viernes, 31 de diciembre de 2010

LOS ESCRITORES QUE SE FUERON EN EL 2010


No hay noticia más triste que la muerte de un creador. Aun, tengo la nostalgia viva y el dolor, como si hubiese ocurrido ayer, por la muerte de Cortázar, que siempre nos deparó grandes sorpresas en materia de literatura, no solo por la calidad de una obra con un sello absolutamente personal, sino por la innovación constante de sus textos. Este año, se nos fueron escritores muy grandes. La muerte de José Saramago, constituyó tal vez la más grande. Este excepcional escritor, era un militante anacrónico del partido comunista, con una terquedad enconada, enfrentado a todos los poderes y abanderado de causas sociales multiples, que afortunamente, nunca le robaron calidad a sus novelas, la cual manejaba con una destreza y una técnica perfecta,  con una prosa decantada, muy clásica si se quiere, que partía de unos supuestos simples: Que pasará si en una población todos pierden la vista, como cambiaría la historia de Portugal sino hubiese expulsado a los moros…… que le servían de pretexto para escribir novelas inolvidables. Quiero, en este pequeño homenaje, recordarle, por supuesto, su obra está ahí, para ser releída, aunque como siempre ocurre, esperaremos aquellos textos que sacan de la gaveta los editores.

Se nos fue Tomas Eloy Martínez, un icono del periodismo, una reserva moral de Latinoamérica y un novelista excelente, con una obra importante para nuestras letras. Todos los domingos esperábamos su columna, que era un faro para nuestros países y que siempre denunció los excesos del poder. Alguna vez, escribiendo sobre las memorias de Gabo, escribía: GABRIEL GARCÍA MARQUEZ tiene una habilidad para recordar tan prodigiosa que nadie sabe cómo se las ha arreglado para resumir los primeros treinta años de su vida en las seiscientas páginas de Vivir para contarla , que será lanzado en lengua castellana a comienzos de octubre (*). Más de una vez corrigió, con exactitud, los detalles de acontecimientos que habíamos vivido juntos en víspera de la publicación de Cien años de soledad, su novela mítica. "Los hechos no son como fueron sino como uno los recuerda", le he oído decir. En su caso, los hechos son como él los recuerda, pero además tienen el raro privilegio de ser como fueron.” Como lo describió, para el caso del nobel en este articulo, seria bueno volver a leer la obra de Tomas, a partir de su biografía literaria, de la mano de sus artículos que son una bitácora de su mundo creativo, itinerario de sus luchas, desde aquellos con los que inicia su carrera periodística, sus novelas más notables, hasta los cursos impartidos en Norteamérica.

Carlos Monsiváis, está perfectamente definido en Wilkipedia:” fue uno de los escritores más importantes del México contemporáneo. Su capacidad crítica, su estatura intelectual y su peculiaridad estilística lo convirtieron en una de las voces más reconocibles del panorama cultural hispánico. De igual modo, su omnipresencia en múltiples foros (revistas, mesas redondas, programas de radio y televisión, periódicos, coloquios, museos, películas, antologías, prólogos, etc.) lo hizo una celebridad y uno de los personajes fundamentales de la ciudad de México. El escritor Adolfo Castañón, en su ensayo "Un hombre llamado ciudad", lo considera «el último escritor público en México», en el sentido en que "no sólo cualquier mexicano lo ha escuchado o leído, sino que todos pueden reconocerlo en la calle". Lo que más me gusta de su obra, es la preocupación por los iconos populares: Cantinflas, los luchadores, los movimientos feministas, la lucha estudiantil. Debería rescatarse, todos los programas de televisión realizados, recordemos que dirigió y fue conductor de “El cine y la crìtica”por diez años. Vivió acompañado de trece gatos, estos lamentan más que nosotros su muerte.

J. D. Salinger, solo basta citar “ el guardián entre el centeno “ corta, siempre digerible, parece escrita para estos tiempos, debería ser leída por todos los adolescentes, aunque nunca me ha gustado esta visión de esta novela grande las letras americanas.

En Colombia se nos fue el periodista más acido, agudo y lúcido de los últimos tiempos, siempre presto a denunciar, enfrentado a los poderes instaurados y desafortunadamente en el exilio: Fernando Garavito. Murió también Omar Rayo, merece capitulo aparte.













miércoles, 22 de diciembre de 2010

AQUELLAS LECTURAS INOLVIDABLES DEL 2010



Este fue un buen año para la literatura y por su puesto para los lectores impenitentes y dispersos como el suscrito. Empecemos con el premio nobel y su ultimo libro “El sueño del celta”, novela con una estructura perfecta, histórica, sobra decir como Carlos Fuentes o Enrique Vilas Mata, para citar tan solo a dos magos,  Vargas Llosa, maneja la técnica de la novela con una destreza envidiable, con tiempos intercalados e historias entretejidas sobre el mismo personaje, que nunca pierden la coherencia de las buenas novelas, con la virtud, de dejarse leer facilmente y como siempre bien documentada.

