Me he encontrado en la red
con este excelente articulo fruto de actividad colectiva que demuestra la
preocupación de algunos escritores y pensadores, con respecto a los fundamentos
de la nueva formación en los tiempos venideros frente a la multiplicidad de
hechos y trasformaciones que revolucionaron nuestra vida, que no imaginábamos y
que no asimilamos a pesar de los cambios que nos generan, estamos inmersos en el mundo
digital, en una sociedad de consumo desbordada, en una sociedad avasallada de datos y vacía por dentro, esta conferencia es una vuelta a las humanidades o su necesario llamamiento, frente a
lo que se ha denominado la posmodernidad, de bastante polémica en las dos últimas
décadas, es un tema para reflexionar seriamente. Espero sea del gusto de mis
lectores:
El pasado 1 de diciembre,
el escritor y periodista JORGE BUSTOS fue el encargado
de cerrar el ciclo de conferencias de la Obra Social LA CAIXA ‘A
hombros de gigantes. La transmisión filosófica, política y cultural’,
comisariado por GREGORIO LURI y celebrado en CaixaForum
Madrid. Tras las ponencias de WILLIAM KRISTOL (17 de
noviembre) y RÉMI BRAGUE (24 de noviembre), correspondió
a Bustos elucidar ‘las raíces culturales del futuro’. Su conferencia
fue un muy plausible manual del acervo cultural occidental, una reivindicación
del humanismo como legado y como punto de vista desde el que enjuiciar el
mundo e intervenir en él, más vigente y necesario que nunca en nuestro
tiempo de liquidez posmoderna. Colaborador de LEER, Bustos ha ofrecido
a la revista el texto íntegro de su conferencia, que tenemos el honor de reproducir
a continuación.
ESTA CHARLA lleva
por título “las raíces culturales del futuro”. Por esta razón, y quizá también
debido a mi engañosa apariencia juvenil, cualquiera de ustedes podría pensar
que vengo a hablar del futuro. Incluso que represento el futuro de algún modo.
Pero no se dejen embaucar por mi aspecto: en realidad soy un hombre muy
anciano, un occidental enrolado voluntariamente en su propia tradición,
un anacrónico partidario del canon contra la liquidez posmoderna. De
esta herencia no elegida, y al mismo tiempo deseada, pretendo ocuparme aquí
antes que meterme a profeta, y no solo porque carezca de dotes adivinatorias
(no quisiera que ningún tarotista de madrugada me acusara de intrusismo),
sino porque todos intuimos, sin necesidad de haber leído los Cuatro
cuartetos deEliot, que el tiempo futuro está contenido en
el tiempo pasado.
La segunda Caída
Quizá les suene el nombre
de Hans Frank. Fue el gobernador de Polonia durante los peores
años del terror nazi, si es que hubo unos años peores que otros. Supervisó
personalmente el funcionamiento de Dachau, aplastó el levantamiento del
gueto de Varsovia, condujo personalmente a decenas de miles de judíos
polacos a la cámara de gas. A los más melindrosos de su gabinete les recomendaba
que no se dejaran tentar por la compasión. ¿Era Hans Frank un monstruo?
Desde luego, no lo parecía. Había recibido una educación exquisita, poseía
una sensibilidad musical a la altura del mejor crítico de Alemania, cultivó
la amistad de su admirado Richard Strauss, a quien echó una mano
cuando el compositor cometió el error de dejar que su hijo se casara con
una judía. En agradecimiento a su protección, Strauss le escribió una
delicada pieza. Hans Frank combinaba con naturalidad la gestión de los
campos de exterminio con el arrobamiento ante el aria más exigente o el
lienzo más sublime. Los americanos le encontraron en su casa de Baviera,
reordenando sus rembrandt y emborrachándose con champán. Trató de suicidarse
pero no se tajó la garganta con la precisión requerida –al fin y al cabo se
trataba de un esteta– y acabó condenado a la horca en los juicios de Nüremberg,
proceso que halló en los diarios de este Frank, antagónicos a los de otra Frank,
un testimonio tan estremecedor como bien escrito.
No se trata tanto de preguntarse
si es posible la cultura después de Auschwitz, sino de inquirir por la
misma utilidad de la cultura
La cuestión que estoy planteando,
como habrán adivinado, no es nada original, pero es la cuestión que
explica el nacimiento, el desarrollo y el futuro probable de la posmodernidad.
Es la cuestión que atormentó a los grandes pensadores de la Escuela de
Frankfurt, los mismos que asistieron a la eclosión de los monstruos producidos
por el sueño de la razón y concluyeron que el proyecto ilustrado no solo
había fracasado con estrépito, sino que no podía hacer otra cosa que fracasar:
el fruto llevaba dentro el gusano.
No se trata tanto de preguntarse
si es posible la cultura después de Auschwitz, sino de inquirir por la
misma utilidad de la cultura. Si la cultura –y no cabe duda de que Hans
Frank era un hombre realmente culto– no sirve para mejorar la sociedad; si
las bibliotecas y los museos, los teatros y los centros de investigación
pueden levantarse a un par de kilómetros de un campo de exterminio y funcionar
en paralelo, entonces no merece la pena seguir creyendo en el poder emancipador
de la cultura. Más bien al contrario: a lo largo de la segunda mitad del
siglo XX la propia noción de cultura eurocéntrica, su sentido
patrimonial de lo civilizado se volverá sospechoso. Ante las ruinas de
Europa, el hombre contemporáneo decide que no quiere saber nada de la arrogancia
intelectual que condujo a aquel desastre. Le han engañado: le dijeron que
la crueldad humana era el producto de la ignorancia, y que la injusticia
social se repararía cuando las élites entregasen al pueblo el fuego prometeico
de la educación. Y sin embargo fueron en buena medida las élites alemanas
las que administraron la Solución Final. En adelante, el proyecto humanista,
que no concebía una separación entre moral y política, entre formación y
conducta, quedaría profundamente desacreditado.
Escribe Steiner:
“Ahora nos vemos obligados a volver a un anterior pesimismo pascaliano,
a un modelo de historia cuya lógica deriva de un postulado de pecado original”.
Para Steiner, el Holocausto marca una segunda Caída del hombre y abre un
tiempo de noche espiritual, de pesimismo irónico, de descreimiento hedonista
en el que estamos inmersos.
El pacto del diablo y las
cuatro familias
Otro premio Príncipe de
Asturias, Todorov, recurre igualmente a una metáfora teológica
para contar la historia de la culturización del hombre y sus fatales
contrapartidas. Nos propone la idea de un pacto fáustico entre el hombre
moderno y el demonio: en los albores del Renacimiento, el diablo le ofreció
al hombre las riendas de su libre albedrío, al tiempo que le escondía el
precio de alquiler de esa nueva libertad para que la gozase sin miramientos.
De ese modo, cuando Mefistófeles regresara a saldar las cuentas, el hombre
moderno ya no sabría prescindir del don de la autonomía personal y pagaría
fatalmente su coste. Y el hombre accedió, claro.
Al principio se empoderó de
su voluntad poco a poco, discutiéndole por ejemplo a la Iglesia el relato
ortodoxo de la cosmogonía. Y sin embargo se mueve, replicó Galileo.
