jueves, 27 de diciembre de 2012

DE VUELTA A LA SEMILLA






El éxito de “El olvido que seremos” de Héctor Abad Facio Lince,  no se debió solamente a las calidades estéticas de unas memorias bien escritas, sino a un argumento especial para estos tiempos, que gira en torno a los recuerdos familiares, tema que es un bálsamo, gracias a la marca indeleble que le dejó su padre; un paradigma moral y un trabajador social excepcional de la ciudad y por supuesto del país, vilmente asesinado. Después de muchos años, escribió este extraordinario texto de memorias, en una especie de catarsis literaria, que es un bocado de cardenal desde la perspectiva líteraria. Desde este amor, va retratando la ciudad de Medellín durante el siglo  XX  y des-hojando sus recuerdos. Esta será la nuez que cala profundamente en el lector.  En estas navidades, cerca del cierre de un año nefasto para la economía, cuestionado por catástrofes humanas de toda índole, la intención es volver a la semilla. 
He querido buscar la distancia necesaria para que estos recuerdos tengan algún valor estético que les garantice su supervivencia.  Hace tiempo pienso en el abuelo Carlos. Tengo un recuerdo nítido de su figura imponente y hay aspectos de su personalidad que se han fijado en mi memoria de manera muy grata. Era un hombre muy alto. Estoy convencido que media mucho más de 1.80 metros. Siempre estaba muy elegante, con un sombrero clásico puesto con el estilo de aquellos detectives de películas  de los años cuarenta del siglo pasado, producidas en blanco y negro, que veo gracias a las repeticiones tan de moda hoy. Parecía un nórdico, bien peinado, de pelo blanco y abundante, su mirada era  penetrante y seria, con cierta altivez, pero lleno de un paternalismo cargado de rigor.

Fue un hombre típico de la región Cafetera Colombiana, ubicada en todo el centro de nuestra geografía.  Las principales ciudades de este país fueron construidas en medio de las tres cordilleras ramificadas de los Andes americanos, que la atraviesan de sur a oriente y que marcaron la personalidad de sus habitantes de manera intensa. Don Carlos Álvarez, nació en el viejo Caldas.  Estas tierras, son pura cordillera, muy cerca del nevado del Ruiz, un volcán dormido de más de cuatro mil metros de altura que mantiene en vilo a sus vecinos. Los pueblos y las ciudades fueron construidos por hombres fuertes, visionarios, ambiciosos en extremo, aventureros del Dpto. de Antioquia quienes ocuparon baldíos y tumbaron selva en el siglo XVIII dentro del proceso conocido como la colonización,  buscaban fortuna y nuevos negocios, convirtiéndolos con el tiempo  en ejemplo de perseverancia y trabajo. Cada pueblo y ciudad de esta región está construida a contra natura, en los picos de las montañas, en zonas que nadie se imaginaria que nacerían urbes como las conocemos hoy.  El abuelo las conoció perfectamente. Recorrió extensas fincas de un aroma inolvidable, absolutamente sembradas de café arábigo, rosarios extensos de perlas verdes entre grandes arboles de sombra y platanales a granel, que produjeron el café mas suave y excelso del mundo, una clase trabajadora privilegiada, llena de comodidades en medio de mil violencias partidistas, crueles, tortuosas, con una clase dirigente emprendedora, nacida de un negocio que nunca se imaginaron que fuese tan bueno: La exportación del grano de café. El abuelo fue evaluador de la Caja Agraria, recorrió, midió y  aprendió a querer  estas tierras, gracias a su trabajo que cumplió copiosamente. Tuvo siete hermanas mujeres y dos varones. Nació en un hogar de rancia tradición.  Cuando uno piensa en esta generación, siente una profunda tristeza por una clase de hombres que desaparecieron definitivamente. Para Don Carlos la palabra era una escritura, fue siempre estricto con sus citas a las que nunca faltó, cumplidor al extremo.  Su hija Ana me habló, que pese a su sueldo de gerente, que era muy holgado, pero nunca de rico y tener una familia grande en comparación a las de hoy, nunca les faltó nada  y sus hijos fueron a buenos colegios. Siempre fue cabal a la sociedad encopetada y exigente que le tocó por morada, pese a ello nunca desperdició en lo más mínimo sus activos.

