domingo, 21 de septiembre de 2025

PRIMER CAPITULO DE LA NOVELA : UNA PENA EN OBSERVACION DE C.S, LEWIS

 Una obra o texto puede referirse a hechos o pensamientos escritos por otros hombres, nos repetimos incansablemente y gracias a las metáforas y los artificios literarios nos renovamos. Igual pasa con algunas cosas que vivimos, este texto parece escrito desde mis experiencias a pesar de nunca tener contacto con el autor y con los hechos. Transcribo el primer capitulo. El libro es publicado por editorial ANAGRAMA.

 CESAR H BUSTAMANTE


 "Escrito tras la trágica muerte de su amada esposa como una  manera de sobrevivir los “difíciles momentos de la medianoche”,  Una pena en observación relata los más sinceros pensamientos de  C. S. Lewis sobre los temas fundamentales de la vida, la muerte y la  fe al sufrir una pérdida. Esta obra contiene sus más íntimas  reflexiones sobre esa etapa de su vida.

 “Nada puede afectar al hombre —o por lo menos a un hombre como  yo— de manera que pierda su ideología y sus creencias. Tiene que  enfrentar un gran golpe para entrar en razón. Sólo la tortura traerá la  verdad. Sólo bajo tortura podrá descubrirla por sí mismo".

UNO

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no  es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva.

 Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay  una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho  trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés.

 Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos  en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran ellos  unos con otros, que no se dirigieran a mí.

 Hay momentos en que, de la forma más inesperada, algo en mi interior  pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para  tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo,  antes de conocer a H., era feliz. Era muy rico en lo que la gente llama  «recursos». A todo el mundo le pasan estas cosas. Vamos, que no lo estoy  llevando tan mal. Le avergüenza a uno prestar oídos a esa voz, pero por  unos momentos da la impresión de que está abogando por una causa justa.  Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo  ese «sentido común» se desvanece como una hormiga en la boca de un  horno.

 Y de rechazo cae uno en las lágrimas y en el pathos. Lágrimas  sensibleras. Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios  y decentes. Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder a revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es  más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la  imagen misma de H. En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la  mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que  lloriqueo. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente  fuerte (¿lo seguirá siendo siempre tanto?) como para salir adelante.

 Porque H. no era así en absoluto. Su pensamiento era ágil, rápido y  musculoso, como un leopardo. Ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran  capaces de hacerle bajar la guardia. Olfateaba la falsedad y la gazmoñería a  la primera vaharada, e inmediatamente se abalanzaba sobre ti y te derribaba  antes de que hubieras podido darte cuenta de lo que estaba pasando.  ¡Cuántos globos me pinchó! Enseguida aprendí a no darle gato por liebre  con mis palabras, excepto cuando lo hacía por el simple gusto —y ésta es  otra cuchillada al rojo vivo— de exponerme a que se burlara de mí. Nunca  he sido menos estúpido que como amante suyo.

 Y nadie me habló nunca tampoco de la desidia que inyecta la pena. No  siendo en mi trabajo —que ahí la máquina parece correr más aprisa que  nunca— aborrezco hacer el menor esfuerzo. No sólo escribir sino incluso  leer una carta se me convierte en un exceso. Hasta afeitarme. ¿Qué importa  ya que mi mejilla esté áspera o suave? Dicen que un hombre desgraciado  necesita distraerse, hacer algo que lo saque de sí mismo. Lo necesitará, en  todo caso, como podría echar de menos un hombre aperreadamente cansado  una manta más cuando la noche está muy fría; seguro que este hombre  preferiría quedarse tumbado dando diente con diente antes que levantarse a  buscarla. Es fácil de entender que la gente solitaria se vuelva poco aseada, y  acabe siendo sucia y dando asco.

 Y, en el entretanto, ¿Dios dónde se ha metido? Éste es uno de los  síntomas más inquietantes. Cuando eres feliz, tan feliz que no tienes la  sensación de necesitar a Dios para nada, tan feliz que te ves tentado a  recibir sus llamadas sobre ti como una interrupción, si acaso recapacitas y te  vuelves a Él con gratitud y reconocimiento, entonces te recibirá con los  brazos abiertos 70 al menos así es como lo vive uno. Pero vete hacia Él  cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en  las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el  interior. Y después de esto, el silencio. Más vale no insistir, dejarlo. Cuanto  más esperes, mayor énfasis adquirirá el silencio. No hay luces en las  ventanas. Debe tratarse de una casa vacía. ¿Estuvo habitada alguna vez?  Eso parecía en tiempos. Y aquella impresión era tan fuerte como la de  ahora. ¿Qué puede significar esto? ¿Por qué es Dios un jefe tan  omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo  en las rachas de catástrofe?.