Más tarde se atrevió a discutirle su poder al rey. Por último hizo la revolución,
se embriagó de sangre prójima, se colocó a sí mismo en el vértice de todo
poder y a su razón en el trono excluyente de todo saber. En el curso de este
proceso de emancipación, de este divorcio progresivo con el estado de
naturaleza rumbo al estado de sociedad (por emplear la terminología de Rousseau),
el demonio le fue enviando al hombre heraldos de negro, visionarios que le
advertían de que la factura iba aumentando. Uno de ellos fue William
Blake, que arremetió contra Isaac Newton por haber destrozado
la magia del arco iris con su burda explicación electromagnética. Pero el
hombre moderno no escuchó a los poetas malditos ni a los filósofos irracionalistas;
los reputó como locos.
La modernidad prosiguió
su orgullosa carrera, detonando revoluciones industriales y tratando de
aplicar a la colmena humana la geometría que reclamó Platón.
Pero un día llegó la factura del diablo, y la factura se presentó desglosada
en tres conceptos: el primero la muerte de Dios, después la muerte del prójimo
y por último la muerte del yo. Este último estadio es el que atravesamos en
la actualidad, y no será porque no nos lo advirtieran. Otro de esos visionarios
geniales enviado por el diablo fue, evidentemente, Friedrich
Nietzsche. Su Zaratustra no solo anticipó el encaste trágico del superhombre
del siglo XX, sino también la vulgaridad alternativa del superhombre
del siglo XXI: ese último hombre que no da su vida por nada que no sea
otro aparato de gimnasia en casa o una nueva funda para la funda que protege
la funda del móvil.
La factura del pacto fáustico
del hombre moderno con el diablo se presentó desglosada en tres conceptos:
la muerte de Dios, la muerte del prójimo y la muerte del yo, estadio que atravesamos
en la actualidad
¿Cómo explicamos semejante
degeneración? Cabe seguir el árbol genealógico de Todorov. Para él son
cuatro las familias ideológicas que pretenden monopolizar el relato de
lo sucedido, y lo que es peor, su tratamiento. Estas familias no son estancas
y admiten recíprocas influencias en sus portavoces, pero es posible
individualizar a grandes rasgos el espíritu particular de cada una.
Las cuatro, sin perjuicio de antecedentes puntuales en la antigüedad
grecolatina, e incluso entre los heterodoxos medievales, empiezan a
conformarse en el Renacimiento, y las cuatro siguen dirimiendo el inacabable
litigio de la modernidad y sus epígonos.
La primera familia piensa
que el diablo tiene razón. Que el hombre debe pagar un precio por lo que ha
hecho. Que todas las desgracias se las ha buscado él solito por desafiar a
Dios, por anteponer lo querido a lo recibido, por cortar los lazos de la
comunidad ancestral en pos de su aventura autónoma. Son los conservadores.
A su juicio, la libertad resbala con demasiada facilidad hacia el libertinaje,
lo que les ha persuadido de que ser libres es menos valioso que ser estables:
trae más cuenta renunciar a la libertad por abrazar credo, familia, costumbre.
Para paliar el daño, ellos querrían que la sociedad retornase a los viejos
estilos de vida pero, como no son tontos ni muchos menos utópicos, se contentan
con salvaguardar en lo posible los antiguos valores en el seno de las
aconfesionales democracias modernas. Para Todorov, el principal pensador
de esta corriente es Louis de Bonald, enemigo declarado de la Revolución
Francesa. En Inglaterra tenemos a Edmund Burke, en España a ese
gigante infravalorado que fue Menéndez Pelayo, en Colombia en
el siglo XX hemos tenido a Nicolás Gómez Dávila. El papa Benedicto XVI ha
sido uno de los últimos grandes intelectuales conservadores. Añadamos
que esta familia es la más peleada con la posmodernidad, pero también que
por su propia naturaleza es la que mejor resiste los cambios y fluctuaciones
que azotan el arca de nuestra sociedad líquida.
La segunda familia es la
más peligrosa, y es la de los cientifistas. Cuando oyen al diablo poner
precio a la libertad contestan que no piensan pagar nada, porque la libertad
humana nunca ha existido y por tanto nada vale. La vida de cada individuo es
el resultado de una secuencia determinada de causas biológicas o sociales,
y la historia de un pueblo es la suma de las vidas de sus individuos.
Basta con conocer las causas para determinar su efecto en la dirección
deseada. Lo que el hombre toma por libertad personal no es más que el espejismo
que fabrica su ignorancia. Lo que hay que hacer, aseguran con sonrisa
triunfal, es describir las leyes biológicas, físicas, históricas y
económicas que rigen el destino de hombres y pueblos para así dirigir
sus pasos hacia un perfeccionamiento universal garantizado. El devenir
humano es pura necesidad y no hay nada que pagar, sino solo seguir investigando
y orientando a las personas según criterios científicos contrastados,
dicen, en pruebas de laboratorio. El universo es enteramente cognoscible
y todos los hombres responden a los mismos estímulos. No hay sentido más
acá de la historia: inmóvil y enfrentado a un espejo, el cientifista es
un nihilista frenético. Y ya se sabe que todas las desgracias acontecen
al hombre por no saber estarse quieto en su habitación.
Habrán reconocido en esta
simpática familia a todos los grandes intelectuales hegelianos y directamente
marxistas que en el mundo han sido (¡y siguen siendo!); pero también a los
enciclopedistas como Diderot, a los positivistas como Comte,
a los darwinistas menos matizados, a los partidarios de la eugenesia
o a la cofradía del santo genoma y la inmaculada endorfina, a los adeptos
más fanáticos del psicoanálisis, incluso a los socialdemócratas sin
lecturas. La nómina es rica en Occidente, porque al filósofo occidental
le cuesta sustraerse a su propia arrogancia cuando cree haber encerrado la
realidad en un reluciente engranaje de causas y efectos. Es lo que Steiner llama
“el fetichismo de la verdad abstracta”, y ejerce sobre la mente humana una
seducción tan poderosa que difícilmente dejaremos de ver cómo surgen
cada día nuevos convencidos de la solución científica a la desdicha
humana.
Para Todorov, cuatro son
las familias ideológicas que pretenden monopolizar el relato de lo
sucedido, y lo que es peor, su tratamiento: conservadores, cientifistas,
individualistas y humanistas
La tercera familia
engloba a no pocas cumbres de las artes y las letras, aunque también del pensamiento
económico, y es la de los individualistas. Piensan que el ser humano es
una entidad autosuficiente, negando así su naturaleza social tanto como
su orientación al bien común. El hombre solo se mueve por interés, y la
vida en sociedad no es más que un conjunto de normas hipócritas donde el
vicio rinde mentiroso tributo a la virtud. El principio supremo, por
tanto, es la búsqueda del propio placer, de tal modo que si servimos ocasionalmente
a los demás, en el fondo lo hacemos por el íntimo bienestar que también
depara la filantropía. Militan en este bando los hedonistas, del sensato Epicuroal
cruel Sade, como también tantos utilitaristas británicos
desde Bentham y Stuart Mill, sin olvidarnos de
moralistas franceses radicales como Chamfort y Pascal.
