La
mejor reseña sobre esta excelente reportera a propósito del nobel de literatura
concedido hoy, apareció en el diario ABC
de España, que publicaré en este blog como homenaje a su trayectoria. En esta semana publicaremos algunos reportajes
que la han hecho célebre.
Svetlana Alexievich
(Frankivsk, 1948) ha sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2015,
según ha anunciado Sara Danius, secretaria permanente de la Academia Sueca, en
Estocolmo.
La Academia ha asegurado
que el ha decidido otorgar el galardón a la autora bielorrusa por su «obra
polifónica», que le hace un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro
tiempo. «Es maravilloso recibir este premio», dijo Alexievich en una primera
reacción al canal sueco SVT. La autora añadió que se sentía orgullosa de estar
ahora en una lista de escritores a la que pertenece Boris Pasternak, a quien en
su momento las autoridades soviéticas le impidieron recoger el Nobel de
Literatura. La bielorrusa es la decimocuarta mujer en ser distinguida con
galardón de la Academia Sueca, dotado con 8 millones de coronas suecas (algo
más de 860.000 euros) y que será entregado el 10 de diciembre en Estocolmo.
Alexievich es una maestra
del reportaje literario, género con el que relata con toda su crudeza el
fracaso de la utopía soviética. Como si fuera una arqueóloga, Alexievich se
sumerge con la ayuda de cientos de entrevistas en los acontecimientos más
traumáticos que han marcado la vida del «homo soviéticus», como la Segunda
Guerra Mundial, la Guerra de Afganistán, la catástrofe de Chernóbil y la
desintegración de la URSS. De hecho, en noviembre Debate publicará en España
«La guerra no tiene rostro de mujer», estremecedor relato, conformado como
crónica periodística a través de las voces de sus protagonistas, de la
experiencia de las mujeres que combatieron en la Segunda Guerra Mundial.
Problemas con Putin
La autora bielorrusa no se
queda anclada en el pasado, sino que documenta de manera muy crítica el
derrotero que han tomado desde 1991 países como Rusia, a cuyo presidente, Vladimir
Putin, acusa de llevar a su país al medievo con su «culto a la fuerza». De
padre bielorrusa y de madre ucraniana, Alexievich nació el 31 de mayo de 1948
en el oeste de Ucrania, aunque posteriormente su familia emigró a la vecina
Bielorrusia.
Trabajó como profesora de
historia y de lengua alemana, aunque pronto optó por dedicarse a su verdadera
pasión, el reportaje, y, de hecho, en 1972 se licenció en la Facultad de
Periodismo de Minsk y ejerció como redactora en varios diarios de su país. Su
primer libro, el mencionado «La guerra no tiene rostro de mujer» (1983) -hasta
ahora inédito en España-, le costó un varapalo de las autoridades soviéticas,
que le acusaron de naturalismo y pacifismo, duras críticas en esos tiempos que
impidieron su publicación.
Víctimas y testigos
Aunque ingresó en 1984 en
la Unión de Escritores de la Unión Soviética, no pudo publicar hasta la llegada
de la Perestroika en 1985 el primer libro de su ciclo «El hombre rojo. La voz
de la utopía». Traducida a más de veinte idiomas, el libro narra el
inconmensurable coste de la victoria sobre la Alemania nazi en la Gran Guerra
Patria (1941-45), como se conoce en esa zona del mundo, la Segunda Guerra
Mundial.
REPORTAJE
VOCES
DE CHERNÓBIL 20 AÑOS DESPUÉS
Reportaje aparecido en el
país de España.
Una periodista relata el
mayor accidente nuclear y recoge vivencias de los supervivientes
Bielorrusia, tras la
catástrofe
SVETLANA
ALEXIEVICH 9 ABR 2006
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Svetlana Alexievich 'Voces
de Chernóbil'. Siglo XXI de España Editores. Este libro se publicó en 1997 y
recoge los testimonios de muchas personas afectadas por la catástrofe nuclear.
