miércoles, 24 de mayo de 2023

LA ESCRITURA, UN EJERCICIIO PARA BURLAR LA MUERTE

Está es una excelente reseña aparecida en cuadernos hispanoamericanos, es una incitación a La lectura de un texto: "El sótano" que, inevitablemente habrá que leer, de acuerdo a lo aquí planteado. Cesar H Bustamante 

 POR MARÍA OVELAR 

Jean Paul Sartre describía a los libros como seres vivos en Las palabras (1963), la novela en la que narra su infancia y adolescencia, y su pasión por la literatura. Algo de eso tiene El sótano de Begoña Huertas (Gijón, 1965). Resulta extraño leer esta poderosa nouvelle en primera persona sobre lo que le sucede a la identidad cuando enfermamos, sabiendo que su autora, que padeció cáncer, murió el pasado noviembre. 

Entre lo narrativo y lo ensayístico, plagada de símbolos y metáforas, su última novela es un fino estudio del ser humano ante la inminencia de la muerte. Y un homenaje a la escritura. ¿Porque qué mejor manera de burlar lo inevitable que con palabras? Cada término, cada cadencia equivale a un pálpito de su corazón extinguido: «es un ritmo vivo, bailable, feliz. Es el sonido de mi corazón», escribe. 

La brújula que la guía es Rerum natura, el poema escrito por Lucrecio hace más de 2.000 años. Es fácil intuir el solaz que pudo encontrar la autora en las teorías de este heredero del atomismo, que se adelantó a los avances de la física moderna. En una época turbulenta en la que los dictadores mataban indiscriminadamente –como hace el cáncer–, Lucrecio recordaba que si no temblamos ante la nada antes de nacer, no deberíamos hacerlo tras la muerte. No somos títeres del destino, defiende el poeta romano, porque como los átomos nos desalineamos para iniciar nuevos caminos, ya que «hay un momento indeterminado y un indeterminado lugar donde se desvían lo suficiente para que se produzcan choques», como escribe Huertas. 

En una puesta en abismo, la ensayista sitúa el clásico entre las pocas pertenencias de la protagonista, «ahí estaba De rerum natura de Lucrecio, abierto en canal sobre la mesa», y convierte a las células en un símbolo: el personaje nos habla de su «yo difuminado», de despertar «con partículas de Dolores adheridas», de respirar las «células muertas» de los otros. 

La trama, si bien secundaria, ayuda a indagar sobre la identidad y el impulso creativo (junto al amor, argumenta Huertas, lo único que merece la pena): la protagonista, de 37 años, madre de dos hijos («una madre es algo práctico y material, de a diario, casi sin identidad») a la que han extirpado un tumor en el apéndice, se interna en una clínica de lujo. Su estancia debería facilitar su recuperación, el paso previo a una cirugía preventiva. Pero nada de eso le interesa («no iba a cuidarme. No sé si iba a morir»). 

En ese difícil ensamblaje entre narración y análisis, Huertas explora la relación entre la enfermedad y la culpa, «estar enfermo como quien está en pecado». La protagonista ni siente ni padece: es incapaz de decidir si tiene frío o calor; come riñoncitos, aunque no le gusten; se instala en una satisfacción mental agradable, envuelta en un albornoz con una humeante taza en la mano. Sin voluntad, se deja llevar como un átomo a la deriva: «Tengo la sensación de haber dicho que sí a todo […] como quien expía un pecado». 

No le hace falta exagerar para convocar un tono inquietante: la doctora guía al personaje por su despacho como por una galería, descolgando fotos de tipos de cáncer –destacando los patrones dignos de «la mejor pintura abstracta»–, y ella se deja mecer en su cháchara hundiendo los pies «en la blandura de la moqueta». Si la asepsia médica es la norma, el principio que organiza a los pacientes es el disimulo. Estos personajes dicotómicos –que otorgan hondura a la reflexión sobre la identidad– no hablan de intimidades, su deber es «mantener la calma». Y en ese pacto hipócrita se mueven por un edificio que compone una alegoría del cuerpo. Mientras los boxes de tratamientos del sótano huelen al sufrimiento, el vestíbulo de la primera planta carece de olor, porque «lo oscuro no estaba sobre la piel, venía de dentro». 

Sigue patente el afán por ordenar el mundo, una constante en Huertas, que a veces peca de reiterativa, privándonos la posibilidad de interpretar las metáforas; a veces le falta imbricación a los dos planos: no siempre sale airosa esta equilibrista del yo filosófico y el yo narrativo. 

El camino ha sido este, pero podría haber sido otro, como prueba La novela que no escribí, una especie de epílogo con ilustraciones de la autora, probablemente basadas en la «trama médica, sórdida y criminal» que barajó crear la protagonista y tal vez la propia Huertas. Porque El sótano nos propone un juego de cajas metaliterarias para burlar a la muerte. 

 

Begoña Huertas 
El sótano 
Anagrama 
160 páginas