viernes, 21 de marzo de 2014

PERORATAS DE FRENANDO VALLE JO SEGUNDA ENTREGA

Me he encontrado con este excelente artículo sobre el texto de Fernando Vallejo en la revista critica de la universidad de Puebla España.

Sólo con­tra todos



Fer­nando Vallejo, Per­oratas, Alfaguara, Buenos Aires, 2013, 320



Mucho se ha escrito sobre Fer­nando Vallejo, autor de la pentalogía “EL RÍO DEL TIEMPO” (1985/93). Aque­lla audaz y furi­bunda novela-río cuyos cinco tomos desen­trañan una de las miradas lati­noamer­i­canas más agu­das y pen­e­trantes de los últi­mos treinta años. Ríos de tinta cor­rieron tras la apari­ción de La vír­gen de los sicar­ios, y más aún, con su ensayo histórico y académico La puta de Babilo­nia (donde entre salvedades, se ale­gaba la inex­is­ten­cia histórica de Cristo). Desde entonces, se lo ha vin­cu­lado con el Conde de Lautréa­mont (sic), el bar­roco (¿será posi­ble vin­cu­lar la pluma gongo­rina de Lezama con la del escritor respon­s­able de Mi her­mano el alcalde?); hay quienes lo toman como un Céline sudamer­i­cano (Jacques Fres­sard). Acaso, esto último, no tanto por la prosa (cau­dalosa y encau­sada) –mucho más ele­gante y tra­ba­jada que el autor de Viaje al fin de la noche–, si no, por su visión cruel, impre­ca­to­ria del mundo. Últi­ma­mente, su nom­bradía lo ha ubi­cado entre los Grandes (así con mayús­cula) de su gen­eración: Fuentes, Gar­cía Márquez y Var­gas Llosa. ¿El boom lati­noamer­i­cano?, en abso­luto, a él no le interesa nada de eso.

Cier­tos sec­tores de la crítica lo han mitol­o­gizado ad absur­dum, tildán­dolo de todo (menos de bonito): de apoc­alíp­tico, inso­lente, icon­o­clasta, o blas­femo… ¿Pero es Vallejo, en ver­dad, esa máquina crim­i­nal de impre­ca­ciones? Despotrica, injuria, provoca; lo rev­ela su tono denun­cia­tivo, sí; pero, ¿por qué razones?; ¿cuáles son los motivos de su explo­siva ira­cun­dia? Veamos.

fernando_vallejo_02Si nos remiti­mos a sus libros fero­ces, motivos no fal­tan: en primera lugar, el sufrido incon­ve­niente de haber nacido, y luego, la humanidad entera que con­stan­te­mente le recuerda las atro­ci­dades crim­i­nales que per­pe­tra con abso­luta impunidad. Sus argu­men­tos son saca­dos de ese cadáver mal­oliente que resulta la His­to­ria (la Igle­sia Católica como mal social, la vio­len­cia del nar­cotrá­fico en Medel­lín, la guer­rilla colom­biana, la super­población, el ham­bre, el dete­ri­oro ambi­en­tal y moral, etc.). Y los exhibe uno tras otro, con la exquisita peri­cia de un forense en su morgue. Implaca­ble, sí, aunque a través de un tono deci­di­da­mente brutal.

Estos 32 tex­tos que son Per­oratas, ofi­cian de mues­trario de lo que la indi­gnación puede lle­gar a pro­ducir en mate­ria escrit­u­raria. Se trata de artícu­los, dis­cur­sos, con­fer­en­cias, ponen­cias, pról­o­gos y pre­senta­ciones de libros y pelícu­las. Tex­tos que refle­jan sus sen­timien­tos más con­se­cuentes como resulta su búsqueda tenaz de la ver­dad y la jus­ti­cia. Pero no todo es color de rosa. “El alma es ruido del cere­bro y el cere­bro caos, un pan­tano, tur­bu­len­cias, tur­biedades que no duran más que frac­ciones de segundo y que se bor­ran las unas a las otras”, escribe siem­pre indig­nado. Como si se tratara de desvin­cu­larse de los lugares comunes que ha acuñado el rebaño, Vallejo denun­cia. Despotrica con­tra los políti­cos. “Todos son logreros, util­i­tar­ios, bus­can puestos y fig­u­rar y en estas últi­mas décadas: plata y más plata y más plata como para el pozo de nunca llenar”. Ni Dios se salva: “Dios no existe. Dios es un pre­texto, una abstrac­ción bru­mosa que cada quien uti­liza para sus fines pro­pios y aco­moda a la medida de su con­viven­cia y de su infamia”. No en balde algunos de sus tex­tos le valieron mucho más que un adje­tivo despec­tivo (su artículo “Leyendo los Evan­ge­lios”, apare­cido en la revista Soho, le costó su renun­cia en 2005 a la nacional­i­dad colom­biana). Sus hitos de raíz cínica ver­te­bran la fuerza direc­triz de su pen­samiento. Sub­vierte val­ores: “la mater­nidad es egoísmo dis­frazado de altru­ismo, lujuria enmas­carada de vir­tud. No somos hijos del amor. Somos hijos de sucia lujuria fisi­ológ­ica”. Vallejo dixit. Se teje otra moral, una man­era difer­ente de ser en el mundo.

