viernes, 23 de mayo de 2014

LA CULPA FUE DEL CINE ESPECIAL: MEMORIA DE GARCÍA MÁRQUEZ



CARLOS F HEREDERO
La relación de Gabo con el cine fue especial. Hace poco encontré en el gran espectro de publicaciones en la reda propósito del homenaje  inmenso que le hizo el mundo sobre este tema. El suplemento el “Cultural” del periódico “El mundo” España publicó este artículo escrito por Carlos f Heredero que me parece absolutamente lúcido.

"Yo nunca he visto en la pantalla un solo fotograma que pueda llamar mío” (Gabriel García Márquez; Cómo se cuenta un cuento, 1996).
"Yo nunca he visto en la pantalla un solo fotograma que pueda llamar mío” (Gabriel García Márquez; Cómo se cuenta un cuento, 1996).


Se ha dicho que el cine fue para García Márquez una novia esquiva, que las suyas fueron “las relaciones propias un matrimonio mal avenido” (según el propio Gabo), pero lo cierto es que -paradójicamente- resulta casi imposible entender al García Márquez escritor sin comprender al García Márquez cineasta que quiso ser... y no pudo ser.


Para empezar, porque el cine fue, de nuevo según confesión propia, “lo único que realmente he estudiado” y, después -si bien esto es menos conocido-, porque el germen y las semillas de algunas de sus más grandes creaciones literarias fueron precisamente cinematográficas. De lo primero da testimonio su paso por el Centro Sperimentale de Cinematografía de Roma, donde el ‘hijo del telegrafista' tuvo ocasión de trabar fructífera amistad -en torno a 1955- con los cineastas Fernando Birri (Argentina) y Julio García Espinosa (Cuba), figuras fundamentales del Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta, y también con Cesare Zavattini, guionista central del Neorrealismo italiano y personalidad que ejercerá un decisivo magisterio sobre él, hasta el punto de reconocer que “yo soy hijo de Zavattini, que era una máquina de inventar argumentos”.

Pero antes incluso de irse a Roma, García Márquez había empezado a escribir sobre el mundo de la pantalla (su primer texto periodístico, que versaba de forma muy crítica y no precisamente lúcida sobre “El cine norteamericano”, data de 1948 y se publicó en el diario El Universal, de Cartagena de Indias), tras lo que, poco después, comenzó a ejercer como crítico de cine, primero en El Heraldo de Barranquilla (ener, 1950/ dic., 1952), bajo el seudónimo de ‘Septimus' (tomado de un personaje de Mrs. Dalloway, de Virginia Wolf), y luego en El Espectador de Bogotá (febrero, 1954/ julio de 1955), donde tuvo a su cargo la columna titulada “Estrenos de la semana”, firmada con sus iniciales (G.G.M.).

Aquellos fueron también los años en los que el futuro novelista realizó la que, a la postre, acabaría siendo su única película: un corto surrealista de 29 minutos (La langosta azul, 1954), filmado en Barranquilla y codirigido junto a Enrique Grau, Álvaro Cepeda Samudio y Luis Vicens.


Después, en 1961 y tras sus estudios romanos, Gabo viajó a México “con veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fija en la cabeza: hacer cine” (así lo contó él mismo). Allí escribió en 1964 -junto a Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón- la adaptación de El gallo de oro, un texto original de Juan Rulfo, primer paso de una larga cadena de trabajos como guionista e incluso como actor, pues -entre algunas otras apariciones- intervino también junto a Luis Buñuel y Juan Rulfo en la adaptación que Alberto Isaac filmó de su cuento En este pueblo no hay ladrones.


En esa amplia trayectoria -con un total de 51 títulos- se incluyen también las adaptaciones de sus obras, pero sucede que la mayoría de ellas ha tropezado casi siempre en la misma piedra: ese contumaz equívoco consistente en tomar por cinematográfico su universo novelístico cuando, en realidad, su visualidad es puramente literaria. Contra esa barrera, contra la dificultad de traducir a las concretas imágenes del cine su genuinamente literaria aleación de realismo y fantasía, se han estrellado, uno tras otro, casi todos los intentos de traducir al cine sus novelas, incluidos los desdichados ejemplos de Crónica de una muerte anunciada (Francesco Rosi, 1987), El amor en los tiempos del cólera(Mike Newell, 2007) o Memoria de mis putas tristes (Henning Carlsen, 2011), y a pesar de la casi única excepción que supone El coronel no tiene quien le escriba(Arturo Ripstein, 1999), un film que se atreve a romper las servidumbres paralizantes de la ilustración para crear un relato fílmico capaz de generar su propio tempo, su propia atmósfera y su propio discurso autónomo.


Así que volvamos al inicio y recordemos -como hacía José Luis Borau- que la mismísima Cien años de soledad (nunca llevada al cine por decisión expresa de su autor) tiene sus raíces en “tempranos trabajos cinematográficos de García Márquez, ofrecidos con ninguna o muy escasa fortuna a productores italianos y mexicanos, y aprovechados finalmente, tras la triunfal aparición del libro en 1967, por el realizador de origen español Luis Alcoriza para su película Presagio (1974)”.

Y volvamos, también, al propio Gabo: “Trabajando para el cine tomé conciencia de que las posibilidades de la novela son ilimitadas [...] Mi experiencia en el cine ha ensanchado de manera insospechada mis perspectivas de novelista”. Así que ya lo sabemos: perdimos un cineasta y ganamos un escritor. Lo dicho, la culpa fue del cine.