El final del siglo XIX alumbró una procelosa corriente de esteticismo,
los llamados dandis, que de Wilde a Baudelaire también
merecen ser adscritos al individualismo por su primoroso cultivo del
yo sin esperar nada de la vulgaridad del mundo. Josep Pla, a mi juicio, sería el máximo exponente de esta familia
en la literatura española del siglo XX. Su ventaja antropológica
sobre la milicia colectivista es que, como los conservadores, reservan
a la naturaleza la preponderancia sobre la historia: hay una naturaleza
humana, y cuando es ninguneada por señores en bata blanca, se venga.
La última familia, dejando
lo mejor para el final, es la gran casa del humanismo, a cuyos protagonistas
debemos el esplendor más intenso y duradero de la herencia occidental, y
cuyo legado es el que quiero reivindicar, frente a la filosofía de la sospecha
y la cuquería de los posthumanistas. Los humanistas niegan que se haya
firmado nunca tal pacto con el diablo; dicho por fuera de la metáfora: niegan
que la adquisición del derecho a gobernarse uno mismo implique necesariamente
la disolución de la moral, de la sociedad o del yo. Sus adversarios les
acusarán durante siglos de pretender nadar y guardar la ropa: los conservadores
censurarán sus coqueteos con el vicio y su benevolencia con el degenerado;
los cientifistas les demandarán mayor compromiso en el mejoramiento
social, aunque cueste sangre; los individualistas directamente les
tacharán de ingenuos. Pero el humanista es un resistente irreductible y
reaparece, solo o en discreta compañía, allí donde se ha conservado una
selecta biblioteca.
El genuino talante del humanista
consta de tres ejes: la autonomía del yo, la finalidad del tú, la universalidad
de ellos. Solo la reunión de los tres retrata al verdadero humanista, aquel
que sabe que yo debo ser la fuente de mi acción, que tú debes ser su objetivo
y que ellos pertenecen a la misma condición que yo. De esta fórmula trinitaria
emanan una antropología, una moral y una política. El primer humanista
completo fue Michel de Montaigne, y andando los siglos su programa
sería recogido en la estructura trimembre del lema revolucionario:
libertad, igualdad, fraternidad.
El primer humanista completo
fue Michel de Montaigne, y andando los siglos su programa sería recogido en
la estructura trimembre del lema revolucionario: libertad, igualdad,
fraternidad
El hecho de que en este programa
se vuelvan asimismo reconocibles viejos valores de la polis griega y del
derecho romano, así como el sentido profundo de solidaridad heredado del
judeocristianismo –de ahí el marbete de “humanismo cristiano” por el que
aún se definen partidos y periódicos–, no es ajeno al secreto de su hegemónica
fuerza civilizadora. El cristianismo obró una formidable síntesis
entre la creatividad grecolatina y el concepto judío de redención personal:
entre rito público y moral privada. Sería estúpido negar el hilo fundacional,
programático, que vincula a San Agustín, pasando porTomás
Moro, con Robert Schuman, padre de la Unión Europea en proceso
de beatificación (habrá sido el último burócrata de la UE admitido
en el Cielo, si me permiten la broma). El hecho de que en la democracia
liberal cuaje mejor que en ninguna otra forma de Estado el programa humanista
avala igualmente su superioridad.
Y sin embargo, democracias
medianamente asentadas como la nuestra no se encuentran en absoluto a
salvo de tensiones centrífugas y erosivas procedentes de las otras
familias ideológicas de la modernidad, que pasean sin necesidad de máscara
bajo el tolerante paraguas democrático.
El humanismo es un pesimismo
y el superhombre, un superniño
Pero veo que mi proclama
me está quedando un poco naïf, sonrojante incluso. La complacencia
es la última postura que conviene al humanista. El humanista es ante todo
un pesimista ilustrado, alguien que no se engaña respecto de la clase bestial
de auténticos apetitos que bullen y seguirán bullendo en el interior del
sapiens sapiens. Si lo piensa bien, el humanista se maravilla de que el hombre,
habiendo alcanzado al fin el poder de destruir materialmente el planeta,
todavía no haya presionado ese botón.
Oímos a menudo a nuestro alrededor:
“¡Parece mentira que esto suceda en pleno siglo XXI! ¡Qué se maten los
palestinos y los israelíes todavía! ¡Que todavía haya hombres que peguen
a sus mujeres! ¡Que no tengamos garantizadas las pensiones!” Cuando oye
estos terribles lamentos, el humanista no puede reprimir una sonrisa. Sonríe
porque conoce la historia, y conoce la atalaya de prosperidad, paz y progreso
desde la que el hombre o la mujer primermundista lanza su queja asqueada,
ajenos a la inconcebible altura de su confort. El humanista, por
supuesto, seguirá luchando por la extensión de los derechos ciudadanos y
por su pervivencia en los territorios ya sumados a la civilización;
pero jamás olvida el coste de lo conseguido ni admite lecciones de quienes,
desde familias rivales, con sus fórmulas retrógradas o sanguinarias
hicieron todo lo posible por retrasar la instauración de este improbable
reducto de libertad en que tenemos la fortuna inenarrable de vivir los
seres humanos occidentales del año 2014.
Sucede que el hombre se
adapta a todo. Esa es su maravilla. Se adapta a lo inhumano para sobrevivir,
pero también a lo sobrehumano con egoísmo insaciable. La posmodernidad,
dice Lyotard, es la infancia de la modernidad y no al revés:
como si nos hubiéramos pasado de rosca, somos menos maduros ahora que nuestros
antepasados del siglo XIX, quienes asumían con naturalidad la hipótesis
de la desgracia natural o el coste de la batalla política. La posmodernidad
es una infantilización masiva de Occidente cuyos inicios data Lipovetsky en
la década de los sesenta, con la eclosión de la cultura de masas y la generalización
del hedonismo. En los primeros sesenta, la factoría Disney encargó un
estudio sociológico para cifrar la edad mental de los consumidores americanos;
su conclusión resulta estremecedora pero a nadie le puede sorprender,
desde luego no a Ortega, ni mucho menos a los programadores de
televisión o a los periodistas que titulan con vistas al ranking digital
de noticias más pinchadas: la edad mental de las masas según su comportamiento
resultó equivalente a los ocho años exactos de un individuo humano. ¿Cuál
fue la reacción de la Disney? Evidentemente ahormar sus productos a la
demanda del consumidor, pues el cliente siempre tiene razón.
Según Lipovetsky, la posmodernidad
solo es una prolongación de dos tendencias motrices de la modernidad:
el individualismo y la rebelión contra toda disciplina. En suma, un
romanticismo exacerbado. Una monumental niñería, si quieren ustedes. Y
los niños son tan bonitos como crueles, porque son simples y determinados
en su egoísmo. De la toma de la Bastilla nacieron tres bonitas palabras
–libertad, igualdad, fraternidad– pero sobre todo dos conceptos tétricos:
el igualitarismo y el nacionalismo. Estos eran los nombres de pila; un
siglo y medio después ya fueron ampliamente conocidos por los títulos que
eligieron para entrar en sociedad: comunismo y fascismo.
