La muerte de Ricardo Piglia
me ha conmovido de sobremanera, soy un ferviente admirador de su obra, leo sus
ensayos y veo sus conferencias siempre sobrecogido por la calidad de sus textos
y la lucidez de su óptica. La columna que transcribo de Juan Cruz expresa mejor
que nadie el sentimiento que me embarga.
JUAN CRUZ
RICARDO PIGLIA, CREADOR DE
PALABRAS, CREADOR DEL MUNDO
Ricardo Piglia tenía en sus manos el mundo; en el suyo propio cabían todos los mundos. Un creador de palabras. Las palabras no necesitan movimiento: existen en su puridad extrema, nada las alimenta sino el sueño, el conocimiento. Era Piglia cuando se disponía a hablar, de pie, sentado, andando, ante un público multitudinario, ante cuatro amigos, en una cena en la que antes había ruido, cháchara, y de pronto él se alzaba, desde un silencio que parecía subrayado por su sonido de garganta opaca, Piglia, la idea de Piglia, lo que estuviera diciendo Piglia. Hay voces que desordenan, porque vienen de la ocurrencia. La palabra de Piglia ordenaba: cualquier cosa que fuera a suceder y pareciera un terremoto se apaciguaba en su voz, hallaba en él el encanto de la belleza o el desencanto del drama bien explicado. Era un racionalista del desorden del mundo, empezando por su propio mundo. El no se hizo un memorialista porque quisiera dejar por escrito lo que hacía; de hecho, no hizo memoria, sino pensamiento, recreación de lo que veía, y al escribirlo lo ordenaba como hacía en la conversación. No había dos Piglias o tres, había un solo Piglia y era todos los Piglia que ahora se han ido con él al silencio absoluto. Escucharlo era prolongar lo que habíamos escuchado de otros grandes hombres, de Platón a nuestros días, pasando, naturalmente, por Jorge Luis Borges o por Gustave Flaubert; era a la vez un inventor en el mundo como el ciego argentino que inventó El Aleph, y el creador de universos de ficción que parecían extraídos de la corrosión de la realidad.
Leer a Piglia era leer con
Piglia. Esa sabiduría suya no era la de un erudito, pues un erudito es alguien
que sabe y lo echa todo en la estantería. Era un pensador itinerante, hablaba
igual que escribía, oyéndose a sí mismo libros que no había leído nunca, pues
los estaba escribiendo en ese instante. Vi esa capacidad en dos seres muy
distintos, Borges que reía mientras hablaba, y Paz, que era serio hasta riendo.
Piglia escribía novelas para quitarse de encima del hombro ese sabio que fue,
lector desde antes de leer; me contó un día, cuando ya tenía la enfermedad
rompiéndolo, cómo se disfrazada de lector, a los cuatro años, en la calle, para
hacer que los demás creyeran que ya él leía. Un hombre le dijo desde lo alto
(“quizá fue Borges”, me dijo de broma) que el libro que creía leer estaba al
revés. Siempre le escuché hablar de leer; pero era una noble impostura. En
realidad estaba habitado por su propia lectura, lo que se leía hacia adentro, y
acaso por humildad citaba a otros, para que no se sintiera que él estaba dando
de sí lo que había aprendido sin otra interferencia que la de la vida, ese
resplandor que al final lo ayudó a superar la trascendencia de lo que le
pasaba. Y cuando ya parecía no tener nada sino dolor, siguió leyendo, siguió
dictando, siguió siendo el lector Ricardo Piglia.
Me dijo una vez que ese
Emilio Renzi de sus ficciones acaso era el verdadero Ricardo Piglia. Como si
viviera todas las vidas en una, este hombre que sufrió la desventura del dolor
venció la impaciencia que tuvo el tiempo para pararle el mundo. Ahora lo veo
caminando por un patio oscurecido de Madrid, agarrando con su mano dolorida el
suéter marrón de sus mañanas en el otoño de la ciudad. Luego lo veo hablando,
ante un público que ignoraba de dónde venía tanto verbo lleno de la energía del
saber, y luego lo veo sentado ante una mesa, hablando con esa voz queda que
también le hurtó el tiempo. Era, como Borges, el lector siempre despierto,
capaz de decirle a la muerte, espera, estoy leyendo. Piglia, creador del mundo,
dios sin iglesia haciendo que el mundo habite en una sola palabra, más acá y
más allá de los libros. Qué escritor, amigos, qué escritor permanece entre
nosotros leyendo.