miércoles, 13 de abril de 2011

ERNESTO VOLKENING

Colombia fue cuna, al igual que México y Argentina, de una camada de inmigrantes eminentes, por efectos de la guerra civil española y la segunda guerra mundial, que nunca regresaron a sus países de origen. Muchos de ellos fueron verdaderos iconos para nuestra Cultura y en concreto para la literatura. Volkening, quien vino de Amberes, es un representante fiel de este fenómeno típico, de la década de los treinta del siglo pasado. Fue un ensayista riguroso, esencial y sus trabajos continúan teniendo un valor inigualable para la literatura, se dejan leer aun con mucho agrado. “Evocación de la sombra”, es un texto publicado por “Ariel “, en donde se recopilan algunos de sus trabajos más importantes y que en estos días compre en una librería de segunda en el centro de Bogotá.

La gran diferencia entre estos ensayistas y los nuestros, es el rigor en sus escritos, la cita puntual, la sustentación, la estructura académica, ordenada siempre, que reflejan al poliglota connotado y el enriquecimiento al tocar un tema cualquiera, con un característica, siempre aportan con la visión particular que imponen sobre los temas que tratan.

El trabajo de este emigrante frente a la revista Eco ( 1971-1972), con la diferencia de unos pocos estudiosos, no ha sido destacado en Colombia con la importancia que tiene. En el periodo de su dirección, se tradujo por primera vez a Canetti y allí mismo se público el ensayo suyo sobre Gabriel García Márquez, que debería reeditarse.

En el libro que cito, los escritos sobre Musil, Valery Larbaud, Goethe, Holdering, Thomas Bernhard, son bocado di cardinal.

La nota biográfica publicada por la Biblioteca Luis Ángel Arango lo evoca perfectamente:

Ernesto Volkening llegó a Bogotá en 1934. Fue al colegio en Worms, Düsseldorf y Hamburgo; luego estudió Derecho en las Universidades de Hamburgo, Franckfurt, Berlín, Heidelberg y Erlangen; en esta última se graduó en 1933, con una tesis sobre el asilo diplomático. Empezó a colaborar con periódicos y revistas literarias de la capital de Colombia en 1947. En ese año el Yürector de la revista Vida, AIvaro Mutis, le publicó una semblanza de Herman Hesse. Numerosos artículos, ensayos, reseñas y comentarios de cine, escritos en los años de 1947 a 1961, se hallan dispersos en la prensa bogotana y en órganos ya desaparecidos como la Revista de las Indias, Crítica, Ahora y Testimonio. Sería indispensable recogerlos en volumen, no sólo por la calidad intrínseca de los mismos, sino porque Volkening fue un pionero de la crítica de cine y del psicoanálisis de observancia junguiana, en Colombia (su larga meditación sobre el pensador suizo, publicada en la Revista de las Indias, todavía se lee con provecho). En 1962 empezó a colaborar con la revista Eco, de la cual fue director desde marzo de 1971 hasta diciembre de 1972. En ella se manifestó como un pensador inesperado: tradujo a Elías Canetti, Premio Nobel en 1981, cuando apenas se le conocía en Alemania; publicó en 1963 un ensayo sobre Gabriel García Márquez, y posteriormente, en 1967, un largo e inolvidable examen de Cien años de soledad; redactó un polémico artículo sobre los aspectos contradictorios de la apropiación de bienes culturales de raíz ajena, y una curiosa y fascinante digresión a propósito de un vicio tan colombiano como la paja. Anacronismo y agudeza: entre esos polos se movía su imaginación. Antes escribió Juan Gustavo Cobo Borda-, cuando nadie hablaba de García Márquez, él fue el primero en hacerlo, con una lucidez aún vigente. Después, cuando todo el mundo repite, mal, lo que Volkening dijo, éste prefiere releer a Tácito, comentar a Mejía Vallejo o, resucitar, literalmente, a José Antonio Osorio Lizarazo. En Eco tradujo, además de Canetti, a Walter Benjamin (otro desconocido en los años sesenta), Georg Büchner, Hólderlin, Ernst Jünger, Herman Hesse y otros escritores alemanes. La mayoría de esas traducciones venían acompañadas de un prefacio en el que Volkening presentaba al autor y hacía algunas consideraciones en torno a su obra se llamaban "Lecturas ejemplares"; y también merecerían reunirse en un volumen. En 1974 publicó en México, en una modesta edición, Los papeles de Ludovico. Se trata de un relato autobiográfico de un viaje por los antiguos dominios del rey Carlos v. Sobresalen las páginas dedicadas a la infancia del autor (un tema obsesivo en todo lo que escribió Volkening) y las maravillosas evocaciones de Amberes. A1 año siguiente, el Instituto Colombiano de Cultura publicó el primer tomo de sus Ensayos; el volumen lleva como subtítulo Destellos criollos y, como lo sugiere el nombre, recoge textos, notas y reseñas sobre autores colombianos y latinoamericanos. En julio de 1976 apareció el segundo tomo; este Atardecer europeo incluye ensayos que reflejan las principales obsesiones de Volkening: el psicoanálisis, la mitología, la historia, y al mismo tiempo revelan su exigente gusto literario: Kafka, Büchner, Benn, Proust, Heine. En 1980 comenzó a publicar en Eco fragmentos de su "Diario"; también aquí fue un pionero: desde Jorge Gaitán Durán, ningún escritor en Colombia había publicado su diario íntimo en vida. Lúcido, amargo, humorístico, el diario de Volkening abunda en muchas de las materias que analizan sus ensayos, pero a diferencia de ellos, lo hace en un tono aforístico: Soy un Midas coprófilo: todo lo que toco se vuelve mierda. En 1982, tal vez como un curioso homenaje de Colombia a uno de sus principales autores, la Editorial Temis publicó su tesis de grado [Ver tomo 5, Cultura, pp. 157158].