 He intentado exponerle esta tarde a C. algunas de estas reflexiones. El  me ha recordado que lo mismo, según parece, le ocurrió a Jesucristo. «¿Por  qué me has abandonado?» Ya lo sé. ¿Y qué? ¿Se consigue con eso que las  cosas se vuelvan más fáciles de entender?.

 No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo  menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan  horriblemente mal de Él. La conclusión a que temo llegar no es la de: «Así  que no hay Dios, a fin de cuentas», sino la de: «De manera que así es como  era Dios en realidad. No te sigas engañando.»

 Nuestros mayores se resignaban y decían: «Hágase tu voluntad.»  ¿Cuántas veces no habrá la gente sofocado por puro terror un amargo  resentimiento, y no se habrá sacado de la manga un acto de amor (sí, un  acto, en todos los sentidos) para camuflar la operación?.

 Claro que resulta muy fácil decir que Dios parece estar ausente en  nuestras necesidades más graves porque Él es ausencia, no-existencia. Pero  entonces, ¿qué pasa?, ¿por qué se nos antoja tan presente cuando, para  hablar en plata, no le echamos de menos?

 De todas maneras, el matrimonio me ha servido para una cosa. Nunca  podré volver a creer que la religión es una manipulación de nuestros  inconscientes y hambrientos deseos, mediante la cual se sustituye al sexo.  En estos breves años pasados, H. y yo festejábamos el amor; en cualquiera  de sus modalidades: la solemne y alegre, la romántica y realista, tan  dramática a veces como una tempestad, otras veces tan confortable y  carente de énfasis como cuando te pones unas zapatillas cómodas. No había fisura del corazón o del cuerpo que quedara insatisfecha. Si Dios fuera un  simple sustituto del amor, habríamos perdido todo interés por Él. ¿A quién  le importan los sustitutos cuando tiene en las manos la cosa misma? Pero no  es esto todo lo que ocurre. Nosotros dos sabíamos que deseábamos algo que  estaba por encima del uno y del otro, algo especial y bien diferente, una  clase de deseo bien diferente. Lo contrario sería como decir que cuando los  amantes se tienen uno a otro, ya en adelante no van a tener nunca ganas de  leer, de comer o de respirar.

 Hace años, a raíz de la muerte de un amigo, tuve durante algún tiempo  una viva sensación de certeza con respecto a la continuidad de su vida, casi  como si se viera realzada. He implorado que se me concediera ahora por lo  menos una centésima parte de esa misma certeza en el caso de H. No ha  habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el  vacío, el cero absoluto. «A los que piden, no se les dará.» Fui un tonto al  pedir nada. Lo que es ahora, incluso aunque me volviera a habitar esa  certeza, desconfiaría de ella. Pensaría que era una autosugestión provocada  por mi propia plegaria.

 En cualquier caso, lo que tengo que hacer es mantener a raya a los  espiritualistas. Le prometí a H. que lo haría. Ella sabía mucho de estos  cotarros.

 Mantener las promesas hechas a un muerto, o a cualquier otra persona,  es algo que está muy bien. Pero empiezo a darme cuenta de que «respeto  hacia los deseos de un muerto» entraña también una trampa. Ayer me  detuve a tiempo antes de decirme, con ocasión de no sé qué bagatela: «Esto  a H. no le hubiera gustado.»

 No conviene, no es bueno para los demás. En breve acabaría echando  mano del «lo que le hubiera gustado a H.» como un instrumento de tiranía  doméstica. Y además sus presuntas ataduras se irían convirtiendo en un  disfraz cada vez más sofocante de mi propio ser.

 A los niños no puedo hablarles de ella. Las veces que lo he intentado, en  sus rostros no asoma dolor, miedo, amor ni compasión, sino embarazo, que  es el peor de todos los falsos consejeros. Me miran como si estuviera  cometiendo una indecencia. Están deseando que me calle. A mí me pasó lo mismo cuando murió mi madre, cada vez que mi padre la nombraba. No se  lo puedo reprochar. Es la manera de ser de los niños.

 Muchas veces pienso que la vergüenza, hasta cuando se da en forma  torpe e inadvertida, es mucho más eficaz para impedir los actos buenos y la  recta dicha que ninguno de nuestros vicios. Y esto no pasa sólo en la  infancia.