Ahora se traduce al castellano puesto al día con nuevas confesiones de otros
testigos que sufrieron el accidente. La autora nació en Ucrania en 1948. El
libro apareció en Estados Unidos el año pasado y ha obtenido el premio del
Círculo de Críticos de ese país. Otra obra de la misma autora, 'Los chicos de
zinc', prohibido durante diez años en su país, destruyó los mitos sobre la
intervención soviética en Afganistán.
Nos habíamos casado no
hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos
de compras. Siempre juntos. Yo le decía: "Te quiero". Pero aún no sabía
cómo le quería. No me lo imaginaba. Vivíamos en la residencia de la unidad de
bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Y otras tres familias
jóvenes, con una sola cocina para todos. Y abajo, en el primero, estaban los
coches. Unos camiones rojos de bomberos. Éste era su trabajo. Yo siempre estaba
al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba.
En medio de la noche oí un
ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio: "Cierra las ventanillas y
acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto".
Svetlana Alexievich 'Voces
de Chernóbil'. Siglo XXI de España Editores. Este libro se publicó en 1997 y
recoge los testimonios de muchas personas afectadas por la catástrofe nuclear.
Ahora se traduce al castellano puesto al día con nuevas confesiones de otros
testigos que sufrieron el accidente. La autora nació en Ucrania en 1948. El
libro apareció en Estados Unidos el año pasado y ha obtenido el premio del
Círculo de Críticos de ese país. Otra obra de la misma autora, 'Los chicos de
zinc', prohibido durante diez años en su país, destruyó los mitos sobre la
intervención soviética en Afganistán.
"Tiraban el grafito
ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá
tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; fueron a un incendio normal"
Me da un ataque de
histeria: "¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino?
¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién vamos a enterrar?"
No vi la explosión. Sólo
las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero. Unas llamas altas. Y
hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín era porque
ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el
que la gente andaba, como él después recordaba, igual que sobre resina.
Sofocaban las llamas, y mientras, él reptaba. Subía al reactor. Tiraban el
grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para
allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a un incendio
normal.
Las cuatro. Las cinco. Las
seis. A las seis nos disponíamos a ir a ver a sus padres. A plantar patatas. De
la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay
40 kilómetros. A sembrar, arar. Era su trabajo favorito. Su madre recordaba a
menudo cómo ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; le
construyeron incluso una casa nueva. Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en
Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó sólo quería ser bombero. No
quería ser otra cosa. [Calla].
A veces me parece oír su
voz. Oírle vivo. Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la
voz. Pero no me llama nunca. Y en sueños, soy yo quien lo llamo.
Las siete. A las siete me
comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí, pero el hospital ya estaba
acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las
ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están contaminados, no os acerquéis.
No sólo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella
noche en la central.
Prohibido pasar
Corrí en busca de una
conocida que trabajaba de médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando
salía de un coche: "¡Déjame pasar!". "¡No puedo! Está mal. Todos
están mal". Yo la tenía agarrada: "Sólo verlo".
"Bueno", me dice, "corre. Quince, veinte minutos".
Lo vi. Estaba hinchado,
inflado todo. Casi no tenía ojos. "¡Leche! ¡Mucha leche!", me dijo mi
amiga. "Que beba tres litros al menos". "Él no toma leche".
"Pues ahora la tiene que beber".
Muchos médicos, enfermeras
y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un tiempo, se
pondrían enfermas. Morirían. Pero entonces nadie lo sabía.
A las diez de la mañana
murió el técnico Shishenok. Fue el primero. El primer día. Luego supimos que
bajo los escombros se quedó otro, Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo
emparedaron con el hormigón. Entonces aún no sabíamos que todos ellos serían
los primeros.
Le pregunto: "Vasia ,
¿qué hago?". "¡Vete de aquí! ¡Vete! Esperas un niño". Estoy
embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Me pide: "¡Vete! ¡Salva
al crío!". "Primero te he de traer leche y luego veremos".