Los relatos de Raymon Carver fueron un excelente regalo de sus editores, estos pese a las controversias por las correcciones de su editor, confirmaron la calidad y el prestigio que le precede, seguimos lamentando su muerte y esperamos aparezcan nuevos escritos, estamos acostumbrados a los trabajos pos morten, a los escritos inéditos, de tan dudosa procedencia, pero  los que dificilmente despreciamos.

El libro de Gabriel García Márquez que reedita los discursos màs importantes de su vida, incluyendo el pronunciado en el colegio de Zipaquira, aquellos a lo largo de su consolidaciòn como hombre de letras importante para Latinoamérica y el mundo, hasta la pieza magistral pronunciada al recibir el nobel, confirman la calidad de una pluma, que como en sus grandes libros, mezcla el rigor gramatical, la destreza para armar sus historias, atrapar en ùltimas a lector liso, sin excesos, con los dotes del genio, acompañado de los sutiles artificios que hacen de sus textos, piezas excepcionales.

El libro de Ingrid Betancourt, es un crónica fuera de serie, pues no es la historia de un secuestro a secas, es la historia sobre un delito de lesa humanidad en pleno siglo XXI, con una cruda descripción del fenómeno guerrillero, una radiografía de la selva, de la vida en cautiverio, si el lector empieza su lectura con las prevenciones naturales por las controversias que acompañaron su publicación, muy rápido se olvidarà de las mismas, pues la calidad del relato, que nunca pierde su magia pese a su extensión, confirman la inteligencia de una mujer, que definitivamente, debería asumir su rol de escritora y ensayista con más decisión.

Por la campaña del Presidente Obama, releí el libro “América” de Norman Mailer, nunca he visto una radiografía más exacta de la sociedad norteamericana y sus personajes, incluyendo la fauna política que prevalece y tiene la mentira como costumbre y el amor desmedido por el dinero y el poder, como principio. Este libro es mejor tenerlo en la mesa de noche, su lectura es absolutamente encantadora.

Que buena novela, Dublinesca de Enrique Vilas Mata, quien narra la muerte de la era Gutemberg, de la mano del ultimo editor independiente, por fuera de los grandes editores, en medio de una era digital, que va imponiendo un nuevo tipo de lectura y de libro por su puesto. Al igual, es un homenaje a Joyce y al Ulises y de paso a Dublín, este libro deberá leerse, creo que serà una de las novelas que harán de Vilas mata un escritor memorable para la historia de las letras Españolas. Santiago Gamboa escribió sobre esta novela: Un libro al estilo de la gran literatura: la que se le pone de frente al toro y no escatima medios para llegar al fondo. Me llevó sólo dos días leerla y, al acabar, comprobé que había estado 48 horas pensando en los grandes temas de la vida y la literatura: la muerte, la soledad, la amistad, el amor, los viajes, el alcohol, la pérdida, la recaída, el olvido. Y más.


Todas las publicaciones sobre el centenario y la independencia, constituyeron un bocado de cardinale, unas más documentadas que otras, pero son esfuerzo importante para refrescar nuestra propia historia. Sobre las independencias de Marcos Palacios, “Por Bolívar y la gloría” de Pamela S. Murray, quien nos muestra la asombrosa vida de Manuela Sáenz, los publicados por la excelente editorial la “Carreta” de Medellín, el libro de Planeta, los ensayos reunidos en un texto sobre 1810, los de la presidencia, el texto de William Ospina sobre Bolívar, todo el cumulo de artículos a propósito de la conmemoración, realmente el esfuerzo de editores e historiadores valió la pena. Muchos, son los libros igualmente publicados sobre el proceso de Paz, el paramilitarismo y la violencia, este comentario amerita capitulo aparte. No puedo pasar por alto el libro de entrevistas a los cinco grandes periodistas colombianos de María Isabel Rueda, solo recomiendo leerlo.

Sobre filosofía, Feinnman, sigue siendo muy agradable y controversial, Slavo Zizek, sus artículos y ensayos son un bocado de cardinale. Libro de ensayo para recomendar, el del escritor caleño Julio Cesar Londoño: “por que es negra la noche”, cortos pero sustanciosos, con un toque muy particular, escritos entre el rigor científico acostumbrado por este hombre polifacético y excéntrico, con datos curiosos sobre el cuerpo, la técnica y los comentarios sobre literatura de un lector consumado. El libro científico definitivamente, para rumiar, es el de Stephen Hawking: “ El gran diseño”.

Capitulo aparte, es el tema de la novela y la poesía Colombiana el cual amerita una pagina especial, en todo caso, en este glosario de lecturas, es bueno traer a colación el trabajo del poeta Elkin Uribe, realizado en su blog: “Canto primaveral”, antología personal, sobre algunos poetas Colombianos, injustamente olvidados, de finales del siglo XIX y principios del XX, la fechas son lo de menos, el trabajo es  valioso para nuestras letras. En su blog, continua entregándonos sus poemas,  cada vez más pulidos, ritmicos y sobra decir, bellos para el alma y el cuerpo, su lectura siempre me recuerda el romancero Español y algunos poetas de la generación del veintisiete, como Juan Ramon Jiménez, Bien por este catador.







jueves, 9 de diciembre de 2010

“CASI TODA LA VERDAD PERIODISMO Y PODER”


El subtitulo del libro “periodismo y poder”, constituye un acápite que sintetiza el tema central, sobre las que gravitan las cuatro entrevistas hechas por María Isabel Rueda a los periodistas más representativos de los últimos veinte-cinco años en Colombia y el articulo extenso sobre el Doctor Álvaro Gómez.

