En
el último número hacen un homenaje al nobel Colombiano, como suele suceder con
esta revista, es diferente a todo lo hecho. Hay un artículo que me
conmovió, resulta ser una crónica sobrecogedora de nuestro nobel en los últimos
días de vida. El texto es de Michael Jacobs, un viajero impenitente que para la
fecha realizaba un trabajo sobre nuestro rio magdalena.
Es
una pequeña crónica sobre un encuentro furtivo con el escritor en
Cartagena, narrada en primera persona, con mucha candidez, sin ramplonería ni
largateria, típica de los homenajes naturales en ocasión a su muerte. Describe
el encuentro con una prosa exquisita, con mucho decoro, con una sutileza
absoluta, muy humana sobre todo. Lean este aparte:
“Su
presencia tarde en la noche en un bar popular no era, pensándolo bien,
particularmente sorprendente. Él era un hombre del pueblo, amante de la vida de
los bajos fondos, una persona con el atractivo elemental de una estrella del
fútbol. Lo más notable era que por fin había vuelto a Cartagena y lo trataban
casi como si el Mesías hubiera reaparecido. A pesar de que tenía una casa en la
ciudad vieja, ahora apenas se alejaba de su hogar de adopción en Ciudad de
México. Evitaba de frente los festivales literarios, y no había estado en
Cartagena desde 2006, cuando su llegada había producido una severa congestión
en las calles del casco antiguo. Ahora tenía más de ochenta años y había estado
gravemente enfermo de cáncer. Yo había escuchado varios rumores sobre su muerte
inminente.
Sin
embargo, la persona sentada en el Bazurto Social Club mostraba pocos signos de
mala salud física; solo de soledad y falta de conexión con los que estaban con
él. La fama excesiva tal vez lo había aislado en su propio mundo,
convirtiéndolo, a su edad avanzada, en lo que había predicho su ficción, el
patriarca en el otoño, el coronel a quien nadie habla, el general en su
laberinto, la encarnación de Cien años de soledad. Y entonces, mientras
yo seguía observándolo con miradas furtivas desde el otro lado del bar
atiborrado, me di cuenta de algo más. Tenía una mirada que yo había observado
muchas veces en mis padres ancianos: una mirada con un poco de enojo y perplejidad,
como si quisiera que se marcharan quienes lo rodeaban, como si se hubiera dado
cuenta con temor de que no tenía idea de quiénes eran aquellas personas y qué
hacía él en su compañía. Mi padre había muerto del mal de Alzheimer en 1998,
sin ningún recuerdo de sus dos hijos, o de lo que había hecho en su vida. Mi
madre, ahora a pocas semanas de su nonagésimo cumpleaños, se encontraba en una
fase avanzada de demencia.
Mientras
pensaba si el escritor iba por el mismo camino que mis padres, pensé en ir a
saludarlo, como tantos otros lo estaban haciendo ahora en el bar. Sospechaba
que conocerlo sería algo tan fugaz y carente de sentido como tocar una reliquia
sagrada, pero al menos podría decir después que le había dado la mano a uno de
los gigantes de la literatura moderna. Alguien a quien había conocido en el
festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné mi plan y me reuní
con los bebedores empedernidos en el bar. No creía que fuera a tener otra
oportunidad de conocer al escritor”.
Alguna
vez exprese en este blog, por experiencias muy particulares de mi vida, que en
ocasiones es mejor no conocer algunos escritores, en mí caso, algunos
encuentros fueron muy poco gratos. Siempre quise hablar algún día con nuestro
nobel, quien pese a su timidez tenía una elocuencia caribeña inolvidable para
quienes tuvieron el placer de escucharlo, tenía un don especial, hablaba como
escribía, en sus charlas se decantaba el genio y el talento. En el caso de
Gabo, la condición de sus últimos días me suscito muchas reflexiones sobre la
soledad en la vida. Es hermosa cuando la buscamos para reflexionar, para
encontrarnos, pero nunca cuando se nos viene encima por esas vicisitudes
incomprensibles de la existencia. Gabo expresaba en sus ojos en sus últimos
años, soledad y se denotaba la condición impotente de quien no entendía lo que
estaba pasando en su interior, muy a pesar de haber intuido este fatal final. El
olvido, como lo describió magistralmente en el capítulo del
insomnio en “Cien años de soledad”, resulta ser el mal más cruel que le puede sobrevenir a un hombre o a un pueblo en el peor de los casos.
Quisiera
que mis lectores la leyeran:
La
crónica, termina con una reflexión sobre nuestra realidad, pertinente además:
“A
mi regreso a Europa, adonde una madre que perdía todo sentido de la realidad,
al igual que le había ocurrido a mi padre quince años antes, decidí
releer Cien años de soledad. La novela adquirió una resonancia más
profunda, a la luz de lo que me había enterado ahora. Aquellas partes del libro
que alguna vez había interpretado como las reflexiones sobre la capacidad de
una nación para olvidar el pasado parecían ejemplos adicionales de una
extraordinaria capacidad de premonición del autor: la enfermedad que lleva a
los habitantes de la aldea imaginaria de Macondo a perder sus recuerdos, la
guerra civil que se lucha por tanto tiempo que ninguna de las partes recuerda
por qué lo hace.
Y
encontré un significado nuevo en la célebre frase inicial del libro sobre un
coronel, a punto de ser ejecutado, que recuerda la época remota en que su padre
lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginaba al coronel como al escritor mismo,
que cerca del final de su vida, después de haber olvidado casi todo de ella,
era capaz aún de rescatar, desde algún rincón oscuro, recuerdos llenos de
magia, extrañeza y asombro. Lo recordé recordando el Magdalena. “Me acuerdo de
todo lo relacionado con el río, absolutamente de todo...”. Y al pensar en estas
palabras, recordé sus ojos, como estuvieron más tarde aquella noche,
convertidos en los de un caimán, abriéndose de vez en cuando para mirarme,
haciéndome imaginar que nada escapaba a su atención, que podían ver a través de
mí y leer mis pensamientos, y que ofrecían su bendición a un viaje que ya había
comenzado esa noche en mi mente, río arriba por una corriente que era también
metáfora de la memoria, hacia un mundo exuberante, de maravillas y peligros,
hacia zonas del pasado, brillantes y oscuras, hacia el alto y distante
nacimiento del Magdalena, en el páramo andino, a orillas del olvido”.