Siempre que hablo de encuentros me viene a la mente el excelente libro de Sandor Marai "El último encuentro". Pese a que hablemos mucho con alguien, en medio de la abrumadora revolución de las comunicaciones, ver a personas muy especiales en nuestra vida resulta absolutamente gratificante y siembra esperanzas, con hechos que parecen insignificantes, pero al final resulta que no lo son, por su naturaleza y el espesor de emociones que nos despierta. La vida es de ires y venires, de soledad y fraternidad, de alegría y tragedia; como decía Antonio Machado sabiamente: «Caminante no hay camino, se hace camino al andar».
Estuve dos años itinerante, trashumante, aletargado en una ciudad llena de contrastes como es Medellín, pero, acogedora de sobremanera. Entregue mi apartamento, prácticamente perdí la mitad de mi biblioteca, me aleje de mis hijos, bebí como cosaco y en cierto momento pensé que esta no era una simple batalla, sino que había perdido la guerra y mi vida parecía no tener sentido. Ahí estaba Edgar Allan Poe, maestro del relato corto, padre de la novela policíaca que cualquier día después de botar lentamente todo lo valioso de la vida, desapareció para siempre; Ernest Hemingway trotamundo, alcohólico y suicida; Malcolm Lowry, que se bebió todo en México y se mató decididamente con los excesos; Foster Wallace, quien escribió una de las mejores novelas que he leído: "La broma infinita" y al final le ganó la depresión y terminó ahorcándose. Pensaba en estos hombres que enaltecieron mi vida como lector, en mis hijos, mis hermanos y algunos amigos. Soy un optimista redomado y un enamorado de la vida, pero algo me estaba pasando. En esos interludios de la vida, como a eso de las seis de la tarde de un día cualquiera, me llamó mi hijo y me dijo: Padre, espérame seis meses, no te me mueras, ya casi me graduó y voy por ti. Apareció un arco iris de felicidad y el entramado de propósitos que como una locura avasallan mi cerebro, Senti, otra vez la vida. Espere de la forma más feliz, con cierto orgullo y la seguridad que estaría con mi hijo.
De pronto el hijo, con esa naturalidad y autenticidad que le caracteriza me llamó a los siete meses. Estaba en un hotel en el peor sitio de Medellín, leyendo literatura oriental, sin ningún preámbulo me dijo: Padre nos aprobaron el Apto. El sábado estábamos en un hermoso Apto, de tres habitaciones, para estrenar, vació, pero, lleno de vida, acompañado de una niña, Valentina, estudiante de ingeniería mecánica de la UPB, afable, con una conversación fluida y encarretadora, familiar como buena antioqueña, igualmente feliz por el sitio, sentía que empezaba de nuevo y que la existencia vale la pena, la familia es un soporte no importa que suceda. Ahora, amanecerá y veremos. El barco a partido con tan solo tres tripulantes, buena mar.
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