He querido traer el texto sobre Gabo, para los que deseen lo degusten:



Gabriel García Márquez

(Aracata, Colombia 1928—)





GRABIEL GARCIA MARQUEZ O EL TROPICO DESEMBRUJADO

ERNESTO VOLKENING

Eco. Revista de la Cultura de Occidente.

Bogotá, tomo VII/4, agosto, 1963, N° 40, pp. 273—293.



DE GABRIEL GARCÍA Márquez se ha dicho que sus mode¬los literarios son Joyce, Virginia Woolf, William Faulk¬ner, pero quién sabe si tales atribuciones no se inspiran en el deseo de inventarle un venerable árbol genealógico, antes bien que en una justa apreciación de los méritos del narrador.

Cuando uno lee sus creaciones recientes, El coronel no tiene quien le escriba o el tomo de cuentos publica¬dos en México bajo el título de Los funerales de la Ma¬má Grande, sin adoptar de antemano una actitud pre-concebida, o sea ateniéndose al texto en vez de buscar las categorías que, a las buenas o a las malas, le fuesen aplicables, no se ven por ningún lado las presuntas in¬fluencias de Joyce o de la Woolf. Las analogías que haya entre la obra del autor colombiano y la de Faulkner las encontramos, no tanto en las peculiaridades tempera¬mentales y en la forma, es decir, en lo que realmente jus¬tificaría semejante comparación, cuanto en la temática.

Macondo o comoquiera que se le llame a aquel pue¬blo a orilla del bajo Cauca en donde se sitúa la mayor parte de los eventos relatados por García Márquez, cier¬tamente nos recuerda en su tristeza, su abandono y las metafísicas dimensiones de su tedio la célebre aldea de Yoknapatawpha escondida en algún recoveco del deep South. Ambas poblaciones son, por decirlo así, conden¬saciones de las imágenes superpuestas de infinidad de villorios similares, reconstrucciones ideal-típicas de una realidad compleja o, si se me permite acuñar un térmi¬no paradójico, abstracciones concretas. En García Már¬quez, como en Faulkner, resalta ese rasgo, merced al eterno retorno de lo igual, hasta en las minucias apa¬rentemente intrascendentes del relato: en los almendros de la plaza, cubiertos de una espesa capa de polvo grisá¬ceo o en la semejanza de ciertos personajes, por ejem¬plo, de la figura arquetípica del ricacho de la aldea que en La prodigiosa tarde de Baltasar y en La viuda de Montiel se llama José Montiel, pero se parece, como un huevo a otro sacado de la misma canasta, al obeso, diabético, malhumorado e inescrupuloso don Sabas en El coronel no tiene quien le escriba.

Asimismo anda vagando por las páginas del narra¬dor latino la sombra, medio legendaria, medio fantas¬mal, del héroe de pretéritas guerras intestinas y cam¬peón de una causa perdida, sólo que sus señas son las del coronel Aureliano Buendía en lugar de las de John Sartoris, su faulkneriano alter ego en el Ejército confe¬derado. Ni siquiera falta la evocación de una mítica fi¬gura ancestral de la talla de Lucius Quintus Carothers Mc Caslin, fundador de un inextricable embrollo de li¬najes legítimos y espurios, si bien se le han substituido a su semblante de monumental, concupiscente, tenebro¬so y despótico patriarca del Antiguo Testamento los rasgos matriarcales de una protohembra, la “Mamá gran-de”, cuya formidable humanidad tallada en carne y grasa descuella cual roca errática entre los enclenques ejemplares de nuestra especie contemporánea.