El periodismo en Colombia ha jugado un papel vital en los procesos políticos, sociales del último siglo. Después de leer la totalidad del libro, la pregunta sobre si existe libertad de prensa, parece no resolverse del todo y de estas entrevistas, se deduce, que son más los errores de la prensa y los periodistas, que los aciertos, que el contubernio pecaminoso entre la gran prensa y el poder económico, confirma que estamos lejos de tener un periodismo independiente.

En la Entrevista hecha a Enrique Santos Calderón, se hace un balance de los movimientos revolucionarios del sesenta, este intelectual vivió y fue protagonista de primera mano de la época, recordemos el papel importante que tuvo la revista “Alternativa” en Colombia. Nos entrega puntos de vista esclarecedores sobre la génesis del movimiento guerrillero, los movimientos estudiantiles y el fracaso de los partidos de izquierda. El proceso 8000 y el papel de la prensa, recordemos que Enrique jugó un rol sustancial en todo este proceso y sus columnas eran esperadas con ansiedad cada domingo. Después de leer las opiniones de quien conoce muy bien la situación de los medios en Colombia, la sensación que nos deja es de desaliento y desilusión, al reconocer que la prensa nunca ha podido mantener su independencia y ha jugado más bien un papel ambiguo, en medio de la infinidad de conflictos que afectan al país. También hay una historia personal desde el oficio y sus relaciones intensas con el periódico de la familia.

La entrevista a Juan, es una cátedra sobre el oficio del periodismo. Debería ser leída en las facultades de comunicación social y por quienes quieren dedicarse a tan noble profesión. Intimista, con algunos datos que sorprenden, pues nos rectifican informaciones erradas que se van quedando en el tintero, ejemplo: las contrariadas relaciones entre Juan y Andrés Pastrana, con Germán Montoya en la presidencia de Barco y la famosa discusión al aire y en plena sección del congreso con el actual presidente.

El artículo extenso sobre Álvaro Gómez resulta ser un reconocimiento, no solo personal, sino desde el gremio, a quien constituyo una reserva moral y un ejemplo para el oficio y para el país. Solo recomiendo leerlo, con este capítulo se justifica la compra de este excelente libro.

La entrevista a Yamid Amat, resulta ser un viaje a la revolución de la radio en Colombia en los últimos treinta años, un reconocimiento a quien trasformó el periodismo radial, con un formato novedoso, ágil y fresco. Por esta vía igual se develan mucha información, que ahora nos resulta sorprendente.

La entrevista al director de Semana resulta ser una radiografía de las relaciones sutiles entre el poder y el periodismo, el papel de un medio tan importante como el que dirige, en un país entrecruzado por violencias a granel, cargado de vicisitudes de toda índole y con una clase política corrupta y con relaciones no santas con el narcotráfico, el paramilitarismo y la delincuencia común.

Siempre he dudado de los premios, que es una manera moderna de promocionar los libros, una trampa legitima del mercado editorial. Con este libro, después de su lectura, se despejaron todas las dudas al respecto, con premio o sin premio su lectura resulta vital, para entender la evolución del periodismo en Colombia y los problemas más graves, frente a una realidad que en ocasiones nos desborda a todos.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCION




Texto de referencia del nobel de literatura  pronunciado en Suecia, tomado de el periodico el "País "de España.

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.



La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.



Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.



No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.



Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.



Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.



Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.



Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.



En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.



De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.



De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.



Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.



Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.



Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!



La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.



Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.



De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.



Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.



Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.



No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.



El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.



El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".



Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.



Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.



Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).



La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.



Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.



Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.



De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

sábado, 27 de noviembre de 2010

JULIO CESAR LONDOÑO


Este autor quien ganó el premio de cuento Juan Rulfo en París, hace ya un tiempo, noticia que para sus amigos fue apenas una confirmación a su dedicación y talento, acaba de publicar “Por qué es negra la noche”, libro de pequeños ensayos, que se suma al texto del mismo corte “Por qué las moscas no van a cine”, cuya lectura tiene el encanto, del conocimiento enciclopédico, entregado con la exquisitez de un experto, quien supera la simple información y le da el toque especial, que lo hace agradable, actual, con un prosa depurada, de lector apasionado y por lo tanto de quien conoce perfectamente los secretos de un buen texto.  Igual puede hablarnos de la piel, el sentido por excelencia, sobre inventos notables, de Kepler, el sexo, siempre desde un ángulo diferente que supera la simple información.
Dice en su blog: Vivo en una pieza de una casa de Palmira. Todas las mañanas viajo hasta el patio, donde construí un estudio junto al palo de chirimoyas. Allí escribo cuentos, ensayos y artículos de prensa. Gozo de cierto prestigio en la cuadra desde que gané el Premio Juan Rulfo en París (1998). Escribo en todos los medios nacionales, y en todos me pagan una miseria por mi trabajo. Por fortuna no saben que me divierto tanto escribiendo que estaría dispuesto a pagarles porque me dejaran hacerlo. Doy gracias a la vida por ser esa cosa exótica, pedante y casi feliz, un hombre de letras".

