Este premio es nuevo en Colombia y cada año gana más
importancia. Pese a la seriedad de las personas que están alrededor del mismo,
sigo desconfiando de los premios literarios, pese a decisiones tan acertadas
como la presente. En todo caso estas convocatorias, si es que la hubo o sí se escogió el ganador del espectro de novelas publicadas en un periodo determinado, para el caso las del 2015, generan
una reverberación que contribuye a la divulgación de las mismas, al
reconocimiento de los autores y por su puesto atrae lectores y estudios.
Este escritor pese a dos libros de ficción publicados es un
cronista puro, nacido a pulso en los entreveros del periodismo Colombiano atreviéndose
a hacer cosas inconcebibles hasta ahora en nuestra tradición periodística. La
más conocido e importante es la publicada por la revista “SOHO”: Seis meses con
un salario mínimo”, que fue no solo una idea su generéis ( De la revista, para
la cual hizo una convocatoria), sino un producto absolutamente innovador, por
lo menos para el país y en manos de Solano resultó no solamente bien escrito,
sino absolutamente encarretador. De su lectura se decanta que este hombre
abrevo en los mejor del periodismo americano, Talase, para citar uno y que se
le metió a la boca el lobo, trascendiendo con mucha fuerza.
Andrés después de esta publicación escribió varias crónicas
de este tipo y según él, agotada la
experiencia, en un intento de hacer otra cosa distinta, por otra convocatorio
resulto en Corea, en una de esas tareas extrañas que este hombre asume. Allí conoce su actual esposa, Soojeong Yi y de la misma nace
el libro ganador del premio nacional de literatura: “Corea: apuntes desde la
cuerda floja”.
Quiero transcribir una entrevista hecha para el periódico " El Espectador" de Colombia realizada por la periodista Juana Restrepo a propósito del premio y dejar a mis lectores
la crónica sobre el salario mínimo que
lo hizo tan famoso:
Hablemos de periodismo y literatura.
¿Qué pasa ahí?, ¿se puede ser escritor de narrativa y periodista a la vez?
Esta cuestión jamás me ha generado ningún dilema grande
porque puedo hacer las dos cosas a la vez. Es sencillo para mí: soy escritor y
a veces escribo ficción y otras no ficción. Hace poco en una entrevista, la
periodista con la que hablé no podía entender que yo no me decidiera por alguno
de los dos caminos. Creo que los dos son posibles, por lo menos, en mi caso:
Han pasado algunos años desde que
publicó su primera novela. ¿Se siente un escritor distinto al de “Sálvame, Joe
Louis” y “Los hermanos Cuervo”?
Me siento distinto en la medida en que la primera novela era
mucho más autobiográfica y revelaba lo que yo había vivido en las salas de
redacción. La segunda tiene un poco de este reflejo de mi vida en la primera
parte de Los hermanos Cuervo, mientras que la tercera novela, que estoy
escribiendo actualmente, es la historia de un personaje ajeno a mí, con vida
propia, en donde yo ya no estoy tan presente. Con los años creo que eso se va
decantando.
Hace poco la escritora Leila
Guerriero participó en la reedición de su crónica Salario Mínimo. Vivir con
nada y también en el libro Corea: apuntes desde la cuerda floja. ¿Cómo ha sido
trabajar con ella?Háblenos un poco sobre su libro “Corea: apuntes desde la
cuerda floja”. Al leerlo se siente como si la posibilidad de ser un observador
externo de su propia vida le ayudara a emprender cada día una búsqueda. ¿De
alguna manera lo salvó del aburrimiento?
Sí, fue una especie de salvavidas porque ocupó mi cabeza en
ese momento crítico en que llegué a Seúl con dos maletas y sin trabajo. Pero
más que salvarme del aburrimiento, creo que fue un laboratorio intenso para
entender y ahondar en muchas cosas de mi vida: mi relación con la escritura,
con la nueva ciudad donde estaba, con Colombia, con mi esposa.
¿Tiene una rutina de escritura? En
el caso de la creación de estos apuntes, ¿cómo fue el proceso?
En el caso de estos apuntes no hubo una rutina muy definida
cuando los escribí; los podía ir haciendo en el momento o cuando tenía algún
pensamiento o emoción inmediata. Sin embargo, la edición sí la realizaba de 9
a.m. a 12:30 p.m. y volvía otras tres horas en las tardes. Recorté todos los
apuntes para tenerlos a la vista y decidí darles una estructura: invierno,
primavera, verano y otoño. Fui organizándolos para darles cierto orden
narrativo.
En el caso de la novela en la que trabajo actualmente,
escribo también en la mañana, paro para prepararme un almuerzo ligero y
comienzo de nuevo a escribir en la tarde.
Su libro nos recuerda un poco a la
figura del judío errante; se debate entre ese lugar al que extraña y al que,
tal vez, no quiere volver, como si no encontrara su lugar en el mundo o no lo
quisiera encontrar… ¿Cómo logra esa agudeza a la hora de narrar la
cotidianidad?
Esas razones las podría dar quien me lea. Lo que creo es que
el periodismo me ayudó a desarrollar una mayor destreza para observar, porque
por lo general los personajes a quien uno entrevista hablan poco. Lo que más me
interesa de ellos es su manera de moverse, los gestos o los objetos en sus
casas. De ahí logro extraer lo que quiero contar. Por eso creo que observar es
una destreza que se ejercita en el periodismo. También puede que sea algo mío,
intrínseco, con lo que nací.
Dentro del libro de apuntes usted
relata la anécdota del tendero paquistaní al que va a reclamarle por devolverle
mal el cambio y él le entrega el dinero con una sonrisa. Eso de alguna manera
lo desconcierta; usted buscaba acción, discusión. ¿Es muy frecuente en usted
esa necesidad de desaburrirse?¿Cree que la literatura es un tipo de
autodestrucción, como afirma en su referencia a “Los anillos de Saturno” de
W.G. Sebald?
Creo que sí, hay momentos en que la escritura es como un gran
buda gordo y grande que te pide más y más. Nunca es suficiente. Yo creo que eso
te puede destruir. Sin embargo, en este momento todo está tranquilo, creo que
estoy contento con lo que hago. Bueno, es que acabo de terminar la reedición de
Salario mínimo. Vivir con nada, escribí una crónica sobre la frontera de las
dos Coreas y estoy con mi tercera novela, así que escribiendo ese buda no me
asusta. Sin embargo, uno nunca sabe cuándo vuelva y lo arrastre.
Creo que escribir también es, aunque no quisiera usar una
palabra tan católica, una especie de apostolado, un llamado. Un llamado de
ultratumba.
En el libro usted narra el momento
en que ante un grupo de personas afirma que su escritura es de tinte
autobiográfico, pero podríamos decir que también tiende hacia la autoficción.
¿Cómo define su escritura?
No me gustan las etiquetas. No sé qué libros quiero escribir
por ahora. Lo que sí he visto es que en algunos de mis libros hay rasgos de
novela negra y también algunos elementos autobiográficos. Hace poco publicaron
un cuento mío en la revista Granta en Japón y un crítico norteamericano hizo
una reseña. Me dio mucha risa porque este crítico decía que lo que yo escribía
era “noir existencialista” y a mí y a mi esposa nos causó mucha gracia. No lo
sé, pero, claro, ese nombre me dejó pensando. Algo de novela negra sí tengo,
hay mucho del escritor Rubem Fonseca en mi escritura.
En estos apuntes narra la historia
de un escritor que fue muy pobre en su infancia y a quien la pobreza persigue
aún ahora que ha conseguido éxito y dinero, lo llama su perro flaco. ¿Cuál
considera que es su perro flaco?
Curiosamente ese escritor ha tenido muchísimo éxito con su
libro. Y sí, la pobreza era el tema que lo perseguía. En mi caso es muy difícil
decirles cuál es mi perro flaco, aunque en el fondo lo sé. Es la pregunta de mi
vida, de la de todos. Un tema que por supuesto se llega a cruzar en mi
literatura.
Cecilia es un personaje que también
nos emociona durante el libro, nos quedamos con las ganas de saber cuál fue su
reacción al tener este libro entre sus manos.
Cecilia lee todas mis novelas; le gusta ese género y siempre
está muy pendiente de lo que le cuento sobre mis avances en cada una de ellas.
De este libro de apuntes leyó unos pocos, pero no todo el libro, porque no le
interesaba. Ella vive conmigo y seguramente ya sabe todo lo que está escrito
ahí, no creo que quiera leer más de lo mismo (risas).
Pensando en su relación con
Cecilia, en la que hay una distancia cultural y de idioma, ¿cree que, a pesar
de los años juntos, esta distancia siempre existirá? Hagamos la analogía con
las traducciones: a pesar de que se traduzca una obra tantas veces, ¿habrá
siempre algo que se pierde?
Seguramente sí, siempre habrá algo que se pierda, como en las
traducciones, pero también algo que se gana. En nuestro caso, las peleas pueden
ser muchas, menos por esa razón. Y eso está muy bien. Hemos ganado algo
precioso que es el silencio.
Una pregunta ineludible, ahora que
está temporalmente en España, ¿cuál es su perspectiva sobre las dos Coreas?
Justo publiqué hace poco una crónica sobre mi visita a tres
puntos de la frontera entre las dos Coreas, que da cuenta de la tensión entre
ambas, pero así como les pasa a los propios surcoreanos, yo también solo puedo
leer las especulaciones sobre lo que sucede en Corea del Norte. No hay certeza
de nada. En esa medida es un país sobre el que se vuelca la imaginación
enrevesada de mucha gente. Es de verdad una incógnita, un hoyo negro.
En el libro habla del escritor como
traductor, una persona que planea vivir ciertas situaciones para luego
plasmarlas. ¿Podría ampliarnos más esta idea?