Por último, Macondo, lo mismo que Yoknapatawpha para Faulkner, representa para García Márquez algo así como el ombligo del mundo, no porque se sienta in¬clinado a la sentimental idealización de usos y curiosi-dades regionales —ese periodista viajero, trotamundos e inquieto explorador de lejanos horizontes no es nin¬gún provinciano, aun cuando haya nacido en Aracataca— sino, sencillamente, porque, escuchando los conse¬jos de su sano y saludable instinto de narrador, se orien¬ta hacia “el punto de reposo en medio de la fuga perenne de los fenómenos”, el eje en torno del cual van girando las constelaciones planetarias de su universo narrativo.



El que desee trazar otras analogías con no sé qué ad¬mirado modelo de las letras anglosajonas, pues, que las busque; por lo que a mi se refiere, confieso no haber logrado descubrirlas en las creaciones del cuentista, hasta donde lleguen mis limitados conocimientos de su obra. Más aún, me abstengo, tras maduras reflexiones, de emprender semejantes recherche de la paternité. Por una parte, la costumbre, desgraciadamente muy arraiga¬da, de juzgar, clasificar y rotular los valores propios, partiendo del parentesco, las más veces ilusorio, con los fenómenos y movimientos literarios de Europa o de la América del Norte constituye una injusticia manifiesta frente al autor criollo que tiene derecho a ser juzgado, primero que todo, en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y sólo en último lugar por sus posibles afinidades selec¬tivas con el resto del mundo. Por otra parte, el curioso “delirio de relación” al que sucumben tantos críticos y aficionados en este terreno, implica el peligro de que así se vaya creando un clima artificial, un ambiente en extremo literario, preñado de experiencias de segunda mano, desde el cual ya no lleva ningún camino a la rea¬lidad, o sea al mundo propio del autor, tal como lo re¬presenta su obra. En resumidas cuentas, mucha gente suele darse por satisfecha con haber establecido la filia¬ción —cuanto más exótica, más preciada— de fulano, y en adelante se cree exonerada de la obligación de leerlo o, a lo sumo, le da sepultura en el mausoleo de los valo¬res consagrados, a. no ser que lo entierre sin ceremonias en el cementerio de pobres, cuando se haya quedado atrás en la emulación de supuestos precursores. En el caso de García Márquez ni siquiera cabe preguntar en qué medida se acerque a Faulkner, pues como se veía, sólo puede ser comparado con él en lo temático que, desde luego, se sustrae al juicio valorativo, no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo y de los medios de expresión.



En lugar de la construcción esencialmente faulkne¬riana de frases laberínticas, complicadas, interminables que van cercando su objetivo a modo de espirales cada vez más estrechas y a las cuales podría aplicarse, mutatis mutandis, la genial observación hecha por C. G. Jung en su ensayo sobre Ulises respecto del estilo “intestinal” de Joyce, se usa el giro breve, conciso, lapidar y crista¬lino que va derecho al grano, dando la impresión de que son las cosas mismas en su “ser así —y no de otra ma¬nera” las que hablan a través del narrador, según lo en¬señan, mejor que prolijas explicaciones, dos clásicos ejemplos de su manera de escribir.



El relato de los sinsabores del coronel que no tiene quien le escriba se inicia con las siguientes palabras:“...destapó el tarro de café y comprobó que no había. más de una cucharada. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Y La siesta del martes, a mi modesto parecer lo mejor que, hasta ahora, ha es¬crito García Márquez, comienza así: “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía fé-rrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, Babia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosa¬les polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor”.



La sobriedad descriptiva que denotan esos dos ejem¬plares trozos de prosa escogidos entre una plétora de otros igualmente característicos, la parsimonia y seque¬dad del lenguaje, cuya limitación estricta al enfoque del fenómeno en su prístina pureza no deja lugar a pla¬centeras asociaciones de ideas o imágenes, amén del agu¬do timbre de la voz comparable a las vibraciones de una bien templada cuerda de acero, se nos hacen tanto más notables cuanto más se alejan del concepto habitual que uno se haya formado de la personalidad de un autor nacido en las cálidas tierras del mediodía y de sus pre¬suntas inclinaciones a la metáfora exuberante o al liris¬mo efusivo. Sería difícil averiguar si acaso se manifieste en tales ejemplos una pasión innata, heredada de quién sabe qué tatarabuelo venido de allende el mar, por la mesura, la observación exacta y la parquedad del léxi¬co; antes bien, cabe suponer que ese lenguaje despro¬visto de ornamentos y divagaciones subjetivas constitu¬ye un hábito adquirido, fruto de la autodisciplina, a la cual se habría sometido el narrador consciente de cier¬tos peligros inherentes al tropicalismo, hasta convertirla en una como “segunda naturaleza” y parte integrante de su ser.