Sería estúpido negar el
hilo fundacional, programático, que vincula a San Agustín, pasando por
Tomás Moro, con Robert Schuman, padre de la Unión Europea en proceso de
beatificación
¿Y hoy, qué tenemos? Nuestro
régimen sociopolítico es un cientifismo técnico –el cientifismo utópico
correspondería a los regímenes totalitarios, y también al nuevo populismo
que recorre Europa–, una democracia de especialistas que nos ha acostumbrado
a creer que todo es posible. El astuto Bernard-Henri Lévy llamó
a esto “ideología del deseo”, la única posible en una sociedad de consumo
envuelta en un Estado de Bienestar. Conocemos bien esa confianza desmedida
en el Estado tecnocrático que engendra una hiperplasia jurídica y nos
convierte en dependientes menesterosos: la dependencia propia de una
sociedad terapéutica. Detrás de cada desgracia más o menos arbitraria
exigimos una responsabilidad. Alguien tiene que pagar porque a mí se me
ha inundado la casa. ¿Cómo es que no hay subvención para mi clínica de psicoterapia
caballar? ¡No hay derecho! Es la queja del niño contrariado, y abogados y
políticos son las niñeras del primer mundo. Ningún Estado puede hacer
frente a tantos biberones sin imponer una fiscalidad confiscatoria,
y aún así sabemos que la bancarrota es cuestión de tiempo. No se trata
tanto de una reforma administrativa o fiscal como de una reforma espiritual
que juzgamos aproximadamente quimérica. “Nunca hemos visto que, una vez
corrupto, un pueblo vuelva a la virtud”, escribe Rousseau, que no era precisamente
un cínico. A la virtud solo se vuelve a palos, generalmente propinados
por una invasión bárbara.
Una oscura fuerza parece
nivelar las culturas decadentes con las boyantes cuando coinciden sobre
la faz de una tierra globalizada. Ese darwinismo social antiguamente lo
detonaba la guerra. Hoy esa nivelación la ejerce el problema demográfico
europeo y su correlato inmigratorio, que será el gran desafío del presente
siglo en la frontera mediterránea como en la del este europeo o en la chicana.
No es casual que los ginecólogos hayan registrado una ampliación de la
edad fértil en las mujeres occidentales, en quienes la llamada de la
naturaleza se aplaza ante la prioridad profesional. El estilo de vidasingle se
afianza en el primer mundo, en sociedades donde el ocio alcanza una oferta
suficientemente absorbente como para adormecer o incluso suplantar el
deseo de formar una familia. Los pronósticos de Rousseau y Nietzsche se
van confirmando, y solo queda despejar la incógnita de si los países emergentes
de Asia ambicionarán los mejores frutos de la civilización humanista,
que incluyen la jornada de ocho horas y las vacaciones remuneradas, o si
por el contrario serán incapaces de conjugar el principio del placer
con el de realidad y nos acabarán imponiendo una boga inhumana bajo el
tam-tam de la galera y unas condiciones de trabajo dickensianas.
Todo depende de a qué llamemos
progreso. ¿Merece esa jactanciosa etiqueta el recorrer un centro comercial
en Navidad, por donde se desparrama a gusto eso que Steiner ha llamado el
“fascismo de la vulgaridad”? El humanista a veces quisiera vivir en las
ciudades del siglo XXI con los vecinos del sigloXIX. El Stefan
Zweig de El mundo de ayer opina que el clímax de la
civilización occidental se dio entre 1850 y 1914: la llamada belle
époque. La admirable edad del optimismo técnico, de la audacia ingenieril,
del buen gusto en arte, del desarrollo científico sin invasión de la política,
adonde afluían los mejores oradores. Si tiene razón puede que estemos de
enhorabuena, porque numerosos pensadores empiezan a vaticinar que el
siglo XXI se parecerá bastante al XIX. Todorov le ve dos
pegas al revival: el pack incluye el nacionalismo y las desigualdades
económicas. No hará falta insistir en la justeza del pronóstico, a la
vista de los acontecimientos. Pero más allá de diferencias geohistóricas,
el repliegue hacia el localismo bajo la cúpula incierta de la aldea global
tiene todo el sentido del mundo. El hombre, cuando se siente inseguro o amenazado,
regresa a sus raíces, a su pura niñez. Lo malo es que ni las raíces en nuestro
tiempo se quedan quietas.
El humanista es ante todo
un pesimista ilustrado, alguien que no se engaña respecto de la clase bestial
de auténticos apetitos que bullen y seguirán bullendo en el interior del
sapiens sapiens
El optimista es peligroso
porque, cuando la realidad no colma sus anchas expectativas, se vuelve contra
la realidad. Así nace la crueldad en los niños. El optimista frecuentemente
se ve tentado entonces por el apetito de destrucción. Un partido político
henchido de optimismo, por ejemplo, puede declarar inservible un determinado
marco legal que no satisface sus aspiraciones, e incluso puede aplicar la
piqueta al Estado con el frenesí de quien cree estar allanando el terreno de
las futuras autopistas. Luego ya se verá adónde conducen: lo primero es
dinamitar las que hay. De la conciencia nihilista del hombre nuevo, es
decir del hombre solo, nace la voluntad de vivir dionisiaca, el alborozo
de un carpediem radical. Es la concepción nietzscheana del
superhombre, que a tantos entusiastas del siglo XXpersuadió de
ponerse una capa y saltar por la ventana. Y es que, en el fondo, el superhombre
es un superniño.
El humanista no ve las
cosas con tanto entusiasmo. Fernando Savater tiene un ensayito
sobre el pesimismo ilustrado que contiene esta distinción luminosa: “El
optimista se queja de lo mal que va todo comparado con lo bien que según él
podría y debería ir; el pesimista se conforma con que no vaya todo lo mal
que temía y se aferra con desesperado entusiasmo a los beneficios parciales
de cuya probabilidad dudaba”. Pero ojo: no hacerse ilusiones sobre la frágil
condición del hombre no significa renunciar a cualquier esfuerzo en pro
de una mejora social. En este matiz de modulado activismo radica la diferencia
entre la vocación del humanista y la famosa teoría de la propina de Josep
Pla: “El hombre que consciente o inconscientemente suponga o crea que este
es el mejor de los mundos posibles vivirá rabioso y frenético, mientras
que quien parta de que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema
de propinas, vivirá resignado y tranquilo”. He aquí la fe del individualista
puro, menos dañina para la sociedad que la del optimista científico, pero
todavía no humana del todo. A medio camino entre el alegre cientifismo y el
humanismo pesimista encontramos la propuesta del traviesoPeter Sloterdijk,
que levantó ampollas en 1999 con aquella conferencia titulada Normas
para el parque humano, donde aboga resueltamente por el mejoramiento
biotecnológico del hombre en la convicción de que con la mera escuela no
vamos a ningún sitio.