Llega mi amiga Tania
Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene
coche. Nos subimos al coche y vamos a la primera aldea a por leche. A unos tres
kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche.
Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos
terribles. Perdían el sentido sin parar, les pusieron el gota a gota. Los
médicos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases,
nadie hablaba de la radiación.
Entretanto la ciudad se
llenó de coches militares, se cerraron todas las carreteras. Se veían soldados
por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos.
Lavaban las calles con un polvo blanco. Me sentí alarmada: ¿cómo iba a llegar
al día siguiente al pueblo para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la
radiación. Sólo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba
el pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes
había pasteles. La vida seguía como de ordinario. Lavaban las calles con un
polvo.
Por la noche no me dejaron
entrar en el hospital. Un mar de gente alrededor. Yo me encontraba frente a su
ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado!
Entre la muchedumbre alguien entendió lo que decía: aquella noche se los llevaban
a Moscú. Las esposas se arremolinaron todas en un corro. Decidimos: vamos con
ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos pasar
a golpes, a arañazos. Los soldados, los soldados ya habían formado un cordón de
dos filas, y nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos
confirmó que se los llevaban aquella noche en avión a Moscú, que debíamos
traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya
no iban, y fuimos a pie, corriendo a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el
avión ya se había marchado. Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos,
ni lloráramos.
Llegó la noche. A un lado
de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la
evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los
trajeron de todas partes. Toda la calle, cubierta de espuma blanca. Íbamos
pisando aquella espuma. Gritando y jurando.
Evacuación de la ciudad
Por la radio dijeron que
evacuarían la ciudad para tres o, a lo mejor, cinco días. Llévense consigo ropa
de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de
campaña. La gente hasta se alegró: ¡nos mandan al campo! Allí celebraremos la
fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne de asar para
el camino, compraba vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos. ¡Las
maravillosas fiestas de mayo! Sólo lloraban aquellas mujeres a cuyos maridos
les había pasado algo.
No recuerdo el viaje.
Cuando vi a su madre fue como si despertara: "¡Mamá, Vasia está en Moscú!
¡Se lo llevaron en un vuelo especial!" Acabamos de sembrar el huerto:
patatas, coles (¡y a la semana evacuarían la aldea!). ¿Quién lo iba a saber?
Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía
tan mal.
Por la noche sueño que me
llama. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: "¡Liusia, Liusia!".
Pero después de muerto, ni una vez. No me llamó ni una vez. [Llora]. Me levanto
por la mañana y me digo: me voy sola a Moscú. Yo que... "Adónde vas a ir
en tu estado?", me dice llorando su madre. También se vino conmigo mi
padre: "Será mejor que te acompañe". Sacó todo el dinero de la
libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el viaje. Todo
el camino también se me borró de la cabeza. En Moscú preguntamos al primer
miliciano a qué hospital habían llevado a los bomberos de Chernóbil, y nos lo
dijo; yo hasta me sorprendí, porque nos habían asustado: no os lo dirán, es un
secreto de Estado, ultrasecreto.
-A la clínica número seis.
A la Schúkinskaya.
En el hospital, era una
clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la
vigilante de guardia y me dice: "Pasa". Me dijo a qué piso debía ir. No
sé a quién más le rogué, le imploré. Lo cierto es que ya estoy en el despacho
de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces
aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que
sabía era que debía verlo. Encontrarlo.
Ella me preguntó enseguida:
-¡Pero, alma de Dios!
¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la
verdad? Está claro que tengo que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver!
Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.
-Sí -le contesto.
-¿Cuántos?
Pienso: "He de decirle
que dos. Si es sólo uno, tampoco me dejará pasar".
-Un niño y una niña.
-Bueno, si son dos, no creo
que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado
por completo; la médula está completamente dañada.
"Bueno", pensé,
"se volverá algo más nervioso".
-Y óyeme bien: si te pones
a llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido abrazaros, besaros. No
te acerques mucho. Te doy media hora.