Sea como fuere, se ha descubierto en el propio cora¬zón del trópico y para asombro de quienes creen tener que asimilar las nuevas tendencias de la novela france¬sa, un objetivismo de pura cepa que, si bien salió de una raíz distinta, resiste la comparación con el de un Robbe-Grillet. Guardémonos, sin embargo, de recaer en la obsesión europeizante al hablar del realismo de Gar¬cía Márquez (empleando el término en su acepción ca¬bal, derivado de res, la cosa) , o sea de un fenómeno de raigambre autóctona, afín a la minuciosidad y exactitud del relato, observables en las novelas, desgraciadamente poco leídas hoy día, de su compatriota J. A. Osorio Li-zarazo.



En efecto, no se me ocurre, por lo que respecta a cier¬tos rasgos predominantes en la obra dei cuentista ca¬lentano, nada más adecuado que una comparación con aquel intrépido narrador de la tragedia del viejo ofi-cial de imprenta que perdió su empleo, del burócrata de ínfima categoría y numerosa prole que vive de puro milagro, de la criada explotada que se mata trabajando al servicio de una familia, igualmente explotada, de la clase media, del frustrado agente viajero que, haciendo alarde de imaginarios talentos, lleva durante algún tiempo una existencia ficticia hasta sucumbir a la cons¬piración entre el medio hostil y su propia incapacidad, de la gente del hampa y del lumpenproletariat de ex¬tramuros, criado en la ladera del cerro, en fin de ese lado nocturno de Bogotá de los años veinte y treinta, cuyas recónditas negruras por un fugaz instante se tor¬naron rojas y candentes en la hoguera del nueve de abril de 1948.



Mas aquí también conviene hacer distinciones. Mien¬tras en la prosa cruelmente desnuda y penetrante de Osorio Lizarazo palpita un tremendo patetismo que se nutre del encono tenaz, llevado a demoniacos extremos, falta en la de García Márquez la nota patética y se sub¬tituye al pesimismo abismal del bogotano que en la evo¬cación de la miseria humana y de todas las ignominias de la existencia se eleva al plano creativo, una suerte de estoica compostura, quizás no menos ejemplar, pero más inmune al apasionamiento y, por ende, más al tono del atemperado clima emotivo que caracteriza a las nue¬vas generaciones. Por añadidura, encarna García Már-quez, en contraste con Osorio Lizarazo, cuyos asuntos predilectos, al igual que sus peculiarísimas estilísticas, revelan al hombre de tierra fría, saturado de la melan¬colía brumosa del altiplano, sumergido en el ambiente, medio conventual, medio burocrático de la ciudad de su infancia, al narrador de tierra caliente en el sentido específico que solemos atribuir a esa noción geográfica.

Las creaciones de García Márquez —parece una re¬dundancia insistir en ello— no se conciben sin aquel fondo, y su perfil, más que su estilo que, como ya que¬dó dicho, difícilmente se acomoda a tales cánones, es el de un novelista nato del trópico. Lo es, no sólo en cuanto atañe al tema fundamental y a la sensibilidad peculiar, sino también físicamente. Si Balzac, cediendo a la pasión, tanto más entrañable cuanto menos corres-pondida que sentía por las finanzas, se empeña en in¬formarnos meticulosamente sobre la situación económica de los protagonistas, el monto de sus rentas y la heren¬cia que esperan recibir, García Márquez nos habla, pri¬mero que todo, del calor que hace dondequiera que se muevan sus personajes. Tanto es así que el calor, ora húmedo y como viscoso, ora sofocante y reseco, cual si fuera engendrado en un horno al rojo vivo, ocupa en sus cuentos el sitio del elemento omnipresente, inasible y siniestro que en las novelas de Faulkner —verbigracia en el atroz pandemonio de Sanctuary— representa el miedo. Archícaracterísticas son, por este respecto, las frases que a modo del leitmotiv acompañan el relato e imperceptiblemente ejercen sobre el lector una suges¬tión proporcional a su letal monotonía: “A las doce ha¬bía empezado el calor”, “El pueblo flotaba en el calor”, “en algunas (casas) hacia tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio”, “el lunes amaneció tibio y sin lluvia”, “el sol calentó tarde” o “calentó temprano”: he aquí algunos ejemplos, recogidos al azar, de un sistema de referencias que, poco a poco, va adquiriendo las di-mensiones de una patografía del hombre tropical y de sus distintos estados de ánimo. Para comprender al “co¬ronel que no tiene quién le escriba”, tan importante re¬sulta saber, en efecto, que en octubre, mes de lluvia, experimenta la sensación desapacible de albergar en el vientre un gusano que sigilosamente le roe las tripas, y sólo en diciembre, cuando brilla otra vez el sol en las calles, retorna a una visión más eufórica del mundo, co¬mo la circunstancia de que está esperando, desde hace años, la carta que le anuncie el reconocimiento de su pensión por servicios militares prestados en la guerra de los mil días. A todas luces, el arte narrativo de Gar¬cía Márquez se alimenta de una obsesión meteorológico¬barométrica, manifiesta en la manera como aquel ele¬mento cálido, húmedo, lúbrico' o vaporoso penetra el tejido permeable de la narración, llena el espacio vacío que se extiende entre los personajes, los rodea de una especie e aura atmosférica y así se convierte en el me¬dio unitivo, propio para crear la densidad peculiar del relato que nos tiene cautivos desde el principio hasta el fin. De esta suerte logra el narrador, sin proponér¬selo ni recurrir a una fábula trabajosamente elaborada o al suspenso artificial, uno de los principales objetivos del cuentista: la fascinación del lector quien, viéndose a su vez atraído y absorbido por ese medio envolvente, pasa al estado de participación mágica en la substancia del cuento.