En el portal del centro virtual Jorge Isaac del Dpto del Valle del Cauca Colombia, está descrito en toda la dimensión de su obra y vida, podriamos decir que tiene una profesión en vía de extinción, el de la contemplación, la vida intelectual y la escritura, esto resulta un ejemplo para aquellos que vivimos en el desmesurado mundo, de las urgencias y el capitalismo voraz, sin tiempo para mirar la vida detenidamente. Dice, el articulista, quien no firma la nota: "Londoño es un hombre versado y versátil, punzante, mordaz, con una imaginación casi ilimitada, con un conocimiento enciclopédico y con la extraña habilidad para hacerlo accesible a los legos hombres de a pie. Es un escritor inteligente, crítico y muy bien informado, dominador de una técnica y un tono fluido y seductor. No se trata de una apología premeditada, estamos frente a un prosista reconocido entre los "ocho grandes de la literatura vallecaucana de todos los tiempos", que hacen que quizás los anteriores calificativos continúen siendo reductores frente a la particular personalidad de este escritor.

Julio Cesar, no oculta su preferencia por el ensayo, pese a tener novelas en su inventario creativo. En el prologo dice: “El ensayo es un juego de equilibrio, una manera de reflexionar que oscila entre el rigor y la especulación, entre la memoria y el olvido. Me explico: un buen ensayista es alguien que previamente investiga en profundidad pero que debe olvidar casi todo para no fatigar al lector con esa hojarasca de nimiedades con quien fatigan al lector biógrafos locuaces y los tratadistas exhaustivos. Debe olvidar cierto rigor, claro, pero la cualidad clave es la opuesta: Su capacidad de especular. Un ensayista que renuncia a la especulación es como un pájaro que renunciará a sus alas y se arrastrara, de manera penosa, a punta de silogismos.” Remata diciendo: “un ensayista debe ser claro, sintético, literario y especulativo”.

El portal citado reseña: “Efectivamente vive en Palmira, Valle del Cauca, ciudad en la que nació el 1º de noviembre de 1953 y de la que no ha podido desprenderse. Fue allí donde aprendió las primeras letras y números de la instrucción de su madre, Graciela Londoño, y es en el patio de su casa en esta ciudad mediana, con aspecto de pueblo, vecina de Cali, donde continúa escribiendo. Goza de prestigio, en efecto, el cual trasciende los límites geográficos de su cuadra, así su modestia (o su ironía) atestigüe otra cosa. Mucho de tal prestigio lo ha ganado por su genialidad, por su prosa impecable y por su versatilidad, y otro poco por su irreverencia y su facilidad por provocar, por despertar escándalo, por llevar la contraria en muchos temas intocables o sobre los cuales el común considera que ya se dijo la última palabra. Escribe cuentos, ensayos, artículos de prensa y columnas de opinión para, si bien quizás no todos los medios nacionales, al menos sí, para la mayoría o para los más reconocidos e importantes. Si le pagan una miseria no nos consta, lo que si parece evidente es la complacencia y la felicidad que encuentra en aquella suerte de quehacer que él denomina encarnar un "hombre de letras.

Recomendar este libro es un acto de absoluta responsabilidad, por su calidad y su agradable lectura, esperamos, tenga los lectores que el esfuerzo del autor amerita.



domingo, 21 de noviembre de 2010

RAYMOND CARVER



La calidad literaria de Carver nunca ha estado en cuestión, es un escritor de culto, la controversia suscitada por el papel del editor, a propósito de la publicación de sus últimos cuentos, sigue vigente:

“En 1998, diez años después de la muerte de Carver, un artículo en la revista New York Times Magazine suscitó polémica al alegar que su editor Gordon Lish no sólo dio consejos a Carver, sino que reescribió párrafos enteros de sus cuentos, hasta el punto de cambiar el final innumerables veces. En el caso de los relatos del libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish llegó a reducir a la mitad el número de palabras originales y reescribió 10 de los 13 finales de los cuentos del libro. Por ejemplo, el cuento "Diles a las mujeres que nos vamos" ("Tell The Women We're Going") gana una dimensión más abstracta en manos de Lish, que suprime las relaciones de causa y efecto que llevan a dos adultos a matar a dos adolescentes, y añade torpeza, profundidad y silencio donde antes había — según D.T.Max, autor del artículo— demasiadas palabras.

Es notable también el caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería" vio la luz posteriormente en Catedral (Cathedral) (1983).