En realidad apunta a algo que he pensado: el escritor como
traductor de las experiencias de sí mismo. El escritor como doble que
interpreta lo que otro, él mismo, ha vivido. En ese proceso, como pasa cuando se
traduce un texto de una lengua a otra, muchas cosas se pierden, otras se
alteran, otras tantas no tienen sentido y hay que buscarles uno nuevo. Pero,
finalmente, creo que todo esto apunta a esa famosa frase: “el traductor como
traidor”. Así, el objetivo final del escritor es traicionar a su propio yo.
El escritor egipcio Albert Cossery
es un autor que lo marcó. ¿Podría nombrarnos a otros?
Cossery me marcó, sobre todo, por lo que pasó cuando visité
el pequeño hotel en París donde vivió muchos años y ese autoexilio tan radical
que se impuso, pero aparte de él, en los últimos tiempos han ido entrando a mi
vida con mucha fuerza los libros de Denis Johnson, un escritor norteamericano
que debe estar en sus sesenta y pico de años. Quizás también Robert Stone a través
de un libro que se titula Dog soldiers. Y bueno, la vieja presencia de Onetti y
Rubem Fonseca sigue intacta.
¿Sobre qué trata su tercera novela?
En “Corea: apuntes desde la cuerda floja” habla mucho del personaje que tiene
en mente…
Sí, es sobre un surcoreano que llega a Colombia como profesor
de taekwondo y también sobre un colombiano veterano de la guerra de Corea que
se va a Corea del Sur a buscar a una persona. Por ahora no puedo adelantarles
mucho más…
Por último, ¿aún piensa en
Medellín?, ¿en su familia de allí?
Sí, claro. Va a sonar cursi, pero hace tres meses fue la
última vez que estuve allí y siempre que voy, algo se me remueve. Son muchas
cosas, pensé que con los años esa sensación cambiaría, pero no. A mi familia,
con la que conviví durante esos seis meses, la visito cada vez que puedo,
aunque voy por pocos días. Es muy difícil de explicar, pero allá revivo todo, a
veces pienso en volver a ver a algunos de los compañeros de la fábrica donde
trabajé, pero no lo hago porque sería muy extraño.
La verdad, no volví a ser el mismo después de esa crónica:
cuando volví a Bogotá no sentí que engranara ya en la ciudad. Me salió un
trabajo bueno en una revista, pero no cabía en ese papel de periodista de
escritorio. Me estaba comenzando a deprimir cuando me salió una residencia
literaria en Corea del Sur y fue la oportunidad perfecta para irme[1].
SEIS MESES CON EL SALARIO MÍNIMO
CAPÍTULO I
1
Al partir en este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad. He decidido vivir seis meses en Medellín con el salario mínimo y no sé cuál será mi casa, si tendré amigos, si un día me acostaré con una mujer. Mis únicas certezas son un número de teléfono y un puesto como bodeguero, que he conseguido a través de un conocido en una empresa de confección infantil llamada Tutto Colore. Repito el nombre en voz alta y con un falso acento italiano: Tu-tto Co-lo-re, una ironía si pienso en la monocromática vida que me espera como operario de una fábrica. Además de mi ropa, en la maleta llevo varios tubos de crema dental y pastillas de jabón, tres desodorantes y dos cepillos de dientes. Es la única trampa que voy a hacer. Los artículos de aseo son lo más costoso de la canasta familiar: en ellos me he gastado unos setenta mil pesos, casi una sexta parte de lo que voy a ganar al mes. En la billetera tengo un calendario de bolsillo para tachar los días en que viviré como un honesto impostor: serán seis meses de ser lo que no soy y de saber lo que puedo llegar a ser.
Al partir en este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad. He decidido vivir seis meses en Medellín con el salario mínimo y no sé cuál será mi casa, si tendré amigos, si un día me acostaré con una mujer. Mis únicas certezas son un número de teléfono y un puesto como bodeguero, que he conseguido a través de un conocido en una empresa de confección infantil llamada Tutto Colore. Repito el nombre en voz alta y con un falso acento italiano: Tu-tto Co-lo-re, una ironía si pienso en la monocromática vida que me espera como operario de una fábrica. Además de mi ropa, en la maleta llevo varios tubos de crema dental y pastillas de jabón, tres desodorantes y dos cepillos de dientes. Es la única trampa que voy a hacer. Los artículos de aseo son lo más costoso de la canasta familiar: en ellos me he gastado unos setenta mil pesos, casi una sexta parte de lo que voy a ganar al mes. En la billetera tengo un calendario de bolsillo para tachar los días en que viviré como un honesto impostor: serán seis meses de ser lo que no soy y de saber lo que puedo llegar a ser.
Ya llevo un día en Medellín. Sentado en un bar del centro de
la ciudad, recorro los clasificados del diario El Colombiano para buscar una
pieza donde dormir. He encerrado en un círculo unas cuantas habitaciones en
lugares que reconozco por libros y guías que leí antes de venir aquí. El clima
primaveral que anuncian los folletos es mentira: un termómetro en la pared
marca 32 grados, pero estoy contento de no tener que llevar puesta una
chaqueta. Podrá sonar ingenuo, pero elegí Medellín porque creo que pasar
necesidades en un clima más amable será menos complicado. Siempre he querido
vivir en Buenos Aires y quizás ahora mi sueño por fin se cumpla: hay algunas
pensiones para hombres solteros situadas en el barrio que lleva por nombre la
capital de Argentina. Elijo otro par en Aranjuez y Manrique, unos barrios
obreros fundados en la primera mitad del siglo pasado, esa etapa de esplendor
de la industria textil. Es como si tirara los dados sobre el periódico.
No sé qué resultará de mi elección. Pero el dinero manda y mi
criterio es simple: ganaré 484.500 pesos, incluido el subsidio de transporte,
así que según mis cuentas no puedo gastar más de 150.000 por mes en el
arriendo. El resto de mi sueldo lo destinaré para los buses y la comida. ¿Me
sobrará dinero? ¿Unos 120.000 pesos para darme gustos los fines de semana?
Algún helado, las cervezas, una película, una discoteca, la vida. El lujo de
ser un soltero sin hijos que gana el sueldo mínimo y no tiene la obligación de
enviarle dinero a su madre.
No sobran posibilidades para elegir un cuarto barato en
Medellín. Estuve muy cerca de mudarme a una habitación de siete metros
cuadrados y paredes descascaradas en el barrio Manrique Central. Tenía una
cocineta a medio terminar y un baño sin cortina. El antiguo inquilino se había
llevado los bombillos, pero en retribución dejó una revista pornográfica y una
olla ahumada. Al frente del cuarto, en un patio interior, quedaba un lavadero
de cemento donde los habitantes de la pensión, hombres solos, refregaban su
ropa sucia y la colgaban en un alambre retorcido. Sobre el patio daba sombra un
bonito samán, muy viejo, a juzgar por las enredaderas que lo cubrían. El árbol
fue lo único que no encontré amenazador. El hombre que me mostró el cuarto, un
tipo flaco que me recibió en chancletas y sin camisa, me dijo que el teléfono
público del pasillo no servía porque lo dañaron al querer sacarle las monedas:
"Es que la gente no respeta. No vaya a dejar la ropa colgada durante la
noche. De pronto no la encuentra al otro día", insistió.
No me ilusionaba tener que golpear puerta por puerta
preguntando por mis calzoncillos. Su sinceridad bastó para que me decidiera a
usar el número telefónico que tenía anotado en un papel. Me lo había dado un
periodista al que le había contado sobre esta mudanza. Llamé y así fue como
apareció en mi vida una mujer que trabajaba en la alcaldía de Envigado. En
menos de dos horas me consiguió una habitación en la casa de su mejor amiga, en
el barrio Santa Inés, al nororiente de la ciudad. Hasta el 2000, la comuna
tres, donde me quedaría, había concentrado la mayoría de bandas de Medellín en
su etapa más sangrienta, entre ellas La Terraza, que llegó a dar empleo a unos
tres mil sicarios. No sé muy bien por qué, pero algo me decía que ahí, en ese
barrio popular que fue campo de guerra, encontraría lo que estaba buscando. Sin
pensarlo dos veces, al día siguiente me mudé a ese lugar.
2
He empezado a vivir con tres desconocidos en una casa donde
las habitaciones no tienen puerta. Un velo de tela separa mi cuarto del comedor
y de una cocina que me tiene deslumbrado: es de metal, vidrio y madera y parece
que la hubieran arrancado de un apartamento de estrato seis para empotrarla en
un lugar, que, según un recibo de servicios públicos que vi sobre la nevera, es
del estrato dos. Pregunté cuánto había costado y uno de los aún desconocidos,
una mujer de un metro cincuenta y hablar dulce, me dijo que dos millones de
pesos. Los cuartos de la casa no tienen puertas, pero los Carrasquilla, mis
anfitriones, poseen una de las cocinas más caras de este barrio que lleva el
nombre de una santa.
Hay que reparar en los nombres, a veces el secreto está en
ellos. ¿Quien bautizó el barrio sabía acaso que la santa había sido mártir?
Dicen que Inés fue juzgada por rechazar un pretendiente noble y sentenciada a
vivir en un prostíbulo, donde permaneció virgen gracias a varios milagros. De
acuerdo con las Actas de su martirio, aunque fue expuesta desnuda, los cabellos
le crecían de manera que tapaban su cuerpo. El único hombre que intentó
desvirgarla quedó ciego. Pero Santa Inés lo curó a través de sus plegarias.
Luego fue condenada a muerte y decapitada.