Con esto no quiero decir que a sus cuentos, por muy poco que “suceda” en ellos, les falte tensión; todo lo contrario, la palpamos hasta en una historia de la índo¬le de Rosas artificiales, cuya materia narrativa se redu¬ce a las tribulaciones de una niña que quiere ir a misa y no puede, porque, a última hora, se le atraviesa algún impedimento baladí. La tensión no está en los eventos, ni en los personajes, ni en el diálogo entre Mina que tra¬ta de ocultar un desengaño de amores, y una anciana cie¬ga que con los ojos del espíritu lee en su alma perturba¬da, sino en una zona intermedia, preñada de vagueda¬des y de los silencios aún más asombrosos que el raro contraste entre la cruel insistencia de la vieja que pa¬cientemente tantea hasta tocar el punto neurálgico, y la discreción en su manera sibilina de aludir al fruto de tan despiadado escrutinio. Percatándose de la sutil malicia, la ambigüedad, la naturaleza compleja y dife¬renciada de tales fenómenos que se esconden en aparien¬cias de cotidiana simplicidad, el lector cree adivinar lo que realmente le importa al narrador y hasta dónde se apartan sus designos de los derroteros tradicionales de la novelística sudamericana.



Excepción hecha del singular y desconcertante Ma¬chado de Assis, cuyo Don Casmurro —rara avis de la segunda mitad del siglo diecinueve— constituye un ha¬llazgo comparable a los más extraordinarios especíme¬nes que en el género de la novela sicológica haya pro¬ducido Europa, descollaba en la prosa narrativa de la América meridional, aun hace poco, el avasallador pre¬dominio de la Naturaleza, del paisaje, de los espacios inmensos. Lejos de quedar relegado al plano de una de¬coración de fondo o de un escenario en que se desarro¬llan los acontecimientos concebidos a modo de comédie humaine de trascendental y exclusiva importancia, se caracteriza el paisaje específico de la novela criolla, ver¬bigracia en La vorágine de José Eustasio Rivera o en las obras de Rómulo Gallegos, por las manifestaciones de una vida autónoma e independiente que, como el Mar de Joseph Conrad, sigue su marcha sin inmutarse ni parar mientes en la dicha o los padecimientos del hombre, y eso al extremo de que hasta la crueldad, a veces aterradora, de los eventos recuerda la de los ele¬mentos, cuya hostilidad inescrutable vive y sufre el pro¬tagonista en carne propia, antes bien que los quinta¬esenciados tormentos de la nouvelle noire. De ahí que nos sea dable encontrar en la descripción del paisaje toda la polifacética e inagotable riqueza de matices que a menudo echamos de menos en la caracterización, un tanto esquemática o próxima al género heroico-senti-mental, ele los personajes, a no ser que se retraten unas hembras de talle monumental que descienden en línea recta de la célebre doña Zoraida y, a su vez, parecen personificar acciones de la Naturaleza fascinante, trai¬cionera e impasible. Si hacemos caso omiso de tales fi¬guras, cuyos contornos trascienden las dimensiones hu¬manas, el hombre extraviado en la inmensidad de los llanos orientales o en la verde penumbra de la selva da la impresión de ser apenas un epifenómeno, un apén¬dice, una pieza decorativa en la escena dominada por el Paisaje. La impresión no engaña, más aún, es particu¬larmente significativa de una fase sicológica, mejor di¬cho, e una situación vital, en la cual todavía estaba inconcluso el proceso, iniciado' en la Conquista, de la penetración de los espacios continentales, y una multi-tud de fenómenos anímicos privativos del hombre se proyectaba sobre la Naturaleza. El resultado es lo que la sicología de profundidades define coma “pérdida del alma” o absorción de energías síquicas que parecen aprisionadas en las cosas, y por ende, cierto apocamien¬to del ser humano que, a lo sumo, se rebela contra el medio ajeno y hostil sin mayores esperanzas de ganar la batalla.