Per­oratas es un libro obsesivo. El autor regresa (monotemáti­ca­mente, en el buen sen­tido del tér­mino) sobre sus temas nodu­lares. Y uno de esos tópi­cos resulta el prob­lema de la expan­sión demográ­fica. “Repro­ducirse es un crimen, en mi opinión el crimen máx­imo”. Más ade­lante vuelve a la carga: “dejen tran­quilo al que no existe, ni está pidi­endo venir, en la paz de la nada. Total, a ésa es a la que ten­emos que volver todos”. Luego garan­tiza, en otro artículo, como acos­tum­bra, lap­i­dario: “La repro­duc­ción no es un dere­cho, es un atro­pello”. Asoma el fan­tasma omi­noso del nihilismo por detrás. “El cielo y la feli­ci­dad no exis­ten. Ésos son cuen­tos de sus papás para jus­ti­ficar el crimen de haber­los traído a éste mundo”. Por lo tanto, ¿hay espa­cio en su pen­samiento para una fun­ción ética? Vallejo nos responde acorde a su estilo: “Nadie tiene obligación de hacer el bien, todos ten­emos la obligación de no hacer el mal”. Hay ecos axiomáti­cos rela­cionables al filó­sofo rumano E. M. Cio­ran, autor de Bre­viario de podredum­bre y En las cimas de la deses­peración. Pero sus con­tin­uos ataques des­pre­cia­tivos a las tradi­ciones y los modos de vida sociales resul­tan más iróni­cos que pesimistas.

Su prop­uesta, se vin­cula a una tradi­ción que suma ya var­ios mile­nios de antigüedad. Más pre­cisa­mente desde tiem­pos del Cinosargo, aquel sitio donde los filó­so­fos cíni­cos solían reunirseperoratas_vallejo en las afueras de la polis, tras haber sido expul­sa­dos. Porque Vallejo com­parte esa mirada cor­ro­siva del out­sider que cierta vez tuvo Dió­genes de Sinope. Hablo del mayor rep­re­sen­tante del pen­samiento cor­re­spon­di­ente a la escuela cínica. Sus enseñan­zas estim­u­la­ban el apren­dizaje a vivir, a pen­sar, a exi­s­tir y a obrar ante el mundo inmedi­ato: la muerte, el placer o el deseo. Instruía la inso­len­cia ante todo lo que se engalan­aba con la toga pre­texta de lo sagrado: lo social (sabido es el des­plante que Vallejo hizo ante las propias narices del mis­mísimo Vicepres­i­dente de su país, en una con­fer­en­cia), los dioses junto con la religión (La puta de Babilo­nia, sobrada prueba), y las con­ven­ciones (aquí su ver­dadera cruzada desacral­izadora que lo llevó a escribir una vein­tena de libros het­ero­doxos, com­ple­ta­mente iconoclastas).

Una pequeña aclaración. Obrar según el punto de vista cínico es esculpir la propia exis­ten­cia como una obra de arte. Es decir una vida debe ser el resul­tado de una inten­ción, un pen­samiento y un deseo. En sín­te­sis: ser con­se­cuente con su ejem­plo. Antes de con­cluir daré aún un par de ejem­p­los con­cre­tos. El primero. Tras ganar el Pre­mio Rómulo Gal­le­gos, Fer­nando Vallejo entregó todo el dinero a Fiorella Dub­bini, pro­tec­tora de los per­ros calle­jeros de Cara­cas (por cierto algo anál­ogo hizo años después tras con­seguir el Pre­mio FIL de Lit­er­atura, cuyo dote, en este caso, alcan­z­aba los 150 mil dólares). El segundo cor­re­sponde más que a un gesto, a una amis­tad. Un sen­timiento que explicita en el artículo “Los impen­sa­dos caminos del amor”, acerca de la gran danés Bruja, su querida perra y com­pañera durante trece años (otra vez el hábito en destacar las vir­tudes del can por sobre las humanas). Rebelde y soli­tario, el cínico hace una única con­tribu­ción social: la pura soledad.

No son pocos los pasajes donde Per­oratas alude a lo que una may­oría pre­tende igno­rar. Vallejo se vale del cin­ismo, ese otro human­ismo para poder nom­brar la incó­moda ver­dad. La ver­dad no es bella. Molesta porque es cruda, real, como el aire que se res­pira tanto en su men­tada Antio­quia como en cualquier otro sitio de esta tierra. Por lo tanto, ¿es per­en­to­rio que sur­jan escritores como Vallejo, a quienes le cor­re­spon­dería la labor de arran­car las más­caras, denun­ciar las supercherías y destruir las mitologías gen­er­adas por la sociedad actual? El lec­tor sabrá responder.

Texto pub­li­cado en la edi­ción 155 de Crítica.

No hay comentarios: