Me
parece de suma importancia traer a colación esta columna del excelente escritor
Juan Villoro tomada de “El país” de España por lo que significa la muerte del
escritor Sergio González Rodríguez para las letras y el periodismo
hispanoamericano.
El ameritado corazón de
Sergio González Rodríguez dejó de latir el 3 de abril, a los 67 años. En 1992
fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo con El centauro en el
paisaje. 12 años más tarde ganó ese certamen con Campo de guerra,
un estudio de la militarización de la política mexicana.
Aunque era experto en la
relación entre la literatura y el ocultismo, al comenzar el tercer milenio no
buscó un acercamiento esotérico a la realidad: la abordó con rabioso y
documentado pragmatismo. Su libro Huesos en el desierto fue un
recuento pionero de los feminicidios de Ciudad Juárez, El hombre sin
cabezaanalizó la simbología de la violencia extrema y Los cuarenta
y tres de Igualaindagó las causas que llevaron a la desaparición de los
estudiantes de Ayotzinapa.
Fui testigo de la
persecución que González Rodríguez sobrellevó con insólito aplomo. En 2001,
cuando investigaba los crímenes de Ciudad Juárez, Roberto Bolaño lo consultaba
para escribir La parte de los crímenes en su novela 2666. La
aportación de Sergio fue tan notable que se convirtió en personaje de la
historia. Triangulamos informaciones hasta que Roberto y yo recibimos un
extraño mensaje; de pronto apareció un recuadro en la pantalla de nuestras
computadoras: “Usted no está autorizado para leer esto”. El sistema operativo
se congeló y sólo pudo reactivarse apagando la computadora.
A
pesar de que en 1999 sufrió un secuestro exprés que le dejó graves lesiones,
Sergio indagó la verdad con el temple de un sereno notario de lo real
Poco después viajé con
Sergio a Alemania para participar en un coloquio en la Casa de las Culturas del
Mundo. Al llegar a Frankfurt, él fue detenido y sometido a una agraviante
revisión. Ningún otro pasajero fue tratado de ese modo. Él lo atribuyó a que la
policía alemana había recibido un mensaje de las autoridades mexicanas.
De 2004 a 2006, cada vez
que nos veíamos en un restaurante, una mesa cercana a la nuestra era ocupada
por personas de traje desleído y rostro evaporado, cuya única función parecía
ser estar ahí, tomando “nota” de la vida ajena. En alguna ocasión, Sergio les
dejó su tarjeta para que le hablaran, ahorrándose la molestia de seguirlo. La
recurrente aparición de esos “testigos” impedía atribuirlos al azar. Cumplían
un barroco protocolo: se hacían notorios para incomodar y al mismo tiempo
pretendían que no espiaban.
En una ocasión, el
novelista Horacio Castellanos Moya, que participó en la guerrilla salvadoreña,
llegó con retraso a la mesa donde lo aguardábamos. Se dirigió a nosotros hasta
que algo lo hizo cambiar de rumbo y salir del restaurante. Regresó al poco
tiempo a explicar que las mesas que flanqueaban la nuestra eran ocupadas por
conspicuos interesados en el acontecer ajeno. Había salido a revisar la zona y
calcular los alcances del operativo. Buscó una camioneta equipada para
registrar conversaciones y no dio con ninguna: “Es un operativo sencillo”,
diagnosticó: “Son idiotas, sólo quieren que notemos que están aquí”.
Esos burócratas de la
vigilancia se convirtieron en una constante hasta que desaparecieron con la
arbitrariedad con que habían llegado. A pesar de que en 1999 sufrió un
secuestro exprés que le dejó graves lesiones, Sergio indagó la verdad con el
temple de un sereno notario de lo real y la ironía de quien vive en un sitio
donde el carnaval se confunde con el apocalipsis. No quiso asumirse como
víctima e insistió en que la suerte de otros era peor que la suya.
De acuerdo con la ONG
Artículo 19, en 2016 hubo 11 asesinatos y 426 agresiones a periodistas en
México. González Rodríguez vivió para denunciar el oprobio, pero también para
abrir espacios de esperanza. En La ira de México escribe: “Los
infiernos terrestres son temporales”. Sus libros, que hoy son espejo del
horror, serán en el futuro la historia de lo que nunca debió ocurrir, pero que
alguien tuvo la entereza de narrar.
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