A primera vista, parece que García Márquez no sólo continúa esa tradición novelística, sino que recurriendo a nuevos medios de expresión, incluso la lleva al apo¬geo en su modo de evocar la presencia física y feroz agre¬sividad del calor, mas por alucinantes y corpóreamente tangibles se nos hagan las influencias climáticas en el relato, asistimos, al mismo tiempo, a un proceso de desencantamiento consciente del trópico. Ya no es la selva sumida en un misterioso claroscuro, es una miseria de nombre Macondo, la que constituye el marco de sus cuentos y, con su alcaldía, su iglesia parroquial, el alto¬parlante instalado en la torre del templo, un salón de billares, una pista de baile y una aglomeración de teja¬dos de cinc, no se distingue en absoluto de otros Macon¬dos, igualmente abandonados, fastidiosos y deprimentes, de la zona tórrida. Privado de sus exuberancias vegeta¬les y riquezas cromáticas, el mundo tropical de García Márquez revela una aridez, una pobreza, una trivialidad incolora, manoseada, polvorienta e insoportable, pero con tal nitidez se dibuja el perfil del pueblo que su misma desnuda indigencia, vista por un ojo avizor com¬parable al objetivo de una cámara fotográfica, produce una sensación de extrañeza, a la vez cautivadora e in¬quietante. Y por señalar el aspecto más importante: en la medida en que el frondoso paisaje de la novela ame¬ricana se reduce, como si lo hubieran podado con unas enormes cizallas de jardinero, a dimensiones más modes-tas y banales, va desplazándose la efigie humana del fondo al primer plano. En otras palabras, el narrador reconquista el terreno que había perdido el hombre en su secular lucha fronteriza con la Naturaleza y al es¬pacio exterior, en cuyas inmensidades se disuelven los firmes contornos, se substituye una nueva dimensión, el plano por excelencia humano, propicio para el des¬arrollo de bien perfiladas individualidades. Presencia¬mos, pues, en los cuentos de García Márquez lo que po¬dríamos interpretar como un proceso de humanización, guardándonos, claro está, de usar el término en el sen¬tido un tanto vago y sentimental que a veces se le atri¬buye.



No es “el hombre” de los humanistas, son los hombres quienes importan y se le presentan a García Már¬quez en su realidad concreta e íntegra de seres caracteri¬zados por una multitud de peculiaridades de orden his¬tórico, social y sociológico, si bien conservan en un re¬cóndito baluarte de su personalidad algo inefable, in¬timo, enteramente suyo que no entra en esa compleja urdimbre de relaciones existenciales. Por lo pronto, es cierto, sólo distinguimos la silueta de Macondo, el pue¬blo de mala muerte, tal como lo traza el autor a grandes y escuetos rasgos de pluma, cuya audaz abreviatura con¬trasta con la abundancia de figuras y la descripción exacta e un microcosmos humano que revela estupen¬dos conocimientos de hombres, cosas, condiciones. El rico de la comarca, dueño de una fortuna que se debe a oscuros compromisos con las fuerzas imperantes, el representante del poder político—militar, personificado por un sargento que ejerce facultades de dictador en miniatura, el cura que desde su silla colocada delante de la casa parroquial vigila a sus feligreses y toma nota de quiénes concurren a ver una película calificada de inmoral, el tendero turco, el médico, el abogado, los ofi¬ciales de sastrería que clandestinamente reparten hojas volantes, arriesgando que la policía los acribille a bala¬zos, una atrabiliaria y acaudalada solterona, las prosti¬tutas, los culebreros, los yerbateros, el ladrón, cada cual representa un tipo social determinado sin dejar de ex¬hibir algún rasgo inconfundible que lo define como in¬dividuo, ser de carne y hueso, singular criatura y habi¬tante de su propio mundo ajeno a las abstracciones so¬ciológicas. Para García Márquez, la individualidad es lo que por ella se entiende, partiendo de la acepción literal del término: el hombre tal cual, algo indiviso e irreductible, una totalidad, quizá modesta, pero no por eso menos invulnerable, y el hombre que en medio del ajetreo de la vida cotidiana, de las multitudes aglome¬radas en la plaza de mercado, de la familiar e insípida palabrería de comadres y compadres de golpe descubre que está solo, solo con su destino, su enfermedad, su in¬fortunio y su muerte.