Podríamos decir que el
individualista es un viejo prematuro y el posmoderno un adolescente
cronificado. Si Epicuro prescribía el goce para sí pero desde el control
inteligente de sus efectos, el consumidor actual adolece de una patética
incapacidad de divertirse por sí mismo. Necesita que le expliquen todo,
que le mastiquen toda complejidad artística, que le jibaricen los
dobles sentidos y le robustezcan los prejuicios con la nutritiva papilla
del buenismo. En el debate cultural se está imponiendo una manía infantil
que podríamos llamar la cultura de la moraleja: esa derivada de la corrección
política que se obstina en absolver o condenar la obra de arte según la
problemática social que trata o solo roza, o incluso por la biografía del
autor: de tal novela importa que su protagonista sea pionera del sufragismo
femenino y de una comedia traviesa de Tarantino si tanta
frivolidad representa una involución en la lucha por los derechos civiles.
Creíamos haber superado el enfoque cegato de la sociocrítica marxiana y
del grosero biografismo, pero únicamente se ha multiplicado el tipo de
moraleja. Se desaconseja la lectura de Lolita porque enaltece
la pedofilia o se expurga una antología de Quevedo por su
acreditada misoginia. Esto es no entender nada sobre la plurivocidad y
la riqueza del lenguaje estético. Lo peor de esta peste reduccionista es
que ha contagiado no ya a los locutores radiofónicos, sino también a
los mismos profesores universitarios. Pronto veríamos convertidos
en fenómenos de ventas a Esopo, Iriarte y Samaniego,
verdaderos precursores de nuestra era Disney, si no fuera porque,
escribiendo como estoy un libro de reflexión sobre fábulas clásicas, he
descubierto que sus enseñanzas son demasiado profundas para el cabotaje
intelectual del homo videns.
Los nuevos prometeos
Pero la tarea neohumanista
se enfrenta a un rival más formidable que el griterío quejumbroso de la
posmodernidad. Se enfrenta a las traiciones que la propia modernidad
ha cometido consiga misma. Lyotard ha detallado cómo cada uno de los grandes
relatos de emancipación acordados por la cultura hegemónica ha quedado
invalidado en sus principios. Basta remitirse a algunas décadas del
siglo XXy a lo que llevamos de XXI. “Todo lo que es real es racional”,
dijo Hegel; pues bien, Auschwitz fue real pero no racional.
“Todo lo que es proletario es comunista, todo lo que es comunista es proletario”,
dijoMarx. Pues bien, las revueltas de Berlín en 1953, de Budapest en
1956 o la Primavera de Praga de 1968 refutan el materialismo histórico,
pues exhiben a los trabajadores alzándose contra el Partido. “Todo lo
que es democrático es por el pueblo y para el pueblo”, aseguraba el liberalismo
parlamentario. Pero mayo del 68 o el cercano y más o menos igual de inane
15-M refuta esa doctrina, pues muestra cómo la cotidianidad social discurre
por cauces opuestos a la institución representativa. “Todo lo que es
juego de la oferta y la demanda es propicio para el enriquecimiento general”,
nos prometía el liberalismo económico; pero las crisis de 1911, de 1929
y la de 2007 que aún sufrimos refutan tanta ingenuidad y también su arreglo
postkeynesiano.
Habrán reparado en que
todas estas traiciones se circunscriben al ámbito material y laico de la
existencia, puesto que son traiciones netamente modernas. Traiciones
nacidas de promesas de emancipación formuladas contra promesas míticas
anteriores, propias de un estadio soteriológico, premoderno, de la cultura
occidental. Recordemos: el hombre paulatinamente se rebeló contra la
promesa trascendente de la religión, que le exigía la delegación de su
voluntad en instancias normativas superiores, heredadas, ajenas, y
siguiendo la metáfora de Todorov pactó con el diablo su olímpica soberanía
racional.
Sin embargo, el paso del
mito al logos tiene más de ilusión arrogante que de realidad antropológica.
Es como si el hombre, aun el volteriano más iconoclasta, estuviera incapacitado
para arrancarse de su hondo interior las categorías míticas de entendimiento
del mundo. Hay una frase de Kuspitt que me gusta mucho: “Ser
posmoderno significa perder todo interés por la inmortalidad”. Ahí
está la performance como manifestación artística genuinamente
posmoderna, cuya esencia rechaza la duración de la obra y celebra lo efímero
del acontecimiento. En efecto, se diría que la inmortalidad, como aspiración
del espíritu, poco puede seducir a esta sociedad de cultivadores del
cuerpo cuyo máximo idealismo cabe en la soñada geometría de los abdominales.
Ahora bien, si hay algo que mantiene en nuestros materialistas y tecnificados
días un envidiable estado de forma, eso es el pensamiento mítico. Nada es
tan resistente como los mitos, del más sofisticado al más banal, al modo de
esas mitologías pop cuya proliferación bajo especie de publicidad describió Roland
Barthes como sustitutos de la razón en la naciente sociedad de
consumo: una vuelta atrás en el paso civilizatorio del mito al logos. Un
pensador más actual, el israelí Harari, va más allá y defiende en
un reciente y polémico ensayo que la revolución cognitiva traída por el
homo sapiens no se debió a su aptitud para el pensamiento lógico, sino precisamente
a su facilidad para inventar ficciones y símbolos: fue la creencia en
la divinidad y el deseo de parecerse a ella lo que habría permitido a las
tribus prehistóricas asociarse, colaborar, fijarse metas y triunfar en
la carrera de las especies por la adaptación al medio. Porque el mito aglutina
y convoca, mientras que el raciocinio separa y pone excusas. ¿Es racional
el proceso separatista catalán? No. ¿Importa eso a la hora de formar sonrientes
cadenas humanas? Tampoco. Es un error recurrente de los racionalistas menospreciar
la creencia, y a estas alturas deberían haberlo aprendido.
Marx, Freud y Lévi-Strauss
sientan para Steiner las tres primeras plazas en la fiscalía de la modernidad.
Por encima de ellos se coloca el fiscal general de la filosofía occidental,
Nietzsche
Según Steiner, ha habido
tres grandes mesías seculares que pretendieron rellenar el vacío dejado
por la religión en el hombre moderno. Los llama mesías porque los tres, pese
a su soberbia racionalista, parten conscientemente o no de fundamentos
teológicos para desarrollar una nueva doctrina que rescate al hombre
del oscurantismo y la sinrazón.
El primero fue Marx. Se
consideraba a sí mismo otro Prometeo enviado a los hombres para devolverlos
al estado de inocencia previo a la explotación capitalista. El marxismo
no explica cuándo hubo ese edén sin clases y por qué que brotó la cizaña entre
los buenos salvajes humanos. Pero sí localiza claramente al enemigo y
lanza su promesa auroral de la sociedad sin clases en nombre de la cual
generaciones enteras de idealistas revolucionarios han sacrificado
sus vidas y, lo que es más fastidioso, las de los demás. En lo puramente
científico, que es la división en la que pretende jugar, el análisis histórico
que realiza el sistema marxista se ha revelado incorrecto, y su programa
de felicidad sencillamente no se ha cumplido, por decirlo con suavidad.
El capitalismo experimenta colapsos cíclicos, cierto, pero también acredita
una creatividad asombrosa para reinventarse. Por el camino deja un buen
número de parados, pero no los recluye en gulags. Y sin embargo aún es el día
en que la poderosa sugestión mítica de la esperanza marxiana no se ha apagado
y sigue embaucando a nuevos feligreses.