Según el escritor Alessandro Baricco, quien revisó los manuscritos anotados que sirvieran de base para el artículo del New York Times (véase este artículo publicado en La Repubblica), Carver «construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables.» La opinión de Baricco es que las versiones de Carver —en un momento u otro edulcoradas por emociones que Lish sistemáticamente suprimía— añadían humanidad a los personajes y permitían vislumbrar en Carver algo «terrible pero también fascinante.»”

En letras libres el tema igualmente fue tratado por uno de sus colaboradores:

“Desde que murió Raymond Carver (1938–1988), a los cincuenta años, víctima de un cáncer de pulmón, se sabía que en su obra, la culminación “minimalista” del cuento norteamericano, había gato encerrado. Después, a las habladurías las sustituyeron los hechos: Carver, autor de títulos bien conocidos en español –¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Rosas amarillas– había sido víctima y beneficiario de lo que se conjeturaba sería, para decirlo con prudencia, hipercorrección. Gordon Lish, su editor en la revista Esquire y en McGraw Hill, solía modificar casi todos los cuentos de Carver en un rango que iba del 9 al 78%. Más allá de que en algunos casos las modificaciones impuestas por Lish distaron de ser beneficiosas –según leo en el comentario de James Campbell aparecido en el Times Literary Supplement del 31 de julio de 2009–, estamos ante algo distinto: un caso en que el editor transforma (y mucho) la personalidad artística del autor.

¿Carver fue el cantante y Lish el productor?, se pregunta Campbell en el TLS. O, como argumentó la gente de Alfred Knopf, casa que publica a Carver, no hay por qué escandalizarse: a Carver lo corrigió Lish como a Eliot lo corrigió Pound o a Kafka, Max Brod. ¿Por qué no entonces, digo yo, hacer a Lish compartir la autoría con Carver, como se lo permitió Joseph Conrad a su amigo y corrector (el polaco, no el inglés, fue la primera lengua de Conrad) Ford Madox Ford?

Esta historia ya se conocía gracias a la poetisa Tess Gallager, segunda esposa de Carver, quien emprendió una larga batalla por restaurar la obra de su marido y ofrecer sus cuentos, “ur–Lish”, es decir, tal cual eran antes de que el ya célebre lápiz azul de Lish descendiera sobre ellos. Tras conatos de pleito, al final hubo, al parecer, un acuerdo: no sólo la casa inglesa Jonathan Cape publicó las primeras versiones de los cuentos en Inglaterra (Beginners, 2009) sino The Library of America ha lanzado una edición salomónica de Collected Stories (2009), recogiendo los libros conocidos del público y ofreciendo, como apéndice crítico, algunas de las primeras versiones escritas por Carver como las de De qué hablamos cuando hablamos de amor, las más polémicas. Esta edición cuenta con la bendición de Gallager y fue hecha por sus escuderos, William L. Stull y Maureen P. Carroll, comprometidos desde hace rato en la presentación de un Carver “verdadero”.”

Ahora de seguro se publicaran los cuentos en su versión original, que será otra forma de vender y para nosotros de acceder a su obra, tal como se la entrego a sus editores. El tema va mucho más allá de lo anecdótico, pero por ahora, solo conociendo las dos versiones, podremos tomar partido en el tema. Esperaremos pacientemente el momento de las publicaciones.


domingo, 14 de noviembre de 2010

DOCE ESCRITORES COLOMBIANOS EN FRANCIA



Para dar un vistazo a algunas producciones literarias colombianas contemporáneas, el Centro Nacional del Libro (CNL) de Francia invitó a la edición 2010 de 'Les Belles Étrangères' (Las bellas extranjeras) a doce escritores colombianos, quienes están haciendo una ronda estas dos semanas por cuarenta ciudades del país galo y algunas de Bélgica. Esta especie de antología de las letras Colombinas, de selección, para este evento, tuvo como requisito lógico, que los autores estuvieran traducidos al Francés, dando por descontado la calidad de su producción y el buen momento que atraviesan.

No fue fácil para una generación de escritores contemporáneos a García Márquez, a partir de la publicación de cien años de soledad, convivir con este fenómeno, que opaco de alguna manera la atención a sus obras. Fuera de cierta crítica especializada, el público en general solo gravitó, por muchas razones, entorno al fenómeno de Macondo. La generación posterior, tuvo la tarea engorrosa de abrirse camino superando el tic, con respecto a una influencia nefasta de la obra de Gabo en su labor creativa. De alguna manera, esta selección representa una pléyade de autores que rompieron absolutamente con este cordón umbilical y quienes brillan hoy con luz propia, gracias a unas obras valiosas .

Al evento han sido convocados Héctor Abad Faciolince, Antonio Caballero, Jorge Franco, Santiago Gamboa, Tomás González, William Ospina, Juan Manuel Roca, Evelio Rosero, Gonzalo Sánchez Gómez, Antonio Ungar, Fernando Vallejo y Juan Gabriel Vásquez.