Luego de haberse librado de la supremacía del paisa¬je, el narrador arriesgaba que la recién conquistada li¬bertad se convirtiera en una nueva servidumbre y el hombre que antes había quedado a merced de la Natu-raleza y de las influencias del espacio, acabara identi¬ficándose con su función social, más exactamente con el estado en que se encontraba la sociedad en esa misma época. Tendríamos entonces, puesto que las condicio¬nes sociales en que viven sus personajes predilectos de¬jan mucho que desear, una como segunda edición de la “novela de pobres”, lo que, al fin y al cabo, no sería en absoluto criticable, pero tampoco constituiría un ha¬llazgo. Ahora bien, lo nuevo en la obra de García Már¬quez es atribuible a su manera de evocar, sin retoques ni ambages, una miseria cuyas raíces llegan hasta profun¬didades inaccesibles a los habituales procedimientos de sondeo. Ahí está, por ejemplo, el caso del “coronel que no tiene quién le escriba”. Basta haberlo visto raspar cuidadosamente la costra del tarro de café, para saber que se trata de un viejo tan pobre como aquellos fa¬bulosos ancianos balzaquianos que vegetan en buhardi¬llas y hediondas pensiones, o como el protagonista de La casa de vecindad de Osorio Lizarazo después de haber quedado cesante. No importa desde qué ángulo se enfo¬que la condición del coronel y de su asmática cónyuge, siempre tropezaremos con un estado de pobreza que va pegado a su existencia como el caracol a su concha. Mas aun cuando hayamos comprobado que, desde la primera hasta la última página, el viejo sigue atando cabos y saltando matones, anclamos lejos de conocerlo, y poco sabemos de la situación abismal del sufrido personaje, mientras ignoremos que su suerte pende de un hilo, o sea de la probabilidad infinitesimal de que en la capi¬tal, a setecientos kilómetros de distancia, un pequeño empleado del Ministerio de Guerra por casualidad en¬cuentre, entre miles de asuntos pendientes, el memorial en que el coronel reivindicó, años ha, su pensión de veterano, y luego lo pase a sus superiores en donde que¬dará el legajo como en la mano de Dios Padre. Lo cu¬rioso es que el viejo, por muy terco que fuese en el fon¬do del corazón sabe a qué atenerse o, si no lo supiera, debiera saberlo, ya que su cara mitad no se cansa de demostrarle, con argumentos de peso, la vanidad de su esperanza. Sin embargo, mi coronel va todos los días a la oficina de correos a reclamar la carta que nunca llega... Desde el instante en que el administrador, al¬zándose de hombros, le contesta que no hay nada, hasta el olía siguiente, cuando se repite la escena, pasa un lar¬go rato que debe ser aprovechado e algún modo. El protagonista lo aprovecha, criando un gallo de riña que, si gana —¡y cómo no ha de ganar!— lo sacará de sus apuros.

Resalta en este detalle un aspecto de la visión del inundo de García Márquez que va más allá de la seque¬dad realista del relato condimentado con uno que otro grano de feroz humorismo: la propensión a lo grotesco, en la cual se esconde su modo, nada pretencioso, si bien personalísimo, de acercarse al lado trágico ele la exis¬tencia humana. El gallo, cuya imagen va arrimándose, po¬co a poco, al sitio que ocupaba en la conciencia de su dueño la carta vanamente esperada, parece un animal corno cualquier otro, pero en realidad es una quimera, un monstruo insaciable, la emplumada encarnación del anhelo que, compitiendo con el gusano en las entrañas del coronel, le devora el alma.



En el fondo, los protagonistas de casi todos los cuen¬tos de García Márquez se parecen al coronel. Lo que, para él, es el fantasmagórico gallo de pelea, lo significan para el ebanista Baltazar la jaula de turpiales, “la jaula más bella ele¡ mundo”, culminación de las añoranzas de toda una vida y presunta fuente de fabulosas ganancias, o para Dámaso el contenido de la caja en el salón ele bi¬llares de don Roque. Los representantes del sexo mascu¬lino se caracterizan, con muy pocas excepciones, por su ilimitada capacidad de forjarse ilusiones que les permite construir, a espaldas de la desapacible realidad de Ma¬condo, un mundo quimérico, en donde, escabulléndose a sus cónyuges, buscan refugio, ansiosos de quemar in-cienso ante un ídolo fabricado con la delicadísima ma, terna del ensueño. Hay algo fugaz, escurridizo, capri¬choso e inasible en ese mundo de los varones gobernado por la gama, si bien contrasta la falta de perseverancia con el tenaz empeño en agarrarse, sin hacer caso de los comentarios críticos de la conciencia diurna, a las fal¬das de la voluble diosa Fortuna. He aquí un desplaza¬miento del centro de gravedad de la esfera masculina a la femenina, suerte de trastruque de papeles en que se complace el narrador.