 ¿O son ellos, los niños, los que tienen razón? ¿Qué pensaría la propia H.  de este terrible cuadernito de notas al que vuelvo una vez y otra vez? ¿No  son morbosos estos apuntes? Una vez leí la siguiente frase: «Permanezco  despierto toda la noche con dolor de muelas, dándole vueltas al dolor de  muelas y al hecho de estar despierto.» Esto también sé puede aplicar a la  vida. Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la  sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella. Es decir en el hecho de  que no se limite uno a sufrir, sino que se vea obligado a seguir considerando  el hecho de que sufre. Yo cada uno de mis días interminables no solamente  lo vivo en pena, sino pensando en lo que es vivir en pena un día detrás de  otro. ¿No servirán mis apuntes únicamente para agravar este aspecto de la  cuestión? ¿Para confirmar simplemente las vueltas que le da la mente al  mismo tema, como si se tratara de la monótona andadura en torno a un  molino? Y sin embargo, ¿qué voy a hacer? Necesitaría alguna droga, y por  ahora leer no es una droga lo bastante fuerte. Escribiendo para echarlo todo  fuera (¿todo?, no, un pensamiento entre miles) me parece que me separo un  poco de ello. Así es como justificaría mi caso ante H. Pero apuesto doble  contra sencillo a que ella le vería la trampa a esta justificación.

 Y no me pasa sólo con los niños. Un extraño subproducto de mi  pérdida, es que me doy cuenta de que resulto un estorbo para todo el mundo  con que me encuentro en el trabajo, en el club, por la calle. Veo que la  gente, en el momento en que se me acerca, está dudando para sus adentros  si «decirme algo sobre lo mío» o no. Me molesta tanto que lo hagan como  que no lo hagan. Algunos meten la pata de todos modos. R. me ha estado  evitando durante toda una semana. Prefiero a la gente joven bien educada,  casi niños todavía, que se enfrentan conmigo como con el dentista, se ponen  muy colorados, lo dejan y se escurren a meterse en un bar lo más rápidamente que la educación les permite. Me pregunto si los afligidos no  tendrían que ser confinados, como los leprosos, a reductos especiales.

 Para algunos, soy algo peor todavía que un estorbo. Cada vez que me  encuentro con un matrimonio feliz, noto que tanto él como ella están  pensando: «Uno de nosotros se verá más tarde o más temprano igual que él  se ve ahora.»

 Al principio me espantaba ir a los sitios donde H. y yo fuimos felices, a  nuestro pub o a nuestro parque favoritos. Pero de repente decidí empezar a  hacerlo, como quien quiere lo más pronto posible volver a incorporar al  vuelo a un piloto que acaba de tener un accidente. Y me sorprendió ver que  no suponía gran diferencia. La ausencia de H. no cobra mayor énfasis en los  lugares que digo que en otro cualquiera. No se trata en absoluto de un  asunto de tipo local. Me imagino que si le prohibieran a uno tomar sal, no la  echaría más en falta en unos alimentos que en otros. Comer se volvería en  general algo diferente, todos los días, en todas las comidas. Es algo por el  estilo. El acto de vivir se ha vuelto distinto por doquier. Su ausencia es  como el cielo, que se extiende por encima de todas las cosas.

 Pero no, no está dicho de forma correcta. Hay un lugar donde su  ausencia vuelve a albergarse y localizarse, un lugar del que no puedo  escaparme. Me refiero a mi propio cuerpo. ¡Cobraba una importancia tan  distinta cuando era el cuerpo del amante de H.! Ahora es como una casa  vacía. Pero tampoco voy a engañarme a mí mismo. Este cuerpo volvería a  cobrar importancia para mí, y bien pronto, si pensara que algo no marchaba  bien en él.

 Cáncer, y cáncer, y cáncer. Mi madre, mi padre, mi mujer. Me pregunto  quién será el siguiente en la lista.

 Y sin embargo la propia H., cuando se estaba muriendo de cáncer, y  perfectamente consciente de la cuestión, dijo que había perdido gran parte  del horror que antes le tenía. Cuando llegó la hora de la verdad, el hombre y  la idea estaban ya desactivados en alguna medida. Y hasta cierto punto, casi  lo entendí. Esto es muy importante. Nunca se encuentra uno precisamente  con el Cáncer o la Guerra o la Infelicidad (ni tampoco con la Felicidad).  Solamente se encuentra uno con cada hora o cada momento que llegan. Con toda clase de altibajos: cantidad de manchas feas en nuestros mejores ratos  y de manchas bonitas en los peores. No abarcamos nunca el impacto total  de lo que llamamos «la cosa en sí misma». Pero es que nos equivocamos al  llamarla así. La cosa en sí misma consiste simplemente en todos estos  altibajos, el resto no pasa de ser un nombre o una idea. Es increíble cuánta  felicidad y hasta cuánta diversión vivimos a veces juntos, incluso después  de que toda esperanza se había desvanecido. Qué largo y tendido, qué  serenamente, con cuánto provecho llegamos a hablar aquella última noche,  estrechamente unidos.