La traducción de Cien años de Soledad de Claude et Carmen Durand, guacamaya tricolor en la portada, sigue siendo un clásico que se ve con frecuencia exhibido en vitrinas de librería y en las manos de los lectores de metro y al peso de esa herencia hicieron referencia los críticos Philipe Lançon y Nils C. Ahl, cuando hablaron de la presencia de Colombia en el festival para los periódicos Libération y Le Monde.

“Para Albert Bensoussan, traductor al español de El olvido que seremos, de Héctor Abad, hay sin embargo una diferencia en la manera como se promovió el boom y lo que se intenta hacer con el Festival. “El boom fue pensado desde las editoriales para promover unos pocos autores de calidad. Ahora los lectores son más formados y eligen sus autores, prueba de esto es el interés por libros de temáticas muy variadas”. Bensoussan añade que el interés de los franceses por la nueva literatura colombiana es consecuencia de años de noticias que han logrado que la situación del país no sea ajena a los europeos”.

“Este interés por ciertos autores viene luego de décadas en las que se ha hablado poco de la literatura colombiana en Francia. Otros países han tenido una presencia más constante. México, por ejemplo, gracias al compromiso del Estado con la producción literaria; Cuba por esa fascinación alimentada por los escritores en el exilio”, es la opinión de Stéphane Chaumet, editor y traductor de poesía con varios autores colombianos en su catálogo.

Uno de ellos, el manizaleño radicado en París Eduardo García Aguilar, quien si bien reconoce la importancia de tener como invitados a autores como Evelio Rosero y Juan Gabriel Vázquez, no deja de lamentar que éste no haya servido además para recuperar algunos escritores cuya obra se diluyó entre el boom y la generación más reciente. García Aguilar menciona a Roberto Burgos Cantor, Óscar Collazos, Fernando Cruz Kronfly y Ricardo Cano Gaviria. Además de Fanny Buitrago, quien habría llenado el vacío de mujeres que los artículos de prensa dedicados al evento no han dejado de señalar. Anne Morvan, consejera del Centro Nacional del Libro para la selección de los autores, lo explica por la condición de que los autores invitados.

Sin embargo Ricardo Abdahllah, escribe desde Paris que: “el tema de la violencia ha podido opacar otros aspectos más relacionados con la literatura. Si bien en espacios más literarios, como el Instituto Cervantes de París, autores como Juan Manuel Roca y Tomás González tuvieron lecturas de sus obras y debates en torno a la poesía; Héctor Abad lanzó un más bien aliviado “Qué bueno que hablamos de libros” luego de un buen tiempo hablando sobre la guerra en Colombia. Una pregunta del público le permitió hablar del tema de la relación con su padre y el final en territorio francés de la aventura en busca de la resolución del poema que da título a El olvido que seremos.

En las revistas y en las pequeñas librerías

William Ospina y Antonio Caballero, dos autores reconocidos por los franceses como autores “comprometidos” han pasado por Béziers, Montpellier y Burdeos, hablando sobre todo de política. En estas ciudades, como en Eglise-Neuve-d’Issac y Villesèque-des-Corbières que recibieron otros autores durante el fin de semana, ha sido destacado el cubrimiento de la prensa y el interés de los libreros locales, que gracias al eco generado por Les Belles Étrangères han puesto libros de autores colombianos en sus estantes. “No es una sorpresa —dice Morvan—. Ha sido un trabajo de larga duración, los editores y los medios saben que el Festival se acerca y comienzan a vincularse desde mucho antes de que los escritores lleguen. Desde el primer día sabíamos que sería un éxito”.

No sólo los medios especializados como Books y el Magazine Littéraire dedicaron especiales a Colombia, sino que los escritores invitados han pasado su tiempo en entrevistas. “No es que sea fácil —afirma uno de ellos—, nos tienen una agenda cargada, que nos permite mostrar nuestra obra, pero no nos deja tiempo ni siquiera para descansar. Uno puede parecer un poco callado en un debate porque desde que se bajó del tren en la mañana no ha parado de hacer promoción”.

La diversidad en la programación del Festival se completa con las conferencias especiales para alumnos de bachillerato, que tendrán como protagonistas a Juan Gabriel Vázquez y Evelio José Rosero, dos autores que han recibido una crítica elogiosa a sus obra publicadas en francés y a los que se suman los elogios recibidos por Antonio Ungar, a quien el reciente Premio Herralde le ha también permitido destacarse dentro del grupo.

“Aunque el premio no es tan conocido en el ámbito francoparlante, nos permite que se fijen en su obra. Así podemos explicar por qué este reconocimiento es tan importante”, dice Brigitte Bouchard, directora de la editorial canadiense Les Allusifs, que ha publicado en francés las obras del colombiano.”

El cierre del evento será el próximo lunes con una conferencia de Fernando Vallejo en el Gran Teatro del Odeón. Como si se tratara de un concierto de rock, las reservaciones para su presentación, gratuitas pero obligatorias, se agotaron el mismo día que estuvieron disponibles.