La inconstancia, el capricho, la fantasía, la debilidad, el desconocimiento de las férreas leyes que rigen el mundo y el hábito de prestar oído a las efímeras suge¬rencias del instante, en fin, todas las virtudes y flaque¬zas que, desde tiempos inmemoriales, suelen atribuirse en la sociedad de cuño patriarcal a la mujer, ahí se pro¬yectan sobre el hombre. En cambio, las mujeres de Gar¬cía Márquez son portavoces de la cordura, almas de buen temple, cuya fuerza reside, precisamente, en la cir¬cunstancia de que, privadas del don de deslizarse a fan¬tásticas regiones, sólo conocen un mundo —su Macondo— y se muestran capaces de desarrollar, incluso en las situaciones más precarias en que las meten las locu¬ras de sus maridos, amantes e hijos, aquella notabilísima inventiva y presencia de ánimo, preciadas por el conde Hermann Keyserling en su Viaje a través del Tiem-po: “...las mujeres refugiadas en su naturaleza no pierden la confianza en el porvenir ni siquiera durante las ca¬tástrofes más atroces; que para decirlo con palabras de Alfred Weber, 'parlamentan' con el destino más es¬pantoso, con lo cual logran realmente aplacarlo”, dice el ilustre filósofo amateur, cual si hubiera conocido a las macondanas.



De esta suerte, el hombre atraído a la órbita de una fuerza superior, más concordante con las adversidades de la vida, se encuentra en un estado de dependencia emocional del otro sexo, cuyas representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, le imprimen al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza. Tal es el caso de la esposa del coro¬nel que, físicamente, parece una osamenta revestida de piel, mas en su complexión reseca como un haz de leña conserva la brasa de un temperamento irascible, sale in¬victa de los espasmos del asma, no llora ni cuando le matan al hijo, y haciendo ocasionales despliegues de ma¬cabro buen humor, se defiende de las infamias del des¬tino. A veces siente unas ganas casi irresistibles de matar al monstruo de gallo, pero en el último momento sabe frenar su impulso, sea por estar convencida de que su marido lo tiene por algo que no se come, una especie de ente mitológico o animal sagrado, cuya suerte se halla misteriosamente enlazada con la suya, sea porque ama al coronel con el amor profundo, secreto e indulgente que a los mayores les inspira un niño absorto en sus juegos.



Del mismo talante es la modesta heroína de La siesta del martes. De muy lejos llega al pueblo ahogado en el calor de mediodía como en un crisol de plomo derreti¬do, a visitar la tumba de su hijo que cayó fulminado de un balazo, cuando trataba de forzar la puerta de doña Rebeca. En la monosilábica conversación con el cura a quien pide las llaves del cementerio, va surgiendo pau¬latinamente de la anonimidad la silueta de una mujer del pueblo rodeada de un aura de dignidad invulnera¬ble e imbuida de la convicción de que su hijo, no im¬porta lo que piense y diga el mundo, “era un hombre bueno”. La historia termina en el instante en que la mujer, luego de haber llenado los requisitos y recibido las llaves, sale con su hijita de la penumbra protectora del despacha parroquial a la calle. Entretanto, se ha divulgado en la aldea la sensacional noticia de su lle¬gada, las comadres, ávidas de ver pasar a la madre del ladrón, se asoman a las ventanas, y el camino al campo¬santo será una viacrucis, mas aun así, no hay arma capaz de atravesar esa coraza de silencio, resignación y secular estoicismo.



Habrá quien encuentre un tanto abrupto el final, e incluso se sentirá defraudado en su candorosa esperanza cíe presenciar quién sabe qué evento propio para cerrar el relato, conforme a inveterados moldes, “con broche de oro”. En efecto, los cuentos de García Márquez ha¬brán de parecer extrañamente fragmentarios y dejarán perplejos a muchos lectores que, confiando en pisar tie¬rra firme por dondequiera que vayan, dan un paso tras otro hasta quedar, de repente, con un pie en el aire. Allende la zona habitada de Macondo bosteza el vacío. La honradez del autor no le permite disimular su me¬tafísica incertidumbre, recurriendo a fáciles consuelos, ni llenar la laguna con los habituales sucedáneos de la perdida integridad del ser. Lo “fragmentario”, lejos de ser imputable como, pongamos por caso, en El hombre sin cualidades de Musil, a la trágica discrepancia entre la magnitud del proyecto y las posibilidades de llevarlo a cabo, en Gabriel García Márquez forma parte de su visión de un mundo inconcluso.