El segundo mesías laico fue Sigmund
Freud. Trabajó toda su vida para ganarle al psicoanálisis el rango de
ciencia, pero acabó fundando –a su pesar– una casta sacerdotal de analistas
enfrentados en sectas junguianas, lacanianas o mediopensionistas. Si
Marx se consideraba otro Prometeo, Freud se desmayó de pura identificación
cuando entró por primera vez en la iglesia romana de San Pietro in Vincoli
y recibió el impacto de la visión del Moisés de Miguel
Ángel. Como Moisés, nuestro doctor de Viena sufría el desgarro
interior de dos conflictos: la lucha contra el becerro de oro de las convenciones
burguesas y el dolor por la traición de su propio pueblo, con Jung liderando
la contestación como Moisés había padecido la infidelidad de Aarón.
Hay mucho de religión en el corpus freudiano. Al mismo tiempo, Freud también
se fijó en el mito prometeico y lo descifró desde su particular óptica
pansexual: el fuego como éxtasis en la punta de la antorcha, el hígado siempre
renovado de Prometeo como imagen de la libido… por no hablar de la voracidad
del águila, claro.
Ahora bien. Cuando Freud
recibió la visita de Schultz, un célebre psiquiatra alemán, le
preguntó: “¿Cree usted sinceramente en su capacidad para curar a un
paciente?”. “¡De ninguna manera!”, contestó Schultz. “En este caso, nos entenderemos”,
fue la respuesta de Freud. Él creía que el psicoanálisis podría ayudar al
hombre a soltar lastre represivo, pero no se hacía ilusiones ni vendía
crecepelos interiores. Sus verdades son de orden estético, simbólico,
como las que ofrecen las grandes novelas o dramas en que basaba sus análisis.
En realidad, Freud fue el mayor teórico de la cultura del siglo XX,
algunas de cuyas ideas han demostrado una operatividad innegable. Pero
él no pretendió satisfacer la aspiración totalizante de sus seguidores
más acérrimos: cuajar una física de lo humano, dictar las leyes del funcionamiento
psicológico mediante una decodificación más o menos intuitiva del
subconsciente.
El tercero de los mesías
seculares es, para Steiner, el antropólogo francés Claude
Lévi-Strauss. Este fue de los tres el que con más humildad comprendió el
papel del pensamiento mítico en la cultura, quizá porque salió a recorrer
las selvas tropicales en pos de datos que sustentasen sus teorías, en
lugar de encerrarse a arreglar el mundo en la Biblioteca Británica o en el
gabinete de loquero. Lévi-Strauss observó que el hombre primitivo se encuentra
enredado en dualidades apriorísticas que le resumen el mundo y que ofrecen
resistencia al intento de síntesis racional: ser y no ser, masculino y
femenino, joven y viejo, luz y oscuridad, comestible y tóxico, móvil e
inerte. Perdido entre tribus amazónicas apenas contaminadas por el
logos, guiado por la noción freudiana de cultura como malestar, Lévi-Strauss
revisa en negativo la leyenda de Prometeo. Si para Marx el titán era el símbolo
de la inteligencia revolucionaria y de la rebeldía contra la ignorancia
y la tiranía, para Lévi-Strauss el robo prometeico del fuego cifra el momento
catastrófico en que el ser humano rompió con su madre tierra. El águila
enviada por Zeus para comer el hígado del rebelde simboliza el proceso de
aislamiento cósmico al que es castigado el hombre por renunciar cada vez
más a su parentesco con la naturaleza. La huella del mito edénico es muy
visible en este tercer mesías, y en el resabio roussoniano de su obra
arraiga la fundamentación ideológica del ecologismo, una de las más
reconocibles señas de identidad de lo posmoderno.
Marx, Freud y Lévi-Strauss
sientan para Steiner las tres primeras plazas en la fiscalía de la modernidad.
Sus obras registran la gran traición: el precio económico, psicológico
y antropológico que la civilización nos ha cobrado sin previo acuerdo,
edificando el progreso sobre los escombros de la creencia, el símbolo, la
tradición, los lazos familiares y comunitarios. Pero nuestros tres fiscales
no se conforman con acreditar los hechos, sino que terminan pidiendo un
nuevo ordenamiento mucho menos racional de lo que ellos sospechan. Por
encima de ellos se coloca el fiscal general de la filosofía occidental,
Nietzsche, cuyo anuncio de la muerte de Dios corre paralelo al proceso de
“desacralización” diagnosticado por Max Weber. Pero esta
idea tremenda, verdadero fin de la modernidad, corolario radical del
paso del mito al logos, no está formulada por el loco de La gaya ciencia con
orgullo alguno. Permítanme citar las líneas terribles:
¿No oímos todavía el ruido
que hacen los sepultureros al enterrar a Dios? ¿No nos llega todavía ningún
olor de la putrefacción divina? Pues también los dioses se descomponen.
¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y nosotros le hemos matado! ¿Cómo podremos
consolarnos, si somos los mayores asesinos entre los asesinos? Lo más
sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros
cuchillos. ¿Quién nos lavará esta sangre?
Desde luego no parece que
se desprenda ninguna satisfacción del relato del crimen divino. Se trata
de una constatación trágica en absoluto libre de culpa ni del vértigo
existencial a que nos aboca el deicidio, y no de esa mueca triunfante de
anticristo rockero con que a veces se explica –o se explicaba– a Nietzsche
en el bachillerato. El filósofo del superhombre también acaba copiando el
dogma del pecado original al constatar que Adán no podía hacer otra cosa
que matar a Dios y alejarse de la naturaleza, pues el humano es el único animal
incompleto, un inconformista de la biología que primero roba el fruto del
árbol de la ciencia y luego inventa el arte para no morir de la verdad.
Pero así como ninguno de
los citados fiscales del deicidio moderno –maestros de la sospecha, en
afortunado cuño de Paul Ricoeur– pudo sustraerse a los presupuestos
teóricos de los viejos mitos ni a sus promesas de redención, tampoco los
hombres posmodernos saben vivir sin adorar a nuevos ídolos. “Nuestro
clima psicológico y social es el más afectado por la superstición y el
irracionalismo de todo tipo desde el declinar de la Edad Media”, escribe
Steiner en ese ensayito indispensable que tituló Nostalgia del
Absoluto. Se cumple el pronóstico del católico Chesterton:
“Cuando el hombre deja de creer en Dios, termina creyendo en cualquier
cosa”. Solo hay que hurgar en el revistero de un spa cinco estrellas y aspirar
ese pachuli orientaloide a cuenta del karma y la armonía, o bien repasar
las desmoralizantes cifras de ventas de Paulo Coelho. Un optimista
racional seguro que exclamaría: “¡Parece mentira que estemos en el siglo XXI!” Kundera tiene
escrito que la historia artística, a diferencia de la tecnológica, no
puede ser progresiva, pues La metamorfosis de Kafka no
invalida El Quijote al modo en que la bombilla invalida
la vela. Las verdades estéticas son eternas a partir de un grado determinado
de excelencia expresiva. A la vista del comportamiento humano, no queda
más remedio que reconocer que la línea recta tampoco sirve ya para describir
la evolución del pensamiento occidental, como creyeron los ilustrados
del Siglo de las Luces y los positivistas temerarios de la belle époque;
las ideas se desarrollan más bien en espiral, de tal modo que las círculos
que describe el floreciente neomisticismo contemporáneo giran hacia lo
gótico y lo medieval en una moda que no cesa, así como los círculos que celebra
en nuestro país la emergente fuerza Podemos calcan el modelo asambleario
del sindicalismo decimonónico. La vida es ondulante, avisaba ya Montaigne;
después de todo, ¿no se estructuran las hélices del ADN en forma
de espiral?