Yo tengo recuerdos muy claros del abuelo. Su vida transcurría dentro de una rutina implacable rozando más o menos los setenta y cinco años.  Se despertaba muy temprano pese a estar jubilado y con una situación estable. Era maniático de los noticieros, los escuchaba  las veinticuatro horas del día. Antes del desayuno ojeaba el periódico regional y se arregla en medio de un verdadero ritual. No se enteraba de la política, la vivía con pasión partidista. Era un liberal ortodoxo, cumplidor de los estatutos del partido y un recio opositor de las disidencias a las que condenaba con fervor de militante.  El abuelo tenía una autonomía irrenunciable para todo, la cual solo cedió en los últimos meses de su vida por las vicisitudes de su enfermedad.  Hizo un capital considerable a base de ahorros y negocios que solamente él manejaba. Como suele decirse, al abuelo nunca le falto el efectivo. Su conversación estaba siempre llena de preguntas, solía indagar con la esclerótica de quien siempre considera que nada se come entero.  

Manizales es una ciudad construida a 2200 metros sobre el nivel del mar en plena cordillera central que la hace absolutamente especial. En esta ciudad se sube o se baja. Sus grandes lomas son emblemáticas y su topografía hace que  sea un entramado de calles empinadas, de barrios escalonados, que desde lejos parecen un pesebre, unos encima de otros en un orden extraño pero hermoso. Mantiene una limpieza impresionante. Aquí todo funciona. Vivió un larguísimo periodo de bonanza cafetera que le permitió un progreso superior al promedio nacional, por esta época se fundaron muchas universidades y gracias al esfuerzo de unos pocos, estas han gozado de un nivel educativo por encima del nivel nacional. Sus habitantes son de una altivez y dignidad excepcional, producto de una fe inquebrantable en su abolengo y origen especial, llenos de títulos y apellidos nobles, qué los llena de un orgullo que nunca cede, el cual se ha convertido en un activo social  de familias muy conservadoras y tradicionales, que han cuidado de este valor ficcional frente  a la presión del dinero fácil y el ascenso espureo corriente por estos tiempos. Esta ciudad es como una gran tortuga, cuya cresta es la carrera 23, la artería que la atraviesa y de la cual se desprenden sus principales calles, como largas franjas de tela. El abuelo recorría la 23 como todos los Manizaleños con la dignidad de quien  ama profundamente su terruño.  En estos años, le admiraba viéndolo salir solo, pese a su edad, con su sombrero de copa, su ropa impecable como sí se tratará de un compromiso especial. Lo veía llegar siempre puntual al almuerzo, con las nuevas de la ciudad y sus comentarios cortantes por lo que fuera.

Sí alguien me preguntará por sus cualidades no sabría cual relvar en esencia. Su vida es un ejemplo de todo lo que un hombre debe ser. Amaba arreglar cualquier cosa descompuesta, tenía la manía de revisar todo, nunca le hizo falta su buena caja de herramienta y solía meterle la mano a lo que viera dañado y correspondiera a sus habilidades.  Todos sus hijos hombres de incluso algunas de sus hijas heredaron este talento.

Otra cualidad era el orden en sus cosas. Planificaba en exceso y era un cumplidor exagerado de sus compromisos.  Nada dejaba al azar.   La relación con sus hijos da como para una novela de Jane Austen.  Alguna vez escribiré sobre este tópico.

Su muerte nos conmovió a todos. No solo por lo que hizo y formó, sino por el inmenso vacio que aun sentimos.  En ocasiones siento que el abuelo sigue vivo y que el espíritu cuida a los suyos como siempre lo hizo.  Ciertas lecturas me han enseñado que existen personajes anónimos que cumplieron una tarea ejemplarizante en la sociedad. E abuelo fue uno de ellos.

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