La primera noche pegué un mapa de Medellín en una de las
paredes de mi cuarto. Antes había revisado allí cómo funcionaba un televisor de
perilla y verificado la dureza de mi cama. Ambas cosas iban a ser definitivas
en mi nueva vida. Lugares comunes como un televisor y una cama entrañan
verdades más profundas de las que uno solo se entera por el paso del tiempo y
la experiencia. Lo confirmaría días después cuando sintiera qué significaba
trabajar diez horas al día en una fábrica de ropa. Quién sabe si, cuando vuelva
a esa casa, mi único deseo será desparramarme en el colchón para ver un
programa de televisión sobre casas de campo en Gales.
Don Guillermo Carrasquilla, el dueño de casa, había fabricado
el clóset de madera donde colgué las cuatro camisas y los tres pantalones que
había traído desde Bogotá. Esa primera noche acomodé en un rincón mis dos pares
de zapatos y unas chanclas y me senté por unos minutos en la cama a ver el
punto exacto del mapa donde estaba mi nueva casa. Lo había señalado con una
estrella mientras doña Lucero Carrasquilla, esa mujer de hablar dulce que es la
esposa de don Guillermo, me preguntaba si tenía algún gusto culinario especial.
"Fríjoles, me gustan los fríjoles", le respondí sonriente. No
esperaba que alguien se preocupara a tal punto por mi comida.
De un modo extraño, mi cuarto se ha vuelto una mala clase de
geografía. El mapa sobre la pared muestra los casi 250 barrios urbanos
oficiales que tiene la ciudad. Por sus nombres puedo decir que me agradan Moscú
No 2, La Frontera, La Avanzada, Caribe, La Pilarica, La Mansión, Ferrini,
Castropol y El Corazón. Según los cartógrafos, la ciudad se acaba unas veinte
cuadras al oriente de donde estoy. Más allá aparece una gran superficie verde,
el pico de la montaña sobre la que fue construida Santa Inés durante los años
setenta, justo cuando un código de construcción decretó la discriminación
social en la ciudad. Así, El Poblado, el barrio donde terminaron asentándose
los adinerados de Medellín, sería una zona residencial de baja densidad, con
lotes por vivienda de 1.200 metros cuadrados; mientras que aquí, en el
nororiente, las casas tendrían solo 90 metros. He subido a la terraza de esta
casa que alguna vez tuvo las paredes de ladrillo desnudo y el piso de cemento
—la de enfrente todavía los tiene— para comprobar si el verde del mapa existe a
la vista, pero desde allí no se ve. O está muy lejos. Antes se divisa una
hilera de ranchos fabricados en madera y zinc, como los quince que este año
fueron sepultados por un alud de tierra a causa del invierno. En realidad pudieron
haber sido treinta mil las viviendas destruidas, que es el número de casas
ubicadas en zonas de alto riesgo de deslizamiento en Medellín y que, por
supuesto, no aparecen en mi mapa.
Al regresar de la terraza, decepcionado de las discrepancias
entre los cartógrafos y la realidad, paso a la lección de matemáticas. Hago
cuentas en la calculadora de mi teléfono, un celular prepago que traje para que
me pueda encontrar mi familia. Estoy acostado sobre mi nueva cama, en la que
mis pies sobresalen unos cinco centímetros. Por la pieza acordé pagar 250.000
pesos, unos 100 más de lo presupuestado en un principio. Pero este precio
incluye tres comidas diarias y la lavada y planchada de la ropa. En verdad es
una ganga. Debo tomar cuatro buses al día para ir y volver del trabajo, a 1.100
pesos cada uno, lo que significa que me gastaré 88.000 pesos en transporte.
Tendría que vivir más cerca de la fábrica para tomar solo un bus, pero ya es
muy tarde para esta clase de contemplaciones. Los descuentos de mi salario por
salud serán de 8.674 pesos y por pensión 8.414. Dios, los números me
desesperan. Siempre he preferido las letras. Empiezo a pulsar las diminutas
teclas de mi teléfono con temblor. Si quito todo eso de los 484.500 que tengo
derecho por trabajar casi cincuenta horas a la semana, me sobran 129.412 pesos.
Mi cálculo inicial no estaba tan lejano. Y ahora, la gran división, el conejo
que sale del sombrero: al día tendría libres 4.313 pesos. Pienso entonces en la
templanza, en los espartanos, en los estoicos.
Los Carrasquilla, esos tres desconocidos a quienes he
invadido en su casa, se corresponden como las piezas de un rompecabezas. Son
una pareja de esposos, él de cincuenta y pocos; ella de cuarenta y tantos, más
segunda hija, una veinteañera pelirroja y de andar huracanado. En la sala de su
casa hay una mesita con fotos de la familia. En uno de los retratos, ya
descolorido, don Guillermo Carrasquilla lleva una melena y unos pantalones de
bota ancha que nunca habría adivinado en él. Un domingo, cuando lo saludé por
primera vez, me intimidó su pinta de cantante de boleros: ese bigote recortado,
su corte de pelo y peinado perfectos, el aplomo de quien va a recitar una copla
o a dar un discurso fúnebre, y esas manos endurecidas de maestro albañil. A su
lado, en aquella fotografía, Lucero Carrasquilla llevaba un vestido de flores y
tacones altos. Aún así le llegaba al hombro a su marido. En otra foto, aparecen
sus tres nietos en la piscina que les infla el abuelo durante los días de sol
para jugar en la terraza. Ese altar familiar lo acaban de componer unos
retratos en blanco y negro de familiares muertos y, en el centro, en un marco
dorado, varias veces más grande que los demás, sonríe Astrid Carrasquilla el
día en que cumplió los quince años. De Farley y Lili, sus otros dos hijos, no
hay ningún recuerdo sobre esa mesa de centro.
Tres noches después de mi mudanza, doña Lucero Carrasquilla
dejó de ser una extraña para mí. Antes de irse a dormir descorrió el velo de mi
cuarto y se despidió con una frase que me acompañaría el resto de mis días en
esta casa. "Mi niño, que la virgen me lo bendiga". De su hija menor
me hice amigo desde el primer fin de semana. Sentados sobre la cama de su
cuarto, ante su diploma de la Universidad de Antioquia y una colección de collares
que alimentan su vanidad, Astrid me invitó a beber una botella de tequila. Se
había graduado de comunicadora social gracias a una beca. Siete tragos después,
hizo sonar en el computador una veintena de canciones de salsa que jamás había
oído. Mi nueva amiga cantó una a una las canciones, paladeando un despecho
amoroso que la envolvía por esos días y yo la acompañé en los coros. Fue ella
quien me hizo adicto a Latina Stereo, esa emisora de salsa de Medellín que
transmite las 24 horas y que me acompañaría en mi cuarto cada domingo. A don
Guillermo Carrasquilla me tomó más tiempo conocerlo. El señor con pinta de
cantante de boleros se ausentaba con frecuencia de la casa. A menudo, le
encargaban remodelar fincas en pueblos de las afueras de Medellín, como Santa
Fe de Antioquia, La Ceja y Guatapé. A veces, el maestro de obra estaba hasta
una semana fuera. Pero estoy seguro de que fue él quien puso una foto mía en la
mesita de la sala al mes de haberme recibido en su hogar.
3
Dos meses después, ya no me siento más un intruso en el
barrio ni un incómodo forastero. Lo supe cuando el Tigrillo, un hombre joven en
el que no riñen unas gafas de varias dioptrías y unos tenis de jugador de
básquet profesional, y que cada día empieza su jornada con un tinto y un
cigarrito de marihuana, me apretó la mano con firmeza un lunes a las 6:05 de la
mañana. A esa hora, a dos cuadras de mi casa, tomo el taxi colectivo que me
llevará al centro de Medellín. Todos los días me bajo en el parque San Antonio
y hago fila en un paradero para subir al bus que me conducirá a Guayabal, la
zona donde queda mi fábrica. Suelo marcar mi tarjeta a las 6:45 a.m. Recién
cuando había cumplido dos meses con la misma rutina de irme a trabajar, me
saludó con un firme apretón de manos un personaje del barrio famoso por
repartir orden y justicia: cada mañana, el Tigrillo organiza con disciplina
marcial la fila para tomar un taxi colectivo que está prohibido por el código
de tránsito de la ciudad. En él se suben cuatro personas por turno. Es más
rápido que el bus pero vale doscientos pesos más que él y, a esa hora, corro el
riesgo de llegar tarde y que me descuenten.
Debo cuidar cada peso de mi quincena. No había calculado en
mis cuentas del principio esos doscientos pesos extras. Son cuatro mil pesos
con los que ya no cuento. Cuatro mil pesos = tres cervezas y un paquete de
cigarrillos menos. En las noches, después de que doña Lucero Carrasquilla me
sirve la comida, suelo subir a la terraza a fumar. Fumo a solas mis Soberanos,
a manera de oración. Son unos cigarrillos nacionales con olor a vainilla que se
consiguen en una cigarrería del parque Bolívar, en pleno centro de Medellín. En
diagonal a la cigarrería está La Góndola, el restaurante más barato de la
ciudad. Un almuerzo con sopa, un plato de fríjoles con carne, pollo o cerdo y
mazamorra vale allí 2.600 pesos, lo que cuesta un pastel de pollo y una gaseosa
en cualquier otra parte. Si no me hubiera mudado a casa de los Carrasquilla,
los fines de semana los pasaría en La Góndola, llenándome la panza con sopa de
pasta y arroz.
Luego de esa bienvenida oficial del Tigrillo, sentí más
confianza y empecé a caminar con soltura por las calles de Santa Inés, un
barrio en el que a mediados de la década de los noventa las bandas habían
decretado un toque de queda a las seis de la tarde. Quien se decidía a violarlo
era porque no estaba contento con su vida. Una década después, no tengo que
temer por la mía. Puedo ir en paz a comprar una bolsa de crispetas con caramelo
en la tienda de la esquina o bajar tres cuadras hasta la cancha de fútbol del
barrio a ver la clase de aeróbicos de los miércoles. Esa es una de mis nuevas
alegrías. Ver a las vecinas hacer complicadas coreografías al ritmo de Madonna.