Ahora bien. ¿Estamos condenados
a dar vueltas en el eterno retorno que Nietzsche, padre de la posmodernidad,
derivó de la muerte de Dios? ¿Qué prefijo añadirán los siglos al posthistoricismo
decretado por Lyotard? ¿Qué viene ahora?
Autocrítica y orgullo
Ahora, como siempre, lo
que viene es el pasado. El humanista quiere restaurar al pobre Prometeo en
el panteón de los benefactores de la humanidad. No por nada le salió tan
fea la criatura a esa profetisa de la cirugía estética que fue Mary
Shelley, cuya famosa novela lleva precisamente por título Frankenstein
o el moderno Prometeo. En ella, como en las visiones de Blake y en las
intuiciones de tantos románticos, junto a la blasfemia y la glorificación
del yo se encuentran los primeros vislumbres del trágico destino al que
conducía aquel ferrocarril sin terminar en que viajaba a toda velocidad
el hombre moderno. Decía Yourcenar, siguiendo a Cicerón,
que quiso escribir las Memorias de Adriano porque la vida
de aquel emperador acotaba el tiempo en que la égida de los dioses paganos
ya había declinado pero el cristianismo no había advenido todavía. Numerosos
ensayistas han señalado el parecido de la posmodernidad con aquel
periodo de paréntesis, de orfandad o de oportunidad según se mire.
Hoy los saberes utilitarios
arrasan toda tierna vocación de pensador, y preocupa francamente el devenir
de la cultura de la palabra bajo la presión audiovisual y la irresistible
comodidad del emoticono
De la política no cabe
esperar gran cosa, y quizá sea mejor así, visto lo visto el siglo pasado. El
gobierno se reduce a tecnocracia, un dominio acerca del cual se consulta a
los expertos, y el único debate versa sobre la elección de los medios y no
sobre los fines. Ya no se aspira a la verdad sino a consensos puntuales, y
este contextualismo es para Vattimo una conquista sobre
el fanatismo. Entusiasmar, poco: es el triunfo del pensamiento instrumental
–que a través de la normativa Bolonia ya se apodera también de la universidad–,
y la consagración de la burocracia y el reglamento: los políticos no
debaten los motivos profundos de un referéndum de independencia sino
si se convoca o no con arreglo a la ley. En cuanto a los medios de comunicación,
esa “fantasmagoría” según Vattimo, su proliferación en nombre de la
transparencia disolvió primero la centralidad cultural moderna y ha
terminado erosionando el propio principio de realidad, fomentando el
ruido y contraviniendo el ideal ilustrado. Como vaticinó Nietzsche, no
hay hechos sino interpretaciones; no hay seres, sino acontecimientos.
Hubo un tiempo en que un
periodista era un intelectual; hoy el proceso de manufactura de noticias
no se distingue demasiado del que rige en una conservera de las Rías Baixas.
Las redes sociales canalizan esa revisión irónica de la modernidad que
pide Umberto Eco, pero también el atavismo más rupestre. Por
último está la bendita tecnología, cuya ubicuidad GPS evoca el
siniestro Leviatán de Hobbes y cuya superestructura coincide
con el Absoluto hegeliano y con una cosa orwelliana a la que llamanBig
Data. La benemérita marca de la manzanita mordida acaba de abrir una
tienda futurista al lado de mi casa, y es un espectáculo contemplar cómo
los urbanitas caminan abducidos hacia el seno de la ballena con una mueca
mecánica de felicidad. Parece una escena de Aldous Huxley. Faltan
quizá solo unos años para que los niños pierdan la facultad del habla, pero
antes de que el aislamiento sea completo una aplicación del móvil será
capaz de traducir nuestras palabras al japonés en tiempo real, y viceversa.
Las escuelas de idiomas se arruinarán, pero a cambio florecerán las
cátedras de animadores sociales para autistas tecnológicos.
No quisiera dejarme seducir
por el brillo fácil de la distopía, aunque tengo ojos en la cara. Leo en
prensa que actualmente solo el 10% de los universitarios españoles escogen
una carrera de Humanidades, carreras que han perdido el 15% de sus alumnos
en la última década. Claro que podría ser peor. Seamos apocalípticos, pero
no renunciemos a la integración. Los saberes utilitarios no es que se
impongan sino que arrasan toda tierna vocación de pensador, y preocupa
francamente el devenir de la cultura de la palabra bajo la presión audiovisual
y la irresistible comodidad del emoticono. Mi temperamento propende
a la jeremiada, pero es preciso volver también los ojos a las colas abigarradas
que concita cada fin de semana el Museo del Prado; a los resistentes silenciosos
que leen libros (¡incluso de papel!) en el metro; a la salud de la temporada
lírica o teatral pese a la crecida de impuestos confiscatorios. El canon
occidental sigue vigente, damas y caballeros. Esta es mi buena nueva. Lo
único que hace falta es que su autoridad vuelva a ser reconocida entre las
élites culturales como de hecho lo es entre el público. Es cierto que la
imaginación hollywoodiense roza el plano cerebral y que los iconos pop
que van muriendo en estos años no son reemplazados por personalidades
de talla homologable, precisamente porque en la era YouTube la fama es
cada vez más difícil de sostener; pero también es verdad que cadenas como HBO o AMC han
entronizado la ambición de la inteligencia y el puro talento narrativo
en una plataforma tan poco esperanzadora como era la televisión. Al
espectador de hoy le llega Shakespeare a través de Los
Soprano, Tolstoi por The Wire o Scott
Fitzgerald embutido en los trajes de Mad Men, aunque
la actividad de mirar una pantalla nunca ejercitará los mismos músculos
intelectuales que la actividad de leer.
Hay un prestigio subliminal
en la tradición que no solo perdura, sino que está más vivo que nunca. La
tradición vende, porque entraña calidad decantada, garantizada por el paso
del tiempo
¿No les llaman la atención
esos rótulos que enfatizan la antigüedad de un comercio como cebo publicitario?
