Nunca he podido olvidar la
emoción y el impacto que me produjo la lectura del libro de memorias de Pablo Neruda “Confieso que he vivido”. A pesar de ser una lectura de mis años de
juventud, viví gracias al escritor Chileno una experiencia como lector
inenarrable. Fue como empezar una amistad inquebrantable con el poeta más
grande del continente. “Veinte poemas de
amor y una canción desesperada” Fue como el primer amor, me marcó y desde ese momento tengo una relación entrañable con la poesía. Nunca he podido
superar la perplejidad que me produce tanta belleza con tan pocas palabras.
Algunos versos, siempre están presentes, son parte de mi vida:
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. ……….
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. ……….
El diario “El país” de España, abre con
una noticia que conmueve a todo una generación que compartió con el poeta no
solo sus versos, literatura a borbotones, sino una vida atribulada de luchas, aciertos y
profundas equivocaciones producto de una ingenuidad infinita. “Esta tarde,
cuando la luz natural todavía ilumine el balneario de Isla Negra, a la orilla
del Pacífico, a 100 kilómetros de Santiago de Chile, el juez Mario Carroza y
doce peritos comenzarán a remover la tierra de la sepultura de Pablo Neruda”.
Siempre hemos pensado que el asesinato de Salvador Allende fue un hecho
insuperable para el poeta y que se murió de tristeza. Ahora se vislumbra la posibilidad de develar
un posible asesinato del régimen, después de cuarenta años de su muerte. “Después
del 11 de septiembre, el poeta iba a exiliarse a México junto a su esposa
Matilde. El plan era derrocar al tirano desde el extranjero en menos de tres
meses. Le iba a pedir ayuda al mundo para echar a Pinochet. Pero antes de que
tomara el avión, aprovechando que estaba ingresado en una clínica, le pusieron
una inyección letal en el estómago”, explicó Manuel Araya Osorio a EL PAÍS”.
Su poesía no es mi preferida,
a pesar de que algunos versos siempre están presentes en mi vida. Descubrí el
motivo en un excelente ensayo del crítico Colombiano Andrés Holguín llamado: “la
poesía del silencio y otros ensayos”. En
esencia un poeta debe contar siempre con el lector, Pablo lo dice todo, nos
desplaza, no avasalla en medio de la riqueza de su universo verbal y nos deja
un vacío, que no he podido comprender. Por ello Vallejo, Nicanor, Huidobro,
Lezama y Octavio, para no citar a Borges, son mis poetas.
El tema hoy por su puesto no es su poesía, corresponde a este nuevo suceso que despejará muchas dudas sobre los hechos que rodearon su
trágica muerte. Para mí los resultados agregaran muy poco a lo que ya sabemos.
La dictadura no solo acabó con las esperanzas de todo un pueblo, con su
presidente, sino con su poeta.
Plinio Apuleyo Mendoza
escribió hoy para el tiempo una excelente crónica. Les dejo la crónica:
PLINIO
APULEYO MENDOZA FUE A CHILE POR ALLENDE Y SEPULTÓ A NERUDA
Este escritor y periodista cuenta cómo vivió
las horas y circunstancias de la muerte del poeta.
Nunca he olvidado aquel
momento. Estaba en Caracas, ocupándome de la revista Bohemia, cuando me llegó
la noticia de que había estallado un golpe militar en Chile contra el
presidente Salvador Allende. Sin pensarlo dos veces, decidí entonces tomar el
primer avión que saliera para Santiago, llevándome como fotógrafa a Fina
Torres, una muchacha que semanas atrás yo había contratado en la revista.
Bonita, muy joven, casi una
niña, vestida siempre de cualquier manera y con ojos llenos de sueño, sus
fotos, magníficas, sabían rodear a temas y personajes de una atmósfera, un halo
y un carácter muy particular. Pero a Fina la seguía un duende maligno que
le extraviaba las cámaras, le hacía olvidar citas y llegar a los aviones cuando
estos ya rodaban por la pista.
Pese a todo ello, decidí
llevarla a Chile. El propietario de Bohemia, Armando de Armas, debió de
interpretar aquella decisión mía de manera equívoca. Todo el mundo, en
realidad, pues nadie cree en Edipos inocentes. Pero este lo era: luego de
adquirir con su madre el compromiso de sacar adelante aquella niña con mucho
talento pero desastrosamente imprevisible, me había convertido para Fina en un
padre colérico, exigente y protector.
Aquel viaje a Chile estuvo
lleno de sobresaltos. El avión no pudo aterrizar en Santiago porque todos
los aeropuertos de Chile estaban cerrados por orden de los golpistas. De modo
que el avión tuvo que regresar a Lima. Junto con un venezolano que estaba
desesperado por llegar a Chile para encontrarse con su mujer, decidimos volar a
Tacna. De allí, tramposamente, cruzamos la frontera en automóvil y nos dirigimos
a Arica. No sé hoy cómo logramos obtener de las autoridades militares un
salvoconducto para viajar de noche, pues
en todo el país se había establecido el toque de queda.