4
Una mañana, tres meses después de mi llegada, doña Lucero
Carrasquilla me pide que la acompañe a buscar el chicharrón para el almuerzo.
Hoy no es un día cualquiera: es un domingo de clásico futbolero entre el
Atlético y el Deportivo Independiente de Medellín. Desde las escaleras de la
casa alcanzo a ver una camioneta con vidrios oscuros y una bandera del
Independiente amarrada al techo. El auto pasa muy despacio, casi desafiante,
frente a cuatro jóvenes recostados sobre un muro que tiene una imagen de Andrés
Escobar, el sitio de reunión de los hinchas de la camiseta verde antes de los
partidos. El conductor baja la ventanilla y les dice algo. La escena es un
cruce de insultos. Uno de los jóvenes le da un manotazo a la puerta del
conductor. Por un segundo, siento que va a estallar una pelea, pero la
camioneta se despide con un chillar de llantas y todo queda en groserías
destempladas. Aunque matar parece haber dejado de ser la manera de resolver los
problemas en Medellín, la tensión de épocas anteriores sobrevive cuando los
equipos de fútbol de la ciudad se vuelven a ver las caras. Por fortuna llevo
puesta una camiseta amarilla. Soy neutral.
Volteamos a la altura del rosal de la esquina, uno de los
pocos jardines del barrio, y mi madre putativa retrocede para esconderse detrás
de mí. Me toma la mano con firmeza, como si estuviera agarrando por el borde la
estampita de San Judas, el responsable de protegerla de todo mal y peligro.
"Mirálo, yo creo que es el diablo", me dice señalando a un hombre
canoso. Está sentado en una silla de metal, mirando cómo un perro callejero roe
un hueso todavía sangriento que robó de la carnicería a donde vamos. Era don
Roberto Correa. Me hablaba de él como del diablo y uno esperaba voltear y ver a
un tipo ceñudo y de ojos rojos, tal vez con un revólver al cinto, listo para
matarte con una sola mirada. Pero allí solo estaba un viejo sin nada que hacer.
Correa fue el general de la pandilla que diez años atrás había desafiado a la
banda La Terraza. Había sido el Padrino de mi cuadra, el maligno de dos
manzanas a la redonda, el señor de las tinieblas local.
En un instante, La Terraza tuvo el poder de alzarse contra
Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, el hombre que había recogido los hilos
de Pablo Escobar. La banda, hoy desarticulada, tenía su cuartel a tres cuadras
de la que ahora es mi casa. En uno de los enfrentamientos con Los Chiches —la
banda de Correa e hijos— uno de los pandilleros heridos trató de buscar refugio
en la panadería que por esa época tenía don Guillermo Carrasquilla. "No lo
dejé entrar. Suena cruel pero si lo hubiera hecho me habría ganado a la otra
pandilla en contra. Así le pasó a un primo, a quien le pusieron un petardo en
la licorera", me dijo un día frente a un plato de morcilla, en medio de
una borrachera en ascenso. Era el cumpleaños de su esposa y Astrid le trajo una
serenata de mariachis de regalo. Su hija tiene bien merecido su podio entre las
fotos familiares. Un año antes le había regalado la cocina a su madre y la
semana pasada pagó para que alguien le cantara Un mundo raro y otra docena de
rancheras. El trabajo de Astrid en la Universidad de Antioquia parecía haber
conjurado para siempre la pobreza de los Carrasquilla.
La noche en que su padre me contaba esa historia, la
festejada, cubierta de confeti en el pelo, terció en la conversación:
"Negrito, ¿y se acuerda cuando se nos metió ese muchacho con una esquirla
en el cuello?". Ese muchacho, al parecer, había llegado hasta la ventana
donde estábamos parados. "No decía nada. Le brotaba sangre a chorros,
estaba pálido el pobrecito, dio vueltas y después salió como si nada".
Lucero Carrasquilla lo contaba horrorizada, como si tuviera que trapear de
nuevo el charco rojo que dejó ese hombre. Un pedazo de guerra que había parido
el narcotráfico y continuado las milicias, los paramilitares y las bandas
también tuvo lugar en la sala de esta casa y en la del frente. La casa en
diagonal a la nuestra sirvió de trinchera en varios tiroteos. Pero esta mañana
de domingo, luego de ver a Roberto Correa, el ex jefe de una de las bandas de
Medellín, casi siento lástima por él: arrastró a sus hijos a la guerra y al
final ni siquiera supo quién los mató. Si eran paras, guerrilleros o narcos,
quién sabe. Hoy Correa vive sus días en un exilio interior del que, en este
instante, lo rescata un perro al que ahora amenaza con un puntapié. Mientras,
en busca del chicharrón y ya en la cola de la carnicería, Lucero Carrasquilla
hace valer su lugar. El mismo dueño le entrega su pedido: lo viene haciendo
desde hace treinta años. Su familia y la de los Carrasquilla llegaron a Santa
Inés con semanas de diferencia. La de ella venía de Barbosa y la de él de
Sopetrán, un pueblo frutero del que cada fin de semana salían hasta quince
camiones con naranjas y mangos antes de que, a finales de los años ochenta, las
fincas de la región se convirtieran en casas de recreo de narcotraficantes.
Había que dejar atrás esos recuerdos y volver a casa con dos libras de tocino.
Media hora más tarde, parada en la cocina, con un cuchillo en
la mano, Lucero Carrasquilla se queja de sus dolencias. Tiene lupus, enfermedad
que la ha obligado a transitar por los laberintos del Sisbén, el sistema que en
Colombia clasifica a la población en niveles según su poder adquisitivo para
que puedan acceder a subsidios médicos. Si no le aprueban la droga que debe
tomarse para mantener a raya el lupus, tendrá que poner una tutela ante el
Ministerio de Salud. Solo las pastillas le valen 400.000 pesos, casi tres veces
lo que los Carrasquilla pagan por agua, luz, teléfono y alcantarillado. En
todos ellos se gastan cerca de ciento 150.000 pesos, que incluye el servicio de
internet que usa Astrid. "La banda ultradelgada", la llama ella. Por
suerte esta casa les pertenece y no tienen que buscar más dinero para el
arriendo. En el barrio una casa como la de ellos puede costar casi 300.000
pesos al mes, pero las disponibles se cuentan con los dedos. Santa Inés tiene
reputación de ser un buen vividero.
El almuerzo de este domingo, tan abundante como el de todos
los días, me ha tumbado en la cama. Decido tomar una siesta y esta vez, por el
calor, bendigo no tener puerta. Antes de quedarme dormido me visitan Sofía y
Sara, las hijas de Farley, el hijo mayor de la familia, muy querido en el
barrio por la habilidad y rapidez con la que enchapa baños y terrazas, y a
quien veo muy de vez en cuando a pesar de que vive a media cuadra. Entre sueños
las oigo hablar. Se cuentan unos chismes con voz de señora:
—Los policías pasaron y dijeron que iban a matar a los que
encontraran fumando.
—No, fueron los muchachos —corrige una de ellas, a media
lengua—. Ellos dijeron que los iban a matar.
—Por la casa hay un muchacho que le dicen el carnicero porque
los mata a cuchillo —añade la otra.
Como ven que me estoy quedando dormido, se van para la sala a
jugar con sus muñecas.
Astrid Carrasquilla lleva a todas partes un cuchillo, pero es
muy diferente al del carnicero del que hablaban Sara y Sofía. El de mi amiga es
tan pequeño que cabe en su bolsa de cosméticos. Cuando lo vi por primera vez,
me pareció una de esas armas blancas que los presos fabrican en la cárcel.
Pensé que lo tenía con ella como quien carga un amuleto, solo para sentirse
protegida. Pero me engañó: Astrid es diestra con el cuchillo y saca su
miniatura de arma antes de que vayamos a comer un helado. Me pagaron el
viernes. Ir por un cono doble con leche condensada hasta Vista Hermosa, un
barrio cerca de Santa Inés, me parece un buen remate para este domingo de
clásico de fútbol. El cuchillo resplandece bajo la luz de su cuarto. Se lo
lleva a la cara y tengo que voltear para no ver lo que hace. Un viento frío me
pasa por la espalda. Ella ha probado todos los aparatos que se han inventado
para encresparse las pestañas y ninguno logra el efecto de su cuchillo sobre
ellas. No tiene filo. Se mira al espejo dos veces y me dice con la voz más
natural del mundo:
—Ahora sí. Vamos caminando y de paso te muestro El Desierto,
un famoso botadero de cadáveres.
Atravieso con ella varias calles del barrio, cargadas de
humo. Un incendio ha devorado parte de una montaña cercana. Cada esquina guarda
recuerdos de muertos sin manos, fuego cruzado en las noches, Kawasakis que no
paran de rugir, bombas en panaderías o licoreras. Un tour macabro pero
necesario para entender el horror que vivió mi nueva familia cuando yo estaba
ausente, en Bogotá, esa ciudad donde nunca pasa nada.