Deberíamos dedicar más tiempo al estudio de este grupo, como lectores desprevenidos. Será tarea, que trataremos de emprender adelante, pero está claro que en otras latitudes están pendientes de nuestra producción literaria.









domingo, 31 de octubre de 2010

LIPOVETSKY Y ELISABETH ROUDINESCO

Cual es el momento de la filosofía en estos momentos, que papel cumple, donde está los grandes pensadores frente lo atribulado de los tiempos. Gilles Lipovetsky en Medellín, expresó con gran desparpajo la situación del mundo y por supuesto del individuo:
Los cinco rasgos fundamentales sobre esa “cultura-mundo” que se evidencia en la actualidad y las hipótesis que se desprenden a partir del “triunfo del capitalismo”.
El consumo, los mass media, los mercados generalizados y las nuevas tecnologías de la información han permitido que la cultura-mundo se dé  gracias al capitalismo que se propagó en el mundo como una victoria universal. El triunfo es cultura, y la lógica misma del capitalismo junto con el espíritu del tiempo (veloz) traspasa fronteras convirtiéndose en la omnipotencia del mercado.
Otro de las hipótesis que hace Lipovestsky es sobre el hiperconsumo y la pasión de las personas por las marcas. “Existe una orgía de consumo, relaciones comerciales por la marcas, la moda es una de ellas”. Un ejemplo es la relación entre el mundo de la moda y el deporte, casos concretos Adidas y Nike. “El consumidor al ingresar a sus tiendas tiende a confundirse si entró a un almacén chic o deportivo, las construcciones y el diseño de estas tiendas, la aplicación de sus logos e incluso sus olores llevan al usuario a otra experiencia”.  “Hoy es más complejo, las marcas envían valores, mensajes, hablan de ética, respeto a la naturaleza, racismo y ambicionan volverse cultura”.
Elisabeth Roudinesco, publicó a través del “Fondo de Cultura” el texto “Filósofos en la tormenta”, lo cito a propósito de la visita del pensador Francés  pues el desafío no solamente está en descifrar la situación del individuo frente a la realidad que lo avasalla, sino en tomar posición, plantear cual debería ser la actitud del sujeto frente a ella, que hacer, que pensar. Este libro que rinde un homenaje a seis filósofos Franceses del siglo XX: Ganguilhem, Sartre, Foucault, Althusser, Deleuze y Derrida, es un llamado a “la filosofía como práctica”, estos autores “cuestionaron seriamente la naturaleza del sujeto y develado lo que esconde detrás de la palabra”.  Hoy, el mercado y la economía,  constituyen los canales creativos, sobre los cuales se construyen los marcos de desarrollo de las sociedades, la interpretación de las mismas, la relación del individuo con su entorno, factores que determinan el comportamiento de las personas, su manera de ser, de actuar, de valorarse. El consumo, se ha convertido en el gran eje, el articulador desafortunado de estas variables, el individualismo es el vehículo catalizador, el consumo es en esencia, la trampa mortal, todas las jerarquías de presión nacen de su gravedad.  Como asumir el gran debate, donde están los pensadores, cual es la resistencia, ahí está el galimatías. Amanecerá y veremos

domingo, 24 de octubre de 2010

LA LECTURA DIGITAL


Cada vez se impone el libro digital como una realidad inexorable. Muchos son los factores y sobre hacer el listado, pero uno solo de ellos bastaría para aceptar esta realidad: Las ventas están tres-por uno, ósea por cada tres libros digitales se vende uno impreso y aumenta la proporción exponencialmente. Vargas llosa, a propósito de las múltiples entrevista concedidas por el nobel de literatura, habló sin reservas sobre el tema y acepto este hecho sin ningún misterio. Para mí, las lecturas en mi PC y el tiempo dedicado al mismo, en textos de literatura y filosofía, para hablar tan solo de dos temas, supera con creces al impreso. Ayer, por ejemplo necesite una novela de Saul Bellow y con un buen buscador, en cinco minutos la tenía en mi PC. Gloria María Álvarez Cadavid, investigadora de la Universidad de la UPB de Colombia, hace la pregunta, que se antepone al tema: ¿que entendemos por leer?, en estos tiempos: “Ante este panorama es necesario responder una pregunta básica ¿qué es ser un lector hoy? “Desde la educación, se ha capacitado para la lectura mediante procesos de enseñanza de las competencias básicas en el uso del lenguaje, es lo que se conoce como alfabetización, tradicionalmente asociada a los libros impresos de texto. En 1986 la Unesco, ante los cambios y exigencias sociales introdujo el término alfabetización funcional, referida a las actividades que además de la lectura y la escritura eran necesarias para el buen funcionamiento y sobre todo al desarrollo de un grupo o comunidad. Hoy, a estas habilidades necesarias, se suman otras vinculadas al predominio creciente en la informatización en todas las áreas, incluso, en las relaciones sociales, hasta hablar hoy de alfabetización digital.”Tomando como base, un estudio realizado sobre la lectura, los datos entregados por esta investigadora, aun son más sorprendentes en cuanto la distancia sorprendente entre estas dos lecturas:

En un estudio realizado por el Ministerio de Educación Nacional (2006), sobre los hábitos de lectura, asistencia a bibliotecas y consumo de libros en Colombia, se contempla un ítem en donde se indagó por la lectura en Internet y resulta sorprendente que en el comparativo del quinquenio 2000 -2005, sea la lectura en Internet la que presenta un aumento más significativo en relación con la lectura de libros, periódicos y revistas.