A punto de ser fusilados
En una calle de Arica
detuvimos un taxi. Su conductor no podía creer que yo le solicitara una carrera
a Santiago, a solo dos mil o más kilómetros de distancia (algo tan estrambótico
como parar un taxi en Barranquilla y pedirle que lo lleve al sur del país). Con
dólares en el bolsillo y una moneda chilena que estaba por los suelos, no nos
resultó costoso lo que el conductor cobraba por el viaje. Antes de tomar carretera,
él se detuvo en su casa para llevar consigo una maleta.
Por cierto, aquel taxi, una
verdadera antigüedad, se varó en pleno desierto, de noche y con un toque de
queda que daba a aquellos parajes, bajo las fastuosas estrellas, un aura de
silencio y soledad lunares. Nos ayudó a desvararlo un solitario cantante de
óperas que venía desde Guayaquil ynada sabía de Allende ni de Pinochet.
Recuerdo que cuando
llegamos a Antofagasta se oían disparos. Acababa de estallar una bomba. Como
lo he escrito también, soldados histéricos recorrían las calles en todoterrenos
y camiones. Fue entonces, en aquel instante electrificado de tensión, cuando el
duende de Fina volvió a hacer una de las suyas poniéndole en su cámara un
teleobjetivo tan grande como una bazuca, detrás de la cual, en el taxi, ella
parecía como un francotirador agazapado. Violentos soldados saltaron de un
camión, nos rodearon, nos sacaron a empellones y nos pusieron de cara contra un
muro. Un oficial nos salvó de ser fusilados. Después de los centenares
de muertos de esos primeros días posteriores al golpe, los soldados tenían el
gatillo fácil.
Pese a todo, en aquel país
todavía sin vuelos y con los aeropuertos cerrados, fui uno de los primeros
periodistas extranjeros en llegar a Santiago. Logré ver amigos de izquierda
escondidos en sus casas, mientras otros eran detenidos y llevados al Estadio
Nacional y otros invadían las embajadas. Arrumes de sus libros eran quemados en
las calles. No sé cómo, logré que una hermana de Jorge Edwards me
consiguiera una cita con Neruda, que estaba internado en la clínica Santa María
de los Ángeles. Allí me dirigí, siempre movilizándome en el viejo taxi
contratado en Arica, apenas se levantó el toque de queda.
Nunca he olvidado el choque
que recibimos Fina y yo cuando, al decirle a la recepcionista de la clínica que
teníamos una cita con el poeta, ella nos replicó sorprendida: “El maestro
Neruda murió a las tres de la mañana”.
Fue tal nuestra congoja y
desconcierto que la mujer, apiadada, decidió darnos la dirección de la casa a
donde habían llevado el cuerpo del poeta. Aquella dirección me quedó grabada
para siempre en la memoria: calle Marqués de la Plata.
Como lo tengo escrito en un
texto titulado Aquel adiós a Neruda, hacía frío y todavía flotaba en el aire
una neblina matinal cuando llegamos a aquel lugar. La calle pequeña, olvidada,
refugio ideal para un poeta, se desprende de otra, igualmente pintoresca, llena
de árboles de un intenso color rojizo, que en plena primavera austral dan una
impresión de otoño. Cuando, atendiendo los golpes que dábamos a la puerta,
apareció una mujer a quien le hicimos una pregunta absurda:
–¿Don Pablo?
–Está arriba –respondió de
la manera más natural.
Una casa saqueada
El patio de entrada se veía
inundado. Las piezas de la primera planta, también, por un agua que fluía de
alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más alto, había un jardín
húmedo, lleno de escombros: papeles, libros quemados, vidrios, muchos vidrios:
crujían bajo la suela del zapato. Dos mujeres removían cautelosamente los
escombros. Una de ellas se volvió hacia nosotros.
–La destruyeron –dijo
simplemente.
Nos inclinamos para recoger
una foto sucia de barro. Era muy antigua: tres hombres y una mujer,
vestidos a la moda de los años 30, sentados en medio de la nieve. Parecían
reír felices ante el fotógrafo.
–Eran fotos y cartas de don
Pablo –dijo la mujer–. No esperaron siquiera a que muriera.
–¿Dónde lo tienen?
–pregunté.
–Allí –dijo ella señalando
una casa pequeña, semejante a un palomar, que se alzaba en lo alto del jardín.
Subimos por una empinada
escalera. Al abrir la puerta, nos encontramos delante del féretro, en un
cuarto helado y sin luces, donde solo había media docena de mujeres.