CAPÍTULO II
Tengo hambre y quisiera comprar una bolsa de churros
recubiertos de azúcar, pero no me alcanza la plata. Mañana deberían pagarme mi
cuarta quincena y ahora solo me queda lo del bus. Hago fila en el paradero del
069, la ruta que desde hace dos meses tomo cada día para ir a mi barrio. Son
las siete de la noche y acabo de salir de la fábrica. Los churros valen mil
pesos. El bus, mil cien. Tendría que pedir prestado, pero la pregunta es a
quién. No sé. En el trabajo todos estamos igual: en las últimas. Menos mal que
Lucero Carrasquilla me espera en casa. El mes pasado le tuve que pagar cinco
días después de lo convenido. Una niña embarazada se ha sumado a la fila y
compra una bolsa de churros. Ya somos seis en el paradero: un viejo con unas
cantinas de leche desocupadas, dos señoras de mediana edad que chismosean entre
risas, un hombre sin la pierna derecha, la niña encinta y yo. Todos los días
veo media docena de muchachitas con la barriga crecida en uniforme de colegio.
Los churros huelen muy bien. El hombre que los prepara lo hace
con toda la curia del caso. "Curia". Así dicen los paisas al trabajo
hecho con el mayor de los cuidados. El lenguaje clerical, heredado de la
asfixiante presencia de la Iglesia en sus vidas por tres siglos se cuela por
todos los rincones del habla de los antioqueños. Cuando doña Lucero
Carrasquilla anuncia a cuatro voces que va a dedicar el día a limpiar la casa a
fondo, suelta un sonoro:
—Ahora sí vamos a sacar al demonio.
En el paradero del 069 descubro que mi zapato derecho tiene
una mancha de pegante y no tiene cara de salir con facilidad. Quisiera comprar
un par de tenis que el otro día vi en el Hueco, ese mercado gigante en el
centro de Medellín que queda a unas cuadras de aquí. En el Hueco todo huele a
contrabando y es fácil caer en la trampa de toda vitrina: "Tú acá y yo
allá". De ambos deseos primarios, dulces recién hechos y ropa nueva, se
compone una parte de mi nuevo mundo. No tener dinero es como andar por la calle
desnudo o haber perdido a la madre en la infancia. Es difícil luchar contra este
sentimiento de orfandad. ¿Pero qué es tener dinero? ¿Y si se tiene dinero, qué
se es? Dicen que la única manera de dejar de pensar en el dinero es tener
tantísimo que ya no importa su valor. ¿Y cómo se hace? ¿Traficando droga?
No debería quejarme. Uno de mis compañeros en la fábrica gana
lo mismo que yo y tiene un hijo. Sin duda, lo ayuda que su mujer también
trabaje. Acaba de pasar de secretaria a vendedora con comisión y moto en una
empresa que vende llantas para tractores. Él está feliz por ella, pero también
sabe que a la hora de las peleas su salario mínimo es una pompa de jabón como
escudo frente al de su señora. Así la llama: "Mi señora". Yo no tengo
señora, pero preferiría tener señora antes que dinero. Mi compañero de la
fábrica estuvo unos nueve años en el Éxito, también de bodeguero. Qué nombre
para un almacén de cadena: el Éxito. Cuando lo despidieron, le pagaron un
millón de pesos por año trabajado. Cada diciembre, entonces, recibía aguinaldo,
bonificación y prima. Cuando le pasaron la carta de despido, lloró como un
niño. "Un mes completo llorando", me dijo en un almuerzo. Si no lo
hubieran corrido, se habría jubilado en unos años más.
Por suerte, en media hora estaré sentado en la mesa de mi
casa con un abundante plato de comida recién preparada. Los churros eran un
antojo idiota; los tenis, una vanidad. Cuando sean una necesidad, veré qué
hacer. Además, me gustan mis zapatos viejos. Pero me atormenta una duda: ¿y si
llego estrenando será que la mujer de la fábrica que me gusta me mirará por
fin? Para amar se requiere plata, y a veces más que para otras cosas. La
poderosa economía del amor. Podría pedir que me presten para comprar los tenis.
Valen 70.000 pesos. Pedir, pedir, pedir, pedir, pedir. ¿Pero a quién? O tal vez
podría sacar un par a crédito en Flamingo, pero serían otros tenis. No esos que
quiero. Ese almacén es la salvación de unos y el grillete de una legión.
Llegas, te abren una cuenta con apenas dar tu nombre y sales con lo que has
deseado todo el mes. Luego vuelves al mes siguiente. O a los quince días. La
gente hace fila para entrar a un lugar como Flamingo. No me gustan las filas.
Cuando me paguen, preferiría jugar a la lotería. O entraría a uno de los nuevos
casinos que abrieron en el centro. El azar podría ser un remedio contra la
escasez.
Una solución que no dependa de la suerte sería acudir a un
usurero. Una vecina del barrio suele pedir plata prestada a través de una modalidad
atroz que se llama "el pagadiario": llamas al celular de un muchacho
de la cuadra que siempre tiene efectivo, él te presta sin papeles ni fiadores y
a las dos horas tienes tu plata. El problema viene cuando no pagas. Entonces,
el muchacho golpea dos, tres veces, tu puerta el mismo día. El muchacho viene
por ti a la semana. El muchacho deja de ser el muchacho y ya no tiene celular:
tiene otra cosa en las manos y, en un segundo más, puedes ser carne de
muchacho.
Busco en mi bolsillo derecho y confirmo que las monedas con
que debo pagar el bus están allí. ¿Qué haría si las perdiera? ¿Solo se puede
vivir con dinero? Aquí viene el 069. Está repleto. Allí va el 069. Mientras
espero el siguiente bus, recuerdo una frase: "Es mejor ser rico que pobre".
Nunca entendí por qué se volvió tan famosa. Me pregunto cuánto sería un salario
mínimo decente. ¿Ser pobre es ganar el salario mínimo? No, si creemos en los
informes del Departamento Nacional de Planeación, no lo es. En una ciudad, se
denomina "pobres" a los que reciben 245.000 pesos al mes; en el
campo, a quienes viven con 165.000. El hombre de los churros desarma su puesto,
pero no puedo evitar seguir pensando en el dinero. ¿Se trata de no desear nada?
¿Si en verdad hubiese nacido en un barrio popular de Medellín, qué ruta habría
elegido? ¿La del dinero fácil? Nunca lo sabré. En todo caso no desearía estar
muerto. Si uno está muerto, no desea nada.
Ya son las siete y media. No entiendo por qué se tarda tanto
el otro 069. Tres señoras que llegan a la fila me proponen que nos vayamos en
un taxi. Sería perfecto: hay un partido de la Copa América que empieza en un
cuarto de hora. Si espero el bus me demoraría media hora hasta llegar a la
casa. Les digo que sí. Caminamos hasta la otra esquina y me acuerdo que tengo 1.100
pesos en los bolsillos. Nada más. Cada uno tiene que poner 1.300 para el taxi.
Le digo en voz baja a una de las señoras que me faltan 200 pesos. "Mijo,
pero qué le pasa. Vamos, a ver", me reprende indignada. Contra la falta de
plata, a veces queda la solidaridad. Los ricos no suelen ser solidarios. Es
mejor ser pobre que rico. La gente no es rica ni pobre: es gente. "En
Colombia, el 44% de la gente vive en la pobreza", decía el periódico de
hoy. Paramos un taxi, pero antes de montarme rebusco en el bolsillo izquierdo y
descubro un papel arrugado. Es un billete de 1.000 pesos. Los 1.000 del paquete
de churros que no me compré.
CAPÍTULO III
1
Las cien personas que trabajan en la fábrica de ropa Tutto
Colore apenas se han dado cuenta de mí. Podría haber sido un actor, pero soy
tan invisible que más parezco un extra. Quisiera creer que todo se trata de una
gran impostura, pero la verdad es que ya soy un bodeguero: llevo un mes
siéndolo, unas diez horas al día. Durante estas cuatro semanas en la empresa he
repetido un puñado de frases que apenas varían: "Sí, señor. No, señor. Ya
mismo lo hago". He aprendido a moverme con la agilidad de un pez vela por
el segundo piso, donde está mi puesto de trabajo.
Cada día almaceno bolsas con prendas de vestir en unos estantes
de metal que parecen el costillar de un transbordador espacial. Llevo también
un inventario de camisetas y sudaderas sobre una mesa tan larga como la del
comedor de un colegio y recibo con humildad benedictina órdenes de mi jefe, un
hombre neurótico que nos prohíbe oír música a mí y a mis compañeros de faena.
En los otros pisos de la fábrica, los operarios fruncen menos el ceño. Se
relajan oyendo rancheras, merengues, baladas. Nosotros trabajamos sin banda
sonora. Si pudiéramos balbucear alguna canción, la que fuera, estoy seguro de
dos cosas: 1. Que los hombres con quienes trabajo dejarían de obsesionarse en
hablar sobre la manera de complacer a sus mujeres y 2. Que yo no desarmaría
mentalmente mi vida una y otra vez como si se tratara de un cubo Rubik.
Mi rutina laboral comienza a las 6:45 de la mañana. A esa
hora el portero de la empresa, un hombre calvo al que se le enredan las
palabras en la boca, me abre la puerta y saluda con un desganado buenos días.
Busco en la entrada una tarjeta amarilla con mi nombre y la deslizo por la
ranura de un reloj de metal muy parecido a una pequeña caja fuerte. Odio el
ruido que hace en la mañana, ese clack pesado como un grillete; adoro la música
que sale de sus entrañas a las cinco de la tarde, mi hora de salida, como un
chasquido de dedos que me devuelve al mundo. Cada vez que marcas tarjeta en una
fábrica es como poner un precio a tu día. El mío vale 14.500 pesos.