 Pero no, no tan unidos. Existe un límite marcado por la «propia carne».  No puedes compartir realmente la debilidad de otra persona, ni su miedo, ni  su dolor. Lo que sientes tal vez sea erróneo. Probablemente podría ser tan  erróneo como lo que sentía el otro, y sin embargo desconfiaríamos de quien  nos advirtiera que era así. De todas maneras seguiría siendo bastante  diferente, en todo caso. Cuando hablo de miedo me refiero al miedo  puramente animal, al rechazo del organismo frente a su destrucción, a un  sentimiento sofocante, a la sensación de ser un ratón atrapado en una  ratonera. Esto no puede transferirse a otro. La mente es capaz de  solidarizarse con ello; el cuerpo menos. En cierto sentido, los cuerpos de los  amantes son menos capaces todavía. Todos sus episodios de amor los han  arrastrado a tener no idénticos, sino complementarios, correlativos y hasta  opuestos sentimientos de cada uno con relación al otro.  

Nosotros dos lo sabíamos bien. Yo tenía mis miserias, no las suyas; ella  tenía las suyas, no las mías. Y el final de las suyas habría de dar paso a la  llegada de las mías. Estábamos partiendo hacia diferentes rutas. Esta verdad  velada, esta terrible regulación del tráfico («usted, señor, por la izquierda»)  marca precisamente el comienzo de la separación que supone la muerte  misma. 

Y esta separación, creo yo, nos está esperando a todos. He estado  pensando en H. y en mí como seres peculiarmente desgraciados a causa de  nuestra separación desgarradora. Pero es posible que todos los amantes  estén abocados a tal separación. Ella me dijo un día: «Incluso si nos  muriéramos los dos exactamente en el mismo instante, tal como estamos echados aquí ahora uno al lado del otro, sería seguramente una separación  mucho mayor que la que tanto temes.» Por supuesto que ella no sabía, o al  menos no más de lo que yo sé. Pero estaba cerca de la muerte; lo  suficientemente cerca como para dar en el clavo. Solía citar una frase:  «Sólo dentro de la soledad.» Decía que lo que sentía era algo así. ¡Y cómo  iba a ser de otra manera! Resultaría infinitamente improbable. Tiempo,  espacio y cuerpo eran los verdaderos elementos que nos unían, los hilos de  teléfono a través de los cuales nos comunicábamos. Si se corta uno de ellos  o los dos al mismo tiempo, para el caso es lo mismo, ¿cómo no va a  interrumpirse la comunicación? A no ser que se diera por sentado que algún  otro medio de comunicación, radicalmente distinto pero encargado de  desempeñar el mismo trabajo, pudiera venir a sustituir a aquéllos. Y aun en  este caso, ¿se puede concebir un procedimiento tan eficaz como los  antiguos? ¿Es que Dios es un payaso que te arrebata sin más tu cuenco de  sopa para reemplazártelo acto seguido por otro cuenco lleno de la misma  sopa? Ni siquiera la naturaleza hace estas payasadas. Nunca toca dos veces  la misma melodía.

 Hace falta mucha paciencia para aguantar a esa gente que te dice: «La  muerte no existe» o «la muerte no importa.» La muerte claro que existe, y  sea su existencia del tipo que sea, importa. Y ocurra lo que ocurra tiene  consecuencias, y tanto ella como sus consecuencias son irrevocables e  irreversibles. Por ese principio podríamos decir que nacer no importa. Alzo  los ojos al cielo de la noche. Es de todo punto evidente que si me fuera  permitido rebuscar en toda esa infinidad de espacios y tiempos, nunca  volvería a encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su tacto.  Murió. Está muerta. ¿Es que se trata de una palabra tan difícil de  comprender?

 No conservo ninguna fotografía suya donde quedara un poco bien. Ni  siquiera en mi imaginación soy capaz de reproducir su cara con todo  detalle. Y sin embargo, el rostro extraño de cualquier extraño atisbado esta  mañana entre la multitud puede presentarse ante mí con nítida perfección al  cerrar los ojos por la noche. La explicación es bastante sencilla, creo yo.  Los rostros de los seres a quien mejor hemos conocido, los hemos visto desde tantos ángulos, bajo tantas luces y dotados de tantas expresiones  (paseando, durmiendo, riéndose, llorando, comiendo, hablando o  pensando), que todas estas impresiones se nos enmarañan simultáneamente,  dentro de la memoria y quedan confundidas en un simple borrón. Pero su  voz está todavía viva. Su voz añorada que en el momento menos pensado  me puede convertir en un niño que se echa a llorar.