Existen mitos en la literatura
que perduran y crecen, recargándose en aparente e inexplicable perseverancia. Este es el caso de Andrés Caicedo. La
respuesta tal vez se debe a una obra
singular, de una calidad indiscutible, reconocida
e importante en el panorama de la literatura nacional, estudiada hasta la
saciedad, no solo por haber sido escrita en una edad muy precoz, sino por el carácter excepcional de la
misma, lo depurado de su prosa a pesar del desparpajo de la misma, los
argumentos que la soportan, textos llenos de cine, sus personajes, que se
confunden con la vida del autor, cuya existencia atribulada, contribuye a la
reverberación y exaltación de su reconocimiento permanente, en una especie de círculo
vicioso, sobra decir que está llena de hechos aun indescifrables, como si nunca
se acabara de escribir.
Sobre Andrés Caicedo, expresa
con mucha lucidez Felipe Van Der Hurt, en un trabajo muy claro sobre el
suicidio del autor desde la perspectiva de su obra: “La consagración literaria
es una forma específica de reconocimiento basada en la idea de que los
“creadores” son irreductibles a cualquier referencia que no sea su propia
singularidad. Portadores de una esencia única que se realiza en el tiempo (y en
sus obras), adquieren de este modo el privilegio –y el derecho– de un destino
personal y de una biografía, no sólo vida que merece ser contada, sino
“historia de vida” que se organiza según un sentido trascendente. “
Hijo de Carlos Alberto y
Nellie Estela, el escritor vallecaucano Andrés Caicedo fue el menor
de cuatro hijos, y el único varón. En 1958 nació su hermano Francisco José,
quien moriría tres años más tarde. Comenzó a escribir a una edad muy temprana,
los diez años, lo hizo con una seriedad absoluta, como lo ratifica Luis Carlos
Molina, en texto publicado por el Banco de la Republica: “Caicedo era un
trabajador compulsivo. Por sus diarios observamos que sus horarios eran
estrictos en lo que tenía que ver con lecturas, montajes teatrales y escritura.
Desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche, Andrés
parecía no pensar en otra cosa que en forjar su propia obra, inventar su propio
universo, darle vuelta a sus propios caprichos y tratar de acumular la mayor
cantidad de escritos, películas vistas y obsesiones, para llegar bien armado a
la hora de la muerte”, su muerte hace parte de su obra y esta es una obsesión,
que el autor, como buen amante del cine, construye, como un libreto, la mirada,
en la triada: vida-obra-y cine, debe hacerse de manera total, el sabia que esta
era la mirada que perduraría, no permite análisis sesgados o parciales,
enunciaciones singulares”.
Dice en algún escrito auto-biográfico:
“Para llegar a mi afición literaria (cosa que se produjo a eso de segundo de
bachillerato) yo había pasado por una desmedida euforia por el fútbol”[1]. En este autor el estilo constituye un eje que
se soprepone a cualquier otra variable creativa, eminentemente oral, la música,
los ritmos preferidos, la salsa, el rock están presentes e implícitos en la
narrativa, le soportan, envuelve al texto, su prosa directa, muy influencida
por la manera de contar del cine,” sus primeros escritos
poseían la virtud de la euforia creativa y el afán por el dominio de la técnica
y la estructura de un film”[2]. Sus
personajes atienden en sus diálogos al habla propia de los caleños, sus tic, constituyéndose
en una verdadera revolución para la época a lo que se le agrega, la precocidad del autor, la manera como asume
la vida, en algunos casos parece un personaje más de su propio libreto, el que
nunca abandona, por ello la idea del suicidio y el acto mismo, se puede considerar
como parte de sus proyectos textuales.
Jaime Manrique, el escritor
Barranquilla, en una edición de lujo de “Que viva la música” de punto de
lectura, lo pinta de manera perfecta: “Corría el año 1975, Andrés era un joven
alto, esbelto, desgarbado, - Como si no le interesará el cuerpo que lo habita-trigueño
claro, con los labios carnosos y ondulantes como los bustos egipcios, de
lenguos cabellos castaños. Usaba unas gafas enormes, detrás de los cuales vibraban ojos
expresivos, curiosos, tristes y de color de miel ahumada. Y era tartamudo. Su apariencia
intelectual no bastaba para ocultar su belleza.
Su calidez caleña desarmaba a cualquiera”. El mito en su corta
existencia era un hecho, libretiado por el mismo, el carisma de Andrés no tiene precedentes.
Su pasión por el cine marca
su vida y su obra narrativa. “Pero el cine comenzó a dominarlo. Se encerró en
la oscuridad de los teatros con una obstinación progresiva y su curiosidad lo
llevó a tratar de conocer todos los misterios que dichas imágenes le escondían.
Por esta razón, a partir de 1969, comenzó a escribir comentarios sobre cine, en
simultánea con su progresiva actividad literaria”[3]. Este
sería un capítulo aparte, que implica una mirada más puntual.
Re-leí de nuevo “Que viva
la música”. La obra justifica al mito, sus relecturas siempre generan nuevas
interpretaciones, como una ópera abierta, no deja este texto de sorprenderme
por su riqueza narrativa.
Atrapa desde el principio: “Soy
rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: "Mona, no es sino que aletee
ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa".
No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi
brillo”
Este excelente texto,
monologo, ha engendrado otros textos, evoca un entorno que explica una época y
muchas pasiones alrededor de una ciudad. Es una obra de excelente factura,
siempre piensa uno en la madurez de este joven, en sus obsesiones. Espero
ampliar esta crítica, pero le debía a mis escasos lectores esta evocación.