Antes de que otro reloj señale las siete de la mañana, saco
mi uniforme de un casillero marcado con el número 49 y me cambio en el último
baño de la segunda planta, el único con un orinal. Los otros baños son para las
operarias de la Sección de Terminación, mis compañeras de piso. Son mujeres que
revisan posibles imperfecciones en la ropa que sale de las máquinas de coser
ubicadas una planta más arriba, y también doblan y empacan las prendas. Entre
ellas está la mujer más bonita de la fábrica, una niña que revisa con la
concentración de un banderillero las costuras de blusas, pantalonetas y
vestidos, envuelta en una bata de cuadritos. En cuanto a mí, el vestuario es
simple: una camiseta de dotación azul, hecha de algodón y con un cuello grueso
que me ahorcó durante la primera semana de trabajo. Lo termina de componer un
jean con el tiro demasiado largo que compré en el centro por 15.000 pesos, y un
par de zapatos viejos que me sientan como un guante. Estos son los únicos con
los que resisto las diez horas que dura mi jornada.
Un día, dos meses después de llegar a la fábrica, el pago del
sueldo se retrasó y empecé a sentir que mis zapatos me apretaban. Había
cumplido puntual y obediente la misma rutina: marcar
tarjeta-uniformarme-contar-almacenar y mover cajas-volver a marcar tarjeta.
Pero la quincena ya llevaba dos días de retraso y necesitaba comprarme una cuchilla
de afeitar y una pastilla para la gripa. Tenía plata solo para una de las dos.
Pensé en buscar un trabajo extra. Uno de mis compañeros, por ejemplo, atiende
un carro de perros calientes los fines de semana y otro es mensajero de una
droguería. Trabajan siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, y
crecieron en unos barrios populares donde sus amigos cambiaban de moto cada dos
meses. Hoy sus amigos están muertos. ¿Es acaso mejor estar vivo y marcar
tarjeta en una fábrica?
El día en que los zapatos me estaban matando, le pregunté a
la secretaria de la empresa por qué aún no nos consignaban la quincena.
—No sabemos cuándo se les pueda pagar —me dijo, con cara de
pésame.
2
La fábrica Tutto Colore queda en una esquina de Guayabal, el
parque industrial de Medellín, sobre una avenida de árboles ennegrecidos por el
humo de los buses. La circundan y le hacen sombra unos vecinos poderosos: las
chimeneas de Noel, la Compañía Colombiana de Tabaco, gaseosas Postobón y Estra.
Hace dos años Tutto Colore saltó de ser una empresa que funcionaba en una casa
vieja de dos plantas a convertirse en un edificio de ladrillo de cinco pisos.
El salto parece haberla dejado sin aliento. Al igual que las primeras fábricas
textiles que se crearon a principios del siglo XX en Medellín, esta es
propiedad de una sola familia: los cinco hijos del ex dueño, el fallecido
Ernesto Correa, se reparten ahora las gerencias. El patriarca y fundador, que
murió de cáncer, sobrevive ahora en unas fotos enmarcadas y recubiertas por una
pátina. Los retratos, pegados a la entrada de cada piso, llevan su imagen como
si se tratara de un santo patrono. Debajo de ellos se lee una sentencia
lapidaria, una oración sacada de la sabiduría empresarial: "El trabajo es
el único capital no sujeto a quiebras".
Un día después de la celebración del Día del Trabajo, la
tarde del 2 de mayo, el gerente general de Tutto Colore, un hombre bajito que
siempre lleva en la mano una pequeña bolsa de cuero —nadie sabe qué carga en
ella—, pidió que nos reuniéramos para explicarnos por qué el sueldo no estaba
llegando a tiempo. Por la fecha, más que una paradoja parecía una broma pesada.
Cuando lo vimos aparecer por las escaleras, traía la cara de un adolescente al
que su madre le ha acabado de confesar que es su hijo adoptivo.
—En casi tres décadas de existencia —dijo—, este es el peor
semestre en las finanzas de la empresa.
Una muchacha de la planta de confección que tiene tres niños
se mordió la boca. Creí que iba a sangrar.
Como si se tratara de una tarea escolar, el hombre recitó las
razones que explicaban el retraso del pago de la nómina. Eran unos cincuenta
millones de pesos cada quincena: 1. El hueco que le dejó a la fábrica un
millonario robo continuado hecho por una empleada de confianza. 2. El aliento
del dragón chino sobre nuestra nuca con productos baratos que llegan vía
Panamá. 3. El desplome del dólar, que en menos de seis meses bajó 500 pesos. En
este punto dejé de oírlo y me concentré en un tic que se había apoderado de él.
Era como un movimiento espasmódico, casi imperceptible, que lo obligaba a subir
y bajar el hombro derecho cada cinco segundos. Mis compañeros miraban al suelo.
El gerente continuó, entre nervioso y avergonzado, con sus malas noticias.
Recitó una cuarta razón por la que no podía pagarnos la quincena: nuestros
grandes deudores. Por ejemplo, una empresa mexicana a la que le facturamos una
importante suma de dinero y que hasta ahora no nos ha pagado. El hombre guardó
silencio, tal vez esperando la reacción de los operarios. Solo uno de mis compañeros
preguntó:
—Mañana no tengo para el bus. ¿Qué hago?
En la cadena alimenticia de la industria textil, Tutto Colore
es apenas un atún mediano que puede ser tragado por cualquier ballena. Los
obreros somos el fitoplancton. Unos días de retraso en el sueldo se traducen en
cortes de luz por no haber pagado o en hacer llamadas a los familiares más
pudientes buscando plata para el transporte. En mi caso, bajarle la guardia a
mi casera con algún chiste barato y pedirle un compás de espera para pagar el
arriendo. Aunque la mala racha no es un caso exclusivo de Tutto Colore: es solo
un síntoma de la agonía de la industria textil por la caída del dólar. Doce mil
empleados de estas fábricas ya perdieron su trabajo en el primer semestre del
2007 y algunos trabajadores de la empresa han empezado a emigrar antes de que
les llegue una carta de despido. Uno de mis compañeros me dijo en un pasillo
que se iba al Chocó a administrar una ferretería. Su última tarde en Tutto
Colore coincidió con el Día de la Madre. Mereció un pedazo de torta y helado de
ron con pasas y algunas palmadas en la espalda por esa década y media de
haberse partido el lomo en esta fábrica. Algo huele mal en la ciudad. Miles de
paisas se abrieron paso a través de una geografía agreste y fundaron Medellín,
la gran ciudad de las fábricas. Ahora sus descendientes retornan a la humedad
de la selva.
Una mañana, antes de salir de la casa para la fábrica, puse
una nueva rayita en el calendario de bolsillo que guardo en mi billetera. Lo
miro después de bañarme con agua helada como un soldado mira la foto de su
novia bajo el ruido de los aviones enemigos. Hoy taché el martes 3 de julio.
Desde hace una semana, y para el bien de mi salud mental, tengo una nueva
responsabilidad en la empresa: acompaño al chofer de Tutto Colore en sus
recorridos por los talleres caseros, a los que la fábrica les encarga la
terminación de prendas con alguna característica en especial. Por ejemplo, un
broche doble. Mi tarea es reemplazar al antiguo ayudante del conductor —quien
se fue a trabajar a una empresa de vigilancia en la que le pagan casi dos
salarios mínimos por cuidar un parqueadero—. Dejar la bodega y salir a las
calles de la ciudad ha logrado salvarme de mi trabajo de robot de los cuatro
meses anteriores, en los que se me iba la vida contando mamelucos para niños.
Una tardé conté 1.253 prendas de vestir, y anoté el número en
un papel para acordarme siempre de lo que un hombre puede hacer por dinero. Un
compañero bodeguero que antes trabajó en Noel había pasado tres años y medio,
de diez de la noche a seis de la mañana, viendo desfilar millones de galletas
por una banda. Era eso o no alimentar a su hijo recién nacido. Otro, que se
enganchó en una empresa de cosméticos, trabajó durante tres meses en jornadas
de doce horas y en aquel trimestre solo descansó un domingo al mes. "No me
hubiera importado hacerme matar con tal de seguir con ese sueldo. Era una
belleza", me dijo a la hora de la salida, frente a los casilleros de la
fábrica.
En esos meses, él perdió seis kilos.
En estos meses, solo he bajado un kilo y medio.
Ahora me he convertido en el segundo de don Jaime Isaza, un
canoso fortachón que maneja una camioneta de la empresa por Medellín. Hace ya
siete días que llenamos el tanque con un billete de 50.000 y vamos de taller en
taller recogiendo docenas de talegos con la ropa terminada. La mayoría de estas
fábricas en miniatura, armadas en el comedor o la sala de casas, están en
barrios populares. Se reconocen desde la calle por las luces de neón empotradas
en el techo y el ruido afanoso de una máquina para confeccionar ropa. La que
más me agrada visitar es una que queda en el barrio Manrique, en una casa vieja
que custodia un perro tuerto.
La dueña, una señora que por sus vestidos parece haber
quedado anclada en otra época siempre nos da jugo de mora cuando Isaza y yo
terminamos de cargar la camioneta con talegos repletos de ropa. A simple vista,
esos talegos significan más ventas, la certeza de que el bache económico del
primer semestre quedó atrás, en eso confía el nuevo gerente, un hombre alto y
amable, que recoge cada hebra que ve en el piso de la fábrica para echarla a la
basura. Para él, los talegos son como cartas venidas desde lejos con buenas
noticias. Por ahora, nosotros somos los carteros.
Hoy, martes 3 de julio, ha sido un día tan largo como los de
Alaska en su verano. A las nueve de la mañana, Isaza y yo fuimos al aeropuerto
de Rionegro a dejar una exportación en los muelles de carga. Los agentes de
aduana le hicieron firmar un documento en el que declaraba no tener droga
camuflada entre las cajas con ropa que viajaban a España. Antes de bajarlas de
la camioneta, le tomaron una foto con las cajas detrás como prueba documental.
Si las autoridades españolas encontraran cocaína entre sudaderas y vestidos,
sabrían qué hacer.