Aquel féretro gris, sin
pompa, sin cirios, sin coronas, colocado en un extremo de la pieza y adornado
solo con dos rosas blancas que parecían cortadas de prisa, daba una sensación
de soledad. Bajo el cristal, descansando sobre un raso, la cara de Neruda
parecía reducida, irreal. Lo humano en aquel momento no era su cara, sino
la camisa de cuadros que llevaba abierta en el cuello y el saco de tweed: una
indumentaria deportiva que hacía pensar en plácidos domingos en Isla Negra.
La esposa de Neruda estaba
sentada junto al féretro, sola. A Matilde Urrutia la había yo conocido
incidentalmente dos años atrás en Barcelona, en la casa de García Márquez. Nada
en aquel verano hacía temer por la vida del poeta. Ni por Chile. La mujer rubia
que entonces hablaba con animación mientras se enfriaban en la nevera las
botellas de vino blanco esperando la llegada de Neruda permanecía ahora inmóvil
y sin llorar, al pie del ataúd, en un cuarto sembrado de escombros. La casa
había sido requisada y saqueada. Al ser desviadas las aguas de un canal, la
planta baja se había inundado. No había luz eléctrica. Las ventanas estaban
rotas. Rotas también las lámparas, rotas en añicos las cerámicas, quemados los
libros y desaparecidos los cuadros, una colección de primitivos que Neruda
había reunido a lo largo de su vida.
El segundo forastero que
llegó, después de nosotros, era un escritor alto, jovial, de cabellos blancos
que yo había conocido en un viaje anterior a Chile. No recuerdo hoy su nombre.
Pertenecía al partido comunista. Cuando charlábamos en voz baja junto al
féretro, Matilde se dirigió a él para solicitarle que se hiciera cargo de los
trámites con la funeraria. Buscaba un auto. Yo le ofrecí mi taxi, que esperaba
en la puerta. Así quedé también yo comprometido en esas diligencias que abarcaron
el resto del día.
Recuerdo que al salir
recogí en el jardín un buen número de fotos y cartas regadas por el suelo. Las
tuve conmigo seis meses, hasta que se las devolví a Matilde en Caracas, cuando
nos encontramos de nuevo en casa de Miguel Otero Silva. Aquella mañana,
antes de salir con mi amigo el escritor, la vi en el jardín con la frente
apoyada en el tronco de un sauce, llorando en silencio.
Mientras avanzábamos hacia
el centro de la ciudad por calles grises, llenas de frío, mi amigo nos contaba
a Fina y a mí cómo se había descartado la idea, propuesta por algunos, de
llevar el cadáver de Neruda a México. Matilde no estuvo de acuerdo porque
podría ser algo malinterpretado por el pueblo chileno. Mi amigo abrió su mano y
nos enseñó una llave. “Es para la tumba de Pablo”, nos dijo.
El mausoleo donde sería
sepultado el cuerpo del poeta pertenecía a los familiares de un famoso
dirigente de fútbol chileno, Carlos Dittborn.Sepultura provisional: más tarde
sus restos serían llevados a Isla Negra, para respetar una voluntad expresada
por Neruda.
El empleado que nos atendió
en la funeraria llenó las planillas con una minuciosa aplicación burocrática.
“¿Nombre del fallecido?” “Neftalí Reyes Basoalto”. “¿Padres?” “José del Carmen
Reyes y Rosa Basoalto”. Etcétera.
Al cabo de un detallado
registro, no todo estaba en regla. Faltaba la cédula del poeta y el registro de
defunción (lo obtendríamos más tarde: Neruda había fallecido a consecuencia de
un cáncer en la próstata y no de un infarto, como se dijo).
Finalmente, una última
pregunta: “¿Cuántas carrozas?” Nuestro amigo no sabía: “En condiciones normales
deberían ser más: siete o diez carrozas, qué sé yo –dijo–. Pero me temo que en
las actuales circunstancias baste una sola”.
Un funeral convertido en
mitin
Su tono era ligeramente
amargo. El amigo de Neruda no sabía en aquel momento si debía o no esconderse,
si sería o no detenido. Aquella madrugada había recibido por teléfono la
noticia de la muerte del poeta cuando se hallaba en su apartamento, entregado a
una faena dispendiosa: estaba quemando su biblioteca, llena de libros
marxistas, en previsión de una requisa. Los libros habían terminado de
arder en la chimenea del salón cuando empezaba a amanecer.
Al día siguiente, contra lo
que temíamos, había más gente de lo previsto en la puerta de la casa: unas 300
personas, contando periodistas y fotógrafos europeos. El sol apenas calentaba.
Había en el aire algo que sugería aún el olor, el color del invierno austral.
Cubierto con la bandera chilena, el féretro fue transportado a través del
jardín lleno de agua hasta la carroza funeraria que aguardaba en la puerta.
