutible,  reconocida e importante en el panorama de la literatura nacional, estudiada hasta la saciedad, no solo por haber sido escrita en una edad muy precoz, sino por el carácter excepcional de la misma, lo depurado de  su prosa a pesar del desparpajo de la misma, los argumentos que la soportan, textos llenos de cine, sus personajes, que se confunden con la vida del autor, cuya existencia atribulada, contribuye a la reverberación y exaltación de su reconocimiento permanente, en una especie de círculo vicioso, sobra decir que está llena de hechos aun indescifrables, como si nunca se acabara de escribir.
Sobre Andrés Caicedo, expresa con mucha lucidez Felipe Van Der Hurt, en un trabajo muy claro sobre el suicidio del autor desde la perspectiva de su obra: “La consagración literaria es una forma específica de reconocimiento basada en la idea de que los “creadores” son irreductibles a cualquier referencia que no sea su propia singularidad. Portadores de una esencia única que se realiza en el tiempo (y en sus obras), adquieren de este modo el privilegio –y el derecho– de un destino personal y de una biografía, no sólo vida que merece ser contada, sino “historia de vida” que se organiza según un sentido trascendente. “  
Hijo de Carlos Alberto y Nellie Estela, el escritor vallecaucano Andrés Caicedo fue el menor de cuatro hijos, y el único varón. En 1958 nació su hermano Francisco José, quien moriría tres años más tarde. Comenzó a escribir a una edad muy temprana, los diez años, lo hizo con una seriedad absoluta, como lo ratifica Luis Carlos Molina, en texto publicado por el Banco de la Republica: “Caicedo era un trabajador compulsivo. Por sus diarios observamos que sus horarios eran estrictos en lo que tenía que ver con lecturas, montajes teatrales y escritura. Desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche, Andrés parecía no pensar en otra cosa que en forjar su propia obra, inventar su propio universo, darle vuelta a sus propios caprichos y tratar de acumular la mayor cantidad de escritos, películas vistas y obsesiones, para llegar bien armado a la hora de la muerte”, su muerte hace parte de su obra y esta es una obsesión, que el autor, como buen amante del cine, construye, como un libreto, la mirada, en la triada: vida-obra-y cine, debe hacerse de manera total, el sabia que esta era la mirada que perduraría, no permite análisis sesgados o parciales, enunciaciones singulares”.
Dice en algún escrito auto-biográfico: “Para llegar a mi afición literaria (cosa que se produjo a eso de segundo de bachillerato) yo había pasado por una desmedida euforia por el fútbol”[1].  En este autor el estilo constituye un eje que se soprepone a cualquier otra variable creativa, eminentemente oral, la música, los ritmos preferidos, la salsa, el rock están presentes e implícitos en la narrativa, le soportan, envuelve al texto, su prosa directa, muy influencida por la manera de contar del cine,” sus primeros escritos poseían la virtud de la euforia creativa y el afán por el dominio de la técnica y la estructura de un film”[2]. Sus personajes atienden en sus diálogos al habla propia de los caleños, sus tic, constituyéndose en una verdadera revolución para la época a lo que se le agrega,  la precocidad del autor, la manera como asume la vida, en algunos casos parece un personaje más de su propio libreto, el que nunca abandona, por ello la idea del suicidio y el acto mismo, se puede considerar como parte de sus proyectos textuales.
Jaime Manrique, el escritor Barranquilla, en una edición de lujo de “Que viva la música” de punto de lectura, lo pinta de manera perfecta: “Corría el año 1975, Andrés era un joven alto, esbelto, desgarbado, - Como si no le interesará el cuerpo que lo habita-trigueño claro, con los labios carnosos y ondulantes como los bustos egipcios, de lenguos cabellos castaños. Usaba unas gafas enormes,  detrás de los cuales vibraban ojos expresivos, curiosos, tristes y de color de miel ahumada. Y era tartamudo. Su apariencia intelectual no bastaba para ocultar su belleza.  Su calidez caleña desarmaba a cualquiera”. El mito en su corta existencia era un hecho, libretiado por el mismo, el carisma de  Andrés no tiene precedentes.
Su pasión por el cine marca su vida y su obra narrativa. “Pero el cine comenzó a dominarlo. Se encerró en la oscuridad de los teatros con una obstinación progresiva y su curiosidad lo llevó a tratar de conocer todos los misterios que dichas imágenes le escondían. Por esta razón, a partir de 1969, comenzó a escribir comentarios sobre cine, en simultánea con su progresiva actividad literaria”[3]. Este sería un capítulo aparte, que implica una mirada más puntual.
Re-leí de nuevo “Que viva la música”. La obra justifica al mito, sus relecturas siempre generan nuevas interpretaciones, como una ópera abierta, no deja este texto de sorprenderme por su riqueza narrativa.
Atrapa desde el principio: “Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: "Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa". No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo”
Este excelente texto, monologo, ha engendrado otros textos, evoca un entorno que explica una época y muchas pasiones alrededor de una ciudad. Es una obra de excelente factura, siempre piensa uno en la madurez de este joven, en sus obsesiones. Espero ampliar esta crítica, pero le debía a mis escasos lectores esta evocación.

















[1] http://www.elespectador.com/noticias/cultura/andres-caicedo-el-cuento-de-mi-vida-articulo-424675