A eso de las diez de la mañana, bajo una lluvia apocalíptica,
salimos del aeropuerto hacia una cooperativa en La Ceja, un pueblo a media hora
de Medellín: teníamos que entregar una máquina de coser. Mientras la
descargaban, Isaza me pidió plata prestada para comprarle a su madre unas
hortalizas frescas que venden en un mercado parte de la misma cooperativa. Le
presté 3.000 pesos con los que había pensado tomarme un par de cervezas después
del trabajo. A veces, por las tardes, cuando salgo de la fábrica, paso por
alguna heladería del centro. Así se les llama a los bares antiguos de Medellín.
Son como casas de té para los antioqueños solitarios. Las muchachitas que
atienden las mesas son sus geishas de tierra caliente: se dejan invitar a una
copa de aguardiente, les ponen sus canciones favoritas en las rocolas y oyen
con paciencia las historias de estos hombres de manos tan grandes como las de
Isaza.
De regreso a Medellín, con las ventanillas de la camioneta
abiertas y el olor a pasto mojado, el conductor de Tutto Colore me muestra
algo. Es el parador Tequendama, donde, cuando le sobra algo del sueldo, invita
a su novia a comer trucha y a ver una cascada bajar por las montañas. Isaza me
sugirió que hiciera lo mismo, pero mis votos de pobreza y castidad se han cumplido.
Él tiene más de cincuenta años, una novia y dos divorcios.
Yo sigo sin tener señora. La que tenía nunca entendió por qué
me vine a Medellín.
A la una y media de la tarde, regresamos a la empresa para
tomar el almuerzo. Como todos los días, tuve que calentar mi comida en el
microondas del quinto piso y devorarla en quince minutos. Ese es el tiempo
reglamentario para alimentarnos. Fueron dos presas de pollo sudadas, arroz,
papas fritas y medio plátano maduro. Después de las dos, el jefe de la bodega, ese
hombre sin sentido musical, nos encargó llevar unos botones, bandas elásticas y
marquillas a un taller del barrio San Javier, en la comuna 13, en el norte de
la ciudad. "Hace unos años no habríamos podido asomarnos por allá",
me dijo Isaza mientras encendía el motor de la camioneta.
Hace años, recuerdo haber visto en el noticiero cómo un
helicóptero negro levantaba los techos de zinc de algunas casas de San Javier,
un barrio de calles laberínticas y empinadas como el mío. En aquella zona, la
policía y el ejército se enfrentaron a quemarropa con milicianos y
paramilitares. Al final, un hombre cayó muerto en el fuego cruzado mientras
trataba de alcanzar una cabina telefónica para avisarle a su familia que estaba
vivo. Han pasado cinco años desde aquella mañana que vi por televisión el día
en que la guerra entraba a una ciudad de Colombia. Junto a Isaza, durante media
hora recorrí las calles de San Javier y en ese tiempo conté seis jóvenes en
sillas de ruedas.
Nuestra segunda asignación de la tarde fue ir a un barrio que
está sobre un antiguo basurero. Debíamos recoger allí una docena de talegos de
ropa. Era Moravia. O lo que quedaba de él. La noche anterior de mi mudanza a
Medellín un incendio acabó con doscientas casas de este barrio. Mis recorridos
con Isaza se estaban convirtiendo en la comprobación de las tragedias de la
ciudad. Moravia es el sitio donde he visto a más perros vagar sin dueño. A las
cuatro y media de la tarde regresamos a la fábrica con las gargantas tan secas
como un manglar muerto y de inmediato descargamos los talegos.
Ya casi son las cinco, la hora de salida. Siento como si
hubiese adquirido ciertas habilidades especiales. He aprendido a identificar
las prendas que vienen en los talegos sin necesidad de abrirlos. El que llevo
ahora a mis espaldas por una escalera que va al segundo piso tiene pantalonetas
de dril y por eso pesa tanto. Me siento como uno de esos joyeros capaces de
ponerle precio a un diamante con apenas sostenerlo sobre la palma de la mano,
una virtud por la que me pagarían más de un salario mínimo. Pero la única
verdad es que mi columna vertebral cruje al final de esa escalera. Es el último
de los talegos que trajimos de Moravia. De nuevo olvidé subir a la sección de
corte y pedir prestado un cinturón para prevenir una futura escoliosis. Es un
artículo parecido al que usan los fisicoculturistas cuando entrenan. Si
continuara haciendo este trabajo sin llevarlo puesto, en cinco años tendría mi
columna como una letra ese.
Huelo muy mal después de diez horas de trabajo. En la sección
de Terminación descargo el talego con la camiseta empapada de sudor. El lugar
está vacío. Las mujeres que trabajan revisando las prendas se han ido a las
tres de la tarde. Al recorrer sus cubículos vacíos me deprimo. No hay nada más
desolador que sus herramientas de trabajo regadas y huérfanas. En uno de los
cubículos, veo un cuaderno con ositos en la portada, el caucho para el pelo que
alguna de ellas olvidó, un esfero mordido en la punta. En otro, veo una máquina
para etiquetar ropa marcada con una calcomanía que dice "corazón
valiente". No hay nadie alrededor. Camino hasta la silla donde se sienta
la jefa de la sección, una señora que lleva trabajando años en la empresa. Vive
en una casa al lado de un río, en Caldas, un pueblo a 45 minutos de Medellín, y
tiene un afiche sobre el comedor en el que un hombre de espaldas se enfrenta a
dos caminos: el Recto y el de la Perdición. En el primero, aparece la figura de
un azadón, una mujer y unos niños sonrientes y una casa modesta con un jardín.
En el segundo, hay una botella de aguardiente, un fajo de billetes y monedas,
un arma y un ataúd. Conozco ese afiche porque he ido con Isaza a recoger
talegos de ropa de los que la señora se ocupa los fines de semana para ganarse
unos pesos de más. Unos pesos de más son unos pesos de más: por enganchar cada
prenda y embolsarla se gana 150. Hace unos meses, ese afiche me habría parecido
de un maniqueísmo insoportable.
Hoy también creo que solo hay dos caminos. Doña Luz Castro,
así se llama la mujer, escogió el recto a pesar de que su casa no tiene jardín.
De otra manera no me explico la tranquilidad que desprende cada vez que me
acerco para hacerle una pregunta de trabajo. Parado a su lado, me toca algo de
su paz interior. Sé que esto suena demasiado metafísico, pero no tengo una
mejor explicación y no me he molestado en buscarla. A veces las cosas son como
son, así suene a Cantinflas. ¿No es suya la frase "hay momentos
verdaderamente momentáneos"?
Quisiera que ella todavía estuviera aquí para que el
cansancio después de un día tan pesado se desvanezca. En su lugar, se acerca mi
jefe y me dice que tiene otro encargo: tres talegos para recoger en el barrio
Castilla, al otro lado de la ciudad. Son las 4:50 de la tarde. El incansable
Isaza me espera en la calle con el motor prendido.
4
Han transcurrido cinco meses y medio desde que aterricé en
Medellín y empecé a trabajar en la empresa. Es viernes por la tarde y estoy
sentado en el último baño del segundo piso de la fábrica. Si aguzo el oído,
puedo oír su funcionamiento en pleno. Cierro los ojos y se me aparecen las
cortadoras del quinto piso, las bordadoras y estampadoras del cuarto, las
cincuenta máquinas de confección del tercero, a estas alturas, sonidos tan
familiares como las teclas de un computador. Mi jefe debe creer que sufro de
diarrea crónica. Visito la taza a menudo, pero por otras razones. Aquí he
tomado notas sobre qué diablos es vivir con el salario mínimo. Cada vez que
escribo algo en esta libreta negra siento que la respuesta se aleja como un
barco mercante rumbo a Oriente. Una vez también leí aquí, con los ojos aguados,
una carta que me entregó una joven operaria junto a un paquete de galletas de
chocolate y aquí mismo tomé aire durante los momentos más duros de mi estadía
en la fábrica, de esta travesía por el desierto.
Desde que trabajo en la empresa, las metáforas bíblicas
vienen a mí con más frecuencia de lo que quisiera. Algunas mañanas en las que
el bus me dejaba quince minutos antes de lo usual en la esquina de la avenida
Guayabal donde queda Tutto Colore, decidía caminar hasta una iglesia cercana.
Eran raptos religiosos que nunca antes había tenido. Sentado sobre la última
banca, le pedía a una estatua de yeso darme más fortaleza para alcanzar las
cinco de la tarde y de paso hacía tiempo para no llegar tan temprano a marcar
tarjeta. En dos ocasiones, me encontré aquí con doña Luz pidiendo el temple
necesario para seguir por el camino recto. Después de una breve oración, iba
por un buñuelo de cien pesos a una panadería. Me lo comía en forma de hostia
antes de entrar a la fábrica y ponerme el uniforme en el mismo baño.
Ahora que he soltado la cisterna, me lavo las manos y me miro
en un espejo. Mi pelo ha vuelto a crecer desde que me lo corté a ras antes de
venir a Medellín. Esa tarde, cuando salí de la peluquería, se abrió un
paréntesis en mi vida. Quedan pocas horas para cerrarlo: hoy es mi último día
en la fábrica. La niña que me regaló la carta y las galletas me llama. Acaba de
llegar la comida. Mis compañeros de la bodega compraron una torta y una Coca-Cola
para despedir a un hombre que nunca les dijo quién era en realidad.