“Casa Paco: desde 1927”. Hay un prestigio subliminal en la tradición que
no solo perdura, sino que está más vivo que nunca. El fenómeno relativamente
reciente de las casas rurales, con su reclamo de paz montesa, arquitectura
antigua y tipismo local, no deja de crecer, y uno no puede aspirar a mantener
una relación estable si no lleva a su novia a uno de estos encantadores
establecimientos con alguna periodicidad. La tradición vende, y vende
porque entraña calidad decantada, garantizada por el paso del tiempo. “Continúa
siendo una perogrullada –carga Steiner contra los excesos multiculturalistas–
decir que el mundo de Platón no es el de los chamanes, que la física de Galileo
y de Newton articuló una importante porción de la realidad con el espíritu
humano, que las composiciones deMozart van más allá de los tambores
y címbalos javaneses (…). Una cultura viva es aquella que se alimenta
continuamente de las grandes e indispensables obras del pasado, de las
verdades y bellezas alcanzadas en la tradición”. Tradición, por
cierto, cuyo hilo conservaron los copistas de los monasterios medievales:
ellos pasaron el relevo; a ver qué hacemos nosotros. Visitemos sin culpa
las inocuas exposiciones de Pop Art o estudiemos la interesante estatuaria
subsahariana, que tanto hizo porPicasso; pero hagámonos el favor de
venerar las glorias del Barroco con los ojos bien abiertos y el alma
rendida.
Occidente no es solo su
arte, cuya supremacía no discutirán los propios orientales que se arraciman
junto al muro de entrada a los Museos Vaticanos; Occidente es principalmente
sus ideas, su clima único de milagrosa creatividad que alumbró la penicilina
pero también el imperativo categórico. La objetivación universal de
los derechos humanos puede considerarse en buena medida la conquista de
un solo hombre, llamado Immanuel Kant, que entendió la necesidad
de ofrecer a los pueblos del mundo una idea de paz no sujeta a caracterización
religiosa o étnica o histórica. Pero incluso Kant necesitó ser corregido,
como lo necesita cualquier moralista de postulados abstractos. Fue Benjamin
Constant el que se atrevió. En una época de puristas, Constant
observó que los principios morales, tomados de forma absoluta y aislada,
volverían imposible la propia idea de sociedad. Ese Kant, dice Constant,
defiende que mentir siempre es malo; pero mentir a un asesino que nos pregunta
si nuestro amigo, al que el asesino persigue, se refugia en nuestra casa,
no lo es. “Ningún hombre –sentencia Constant– tiene derecho a la verdad
que perjudica a otro”. Refutaba así con un siglo de antelación el
marxismo-leninismo, que al cabo solo es la aplicación a martillazos de una
abstracción, y de paso invalida el argumento con que pretendían justificarse
en el banquillo los correligionarios de Hans Frank: solo cumplían órdenes.
Constant fue también el padre de la benéfica división entre esfera privada
y esfera pública, que resolvió en las incipientes democracias el problema
de la convivencia entre ley y moral, heredado de las teocracias. Era mármol
y no papel el soporte sobre el que el gran humanista francés estampó esta
frase a principios del siglo XIX: “El error libre vale más que la verdad
impuesta”. Sobre esta idea pivota la garantía práctica de libertad personal
y derechos comunes más sólida y duradera de la historia del hombre.
En tiempos de euroescepticismo
se impone la necesidad de defender el obvio orgullo de ser europeo. ¿Dónde
sino en Europa iba a arraigar el antieuropeísmo? ¿Hay documentales más
antiamericanos que los firmados por americanos? La facultad autocrítica
es desde Voltaire el más admirable y singular de todos
los frutos de la Ilustración, pero porta en su interior el gusano del nihilismo.
Su cultivo morboso acaba desembocando en lo que Steiner llama “histeria
penitencial”, esa vergüenza de pertenecer a Occidente que lleva a premiar
una novela no por su calidad, sino porque la ha escrito el último superviviente
de una estirpe precolombina. Basta ya de darse latigazos. El mismísimo
Lévi-Strauss, que había edificado la más consistente reprobación del eurocentrismo,
murió hace cinco años reconociendo que hoy Europa constituía la primera
cultura necesitada de protección. Es verdad que el eurocentrismo amparó
degollinas coloniales como la de Leopoldo II en el
Congo; que en su civilizatorio nombre llevaba a cabo sus investigaciones
el doctor Mengele o abrió su vientre tenebroso el Enola
Gay al paso de Hiroshima. Pero igualmente era el humanismo occidental el
que inspiraba a los combatientes de Omaha, a los jueces de Nüremberg y a
la pluma del señor Lincoln cuando firmó la abolición de la
esclavitud. En la tradición occidental siempre hay un Constant para
enderezar las desviaciones de un Kant. Y si existió el refinado genocida
Hans Frank, también existió el carcelero nazi que, conmovido por el
lamento del piano de Weissenberg, le ayudó a escapar del campo para que su
música pudiera vivir en los oídos del mundo entero.
Heráclito se equivocaba:
nos bañamos siempre en el mismo río, que lleva al mar agua idéntica, apenas
reciclada. El ciclo del agua se parece mucho al de las ideas
Y por esa tradición hasta
aquí hemos llegado, damas y caballeros. La modernidad era un río que ha
desembocado en el mar sin orillas de la posthistoria. Ser posmoderno es
experimentar esta sensación de final de todo, de final que no puede ser
principio de nada nuevo porque ningún río parte del mar hacia la montaña.
Pero en este mar confluyen mareas diversas, todas ellas conocidas, porque Heráclito se
equivocaba: nos bañamos siempre en el mismo río, que lleva al mar agua idéntica,
apenas reciclada: evaporada, condensada, llovida. El ciclo del agua se
parece mucho al de las ideas. Como decíamos al principio, el tiempo futuro
está contenido en el tiempo pasado así como el mar posthistórico contiene
ya todas las mareas. Algunas conducen a los trópicos calientes del individualismo
de pulsera y todo pagado; otras al centro frío del neomarxismo, a ver si a
la enésima masacre va la vencida; las hay que transportan directamente
hasta la playa a cetáceos prehistóricos que no saben que están muertos.
Pero en este océano hay aún mucho espacio para nadar libres, y para defender
la libertad de los que nadan a nuestro lado. Abolida la historia, las amenazas
de siempre persisten, e incluso marchan sobre la deriva sonámbula de Occidente.
El reto es obvio: en primer lugar reivindicar por orgullo (y no por puro
miedo a la alternativa) la cultura superior fundada en la razón humanista;
pero reclamar al mismo tiempo la sabiduría acumulada en el mito, que no ha
dejado de probar su lucidez profética frente a la estafa del eterno progreso
y sus científicos secuestradores de la moral.
Para terminar volvamos
del logos a la poesía. Pongan ustedes la amenaza que quieran en el lugar
alegórico del águila diabólica que baja cada mañana a cobrarnos la factura
por la modernidad; es decir, a picar el hígado del pobre Prometeo, ladrón
del fuego divino. Nos amenaza el autismo tecnológico, la burocracia política,
la indisciplina educativa, la banalidad consumista, el mesianismo asambleario,
el neoesclavismo asiático, el fanatismo terrorista, la expropiación
intelectual, la irrelevancia estética, la próxima entrega de Star Wars.
Tras cada lacra, hasta la fecha el hígado del titán se ha seguido regenerando
puntualmente cada noche, y en todo caso una variante del mito describe a
Heracles matando al águila y liberando al torturado. Confiemos entretanto
en que, a aquel que poseía el don de ver el futuro, y nos trajo la luz y el
calor, nunca le alcance la hepatitis definitiva.
JORGE BUSTOS
http://revistaleer.com/2014/12/las-raices-culturales-del-futuro/