Cuando el cortejo iba a iniciar su marcha, en un ambiente donde llegaba a
percibirse el miedo de aquellos días, estalló en la calle un grito anónimo:
–¡Camarada Pablo Neruda!
–¡Presente! –contestó la
multitud.
El grito se repitió dos
veces con la misma réplica. Luego, la voz anónima cortó con un rotundo: “Ahora
y siempre”. Y el cortejo inició su marcha, de nuevo en silencio y muy despacio. No
había mucha distancia de la casa de Neruda al cementerio general: dos
kilómetros a lo sumo. En el clima que vivía la ciudad intensamente patrullada
por el Ejército, aquel fue un recorrido lento y cargado de tensión. Había gente
en algunas puertas y ventanas que miraba pasar el féretro sin decir nada.
Al llegar a la alta y
abovedada puerta del cementerio, el féretro fue descendido de la carroza
funeraria y depositado sobre una tarima rodante. El grupo, a medida que
avanzaba, fue haciéndose más denso. De pronto, alrededor del ataúd, se alzó el
rumor sordo de un canto. Parecía un zumbido de abejas. En la acústica de la
galería, las voces se hicieron más decididas, más firmes. Cantaban La
Internacional.
Detrás, en la plazuela que
se abre delante del cementerio, se escuchaban las sirenas de los vehículos
militares. Soldados, metralleta en mano, saltaban de los camiones. Pero la
multitud seguía cantando. Cuando el ataúd iba a ser introducido en el nicho, en
medio de una lluvia de flores, estalló de nuevo el grito a Neruda. Y de
repente, otro intempestivo:
–¡Compañero Salvador
Allende!
Era la primera vez que el
nombre de Allende era gritado en Santiago después de su muerte. Un coro inmenso
contestó: “¡Presente!”
Luego el saludo fue para
Víctor Jara, un cantante chileno fusilado una semana atrás en el Estadio
Nacional. Su esposa, una inglesa alta y rubia que se encontraba junto al
féretro, estalló en sollozos. Cuatro días antes, acompañada por el embajador
británico, había descubierto el cadáver de su esposo en la morgue, en medio de
200 muertos.
De pronto, el funeral de
Neruda se había convertido en un mitin. ‘Primer acto público de oposición’,
titularía el diario francés Le Monde. El acto fue, de todas maneras, muy breve.
Apenas quedó clausurado el nicho que guardaba los restos de Neruda, se produjo
de nuevo un silencio hecho de desconcierto y tensión. Seguían escuchándose
fuera las sirenas de los autos militares. La multitud empezó a dispersarse con
prisa en todas direcciones.
Cuando salimos, a pocos
metros de la entrada, encontramos un grupo de mujeres vestidas de negro que
lloraban. No lloraban por Neruda. Eran esposas de dirigentes obreros que habían
muerto fusilados. Acababan de reconocer los cadáveres de sus maridos en la
morgue y tenían en las manos recientes certificados de defunción dados por las
autoridades militares. Lloraban a pocos metros de los camiones del Ejército.
De todo ello tomó Fina
extraordinarias fotos, empezando por la de Neruda en el ataúd tomada la
víspera. Junto con un relato mío, llegaría a varios medios de Europa. Por
cierto, aquella hija adoptiva yo la llevaría a París, la haría entrar en el
IDHEC (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos), sin imaginar que con el
tiempo se convertiría en una famosa directora de cine.
Nunca olvidamos aquel adiós
a Neruda, adiós que hoy cobra actualidad cuando se anuncia que su cuerpo va a
ser exhumado, pues el entonces chofer del poeta sostiene que este murió
asesinado por obra de una inyección letal y no del cáncer que padecía.
La fotógrafa Fina Torres
Estudió diseño, periodismo
y fotografía en Venezuela. Luego viajó a París, donde cursó estudios de cine en
el Institute des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC). Después de
graduarse, ejerció como editora, operadora de cámara y ‘script’, mientras
desarrollaba sus propios proyectos de cortometraje y documental. En 1985 ganó
el premio Cámara de Oro del Festival de Cannes, por su ópera prima, la película
‘Oriana’. En 1993 coescribió, produjo y dirigió ‘Mecánicas celestes’,
protagonizada por la española Ariadna Gil. En el 2000 dirigió a otra española,
Penélope Cruz, en la comedia romántica ‘Las mujeres arriba’. En el 2010
escribió y dirigió la cinta ‘Habana Eva’, con la venezolana Prakriti Maduro
como protagonista, una película desarrollada en La Habana, Cuba. En la
actualidad reside en Los Ángeles (California), donde prepara sus proyectos
cinematográficos.
Plinio Apuleyo Mendoza
Escritor y periodista, coautor del ‘Manual del perfecto idiota latinoamericano’.
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