CAPÍTULO IV
Frente a mí, una pareja se prepara para salir a la pista de
baile. La mujer debe pesar más de cien kilos y es bonita como un globo
aerostático que surca un cielo libre de nubes. Su cara es blanca y limpia y sus
ojos guardan esa tristeza de sentirse observada a diario con estupor. Sobre una
báscula, el hombre debe registrar la mitad de su peso. Para no verse tan
desiguales a la hora de bailar, el hombre usa una chaqueta muy amplia que le
llega a las rodillas. La ama y por eso no quiere que sufra con las miradas de
los demás cuando el DJ les ponga un bolero de Toña La Negra, se paren de la
mesa de enfrente y empiecen a moverse lentos en una esquina de Brisas de Costa
Rica, este bar de salsa en el centro de Medellín al que he venido por lo menos
una noche de cada quincena desde que llegué a esta ciudad. Hoy será la última
vez que vea a Alirio, el DJ del bar, y el retrato del papa Juan Pablo II que
tiene en la barra. Mañana regreso a Bogotá. Durante seis meses, Brisas de Costa
Rica ha sido el búnker donde me he refugiado para estirar las piernas después
de las largas jornadas en la fábrica. Me despido del lugar que hice mío, este
bar donde una docena de hombres solitarios trata de sepultar una semana de
trabajo a punta de movimientos frenéticos, tumbadoras y trompetas.
En las tardes, Brisas se llena de varones que piden una
cerveza y bailan solos bajo las lucecitas de Navidad que adornan el sitio.
Bailan salsa o mambo sin pareja. Casi siempre somos los mismos: el hombre en
silla de ruedas que se sienta en una mesa cerca de la entrada; un gordo que
habla solo y trabaja para la Secretaría de Salud del municipio; un joven
arquitecto que a veces va con su novia, una mujer mayor de pelo parado y botas
de tacón puntilla, y Guillermo León. La primera vez que vi bailar a León entré
en un trance hipnótico: me sorprendieron sus movimientos, una mezcla de break
dance y sofisticados pasos de salsa. Esa noche él vestía de negro y tenía un
reloj pesado como un tejo que ya no lo acompaña. Esa noche, también,
compartimos una cerveza y me contó que había aprendido a bailar en Nueva York.
Le enseñó un italiano para quien trabajaba en los años setenta. Desde aquel día
hice de Brisas mi fortín y traté de memorizar los pasos de Guillermo León, su
resbalar sobre las baldosas, la mano quebrada sobre el pecho, la risa que nunca
le abandona. Desde entonces, cada mañana en la ducha, antes de salir para la
fábrica, traté de imitarlo.
Me siento extraño mientras la pareja de enamorados baila un
segundo bolero. "Mañana ya no debo volver a la fábrica", me digo como
si mi cuerpo me pidiese regresar a ella. Me he sentado siempre en la mesa de
Brisas que está a la izquierda de la entrada. Desde aquí puedo ver a la gente
que pasa por Tejelo, ese callejón empedrado. Es un paseo peatonal oloroso a
mango, a pescado y a morcilla, por el que he visto caminar a una indigente en
calzones, a un borracho con una botella de alcohol antiséptico mezclada con
Coca-Cola y a la Reina del parque Bolívar, un travesti cincuentón que en la
noche se cambia cuatro veces de ropa. Acaba de entrar a Brisas con un canasto
en el que vende cigarrillos, chicles y condones. El travesti se llama Danny y
se jubiló de la empresa Fabricato. Hoy tiene una tiara, una peluca canosa y un
vestido de raso color carmín. La pareja de enamorados le compra un paquete de
Kool antes de sentarse y la única mesera de Brisas lo saluda de mala gana. Al
verlo entrar, el DJ cambió de disco con rapidez e hizo sonar cinco segundos de
una charanga que dice "mariquita, mariquita". Al fondo, donde está la
barra, Alirio se ríe como un niño que le ha pegado a un perro con una cauchera.
Danny pasa frente a mí ofreciendo sus artículos y no me saluda. El día en que
me lo presentaron olvidé que era una dama: le estreché la mano con excesiva
fuerza y su rencor quedó decretado. Aún estoy solo esta noche. Ya deberían
haber llegado Astrid Carrasquilla y María Elena González, su mejor amiga, la
que me consiguió la habitación en Santa Inés y me presentó el Brisas. Ambas me
patrocinaron durante estos seis meses la mayoría de las cervezas que me he
tomado en este lugar en el que el Alirio es el sacerdote máximo. El DJ cambia
una vez más de disco y arranca El pollino. Puedo reconstruir a la perfección la
mañana en que salía de la casa para la fábrica a tomar el colectivo en la
esquina y sonó esta canción en el pequeño radio que me prestó la mejor amiga de
Astrid para oír la emisora de salsa Latina Stereo. Había dormido poco, llovía y
no tenía paraguas y el Tigrillo, ese guardián del barrio, ni siquiera estaba
para organizar la fila, pero bastó un par de compases de este mambo contundente
para que recobrara el brío y enfrentara otro día de trabajo. Al cliente de la
silla de ruedas parece que le gusta tanto El pollino como a mí. Cierra los ojos
para oírlo. En su cabeza debe estar dando vueltas enloquecido como lo hacía
antes de que una bala perdida lo dejara cuadrapléjico. Es un cliente muy
antiguo, me ha contado la mesera, una mujer con una de las sonrisas más bonitas
que he visto a pesar de que le falta un diente. Un muchacho con alguna clase de
retraso mental está enamorado de ella. Por lo menos una vez en la noche pasa
por Brisas, le compra un cigarrillo y pide que se lo fume frente a él. El
espectáculo de estos tres personajes me hace pensar en la vida como un puñado
de soledades que se acompañan por un par de horas.
Se acaba el mambo y la música deja de sonar por tres
segundos. Alirio nos maneja con el dedo meñique. En medio de la fiesta —ya no
hay mesas disponibles— suena Los desaparecidos, una canción muy lenta de Rubén
Blades. Desde que Brisas funciona en este local, parte de su público está
compuesto de hombres con varios muertos sobre los hombros y esta canción les
altera el pulso. Otra de las noches que pasé aquí uno de ellos me habló. Estaba
en la mesa de al lado, me ofreció un trago de aguardiente y, como no tenía
plata más que para dos cervezas, se lo recibí. Llevaba puesto el uniforme de
una empresa de mensajería y estaba rapado. Era corpulento y el amigo con el que
venía le decía "Negro". Bastó brindar con un tercer aguardiente para
que se confesara. Al parecer, necesitaba hacerlo. El hombre había sido soldado
profesional y combatió en Urabá por la época de las masacres en los pueblos
bananeros, pero le dieron de baja después de tres años de servicio. Regresó a
San Javier, su barrio en la comuna 13, y vagó por tres meses. Una madrugada,
después de estar tomando con sus amigos de la cuadra, volvió a su casa y se
encontró con un señor que lo estaba esperando en la puerta.
—Tenía una ruana y era cojo. Cojo —repitió la última palabra
mirándome a los ojos.
Se refería a Diego Murillo, Don Berna. Un día, el sucesor de
Pablo Escobar quedó con la pierna derecha destrozada después de recibir 17
tiros. El señor le dijo que quería que trabajara para él. El Negro aceptó y así
fue como se convirtió en uno de los comandantes paramilitares de San Javier.
Ahora está desmovilizado y conduce un camión.
—Soy un don nadie —me dijo cuando terminó la historia.
Por fortuna no me preguntó qué clase de don nadie era yo. Esa
noche con el Negro también sonó la canción de Rubén Blades que acaba de poner
el DJ, y fue el único momento en que el Negro paró de hablarme. La oía como si
se la hubiesen escrito para él. ?
Anoche escuché varias explosiones, / Tiros de escopeta y de
revólveres,/ Carros acelerados, frenos, gritos,/ Ecos de botas en las calles,/
Toques de puerta, quejas, pordioses, platos rotos./ ¿A dónde van los
desaparecidos
/Busca en el agua y en los matorrales./ ¿Y por qué es que se
desaparecen
/ Porque no todos somos iguales./ ¿Y cuándo vuelve el
desaparecido
/ Cada vez que los trae el pensamiento./¿Cómo se le habla al
desaparecido
/ Con la emoción apretando por dentro.
Cuando se acabó la canción me dijo:
—Maté mucha gente, tanta que por las noches me despierto
llorando. Tomémonos el último aguardiente que ya me voy a guardar el camión de
la empresa.
Me dio un abrazo de oso y salió por la puerta con su nuevo
uniforme de conductor. En seis meses, fue la única vez en que me temblaron las
piernas.
Cuando Astrid y María Elena llegan al Brisas, ya me
encuentran borracho. Son las diez de la noche de esta última noche en la
ciudad. Con la plata de la liquidación por haber trabajado en Tutto Colore, me
compré una botella de aguardiente. Ahora va por la mitad. También compré un
regalo para Guillermo y Lucero Carrasquilla, un equipo de sonido que luego
pondrían en la sala de su casa, al lado de la mesita con las fotos familiares.
Me tomo un aguardiente doble, brindo con mis amigas y saludo con la mano a otro
habitual, un negro con una agenda debajo del brazo que no para de sonreír. Su
boca parece una fuente de luz. Después de tantas noches en Brisas, reconozco
las canciones que pone Alirio. Oigo sonar Montaña rusa y el milagro sucede: me
paro a bailar solo en mitad de la pista. Es la primera vez que lo hago y mis
amigos del bar aplauden. Para mi sorpresa, puedo imitar con soltura algunos de
los pasos de Guillermo León. Todas estas mañanas practicando bajo la ducha de mi
casa no se fueron por la cañería. Tal vez buscaba esto cuando decidí venir a
Medellín para vivir con el salario mínimo, tal vez era solo esto, dar vueltas y
cantar con los ojos cerrados: la vida es una montaña rusa, sube y baja, es como
las olas del mar, que van subiendo y bajando y la cosa es seguir flotando[2].
[1] http://www.elespectador.com/noticias/cultura/quien-andres-felipe-solano-ganador-del-premio-bibliotec-articulo-612970
[2] http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/salario-minimo/887