La proporción de personas encuestadas que afirma leer revistas pasó de 26,2% en el año 2000 a 27,2% en 2005; en periódicos se pasó de 31,2% en el año 2000 a 32% en 2005; en Internet el número de personas que afirma leer en este medio aumentó de 4,9% en el año 2000 a 11,9% en 2005. En general el promedio de libros leídos disminuyó de 6 libros en el 2000 a 4,5 libros en el 2005.Otro dato revelador es el tiempo comparativo de horas dedicadas a la lectura en Internet y en otros medios: en el 2005 los colombianos dedicaron 3,5 horas diarias a la lectura en Internet y 32 minutos diarios a la lectura de libros por placer o entretenimiento.

La autora citada remata el articulo con una afirmación categórica frente al fenómeno: “Es indudable que se debe hablar más de un cambio en las formas de leer, que de una crisis de la lectura, es necesario cualificar y potenciar las horas que pasan los jóvenes en Internet, es un reto pedagógico actual que implica establecer las diferencias entre las distintas producciones de un medio electrónico, y de los medios impresos tradicionales incluido el libro. Se pueden cambiar las formas de lectura, pero ello no deberá implicar el abandono de la lectura que proporcionan los libros. Cada producción tiene un nivel de profundización diferente y pertenece a una rutina y a una necesidad distinta en la práctica lectora y especialmente en el desarrollo del conocimiento en cuya base siempre estará la lectura”.

Los precios de los libros estarán al alcance de todos, las ventas del Kindle, el IPAD, despejan cualquier duda. Llevar una biblioteca total en nuestro maletín, en todo caso es un privilegio inimaginable en otros tiempos, además de acceder a toda la prensa escrita y a una información infinita. Podremos afirmar categóricamente, los tiempos cambiaron, es in dudable que no desaparecerá el libro impreso, pero no será el más popular, de eso no hay duda.



lunes, 18 de octubre de 2010

HISTORIA DEL CERCO DE LISBOA


Mi amigo entrañable, Enrique Cortes, librero memorable de la ciudad de Bogotá, en 1990, con gran inquietud me expresó, que estaba encartado con un libro, que no se vendía tal vez por desconocimiento de su autor, pero que en su modesto criterio,  era una excelente novela. Me paso "El cerco de lisboa" de Saramago, después de su lectura, nunca deje de perseguir sus  libros.  He vuelto a leerla y definitivamente segundas lecturas son mejores.  La historia, bastante conocida: Raimundo Silva es un revisor de textos de una editorial, un personaje anodino que tiene como misión en la vida conservar la integridad de los textos que llegan a sus manos. Un día, revisando un texto histórico, toma una decisión: introducir un ¿No¿ donde debiera aparecer un ¿Sí¿ Esta determinación altera, sin duda alguna, la historia escrita, pero también va a ser fundamental en su vida personal. El conservador Raimundo Silva no volverá a ser sujeto paciente de la historia, tanto la universal como la personal, porque su acto de rebeldía le hace asumir el protagonismo que, como hombre --y por tanto ser hegemónico-- le corresponde en la vida.” Sin embargo, uno de esos superiores, una mujer llamada María Sara, decide retarlo y plantearle la redacción de un texto, de otro libro, en el que le pide que escriba una Historia del Cerco de Lisboa en la que los cruzados no hubieran ayudado a los portugueses. Empieza para el protagonista una etapa en la que se debate entre escribir el libro y agradarle a su jefa o hacer caso omiso y olvidar el asunto, no sin consecuencias. Pero cuando empieza a trabajar en él, a reconstruir esas escenografías, que son además las mismas en las que él vive y escribe, a imaginar personajes y darles vida dentro de una realidad que jamás existió, se percata de que es un compromiso consigo mismo y deja los otros encargos de la editorial a un lado iniciando entretanto una cálida relación sentimental que marcará el curso de la narración y del resultado final”. La prosa de Saramago es exquisita, de un clasicismo por fuera de ciertas vanguardias propias de estos tiempos, conocedor del idioma como pocos y en cada página aparecen reflejados los  cuidados de un relojero, prosa poética, que lo va llevando a uno a perderse en los avatares propios de la historia, que como pretexto encubre otras realidades. Se adentra en el debate histórico sobre el Portugal moderno, a partir de la salida de los Moros hace más de cuatro siglos, ambientado  en las imposturas de un corrector. También es un debate sobre la crítica, la creación, el poder de la palabra, el mundo de los editores y por supuesto la frágil posición de la humanidad frente al poder. Los autores se nos van, insoslayable realidad, que gracias a sus obras parecemos burlar.